Don
Luis de Góngora y Argote,
presbítero,
capellán
de honor del rey y
racionero
de la santa iglesia de Córdoba, nació en esta ciudad a 11 de julio de 1561. Fueron sus
padres
don Francisco de Argote, corregidor de la misma ciudad, y de doña Leonor de Góngora, ambos de antigua y calificada nobleza. A los
15
años de su edad pasó a la Universidad de Salamanca destinado al
estudio
de ambos derechos, y si bien no dejó de adelantar en esta facultad, su natural
inclinación
le condujo como a su centro al de las letras humanas y
poesía,
y bajo de esta idea de trabajos fueron los ejercicios de su
ingenio
en
Salamanca,
pues compuso en ella todas las más de sus poesías
burlescas,
satíricas
y
amatorias
que se le reconocen por fruto de su
mocedad.
Por este tiempo padeció una enfermedad tan grave, que le tuvieron tres días por muerto, y se atribuyó como a milagro su restauración. A los
45
años de su edad se ordenó de
sacerdote,
pero no constan más noticias de este tiempo ni del en que obtuvo la ración de la santa iglesia de Córdoba hasta que pasó a la corte de
Madrid.
En ella se mantuvo por espacio de once años, donde con el
favor
que mereció a sus dos
protectores,
el duque de Lerma y el marqués de Siete iglesias, consiguió la plaza de
capellán
de honor del rey don Felipe III, siendo
estimado
muy distinguidamente de los ministros y personas más condecoradas de la corte por su
famoso
ingenio,
con cuyos brazos hubiera sin duda adelantado ventajosamente los pasos de su fortuna, pero se hallaba ya muy
avanzado
de edad y era natural que la muerte le cortase el progreso. Así sucedió, pues, enfermando de un accidente extraordinario que apoderándose de la cabeza le dejó por resultas privado de la memoria, resolvió retirarse para su alivio a
Córdoba,
pero, agravándosele allí, el accidente le privó también de la vida a 24 de mayo de 1627, a los
66
años escasos de su edad. Don Luis de Góngora y Argote (que no sabemos por qué razón quiso usar del apellido de la
madre
antepuesto al de su padre, no siendo este en nada inferior a aquel) fue de regular estatura, más grande que pequeña, el cuerpo robusto, grueso y bien proporcionado, el rostro grande, abultado, los ojos penetrantes y vivos, y el aspecto venerable, aunque desapacible y adusto, con apariencias de satírico y burlador. A la robustez y severidad de su aspecto correspondió la integridad de sus costumbres en el tiempo que lo pedía la delicadeza de su estado, como también la aspereza y fogosidad de su condición y de su trato en el de su
juventud.
Llevado de la
inclinación
natural de las buenas letras, abandonó por su
estudio
el progreso del de otras facultades que, aunque no le hubieran hecho más
famoso
tal vez le hubieran hecho más
acomodado.
La rigidez y acritud de su genio se manifestó más bien en las enconosas satisfacciones que se tomaba de algunos de los más
ilustres
poetas y escritores de su tiempo y aun de la nación, y particularmente de Bartolomé Leonardo de
Argensola,
don Francisco de Quevedo y Lope de Vega, por las
justas
censuras que estos ejecutaron desde la
extravagancia
de su
estilo,
y en las cuales satisfacciones acaso podría mezclarse alguna parte de amor
propio
o
vanidad
de los aplausos que había merecido la
novedad
de su invención, haciéndose con esto acreedor a las nuevas sátiras con que se
burlaban
de ella y le correspondieron, aunque con más dulzura, delicadeza y razón que las suyas. No hay cosa más deleitable ni provechosa en el ejercicio de las buenas letras que la
correspondencia
entre los hombres eruditos, y señaladamente entre los poetas cuando se reduce a materias literarias o ingeniosas, y, aunque se encienda en disputas o
controversias,
como no traspase los límites del
ingenio,
la crítica o el donaire. Sobran los ejemplos de esta verdad entre los sabios y poetas contemporáneos de todas las naciones, y en la nuestra nos lo ofrecen en sus tiempos
Garcilaso
de la Vega, Juan Boscán y don Diego de Mendoza, y en los suyos, don Esteban de
Villegas,
Bartolomé y Lupercio Leonardo de Argensola, don Francisco de Quevedo y Lope de Vega; pero en los asuntos de esta calidad con nuestro Góngora solo se encuentran
dicterios,
pullas
groseras
e injuriosas sátiras que trascendieron a la voluntad y a las personas. Verdad es que estas libertades de la pluma de nuestro autor fueron efectos, como ya hemos advertido, de los ardores de su
juventud,
lo que en parte puede servirle de
disculpa
de tan poco
decentes
satisfacciones, y mucho más sabiendo que en su
madura
edad y con la mudanza de su estado se le moderaron estos ímpetus, transformándose en un dechado de humanidad, circunspección,
modestia
y cuanto pertenece a un ejemplar
sacerdote,
y se
retractó
y
dolió
muchas veces de ellas, recompensándolas con públicos
elogios
y estimaciones de los que había ofendido en su conversación o en sus escritos, aunque no constan entre los que conocemos publicados a su nombre en medio de encontrarse en ellos los elogios de otros varios
escritores
y poetas de su tiempo, y la mayor parte de los que aprobaban y aun seguían su
estilo
y su
escuela,
como fueron el conde de
Villamediana,
el maestro fray Hortensio Félix Paravicino, Pedro Soto de Rojas y don Tomás Tamayo. Para formar ahora el verdadero juicio de las obras de nuestro Góngora es necesario trabajar por separarse de los dos extremos o escollos en que comúnmente han tropezado cuantos han querido tratar de propósito esta materia. Los unos han ensalzado su
estilo
y el
nuevo
aspecto que introdujo en el lenguaje poético español como un
prodigio
de la invención y del
ingenio.
