El
doctor
fray
Lope Félix de Vega Carpio, presbítero del orden de San Juan, nació en Madrid a 25 de noviembre de 1562. Su
padre
se llamó Félix de Vega (el cual fue también poeta, y como a tal le elogia su hijo en el Laurel de Apolo), y su
madre,
Francisca Fernández, personas
nobles
y vecinos de esta villa. Muy desde luego empezó a dar muestras de la monstruosidad de su ingenio y de que el
talento
poético nace con los hombres, pues a los
cinco
años de su edad sabía leer romance y latín corrientemente, y
componía
versos,
que trocaba con los demás muchachos de la escuela por estampas y aleluyas, y los escribía cuando todavía no tenía fuerza en la mano para gobernar la pluma, y para ponderar esta
gracia,
dice él mismo que su
genio
le enseñó a hacer versos desde la cuna. A los
doce
años ya poseía el idioma latino con la
retórica,
elocuencia y poesía; y asimismo otras
gracias
y habilidades, como danzar, cantar y jugar la espada. Después de algunos viajecillos y travesuras de
mozo,
hallándose
huérfano
y sin arrimo ni medios para su
subsistencia,
se acomodó con don Gerónimo Manrique, inquisidor general y obispo de Ávila, en cuyo
obsequio
compuso algunas
églogas
y la
comedia
intitulada la
Pastoral de Jacinto,
hasta que pasó a estudiar la
Filosofía
a la Universidad de Alcalá, y después de graduado, volvió a Madrid a
servir
al Duque de Alba, quien le hizo su
secretario,
mereciéndole toda confianza, y en obsequio suyo compuso
La Arcadia.
Luego tomó estado de
matrimonio
con doña Isabel de Urbina, mujer principal, hasta que, ofendido de la insolencia de cierto murmurador maldiciente, llegando a términos de desafío, le dejó malherido y le fue forzoso ausentarse a la ciudad de
Valencia,
de donde, pasados algunos años, se restituyó a
Madrid
y a la vista de su mujer, que murió a pocos meses, cuya desgracia apuró de suerte el ánimo de Lope, que aprestándose por entonces la Armada de Felipe II contra Inglaterra, se fue a Cádiz, de donde se pasó a Lisboa, y alistándose por
soldado,
se embarcó con un hermano suyo alférez de marina; y después de haber sufrido los infortunios y desgracias de aquella jornada, juntamente con la pérdida de su hermano, se volvió triste y, alcanzado a su patria, donde
sirvió
de
secretario
al Marqués de Malpica, y sucesivamente al conde de Lemos. Aquí volvió a segundas
nupcias
con doña Juana de Guardo, mujer
noble
y de singular belleza, en quien tuvo a Carlos de Vega, que murió niño, y a doña Feliciana de Vega, que se casó con Luis de
Usategui
y sobrevivió y heredó a su padre, el cual, muerta a pocos años su segunda esposa y ya verdaderamente desengañado de las breves satisfacciones y contentos de la vida con estos golpes y los de todas sus carreras y peregrinaciones, se ordenó de
sacerdote
dedicándose todo a la práctica de las virtudes cristianas, y dando el más entero cumplimiento a las obligaciones de su estado, con general edificación de todos, sin abandonar por esto el
honesto
ejercicio de la poesía, pues no la dejó hasta la muerte, ni lo consentía aquella prodigiosa fecundidad de su
ingenio.
Entró en la Congregación de sacerdotes naturales de Madrid, de la que por su exactitud y prendas fue prontamente elegido
capellán
mayor, y el Papa Urbano VIII le escribió entonces una honorífica carta enviándole el
hábito
de san Juan I y el título de doctor en Teología con el de promotor fiscal de la reverenda cámara apostólica. Finalmente, en este buen estado y admirables disposiciones, le asaltó la muerte por medio de una aguda enfermedad a los 25 de agosto del año 1635 y a los
73
de su edad. Su muerte fue generalmente sentida y causó universal conmoción en la corte y en todo el reino, como de un hombre tan
famoso
y
acreditado,
y se hallaron en ella muchas de las personas más distinguidas de aquel tiempo, por su carácter y literatura, principalmente el duque de Sesa, su
mecenas
y su testamentario, con otros varios ministros, prelados y caballeros. Enterrose públicamente al tercer día de su fallecimiento con la mayor pompa, magnificencia y concurso de gentes que se había visto en aquellos tiempos, en la parroquia de san Sebastián de esta corte, todo a costa y por disposición del mismo duque, que hizo el duelo con toda la
grandeza
y nobleza, convidada por él mismo. Hízosele un solemne novenario, igual al primer día, con asistencia de la Capilla real, al cual siguieron solemnes exequias en tres días diferentes, en que oficiaron de pontifical tres obispos y predicaron tres oradores de los más famosos de aquel siglo, cuyos sermones se
imprimieron.
Todas estas honras y obsequios hechos a nuestro Lope de Vega después de difunto correspondieron a las que mereció en vida, pues no ha habido ejemplo en la antigüedad ni entre los modernos de poeta más universalmente
aplaudido
y celebrado antes y después de sus días. No hubo potencia ni príncipe extranjero o natural que no le estimase y admirase por un prodigio de
ingenio.
