“Discurso breve sobre la vida y costumbres de Gregorio Silvestre, necesario para el entendimiento de sus obras”.
Nació Gregorio Silvestre en Lisboa en el año de mil y quinientos y veinte, entre los dos últimos días del dicho año, que tienen la advocación de estos dos santos, por los cuales fue llamado así. Yendo su
madre,
doña María de Mesa, preñada desde Zafra, donde antes vivía, por haber sido el doctor Juan Rodríguez, su
padre,
llamado entonces para médico del rey de Portugal, y estuvieron en servicio del Rey hasta el año de veinte y siete, que, viniendo la infanta doña Isabel de Portugal a casarse con el emperador don Carlos quinto a Castilla, vino por su médico el dicho doctor, trayendo a Gregorio Silvestre de
siete
años, poco más o menos, como se parece en el privilegio que en este mismo año les concedió el emperador a ellos y a sus descendientes, el cual tienen sus herederos y gozan al presente. Y siendo Silvestre de casi
catorce
años vino en
servicio
de don Pedro, conde de Feria, do a la sazón florecía entre los poetas españoles Garci Sánchez de Badajoz. Y como siempre la
casa
del conde fuese llena de toda curiosidad y visitada con los escritos de aquel célebre poeta,
participó
tanto de lo uno y de lo otro, que en sus tiempos ninguno se pudo decir que le hiciese ventaja. Verdad es que, como él se diese a la música de tecla, a la cual se inclinó principalmente, no comenzó tan presto a ser conocido en la
poesía,
porque debía tener ya más que
veinte y ocho
años cuando comenzó a tener
nombre
entre los que se preciaban de componer los versos españoles que llaman rimas antiguas, y los franceses, redondillas, a las cuales se dio tanto, o fuese por el
amor
que tuvo a Garci Sánchez y a Bartolomé de Torres
Naharro
y don Joan Fernández de Heredia, a los cuales celebraba aficionadamente, que no pudo ocuparse en las composturas italianas que Boscán introdujo en España en aquella sazón, y así,
imitando
a Cristóbal de Castillejo, dijo
mal
de
ellas
en su
“Audiencia”,
pero después, con el discurso de tiempo, viendo que ya se celebraban tanto los sonetos y tercetos u octavas que fueron las rimas o versos que más presto aprendieron los españoles, se dio también a ellas y compuso muchas cosas dignas de
loa.
Y si viviera más tiempo fuera tan ilustre en la
poesía
italiana como lo fue en la española. Con todo eso, intentó una cosa bien
célebre,
que fue poner medida en los versos toscanos, que hasta entonces no se les sabía en España, la cual pocos días antes intentó el cardenal Pedro Bembo, en Italia, como se parece en sus prosas y lo refiere Ludovico Dolce en su gramática, y que en España no se supiese, ni la trajesen los que trajeron la poesía toscana a ella parece en que
Castillejo
aún no supo la medida española de arte mayor, pues, queriendo conferir la una y la otra, introduce a Joan de Mena diciendo de las trovas italianas:
Joan de Mena como oyó
la nueva trova pulida
contentamiento mostró,
caso que se sonrió
como de cosa sabida.
Y dijo según la prueba:
Once sílabas por pie
no hallo causa por que
se tenga por cosa nueva,
pues yo también las usé.
De suerte que Castillejo quiere probar que las composturas de Joan de Mena y Joan Boscán son una misma, pues constan de once sílabas, y, dejado que la española tiene doce, aunque fuera verdad que tuviera once, no entendió que de once a doce hay mucha diferencia, por no entender la medida de los pies, la cual se
descubrió
en España en esta sazón, y en Granada Silvestre fue el que las descubrió , que no ha dado poca perfección al verso, porque no había allí otro que lo pudiese hacer, y por esto se dijo de él:
Y que los versos desligados
de la española lengua e italiana
serán con la medida encadenados;
deberos
ha de aquí la castellana
más
que la griega debe al claro Homero,
y al ínclito Virgilio, la romana.
De aquí ha venido la medida de los endecasílabos a hacerse en España por yambos tan comúnmente que no hay quien la ignore, y así dijo muy bien quien dijo que le
debían
más los españoles a él que los griegos a Homero y los latinos a Virgilio, pues no fueron ellos los que inventaron la medida de su verso, como Silvestre lo
hizo.