Los otros por el contrario han despreciado esta invención como el
peor
de cuantos
abusos
se han introducido en nuestra lengua y en nuestra poesía. Unos y otros han tenido abundancia de razones, aunque no los mismos fundamentos para defender su partido, y muchos menos para llevarlo hasta el
extremo
del aplauso o del vituperio. Lo cierto es que nuestro Góngora poseía las dos prendas necesarias de
ingenio
y de
erudición
para ser tan buen poeta y versificador como el más
famoso
que haya tenido la nación, pero que impelido de su grande entusiasmo y agitado de las violentas llamaradas de su fantasía, se dejó arrebatar de ellas sin atender a corregirlas y templarlas en las reflexiones del juicio (como podía hacerlo), introduciendo en el lenguaje poético la
pompa
aparente de voces latinizadas y estrepitosas, la oscuridad y confusión de las sentencias, las metáforas desmesuradas, lo hinchado y hueco de los clausulones, los antítesis violentos, las transposiciones
intolerables
y, finalmente, un nuevo dialecto y jerigonza que hasta entonces no había conocido, con que dejó sus versos, aunque no faltos de armonía, llenos de extraordinaria dificultad y aspereza, y con que huyendo de seguir el camino de los poetas más cultos y elocuentes de todas las naciones y queriendo ser imitado antes que imitador, abrió una extraña senda e hizo mundo aparte y nueva escuela de la locución poética castellana. Esta
extravagancia
que en otros tiempos hubiera sido despreciada, en los de nuestro autor le hizo famoso y mereció grandes
aplausos,
pues recomendada de la
novedad,
que comúnmente arrastra a los espíritus endebles y poco instruidos, en breve tiempo tuvo una multitud de secuaces y partidarios, los unos constituyéndose por discípulos e
imitadores
del nuevo sistema, y los otros por sus defensores, pretendiendo establecerle y autorizarle con difusos comentos, ilustraciones y apologías, reconociendo y venerando a nuestro Góngora por jefe de la
secta
poética que por él adquirió el impropísimo nombre de “los cultos”. Verdad es que como
ingenios
tan inferiores en facultad y luces al de su maestro, equivocando los efectos del fuego divino con los desatinados furores de su fantasía, y la sublimidad y elevación del estilo con la turgencia y la
hinchazón,
no solo se precipitaron en la temeridad de
imitarle,
sino en la de excederle en cuanto les fuese posible, disparándose sin freno ni consideración a toda especie de arrojos, arrebatamientos y precipicios con que acabaron de desacreditar y hacer más y más ridícula la invención, y dejaron constituido el nombre de “cultura” y de “cultos” por epíteto de vituperio y burla, siendo en realidad el mayor que se ha encontrado para la alabanza y el elogio. Por esta causa se hicieron y han sido en todos tiempos el objeto del desprecio y risa de los juiciosos y verdaderamente literatos, y provinieron la multitud de críticas, invectivas, censuras y sátiras que llovieron contra el nuevo
estilo
y contra su inventor y sus partidarios, y las crudas guerras literarias que se encendieron con tanto encono y perjuicio de entrambas partes. Porque siendo la verdadera cultura del lenguaje poético la
pureza
de la dicción, la propiedad de las frases, la
proporción
y
artificio
de las figuras, y sobre todo la buena elección y colocación de las palabras, que es lo que constituye la
belleza,
armonía
y
elegancia
de los versos, solo en un tiempo en que las buenas letras empezaban ya a padecer la lastimosa
decadencia
que paró después en absoluta ruina, podría entenderse tan al contrario esta regla, y pasar por cultura del lenguaje una extravagancia y absurdo tan distantes de merecer aquel nombre. Sin embargo de esta verdad, entre la multitud de sectarios de aquella especie de
fanatismo
hubo algunos
ingenios
por otra parte muy
felices,
como fueron el conde de Villamediana, don Francisco Manuel, fray Hortensio Félix Paravicino, Miguel de Silbeyra, y otros que hicieron cundir la preocupación hasta nuestros tiempos, en que la hemos visto resucitada con los dos cultísimos y
ridiculísimos
poemas de “San Antonio Abad” y de “San Juan Bautista”, que se han dejado muy atrás a todos los sectarios del culteranismo, cuyos excesos resultan por cargos contra nuestro Góngora, porque, si sus
imitadores
pecaron por ignorancia o por pasión, él procedió por un cierto tema o presunción de
remontarse
sobre todos los
poetas
castellanos con los extraordinarios vuelos de su
fantasía.