El papa Urbano VIII le
escribió,
como ya se ha dicho, en respuesta de la
dedicatoria
que le había hecho de su poema intitulado Corona trágica de María Estuardo. El cardenal Barberino le escribió otras muchas cartas; varios cardenales, prelados, embajadores y personas de la primera distinción se
correspondían
con él y holgaban de tratarle y oírle, y algunos vinieron
ex profeso
a la corte para conocerle; y en Madrid le enseñaban a los forasteros como a hombre
prodigioso
y cosa
particular,
y se iban tras él las gentes cuando le encontraban en las calles. Esta fama le hizo al mismo tiempo que tan
celebrado,
muy
rico,
de suerte que, así de regalos y presentes como del producto de sus
impresiones,
se le ajustan haber ganado más de ciento y cinco mil ducados, y entre pensiones y capellanías, cerca de mil y quinientos de renta anual, si bien todo esto parece
poca
recompensa a la monstruosidad de su ingenio. Lope fue verdadero
monstruo
de la naturaleza. No se cuenta de poeta alguno entre los antiguos y modernos que haya
escrito
tanto, porque no se cuenta de otro que haya tenido igual fertilidad ni
abundancia
de talento. Los libros y tratados sueltos de
poesía
lírica, y en
prosa
impresos
pasan de 50. Los tomos de poesía
cómica
son 26, y en ellos un mil ochocientas y tantas
comedias,
y más de cuatrocientos
autos
sacramentales, que todos se representaron, y lo que sobre todo esto admira más es lo que afirma en su
Égloga a Claudio,
pues, hablando de todas sus obras y suponiendo que todas las más las imprimió, dice que «no es mínima parte, aunque es
exceso,
/ de lo que está por imprimir, lo impreso». Finalmente consta por deposición del mismo Lope, que salía a cinco pliegos cada día, que multiplicados por los de los años que vivió, salen 1.330.225 pliegos
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fecundidad
enorme
e
inaudita,
que en su clase no ha tenido ejemplo hasta ahora, a la cual correspondió su
natural
afluencia y facilidad para los versos, única y característica en él, sobre cuantos poetas tiene la nación, en tan supremo grado que compuso muchas comedias en que solo gastaba 24 horas de tiempo, y alguna en menos de 5, y finalmente escribía el verso corriente y sin intermisión, como se escribe la prosa, y algunas veces, lo que admira más, con la misma
lima
y pulimiento que si hubiese sido muchas veces retocado. No obstante, de esta misma gracia y don particular, procedió el principal
defecto
de la poesía de Lope, pues entregado todo en manos de su
ingenio
y de su fecundidad prodigiosa,
descuidó
muchas veces de dar su parte a la
imitación
y al
arte,
y aunque este don, como la prenda principal de un poeta, sea su más gloriosa disculpa en las meras producciones del ingenio, pero no lo puede ser en las obras
didácticas,
dramáticas
y otras especies de las en que debe obrar el
arte
junto con la
naturaleza.
Esta es la causa porque se han hecho, y sobre que han recaído en diversos tiempos tantas
críticas
a sus obras, especialmente en las clases
épica
y
dramática.
En todas cuantas veces ejercitó su pluma en poemas de la primera especie, se ve claro el abandono de las
reglas
y de la imitación, aunque al mismo tiempo se notan las infinitas
preciosidades
que se ocultan entre estos defectos. Pero sobre todo en las
comedias,
donde absolutamente y con cierta ciencia y desprecio de las
reglas
que no ignoraba, se dejó llevar de la corriente de sus
aplausos,
que le indujeron al universal trastorno y
nueva
forma a que redujo y
avasalló
el teatro, introduciendo la
irregularidad,
la
inverosimilitud,
la falta de
decoro,
y desterrando gran parte de lo que concurre a sostener la fábula y a desempeñar el fin de la representación, con que arrastró tras sí la admiración del vulgo, y estableció un
nuevo
sistema del drama que, seguido después tumultuariamente por todos los poetas cómicos con menos juicio, menos conocimiento y por eso, menos disculpa, abatieron el teatro español al último extremo de laxitud,
barbarie,
confusión y desorden, de que tal vez no podrá ya convalecer. Sin embargo, de esta verdad, y la ingenua confesión del mismo Lope de que «fuera de tres
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las demás todas /
pecaron
contra el
arte
gravemente», se encuentran entre la multitud de sus comedias tantas preciosidades, que si fuera empresa fácil extraerlas y reducirlas a otro método, podrían honrar y
acreditar
el teatro más culto de la Europa, y aun de los más famosos de la
antigüedad,
con general asombro, particularmente en la pintura de las costumbres y en el carácter de algunas personas, y sobre todo en la
excelencia
del estilo, por su inimitable suavidad y pureza de la dicción; y se puede decir generalmente sobre los defectos de este gran poeta, que si se hallasen ejemplares entre los
