Lupercio Leonardo de Argensola,
secretario
de la emperatriz doña María de Austria,
gentilhombre
de cámara del archiduque Alberto,
cronista
mayor de S[u] M[ajestad] en la Corona de Aragón y del mismo reino, nació en la ciudad de Barbastro por los años de 1565. Fueron sus
padres
Juan Leonardo, hombre docto, de gran prudencia y de esclarecido
linaje,
de los Leonardos de Rávena, ciudad ilustre de Italia (por cuyas prendas mereció que el emperador Maximiliano II le eligiese por su
secretario
y gentilhombre), y doña Aldonza de Argensola, también de distinguida
nobleza
en Cataluña.
Estudió
Lupercio Humanidades y Filosofía en la Universidad de Huesca, en compañía de su
hermano
menor, Bartolomé Leonardo, y pasando a la ciudad de Zaragoza se dedicó al estudio de la elocuencia y lengua griega bajo el
magisterio
del erudito Andrés Escoto. Ignóranse los demás hechos de sus estudios y vida, hasta los años de 1585 y
veinte
de su edad, en que consta residía en Madrid, donde compuso las tres
tragedias
La Isabela,
La Filis
y
La Alejandra,
y se cree verosímilmente que entonces se representaron en esta
corte.
Después fue nombrado por
secretario
de la emperatriz doña María de Austria, que vivía retirada en el convento de las Descalzas Reales de esta corte, a la cual servía al mismo tiempo de capellán su
hermano
Bartolomé. Sobre este cargo le honró el archiduque Alberto con la
plaza
de su gentilhombre de Cámara cuando, al pasar (a lo que se debe creer) de Portugal a gobernar los estados de Flandes, se detuvo un tiempo en esta corte para despedirse de la emperatriz, su madre. Por este tiempo, a lo que se puede presumir, contrajo estado de
matrimonio
con doña Mariana Bárbara de Albión, mujer de no menos ilustres circunstancias, en quien tuvo un hijo, que heredando con los apellidos el lustre y
esplendor
de sus padres, se llamó don Gabriel Leonardo de Albión, y no lo desempeñó menos en haber dado a luz sus
obras
y las de su tío. Habiendo creado el rey Felipe III a los principios de su reinado el empleo de
cronista
mayor de la Corona de
Aragón,
fue elegido para ocuparle nuestro Lupercio, en competencia de otros muchos pretendientes que se creían acreedores de este oficio, y de allí a poco le confirieron los diputados de Zaragoza el de cronista de dicho Reino de Aragón, que antes obtenía Gerónimo Martel, a quien se le revocaron por negarse a residir en el reino, según estaba obligado. Como a tal cronista, le encargaron los diputados a nuestro autor continuase los
Anales
de Gerónimo Zurita, escribiendo la
Historia
del Emperador Carlos V,
pero disponiéndose a la ejecución de esta empresa se le ofreció precisa ocasión de salir de España, porque, siendo nombrado por Virrey de Nápoles don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, por los años de 1610, que se hallaba presidente del consejo de Indias este caballero, como tan erudito y
favorecedor
de los dos Leonardos, deseando tenerlos en su
compañía,
ofreció a nuestro Lupercio la
secretaría
de Estado y guerra de aquel virreinato; aceptándola muy gustoso, se trasladó a aquel reino con su
hermano,
su
mujer
y su hijo. Con este empleo cargó sobre él todo el cúmulo vastísimo de negocios de aquella monarquía, pero su
grande
espíritu y singular
talento,
auxiliado también del influjo y compañía de un varón tan eminente como el doctor
Bartolomé,
no tan solo supo dar lugar a la más feliz expedición de ellos, sino para la continuada
aplicación
a los libros, al comercio de las
musas
y a escribir la
Historia
que le habían encargado, cumpliendo con el ministerio de
cronista.
