Garcilaso de la Vega,
caballero
de la orden de Alcántara, nació en la ciudad de Toledo, año de 1503. Su
padre
fue Garcilaso de la Vega, comendador mayor de León y embajador de los Reyes Católicos en Roma, e hijo del gran caballero y poeta
Hernán
Pérez de Guzmán, y su
madre
doña Sancha de Guzmán, ambos de esclarecida estirpe y señores de las villas de Cuerva, Batres y Los Arcos. Desde sus
tiernos
años se empleó nuestro Garcilaso en
servicio
del Emperador, y a los
24
de su edad
casó
con doña Elena de Zúñiga, dama de la reina de Francia, madama Leonor, señora de igual calidad y gran caudal, de cuyo matrimonio tuvo a Garcilaso de la Vega, que habiendo heredado con el nombre el valor de su padre, murió valerosamente en la defensa de Ulpiano antes de cumplir los 25 años de su edad; a don Francisco de Guzmán, religioso en Santo Domingo, donde tomó el nombre e fr[ay] Domingo de Guzmán, y a don Lorenzo de Guzmán.
Acompañó
nuestro Garcilaso al Emperador en todas las jornadas que hizo, señalándose en las funciones como valentísimo
soldado,
cumpliendo con lo que debía al esplendor de su sangre, particularmente en la defensa de Viena y sitio de Túnez, donde salió herido en el rostro y en un brazo. Acabada esta jornada volvió a Nápoles, desde donde fue
desterrado
por el Emperador a una isla del Danubio por causa, entre otras, de haber cooperado a cierto matrimonio intentado por un sobrino suyo. Después, por los años de 1536, formando campo el Emperador en el Piamonte, lo llevó
consigo,
fiándole el
mando
de once banderas de Infantería, con que entrando por la Provenza hasta Marsella, y retirando al ejército enemigo la vuelta de Italia, en un lugar de la orden de San Juan cerca de Fregius, mandando el Emperador batir una torre en que se habían hecho fuertes cincuenta paisanos arcabuceros franceses, Garcilaso, con intrépido corazón, se arrojó de los primeros escalando un portillo, de donde arrojando una piedra le dio en la cabeza y derribó malherido, y llevado en los reales a Niza, murió de la herida a los 21 días del golpe, y a los
33
años de su edad, en el de 1536. Fue tal la indignación del Emperador, que en venganza de la muerte de un
varón
tan ilustre, hizo pasar todos los villanos de la guarnición a cuchillo. En el año de 1538 fue traído el cuerpo de Garcilaso del convento de Santo Domingo de Niza y trasladado al de San Pedro Mártir de Toledo al sepulcro de los Señores de Batres, sus antecesores, con su hijo mayor Garcilaso. Garcilaso de la Vega fue de gallarda presencia, hermoso rostro, la barba larga y grande gentileza personal, adornado de nobilísimo natural y ánimo esforzado, con otras
gracias
y habilidades, particularmente en la música para la vihuela y harpa, en que fue diestrísimo. Por la excelencia de su ingenio fue llamado con razón “Príncipe de los
poetas
castellanos de su tiempo” y “el Petrarca de la poesía castellana”, pues a él y a su
compañero
y
amigo
Juan Boscán le debe el alto grado de
perfección,
majestad
y
cultura
a que llegó en su mayor aumento, introduciendo en ella no el ritmo, endecasílabo y demás especies de composiciones de versos largos, como algunos creyeron, pues estos ya eran conocidos en la poesía castellana muchos años antes de Garcilaso, sino extendiendo este mismo uso y haciéndole casi general en nuestra versificación, con la
introducción
del buen gusto, la gala, el
decoro,
la imitación de los grandes
maestros
de la Antigüedad y demás
ornatos
y perfecciones en que consiste la verdadera
poesía,
operación que fue más fácil a nuestro Garcilaso que a otro ningún poeta castellano, porque ayudado de su
sublime
ingenio
y la
lección
de los antiguos, pudo imitar y
exceder
a los más célebres
modernos
de la Italia, a los cuales trató y
comunicó
íntimamente, de suerte que, a no haberle arrebatado la muerte en la flor de su
juventud,
no tuviera nuestra nación que
envidiar
a ningún poeta, aun entre los más célebres de los griegos y los latinos. También nos dejó Garcilaso muestra de su
talento
para la
poesía
latina en un bello epigrama en alabanza del libro El caballero determinado, obra de su grande
amigo
Hernando de
Acuña.
Su elogio en el
Laurel de Apolo
es el siguiente:
No menos del dorado Tajo al viento,
luego que el
claro
acento
de la
fama
solícita escucharon,
las cabezas espléndidas sacaron,
crespos tendiendo para más decoro
por campos de marfil, cabellos de oro,
Cimódoce, Diámene y Climene,
y la que igual no tiene,
que en tiempo del
divino
Garcilaso
(¡oh
injusta
piedra, oh lamentable caso!)
le escuchaban cantar los dos
pastores
,
cuyos dulces
amores
estaban las ovejas escuchando,
de pacer olvidadas, y él cantando:
aquella voluntad honesta y pura, etc.
Y más adelante:
El claro Garcilaso de la Vega,
aunque de mil
laureles
coronado,
que nadie el
principado
de aquella edad le niega,
también dio su poder en causa propia
de la
casa
ilustrísima a Los Arcos
heroico descendiente,
tan libre de
Zoilos
y Aristarcos
que parece oponerle cosa
impropia;
pero dice la fama que se intente,
y aunque hoy vive la fuente
que en medio del invierno está templada,
y en el verano más que nieve helada
pasan los siglos y en diversas sumas
naciendo vidas, se renuevan plumas
águilas y fenices
aunque en la estimación menos felices,
si bien más justo fuera
que al Hércules ninguno
compitiera.