antiguos
y
modernos
capaces de
compararse
a nuestro Lope en cuanto a la ponderada
monstruosidad
de su ingenio, entonces podrían saberse si eran compatibles la fecundidad con la precisión, y la abundancia con la exactitud. Últimamente pueden recompensar los
defectos
que se le notan en la
épica
y en la
dramática
los innumerables aciertos y general
facilidad
con que desempeñó la
lírica
y le acreditaron por un prodigio de ingenio, de aquellos que producen muy de tarde en tarde los siglos. Fue Lope de Vega alto y enjuto de cuerpo, bien apersonado y rostro moreno y muy agraciado, la nariz larga y algo corva, los ojos vivos y halagüeños, la barba negra y poblada; adquirió mucha agilidad de miembros y alcanzó muchas fuerzas personales; gozó siempre de robustísima salud porque fue muy templado en los humores y muy arreglado en las costumbres. Fue sumamente liberal y misericordioso con los pobres, en tal grado que, con haber poseído tanto caudal, no se le halló en su muerte entre todos sus haberes y alhajas, apenas valor de seis mil ducados. Los libros y tratados
impresos
que conocemos de sus obras
líricas
y en
prosa
son los siguientes:
Jerusalén conquistada;
La Filomena,
con
La Andrómeda;
La tapada;
Las epístolas a diversos,
y la novela de
Las fortunas de Diana;
Rimas humanas,
con el
Arte de escribir comedias;
Segunda parte de las Rimas;
La Dragontea
o tercera parte de las
Rimas
La hermosura de Angélica;
Corona trágica de María Estuardo;
La Circe,
con
Otras rimas y prosas;
El laurel de Apolo,
con
La selva sin amor y otros versos;
El robo de Proserpina;
La rosa blanca;
La mañana de san Juan;
Romances a la pasión de Cristo;
Sentimientos a los agravios de Cristo;
La virgen de la Almudena;
Triunfos divinos, con otras Rimas sagradas;
El Isidro, poema;
Rimas sacras, primera parte;
Los pastores de Belén;
Relación de las fiestas de Lerma;
Las novelas;
Relación de las fiestas a la Canonización de san Isidro;
Relación de las fiestas de Toledo al nacimiento del rey Felipe IV;
Triunfo de la fe en el Japón
Soliloquios amorosos de un pecador;
Fiestas de Denia al rey Felipe III
Discurso sobre la poesía culta;
El peregrino en su patria;
La Arcadia;
La Dorotea, comedia en verso y prosa;
La justa poética en la beatificación de san Isidro;
Rimas humanas y divinas,
junto con
La gatomaquia
del licenciado Tomé de Burguillos; sin otras obras sueltas de menor tamaño, y últimamente la
Vega del Parnaso,
que publicó después de su muerte Luis de Usategui, su
yerno,
e imprimió en Madrid en 1637, que es uno de los más raros y apreciables de nuestro Lope, porque en él se insertaron las piezas más escogidas, unas ya impresas y otras,
inéditas,
como fueron
El siglo de oro;
El nacimiento del príncipe;
el Iságoge de los estudios reales del colegio imperial de Madrid;
Las fiestas del Palacio o Retiro nuevo;
la
Congregación de sacerdotes de Madrid;
La venida del duque de Osuna a España;
Égloga a Claudio,
en que hace epítome de su vida y escritos; el
Huerto deshecho;
la
Pira sacra;
la égloga
Eliso;
la égloga
Filis;
la
Égloga panegírica al infante don Carlos;
los
Elogios a la muerte de Juan Blas de Castro;
Oración en el certamen de los recoletos agustinos;
Amarilis
égloga;
Felicio
, égloga piscatoria en la muerte de don Lope Félix del Carpio, su hermano, juntamente con algunas de sus mejores comedias y otras pequeñas composiciones. Después publicó Juan Pérez de Montalbán su
Fama póstuma,
en que juntó todas las poesías que en su
elogio
compusieron los
mejores
ingenios
de aquel tiempo, que hace también juego con sus obras. Igualmente se publicaron en un tomo los sermones predicados en sus honras, y otro libro en italiano, impreso en Venecia, de sus exequias y
elogios,
en prosa y verso. De ningún otro poeta castellano se pudieran traer mayores elogios ni más bien merecidos por los que él supo dar a tantos poetas. Y todos se pueden resumir en el siguiente epigrama, como el más ingenioso, preciso y significativo de su fecundidad, y es de don Antonio Hurtado de Mendoza, que se halla en la
Fama póstuma,
y por tal se le aplica don Nicolás Antonio en su
Biblioteca hispana:
El
aplauso
en que jamás
te podrá bastar la fama
lo más del mundo te llama
y aún te queda a deber más:
a los siglos quedarás
por duda y desconfianza,
por costumbre a la alabanza,
a la envidia por oficio,
al dolor por ejercicio,
por término a la esperanza.
1. Hecha ahora por curiosidad la cuenta por una prudente regulación de los versos que pueden corresponder a cada pliego, y descontados de los pocos tratados que escribió en prosa, sale que escribió en su vida veinte y un millones trescientos y diez y seis mil versos.
2. El texto del Arte nuevo (v. 370) dice en realidad «fuera de seis» [Nota de la editora].