Prueba de ello es que solo tuvo este empeño en sus composiciones mayores o de versos
largos,
y señaladamente en el
poema
de las
Soledades y el del Polifemo,
persuadiéndose
tal vez a que por esta causa les convendría más bien la
hinchazón
y el estruendo, pues cuando quiso seguir el camino real y derecho de la propiedad,
pureza,
dulzura
y demás virtudes de la dicción castellana, como lo ejecutó en los romances y otras
poesías
de versos
cortos,
entonces hizo ver que en este particular no solo era comparable a los más célebres
poetas
que ha tenido la nación, sino que ha habido muy pocos que le igualen en la
delicadeza
y primor de los donaires
satíricos
a que por lo común redujo la materia de estas composiciones; y al mismo tiempo se recargó de nuevo la culpa de que por una
extravagancia
de su
vanidad
quisiese seguir un camino tan tenebroso y lleno de espinas quien tan bien sabía caminar entre las flores y amenidades de la lengua. Por este capítulo no han faltado en todos tiempos opiniones que excluyan a nuestro autor del catálogo de los poetas que deben componer el
parnaso
español, pero nosotros, que juzgamos con más equidad en lo que alcanza la cortedad de nuestra inteligencia, no nos atreveríamos sin
injuria
de este poeta a seguir tan rígido dictamen, excluyéndole a lo menos del número de los ilustres de la nación, atendidas las recomendables circunstancias de su
talento
y a que, sin embargo los
defectos
que justamente se le notan en sus
producciones,
se encuentran entre las tinieblas de su oscuridad muchas luces que manifiestan el grande
espíritu
que inflamaba su fantasía y no pocas
preciosidades
que acreditan el rico caudal de su ingenio. No hay duda de que en nuestro Góngora, que estableció el abuso de afectar y henchir el lenguaje poético castellano de una copia
importuna
de voces griegas y latinas, es imperdonable la culpa de no haber seguido los ilustres
modelos
de estos dos idiomas en su
pureza
y
elegancia,
pues, teniéndolos tan estudiados, debió saber que jamás se gloriaron de semejante
extravagancia,
y esto aun no faltándoles textos que ofrecer en una y otra lengua que entre ellos y en los tiempos posteriores han tenido la misma estimación de los juiciosos que en los presentes, pero puede alegarse a
favor
de nuestro Góngora, si esto le pudiera servir de
disculpa,
que le comprendió o que se refundió en él todo aquel contagio de
hinchazón
y oscuridad que parece ha sido en todos tiempos peculiar en los poetas
cordobeses,
pues desde los antiguos latinos tuvo ejemplares de esta costumbre en Séneca y Lucano, y en los
castellanos
a Juan de Mena, cuyos
vicios
se le notan en medio de la sencillez del lenguaje de su siglo. Verdad es que uno de los daños que han padecido las obras de nuestro autor y que en cierto modo las han
desacreditado
más aún que la preocupación de sus imitadores, ha sido la de sus intérpretes y apologistas con los comentos o ilustraciones con que las han cargado los que, pretendiendo palpar las sombras y penetrar lo impenetrable, solo consiguieron oscurecer más y más lo que pensaban descubrir. Ya insinuamos en otro lugar que el furor o moda que se introdujo en España de comentar a los poetas desde los mejores tiempos de su poesía se fue pregonando y
relajando
hasta los de nuestro Góngora, que fue en los que más se autorizó y extendió este abuso. También advertimos que los dos poetas castellanos que más abundan en glosas y comentos son
Garcilaso