Murió en el año de setenta siendo de
cincuenta
años, poco después de la rebelión de Granada, de una calentura pestilencial con tabardete. Murió también el mayor de sus hijos en aquella sazón, y vive el menor, y de sus hijas la una fue metida en la Corona de Aguilar, sin dote, porque era diestra en la música de tecla, y las otras fueron con su madre
Fue Silvestre de agudo
ingenio,
como se verá en las
sátiras
donosísimas que hizo, y en conversación decía muy discretamente y casi siempre con dichos agudos y donosos.
Hablando una vez a ciertos amigos en compañía de Joan Latino, dicen que habló a todos y no a él, que no le vido o se fue de industria, y, quejándose Juan Latino delante los mismos de ello, dicen que respondió: “Perdone, señor maestro, que entendí que era sombra de uno de estos señores”.
Hablando otra vez con un calcetero cuya mujer no tenía del todo buena fama sobre el precio de unas calzas que le había hecho, cansado de verle encarecer la obra, le dijo: “Tomá, señor, que yo huelgo de dároslo por ahorrarlo de palabras”. El otro, viendo que le había motejado de palabrero, quísolo motejar de
pobre,
diciendo: “No se muestre ahora tan largo, que no es V.M. el Corzo en Sevilla”. Respondió él: “Basta que lo sea V.M. en Granada”. Dícese también que uno de los que entonces componían en Granada le
hurtó
un soneto diciendo que era suyo y vínoselo a enseñar por propio y preguntarle qué tal le parecía. Y, diciéndole: “Señor Silvestre, pues ha visto mi soneto, dígame que le parece”, respondió: “Que me parece”, dándole a entender por esta respuesta que era suyo, y se lo había hurtado.
También dicen que, disgustado con el conde de Miranda porque le hablaba de vos, no le había visitado muchos días y que, como una vez le encontrase el conde en la calle, le dijo: “Señor Silvestre ¿por qué no vais a mi casa?”, y que respondió él: “Señor, por eso”, de lo cual se rio el conde y, entendiéndole, procuró enmendarse de ahí en adelante.
Otra vez dicen que en la misma casa del conde, trayéndole un escabel o banquillo en que se asentase, afrentado de que no le dieron silla, se estuvo en pie, y diciéndole el conde que por qué no se asentaba, respondió: “Señor, no me asiento porque me siento”, dando a entender su intención con tanta delicadeza y primor, que sin fastidiar al conde puso remedio a lo que pretendía por vía de donaire.
Otros muchos muy discretos hay suyos que por ventura juntará algún curioso. La pintura de su rostro y cuerpo fue extraña y tanto, que le llamaban “monstruo de naturaleza”, porque do quiera era notado entre muchos hombres, aunque de estatura mediana. Y así dijo el que lo pintó en su carta:
Saliste por el mucho fuego adusto,
y por labrar el camino excelente
dejó de monstruo el cuerpo tan robusto,
cabello casi crespo y ancha frente.
Sin raya transversal, con una oscura
por entre ceja y ceja solamente,
templado vello, natural blandura,
fingida risa y pasos moderados
declaren los que entienden de natura.
Casi por esta filosomía se podrá entender de las condiciones de Silvestre lo que no hemos declarado. Era hombre descuidado de su atavío corporal, como casi siempre lo son los que, ocupados en mayores cosas, no se acuerdan de sí.
