Patio de San Basilio
Perímetros impecables de cal y flores, el patio popular da la bienvenida desde cualquier ángulo de la ciudad. Peculiares en cada barrio, tras cada portalón o cancela, estos recintos íntimos son sin embargo idénticos en la forma de vivirlos y sentirlos.
Es la entrada al paraíso de patios, abiertos a la vida cotidiana, a un universo de paredes blancas, sencillas columnas, corredores, brocales enjalbegados, lavaderos y piedras recién regadas; del disfrute de una forma de vida milenaria que conservan, como legado único, los habitantes de las casas de patios cordobeses.
De entre todos los barrios, es el Alcázar Viejo el más popular, con una salida al río y la muralla, la de la Puerta de Sevilla presidida por el poeta Aben Hazam, el que dejó escrito en su Collar de la paloma el amor a primera vista por una muchacha, aparecida aquí en la antigua Puerta de los Drogueros y Perfumistas, tres siglos antes de la llegada cristiana que amplió la medina hasta estas lindes, convertidas en corral de ballesteros entre los siglos XIV y XV. En el otro extremo, la entrada al barrio se abre a tres caminos: el del arco majestuoso de las Caballerizas Reales, el popular de la ermita de Belén o el jardín hacia la ciudad moderna y la muralla almohade.
Configurado en tres calles, tiene en la de San Basilio la plaza, el templo y a la altura del número 50 uno de sus patios más representativos. Salvado de la ruina y el abandono por la Asociación de Amigos de los Patios, posee todos los elementos y peculiaridades de estos recintos, populosos antaño y habitados por gentes mayoritariamente campesinas. Centro de recepción de visita obligada, permite interpretar y recrear el espíritu de convivencia y vida que encierran estos cofres de color y aroma. Aquí perviven las habitaciones que eran alquiladas por familias humildes en torno al espacio central y común del patio, con fogones, lavaderos, pozo o fuente y aseos, rincones convertidos hoy en pequeños talleres artesanales que recrean los viejos zocos andalusíes. De aquel tiempo, prevalecen llamadores y cerraduras, el fresco zaguán antesala del patio, el chino cordobés, la presencia del agua en el pozo, la pila y el riego del atardecer, el trepar de la hiedra, las plantas aromáticas, los colores y los olores de la hierbabuena, los rosales, el tomillo, los geranios o la albahaca.
La vida en los patios era una burbuja con legislación propia, en donde la ley primera fue la solidaridad y vecindad, aunque no exenta a veces de las discordias propias de la convivencia familiar. Porque en familia se vivía, si por ello se entiende compartir celebraciones, desdichas, llantos y alegrías.
El patio aquí era, como en tantos barrios populares, una mansión compartida con una pieza, la que daba a la calle, en donde se exponía y representaba todo lo que era posible o necesario mostrar de puertas para afuera. Tras la reja quedaba a la calle, se veneraban los altarillos de Semana Santa y la Cruz de Mayo, se exponía el ajuar de las mocitas casaderas y las capillas ardientes de estos vecinos perfectamente organizados en sus turnos de riego, horas de lavado, de cocina o de portería, pues sólo había una llave para la puerta de salida. Eran normas transmitidas de padres a hijos, para un estado en donde las funciones de juez las ostentaba generalmente la casera.
En los patios de vecinos, los más viejos transmitían los cuentos y leyendas a los corrillos de niños; se celebraban bodas y bautizos, se tomaban las gachas, las “caracolás” y las sangrías de los días de fiesta y el frescor del patio recién regado, en las noches de verano. Todas las tradiciones y fechas tuvieron aquí cabida.
Este patio del Alcázar Viejo, el de los campesinos, tiene aún en agosto su fiesta personal en la verbena de la Virgen del Tránsito, la yacente, conocida como de Acá o la de Aquí, bautizada por campesinos jornaleros cuando tomaban descanso y la paseaban por las calles del barrio. Pero era en mayo, el mes de los perfumes y de los colores de Córdoba, cuando la cal y el vergel conspiraban para llenarlos de belleza, de azules y ocres, de verdes y rojos intensos, de orgullo y bienvenida. Ir a ver el patio y hasta competir entre vecinos por convertir el propio en el más hermoso, fue frecuente en un tiempo, y la tradición de abrir las puertas con la llegada de la primavera se tornó en costumbre. Así, en 1918, la oficialidad hizo suya la tradición popular organizando el primer Concurso de Patios, hoy convertido en el gran reclamo turístico. Alguna intermitencia en el tiempo olvidó la fiesta de los patios hasta los años 50 en que vuelve a proyectarse, pero ellos nunca dejaron de estar abiertos en mayo, de transmitir y de dejarse sentir, porque el patio, rincón íntimo que abre sus celosías solamente en mayo, es todo el año el gineceo, el origen de la conciencia de ser y pertenecer a un humus hondo, ancestral, recóndito, lejano e inabordable. El patio es, durante unos días abierto a la visitas y a los bailes, el cante o la celebración. Luego y como antaño, vuelve a dar la espalda a los circuitos turísticos y los certámenes. El pulso de sus habitantes late entonces a ritmo reposado, a la recreación en el rumor de las fuentes, la charla entre vecinos, la lectura o el mimo a las flores; al ser de patios y al saberse en armonía con su rumores y silencios. Este museo vivo es por siempre la herencia que, como la Historia, repite ciclos y vuelve al núcleo para proclamarse de patios de Córdoba y del Sur, que es decir sin clanes ni fronteras, abierto y acogedor siempre al viajero o al extraño.
(Matilde Cabello)
San Brondon No 50
La belleza comienza respirando
más despacio. Basta un soplo poderdante,
un chasquido vítreo que estancie.
lo decible en lo pensable.
Giras la aldaba de un golpe vórtice.
Tres por cuatro [ ] metros de zaguán.
Dos más dos [ ] pasos de interludio.
Asoma su emporio, blanco Edén,
y encala el espacio empedrado
con una sonrisa delatora.
Llueve el arco iris
y cada gota suspende el aire
en el aire. Secuestra de inmediato
un bosque trébol que pace
musgo entre tinajas.
Un meramelindo embellece con un pétalo
entre la madreselva. Trepan las columnas
y trenzan todos los ahoras dispersos
sobre uno.
El pozo sube la escalera,
polea en mano, y ofrece un vaso
de antídoto.
Bajo el arriate
flora Manuel.
El Tártaro teme los dones de la dicha
y esconde su bruma reteniendo el respiro.
(Francisco Alemán)