de la Vega y nuestro autor, y ahora añadimos que en ninguno han sido más infructuosos ni infelices estos trabajos que en estos dos poetas, cada uno por distinto camino. Porque, siendo el fin que debe llevarse para estas ilustraciones el aclarar la mente o interpretar la oscuridad de los lugares del poeta que no se dejan percibir con facilidad, en ningunos menos que en ellos se han verificado estos designios. Sin embargo, Garcilaso tuvo tres comentadores muy eruditos, que fueron el maestro Francisco Sánchez Brocense, Fernando de Herrera y don Tomás Tamayo de Vargas, pero todos tres tan desgraciados, que solo consiguieron hacinar una confusa masa de erudición, aunque escogida, muy impertinente para el fin de interpretar a este poeta, porque la claridad, llaneza y dulzura de su estilo no necesita de otros sufragios ni declaraciones que señalar las alusiones a sucesos o lugares históricos y advertir sus imitaciones o correspondencias con los más famosos latinos y toscanos, y este camino, porque no hay otro, siguió después, aunque con diferente gusto y economía, el erudito autor de las notas con que se publicó la edición de este poeta en Madrid, año de 1765. No acontece lo mismo con nuestro Góngora, pues, por el extremo contrario, si algún poeta en España necesitaba de ilustración, comento, notas y declaraciones era él, pero, como ni pensaban sus comentadores en dirigir únicamente sus trabajos a este fin, ni aunque lo pensasen podían penetrar los misterios que presumían descubrir, y finalmente como quisieron trascender desde la esfera de intérpretes a la de defensores, produjeron unos indigestos
abortos
con título de
comentarios
que necesitaban de nuevo comento para
entenderse.
Comoquiera que el flujo y manía de comentar a toda suerte de escritores, y principalmente poetas, procedía de diferentes principios en la máxima o designio de los que comúnmente lo practicaban, uno de ellos era el que no hallándose todos con el talento suficiente para ser autores originales, ni mucho menos para comentar los poetas clásicos de la antigüedad, se dedicaban al baratillo de interpretar los poetas españoles, que, aunque no es empresa del mayor aplauso ni utilidad, con todo aparentaban a poca costa y mucho volumen una erudición portentosa que ciertamente no
tenían.
Otro principio, que solía ser el más común aun entre los comentadores verdaderamente eruditos, era el de afectar de un golpe toda su erudición con pompa y estruendo, poniendo en este lucimiento más conato que en ilustrar al poeta, que uno y otro principio tal vez pudo concurrir en los comentos de nuestro autor que ejecutaron don García de Salcedo Coronel con su
Comento sobre las Soledades,
don Joseph Pellicer, con sus
Lecciones solemnes,
y Cristóbal de Salazar Mardones, con su
Ilustración,
cuyos trabajos, si hubieran sido tan oportunos como prolijos, no tuviera en ellos la posteridad los mayores ejemplos del despropósito y la impertinencia. Las obras que produjo el
fecundo
ingenio
de nuestro Góngora fueron muchas
más
de las que lograron salir a la pública luz, y aun estas se debieron a la curiosidad de su grande
amigo
don Antonio Chacón, señor de Polvoranca, quien las leía todas y en la muerte de nuestro autor las hizo copiar primorosa y costosamente para
dedicarlas
al conde-duque de San Lúcar, por cuyas providencias se
publicaron
las poesías que hoy conocemos, porque las muchas más que compuso no se
atrevieron
a
estamparlas,
tal vez porque serían
satíricas
y dirigidas a determinados objetos. Estas se reducen todas a la clase de poesía
lírica,
como son cantos, panegíricos, canciones,
sonetos,
romances y
letrillas.
Igualmente compuso las
comedias
de
Las firmezas de Isabela
y
El doctor Carlino,
que se hallan en algunas ediciones de sus obras, particularmente fuera del reino y no tienen
gran
mérito
por cualquiera luz que se las quiera mirar. También se publicó un
romancero
compuesto de todos los romances y
letrillas
de nuestro Góngora con el título de
Delicias del Parnaso.
El elogio que se le da en el
Laurel de Apolo
es este:
Pero, dejando el contrapuesto polo
la clara
fama
con el mismo Apolo,
amaneció en España, y el fecundo
Betis dulce miró Tibre segundo
en la patria de Séneca famosa,
por tantas
excelencias
glorïosa.
Allí con alta voz despierta el río,
que con gallardo brío
a Góngora previene,
que estaba en los cristales de Hipocrene
escribiendo a las cándidas auroras:
“estas que me dictó rimas sonoras”, etc.