Desde hace un par de semanas, al pasar cerca del cementerio, uno
tiene la sensación de encontrarse no en el lugar cerrado y fúnebre
donde moran los difuntos, sino en una inmensa plaza pública donde al
compás de un gran bullicio aparecen remezcladas las más anticuadas
manifestaciones de duelo y los más curiosos encuentros entre vivos y
difuntos. Celebramos la festividad de todos los Santos. El cuerpo
místico de Cristo, de acuerdo al catolicismo y antes de la llegada
del protestantismo en 1517, tiene tres niveles de existencia y
comunicación: los que se encuentran en la tierra que invocan las
oraciones de los Santos en el Cielo y buscan imitarlos, los que se
encuentran en el cielo y aquellos en que están en el purgatorio.
Precisamente este día de noviembre los cristianos de la tierra
veneramos a los Santos del cielo. Pero, ¿qué significa esta
festividad para una sociedad como la nuestra?
Sin duda esta festividad de muerte (la céltica de Sammein, que
hacia el año 800 el Papa Bonifacio IV cambió por el día de
Todos los Santos, marcaba la muerte del verano y el fin de las
cosechas) adquiere para nosotros un sentido profundamente cultural,
porque el catolicismo se ha hecho cultura y, debido a este talante,
los comportamientos religiosos populares se transmiten de generación
en generación. Por ello, los que hemos nacido en una sociedad que
los celebra, sentimos y vivimos estas tradiciones como algo propio.
Y esto es lo que hacen miles de cordobeses y españoles visitando los
cementerios estos días. Sin embargo, en la nueva sociedad
capitalista y laica (lo uno guarda mucha relación con lo otro) las
fiestas son para el enriquecimiento de los comerciantes que se
convierten en sus más exaltados patrocinadores. Entre la búsqueda
del beneficio y la disculpa para travestirse, Halloween
abandona todo vínculo con lo sagrado para convertirse en un
carnaval con un trasfondo de comedia de terror. ¡Sigo prefiriendo a
don Juan!.
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