Como todos sabemos, hace ya algunas décadas
se ideó eso de los concursos de belleza -ya saben, me refiero a
aquellos en los que participan bellas mujeres y a los que ahora, más
recientemente, se han incorporado también los hombres,
particularmente los denominados «metrosexuales»-. Se trata de que un jurado, es
decir, una «comisión de evaluación externa» -lo de interno aquí
sería complicado-, con arreglo a un baremo -es decir, un índice
objetivo- determine y jerarquice la belleza -es decir, la excelencia
de lo bello- que cada participante posee y representa en cada
concurso. Además, todos sabemos que, por lo general, sin perjuicio
de lo bellos/as que suelen ser todos los participantes/antas (lo del
genero es una cuestión de moda) de tales concursos, esto no
significa que tal «valor» no pueda ser aprehendido -o reconocido-
fuera de la oficial competición. El bello o la bella oficial, de
cada una de las plazas donde se celebran concursos, no coincide, por
lo general, necesariamente con quién «en sede teórica» -y según qué
cánones- son los bellos o las bellas del lugar. Por último, todos
sabemos que los citados concursos, debido a la influencia de
determinados «lobbys» -caciques, en
castellano--, terminan por pervertir el sistema y que quienes
resultan elegidos son aquellos que mejor se acomodan a las
exigencias de tales grupos de poder.
Pues bien, parece que de
todo esto no se han enterado en la Universidad, donde, desde hace
poco tiempo, determinados grupos de presión -ya recuerdan, los
«lobbys»- han conseguido que se adopte
este modelo «oficializador» de la
excelencia; no, en este caso, para cuantificar el valor «belleza»,
sino el valor «saber» (podremos, así, hablar de «metrosesuales» -con «s» de seso- en la
Universidad, siéndolo todos aquellos a los que se les reconozca
oficialmente muchos «metros» de seso). Sí, ahora ya se puede ser
sabio reconocido, es decir se puede obtener el informe favorable de
una «agencia de evaluación» -dícese, grupo
de amiguetes nombrados por el lobby
(cacique) para que premie a aquellos que mejor se acomoden a las
exigencias del grupo de poder- siempre, eso sí, que uno se someta
-inconscientemente- a la oligarquía.
Kant, ese filósofo nacido en Könisberg, de vida austera, que nunca frecuento
ningún centro de investigación extranjero, porque nunca salió de su
ciudad natal y que cuando publica su primera gran obra -Kritik der reinen
Vernunft (1781)- cuenta ya con 57 años;
ese mismo que renuncia a la Cátedra de la Universidad de Halle,
prefiriendo quedarse en su ciudad natal; ese prestigioso filósofo y
profesor universitario posiblemente hoy, con esta magnifica
normativa que empieza a triunfar en nuestra post-moderna
Universidad, jamás hubiera visto reconocida su excelencia por
ninguna «agencia de evaluación externa». No hubiese sido nombrado
«metrosesual». Desde luego mejor para
Kant.
De todos modos esto no es
ninguna novedad, si no, que se lo cuenten -si es que pueden- a Husserl, Schopehauer
o, por ir más cerca, a Julián Marías.