Tuvo por
mecenas
y favorecedor de sus escritos a don Alonso Puerto Carrero, hijo del marqués de Villanueva, al cual hizo muchas coplas y
sonetos,
aunque parecen pocos a y don Alonso Venegas, al cual hizo una elegía a la muerte de su mujer, y al marqués de Villena, al cual hizo dos sonetos dando el parabién de una sentencia dada en su favor por el marquesado de Moya, y otro en loa de doña Juana Lucas de Toledo. Tuvo por particulares
amigos
los que entonces eran
famosos
en Granada: el singular abogado Luis de
Berrio,
a don Diego de Mendoza y don Fernando de Acuña, honra de la poesía de España, el gran traductor Gaspar de Baeza, el maestro Juan Latino, doctísimo en la gramática latina y griega; y el bachiller Pedro de Padilla, habilidad rara y única en decir de improviso y a pocos inferior en escribir de pensado; y al licenciado Luis de Castilla, que le escribió una carta a la cual respondió con otra; y al licenciado Josefo Fajardo, hombre insigne en las matemáticas y lenguas latina y griega, hebrea y caldea y arábiga, del cual también hay ciertos sonetos en
loa
de Silvestre; y al licenciado Juan Mejía de la Cerda, y al licenciado Macías Bravo y otros muchos que escribieron en su
loor
algunos versos. Escribiéronle
cartas
poéticas el famoso Pedro de la Tovilla y George de Montemayor y Francisco Farfán el Indio. Y la que más se estimó en aquellos tiempos fue la de Luis Barahona de Soto, el cual también fue uno de sus particulares
amigos.
Parte de estas obras se han conservado y parte están perdidas.
Viniendo a lo que hace al caso, Gregorio Silvestre escribió muchas obras
espirituales,
así por ser él aficionado a religión, como por darle ocasión la iglesia mayor donde era
organista,
obligándole solo por su gusto a cada año a
hacer
nueve
entremeses
y muchas
estancias
y chanzonetas, en el cual oficio sucedió al famoso maestro Pedro Mota Complutense, y al licenciado Jiménez que hizo el “Hospital de amor” que imprimió por suyo Luis Hurtado de Toledo. Que estos también tuvieron cargo de escribir estos entremeses para las fiestas más célebres de la iglesia mayor, aunque al uno y al otro supo
aventajarse
sin comparación alguna. Escribió obras
morales
muchas, una glosa a las coplas de don George
Manrique
de “Recuerde el alma dormida”. Y otra al “Ave María” y al “Pater noster”. Glosó otras muchas cosas, y tuvo para esto particular
ingenio
más que para otra cosa, y así lo solía él decir, que no era poeta sino glosador, aunque esta era mucha
humildad.
Escribió muchas obras
amorosas,
teniendo por sujeto casi desde su niñez a una dama llamada doña María, cuya calidad por razonable respeto no se explica. No porque Silvestre le fuese aficionado con alguna pretensión deshonesta, como se parecerá en sus escritos y como lo dijeron también estos versos:
Y ver las alabanzas de María,
aquella que tomaste por dechado
de que sacáis primores de poesía.
Aquella cuyo nombre es celebrado
por vos, y ha sido
más
que de
Catulo
el dulce de su Lesbia eternizado,
y más que son con vano disimulo
Corina, Laura y Delia del romano
Ovidio y del Petrarca y de Tibulo.
Más que Teresa fue del
valenciano,
más que Beatriz, que Cinta y que Dïana
del Dante, del Propercio y Lusitano.
Más que del claro Castillejo Ana,
más que de
Garcilaso
Galatea,
más que de Cartagena su Orïana.
Por donde se parece claro que tomó el nombre de María para celebrarla más que por particular afición. Murió esta señora el mismo año que Gregorio Silvestre, mes y medio antes que él, según lo dijo el mismo Soto en una de sus églogas, do
llora
su muerte diciendo:
Allí también su ninfa celebrada,
su cara y su dulcísima María,
cuanto la luna cumple su jornada,
y se vuelve a henchir como solía.
Tanto tiempo antes que él se vio privada
de la vida, y gozar del alegría
eterna, do en lo bien que se aguardaron
nos quisieron mostrar lo que se amaron.
Sintió mucho Gregorio Silvestre la muerte de doña María y así dicen que se determinó hacer muchas
canciones
a su muerte a
imitación
de Petrarca. Y pienso que hizo una o dos, que fueron las primeras y postreras hasta entonces. Y, como murió tan presto, no pudo pasar adelante con su intento.
Vae mihi ut exiguo capereteur marmore quicquid
laudis erat, formae debitae &
ingenio.
En nobis miseranda iaces pulcherrima virgo
inter Hamadryadum gloria prima choros.
Nos pia debentes solvemus iusta poete
nulla & si muto gratia sit cineri.