Ni se redujo precisamente la aplicación y gusto de las letras a su propia persona, sino a promoverlas en aquel reino, como lo ejecutó cuanto estuvo de su parte, influyendo al virrey en fundar en
Nápoles
una
academia
donde se congregasen los sabios de aquella ciudad y reino a
conferenciar
sus producciones literarias; lo que se verificó así, estableciendo la célebre Academia llamada “de los Ociosos”, de la cual fue nuestro autor recibido como miembro; pero en medio de todos estos proyectos, tareas, ocupaciones y cuidados políticos y literarios, le arrebató inesperadamente la muerte, año de 1613, a los
cuarenta
y ocho de su
edad,
oscureciéndose y arruinándose con su falta todas las grandes esperanzas que se habían prometido España y Sicilia de este
ilustre
varón,
y ocasionando su pérdida en ambas naciones el sentimiento más vivo, como lo explicó la Academia de los Ociosos en unas exequias solemnísimas, en
honra
de su ilustre individuo y fomentador, erigiendo un lucido teatro funeral de exquisita arquitectura en una de las salas más espaciosas de la habitación de la Academia, adornado de varias empresas, inscripciones y
poesías
latinas e italianas, compuestas por los más famosos
poetas
de aquella ciudad y tiempo, finalizando la función con una elegante oración latina que en
elogio
de nuestro ilustre difunto recitó Juan Andrés de Paulo, catedrático de Leyes y secretario de la Academia. Lupercio Leonardo de Argensola fue dotado de singulares prendas y
virtudes
morales, y señalado particularmente en el candor del ánimo, en la integridad de vida y sobre todo en la grandeza de su juicio y
talento,
como acreditó en los graves asuntos, cargos y negocios que por ellos se le confiaron y desde muy joven empezó a manifestar, pues a los 25
años
de su edad le confirieron la
secretaría
de la Emperatriz; poco después, las dos plazas de
cronista
de la Corona y Reino de Aragón; y a los
35,
la secretaría del Virreinato de Nápoles, cargos todos muy propios de edad más madura y experimentada. Sobre todos los demás asuntos se descolló este gran
talento
de nuestro autor para la
poesía,
y este es el que ha eternizado su
memoria
en la posteridad y del que más temprano le amanecieron las luces, ejemplificando la antigua verdad de que los verdaderos poetas nacen, pues a la corta edad de 20
años
fue capaz de producir tres piezas
teatrales
en sus tres
tragedias,
que aunque con los
vicios
y
defectos
que se
notarán
en su lugar, acreditan lo comunes y familiares que le eran ya entonces los mejores trágicos griegos y latinos, a quienes frecuentemente
imita
y sigue, en prueba de lo cual por este mismo tiempo fue admitido a una asamblea o
academia
de personas graves y eruditas que se juntaba en esta corte, en la que tomó el nombre de “Bárbaro”, y, demandándole la causa de llamarse así, respondió con aquella hermosa elegía que se halla entre sus obras y empieza: “Obediente respondo a la pregunta”. Es verdad que en las producciones posteriores acredita también que el poeta se labra y perfecciona con el
arte,
pues luce en ellas este con particulares ventajas, pero también es cierto que en el punto de la versificación
no
aventajaron
las posteriores a las primeras. Por todas está justamente admitido por uno de los primeros poetas de la nación, y del número de los que componen la primera clase del
parnaso
español. Don Nicolás Antonio dice que no se hallará otro poeta con quien
comparar
a nuestro Lupercio, sino que sea con su
hermano.
Ahora no tratamos de calificar quién haya sido el mayor poeta de la nación, ni aún sería negocio fácil determinar esta primacía entre los dos Leonardos. Lo cierto es que ambos a dos en el
carácter,
en la hermosura, gala,
erudición,
espíritu y
elegancia
de sus obras son tan idénticos, tan uniformes y tan inseparables, como lo fueron en la sangre y en el amor cuando vivos, y en la
fama
y en las obras después de muertos, de suerte que no se pueden tocar en los aplausos del uno sin que resuenen en entrambos; y así están
reputados
por los dos “
Horacios
españoles”; ojalá hubieran sido tan uniformes en dos circunstancias de que nos resultara un gran provecho, como son la duración de la vida y la existencia de sus dos retratos, con que disfrutaríamos hoy los grandes progresos literarios de nuestro autor, que hubieran ilustrado la nación, y la efigie con que pudiéramos satisfacer el deseo de los curiosos. Las obras de estos
inmortales
ingenios
las sacó a luz el referido don Gabriel Leonardo de Albión, y se
imprimieron
en
Zaragoza,
año de 1615 [1634], con este título:
Obras de Lupercio y del Doctor Bartolomé Leonardo de Argensola,
que es la edición que se conoce. También consta que compuso nuestro autor la
Relación
de los movimientos de Aragón
por causa de Antonio Pérez, pero quedó
inédito,
según asegura don Nicolás Antonio. El
elogio
que da a nuestro ilustre poeta Lope de Vega en su
Laurel de Apolo,
unido, como todos, con el de su hermano, es el siguiente:
Ebro famoso en la ciudad augusta,
que los cesáreos muros encadenas,
¿quién, con causa más justa,
ingenios
pueden dar para
mecenas
de cuantos hoy escriben?
Dime, pues, si aperciben
las plumas al
Laurel
los dos Lupercios
1
,
españoles,
Horacios
y Propercios,
y aquel cuya memoria se descubre
tan heroico diciendo:
“llevó tras sí los pámpanos octubre”;
bien sabes que por él le está pidiendo
para corona de su eterno
mármol,
o que se parta entre los dos el árbol.
1. Siguió el error de muchos, de apellidar a entrambos con el nombre del uno (N. del A.).