El
maestro
fray
Hortensio Félix Paravicino y Arteaga, del orden de la Santísima Trinidad,
doctor
en sagrada Teología, maestro y
provincial
de su provincia de Castilla,
predicador
del rey y vicario general de su orden, nació en Madrid, año de 1580. Fue su
padre
don Mucio Paravicino, de ilustrísima familia, y su madre doña María de Arteaga, también de conocida
nobleza.
La viveza y prontitud de su
genio
fue tanta, que a los
cinco
años de su edad
leía
y escribía perfectamente, y poco después aprendió con igual facilidad la
gramática.
Pasó luego a estudiar el Derecho a Salamanca, en el cual en pocos años adelantó el trabajo de muchos, pero tomando resolución de mudar de carrera y entrarse en religión, eligió la del
orden
de la Santísima Trinidad, cuyo hábito recibió en el
convento
de aquella ciudad; y siguiendo el estudio de la sagrada Teología, hizo tal progreso que se graduó de
doctor
por aquella universidad a los
21
años de su edad. No obstante esto, su genio y
natural
facundia le inclinaron más por la
carrera
del
púlpito,
como la que le había de hacer
famoso
en aquellos tiempos; y en efecto, entrando en dicha ciudad el rey Felipe III con la mujer, la reina doña Margarita, le confiaron la oración en
elogio
de aquellos monarcas por el estado eclesiástico, que desempeñó con grande aceptación; y en su virtud el mismo rey le hizo su
predicador
año de 1616, y a los 36 de su
edad;
y siguiendo la corte, ejerció este ministerio por espacio de 20
años
con general
aplauso.
Después fue electo
provincial
de su provincia de Castilla y vicario general de su orden, cuyos cargos desempeñó con el acierto que prometían sus talentos, y murió en el convento de Madrid de resultas de un afecto hipocondríaco que padeció siempre (achaque común de los estudiosos) a 22 de diciembre del año 1633, y a los
52
de su edad. Fue el maestro
fray
Hortensio Félix Paravicino de proporcionada estatura, blanco de rostro, de aspecto amable y de apacible y dulce condición. Unió a las virtudes de religioso las prendas de caballero y de cortesano, por las que se ganó tanta aceptación y se hizo tanto lugar en palacio y entre las gentes más distinguidas de la corte. Pero lo que únicamente le adquirió todos los
aplausos
fue su gran fama y talento de predicador. Reinaba entonces en España en su mayor auge, aunque no ha perdido del todo su dominio, aquel relajado gusto en la elocuencia con el que solo se estimaba por tal la que constaba de agudezas, conceptos
falsos,
sentencias frías, voces estrepitosas, metáforas
desmesuradas,
equívocos, antítesis y clausulones, y en una palabra, todo lo que es diametralmente opuesto a la verdadera elocuencia. Así eran tan aplaudidos los sectarios de esta depravación o abuso, y eran casi todos los que aspiraban a este aplauso. Nuestro autor, sin duda con más
ingenio,
más luces y más fundamentos que otros, ayudado de su natural facundo, siguió en gran parte este partido y sobrepujó a todos en los
aplausos
como el oráculo del púlpito en aquel tiempo. Es verdad que poseía prendas muy particulares de orador, como la mucha agudeza de su
ingenio,
la
viveza
de su fantasía, la sonoridad y modulación de la voz, una gran memoria y una lengua muy expedita, prendas que, si hubieran recaído sobre
otro
gusto,
hubieran hecho a nuestro autor uno de los más célebres oradores del mundo. Sin embargo, su estilo quedó por entonces por ejemplar de elocuencia, y por proverbio, “la agudeza de un Hortensio”; y le tomaban de memoria los sermones, como hizo
Lope
de Vega de un famoso sermón que predicó; y los
poetas
de aquel tiempo apuraron los encomios y los epítetos en
alabanza
de su sutileza e ingeniosidad. Pero, como la elocuencia es inseparable hermana y compañera de la poesía, no es mucho que en nuestro autor caminase la una al paso de la otra, y que participase como participó su
poesía
de los mismos
vicios
que su elocuencia, que todos se comprendían en aquel
pedantesco
abuso que llamaban “estilo culto”, de que sin duda fue uno de los
sectarios
nuestro autor, por lo que sus obras carecen de aquella sólida y noble belleza que da estimación y crédito a esta especie de trabajos, aun dentro de la esfera de la poesía meramente de estilo. Además de esto, los asuntos a que dirigió sus composiciones son por lo común de tan
poco
interés que a nadie puede
utilizar
su lectura, y es uno de los principales fines de la poesía y en que menos se paraban los compositores de aquel tiempo, solo en las poesías
místicas
y sagradas, en que se manifestó otro espíritu y
circunspección.
De este abuso del tiempo se puede sacar algún género de
disculpa
para nuestro autor y otros muchos, que ciertamente tuvieron prendas de poetas, y elocuentes, pero la
corrupción
y mal gusto de su
siglo
no les permitió hacer mayores progresos, salvo aquellos espíritus sublimes y
originales
que supieron discernir porque nacieron para la enseñanza y reforma y florecieron entre las espinas. Las obras que
publicó
y se conocen de nuestro autor son las siguientes:
Oraciones
evangélicas para los días de Cuaresma;
Oraciones
evangélicas en las festividades de Cristo nuestro señor, de su santísima madre y de sus santos; Oraciones evangélicas y panegíricas funerales a diferentes intentos; Epitafios o elogios funerales al
rey
don Felipe III, el piadoso;
las
poesías,
que por modestia religiosa
publicó
con el título de
Obras de Don Félix de Arteaga,
y se imprimieron en
Lisboa,
año de 1645 y en
Madrid,
año de 1650. Igualmente se guarda en la librería del convento de san Felipe el real de esta corte un
manuscrito
en cuarto mayor con este título:
Constancia
cristiana o discursos del ánimo y tranquilidad estoica, copiados de papeles del maestro fray Hortensio Félix Paravicino, del Orden de la Santísima Trinidad.
Lope de Vega en su
Laurel de Apolo
le hace el dilatado y excesivo elogio siguiente:
Pero ya de mi amor las justas quejas,
(Fama, si tú tus
alabanzas
dejas
por su infinita suma,
que no querrás fiarla de esta pluma)
al
padre
Hostensio Félix me proponen:
los
laureles
perdonen
de Grecia y Roma en ocasión tan justa,
que el cerco de oro de su frente augusta
juzgó a pequeño premio y le consagró
estos versos por único milagro,
porque, como él lo es, también lo fuera,
si amor y no la pluma los hiciera.