Sylvanique patres solvent Dryadesque sorores
fundentes vdis ex oculis lachrimas.
Posset & Aonios Silvester
vincere
Cignos
morte tua retinens in raperetur ítem.
Heu Platano vitis iacet ipso fulguris ictu
heu lepor, heu species, utraque tacta Venus.
Ipsa dies genitrix operis nunc seria nouerca
materiam dederat sustulit artificem.
Porque en un mármol se encerrase breve,
ay triste, de alabanza todo cuanto
a la beldad e ingenio se le debe
te nos ofreces para justo llanto.
Hermosa virgen muerta, oh sola gloria
del coro de Silvestres ninfas santo,
haremos sacrificio en larga historia
los poetas, consuelo aunque no sea.
A la ceniza muda esta memoria
el bando de las Driadas se emplea
en sus obsequias ya con los Silvanos,
no teniendo el llorar por cosa fea.
Pudiera el gran Silvestre a los grecianos
cisnes vencer cantando, si la muerte
sus pensamientos no hiciera vanos.
Del plátano la vid con golpe fuerte
del fiero rayo yace derribada,
y las dos venas lamentable suerte,
el tiempo, que una obra señalada
cual madre había causado, ya envidioso
es cual madrastra, pues, la ocasión dada,
se ha llevado al artífice famoso.
Debiéronse hacer a su muerte muchos
epitafios
y epigramas, de las cuales hay poca memoria, como también de algunas de sus obras que por descuido se han perdido o andan con títulos ajenos adulterados. Yo solamente he visto uno que se debió hacer en aquel tiempo, donde en una esparsa se dice casi todo lo mejor que él compuso y la parte donde está enterrado, que es en la Iglesia del Carmen:
Yace en esta iglesia chica
y entre sus piedras aquel
de quien la
fama
infiel
más entiende que publica.
Mas, pues ella no lo explica,
pregúntenselo al laurel,
al moral, lirio y clavel,
y a mil glosas que por él
hacen nuestra España rica.
Por el laurel entendió el que hizo epigrama la fábula de Dafne y Apolo. Por el moral, la de Píramo y Tisbe. Por el lirio y clavel, la de Narciso. Y la “Audiencia”, que parece que se puede añadir en todo, y últimamente las
glosas
que, según dice, es verdad que han hecho a España rica, porque hasta nuestros tiempos
nadie
hizo tan bien y tantas, porque, aunque otros se le prefieran en otros géneros de versos, en este ninguno. Y así le llamó en una parte
Soto
reformador
del Bético Parnaso. Y en el soneto que le escribió, loando su verso, le llamó dulce,
fácil
y
sabroso,
que parecen epítetos dignos del verso español, que no admite gravedad ni profundidad, y en otras partes lo dijo más claro, tratando de su muerte:
“porque en el tiempo que al pastor Silvano,
que en Iliberia tuvo el justo Imperio
del
apacible
verso castellano”.
Y al fin esta ha sido opinión común que en
redondillas
nadie se le ha
aventajado.
Hizo en
octavas
de más de estas obras tres, que él llamaba un terno, que cada cual tenía ciento. Y cumplían todas trescientas octavas, por ventura
siguiendo
el número de Juan de Mena y el orden del
Dante.
En la primera, trató la
pasión
de nuestro salvador Jesucristo. En la segunda, el quebrantamiento de los infiernos y libertad de
1
las almas. En la tercera, la Ascensión a los cielos. Todas obras
heroicas
y dignas de ser leídas, como lo testifican aquellos a quien él mismo las leyó, de las cuales no quiso dar traslado, y así las debió de mandar
quemar
cuando murió, no queriendo que permaneciesen por no quedar enmendadas como él quisiera, aunque de ellas ha aparecido la una entre unos papeles suyos. La cual pusimos al fin por ser obra de mayor perfección y artificio. El trabajo que yo he tomado en juntarlas de varios
cartapacios
y traerlas a la corrección y pureza en que están hasta verlas
impresas,
es justo que me lo agradezcan los curiosos de nuestra lengua y aficionados a estas obras, que deben ser ya muchos en España, para que con este ánimo me esfuerce a cometer mayores empresas y más importantes.