El
licenciado
don Francisco de Rioja,
presbítero,
racionero de la santa iglesia de Sevilla,
inquisidor
de aquella ciudad, y después, de la suprema y general Inquisición,
bibliotecario
del rey don Felipe IV y su
cronista,
nació en dicha ciudad de Sevilla, cuyo año se ignora a punto fijo, pero a lo que se puede conjeturar pudo ser por los de 1600. No constan tampoco los nombres de sus
padres,
aunque sí que fue de honrada familia. Después de los primeros
estudios
se aplicó al de las Leyes, en cuya facultad se graduó de licenciado, pero no pudiendo reducir su
talento
a los límites de una sola profesión, se entregó al
estudio
de todo género de letras y erudición sagrada y profana, señalándose aventajadamente en la inteligencia de las lenguas griega y latina, cuyos créditos le hicieron
conocido,
manifestándolo después con muy
doctas
obras, y le adquirieron verosímilmente la
protección
del conde duque de Olivares, que obtenía entonces el primer ministerio y la privanza del rey don Felipe IV, el cual le hizo su abogado
consultor
y su bibliotecario, y continuándole su favor le confirió los
empleos
de bibliotecario del rey y su cronista de Castilla. Sucesivamente fue provisto en la plaza de
inquisidor
de Sevilla y después en la del Consejo de la suprema y general Inquisición. No se sabe si por este tiempo o antes de él, como parece regular, le dieron la
ración
de la Santa
Iglesia
de Sevilla; lo cierto es que tomó la posesión de ella en 10 de noviembre del año 1636. Después padeció aquella gran
persecución
suscitada por sus émulos, cuya causa, a lo que se puede colegir, fue la de
atribuírsele
ciertos escritos satíricos o de interpretarle
maliciosamente
algunos asuntos de sus obras, que no solo le derribó de la gracia y concepto del conde duque, sino que le condujo hasta el extremo de considerarle como reo de estado, por lo que sufrió una dilatadísima
prisión
en Madrid, de que se
lamenta
en algunas de sus obras, aunque muy disfrazado bajo el argumento
amatorio.
Pasada esta borrasca y acrisolada ya su inocencia, se le restituyó a sus
honores
y a su iglesia de Sevilla, donde vivía conforme a su
genio
filosófico, entregado a la pasión de las letras y a la comunicación de las musas, a cuyo fin dispuso una casa proporcionada con su jardín cerca del convento de san Clemente el Real de aquella ciudad, como consta de las memorias que existen hoy en poder del conde del Águila, hasta que fue llamado segunda vez a la
corte,
cuyos motivos se ignoran, solo que le nombró el cabildo de su
iglesia
por su agente en Madrid, donde después de algún tiempo le asaltó la muerte en viernes 8 de agosto del año de 1659, ya muy
avanzado
en edad. Enterrose en la iglesia de san Luis, aunque hoy ya no existe en esta parroquia ningún documento o memoria que lo justifique. El licenciado don Francisco de Rioja fue bien proporcionado de cuerpo, la cabeza grande y prolongada, el semblante modesto, apacible y meditador, el color blanco, los ojos rasgados, penetrantes y vivos, las cejas grandes, eminentes y triangulares, y el cabello, bigote y barba crespo, no muy poblado y bien puesto; y si del aspecto y las obras debemos deducir las costumbres cuando no hay otros documentos de donde copiarlas, en nuestro autor se deben reputar por las más
arregladas,
encontrando en él todas las prendas y señales de un verdadero filósofo, como la severidad de su condición, la pasión al
estudio
y al retiro y la
sensibilidad
a los desórdenes de las costumbres y abusos políticos o literarios, que no podía mirar con indiferencia, sin emplear su ingenio en su crítica y corrección, pero no en los términos que le quisieron suponer sus
émulos
hasta precipitarle a los más lastimosos infortunios. Acaso se le inculcó en las revoluciones que acaecieron con motivo de los escritos
atribuidos
a su grande amigo y contemporáneo don Francisco de Quevedo, y es cierto que el
papel
intitulado
El Tarquino español y cueva de Meliso,
que es una ingeniosa y viva
sátira
contra algunas costumbres de su tiempo, que se le
atribuyó
también falsamente al mismo Quevedo, la tienen algunos por obra de nuestro Rioja, pero es igualmente cierto que en su causa parece que tuvo más parte la
calumnia
que la verdad, pues después de tan dilatada
prisión
se le restituyó a su libertad y a sus honores y empleos, lo que no parecía regular ni decoroso si hubiera resultado reo de tanta gravedad. Las obras que hasta hoy conocemos de este
ilustre
escritor y poeta son: El
Aristarco
o censura de la proclamación católica de los catalanes,
que
publicó
sin
nombre
de autor en
Madrid;
El Ildefonso o
tratado
de la Purísima Concepción de Nuestra
Señora,
cuya obra
alaba
mucho don Tomás Tamayo en su libro de
La verdad de dentro; Carta sobre el título de la
cruz;
Respuestas a las advertencias contra su carta,
un tomo en 4º;
Avisos a predicadores,
cuya obra le
atribuye
Francisco Pacheco en sus
Diálogos de la pintura;
las
Poesías,
las cuales se encuentran en un códice de obras
inéditas
de varios autores que para en la Biblioteca Real, y hoy se han copiado y disfrutará el
público
las más
preferibles,
entre las pocas que existen, sucediendo en nuestro poeta lo que por lo común acontece en todos en cuanto a la
desigualdad
de sus producciones, pues ni los asuntos son de una misma
calidad,
ni está siempre
templado
el
numen
a un propio tono, pero generalmente reina en ellas la
pureza
del estilo, la
fecundidad
de las imágenes y la
armonía
y sonoridad del verso, que en medio de su corta cantidad, pues esta no da el mérito intrínseco a ningún poeta, le acreditan por uno de los más
ilustres
ingenios sevillanos y más
famosos
de la nación. El
elogio
que se le hace en el
Laurel de Apolo
es este, siguiendo al de Fernando de Herrera:
Con este gran ingenio, previniendo
musas latinas, griegas y españolas,
con arrogancia entumeció las olas,
y a los muros arroja
pedazos de cristal como que llama
al célebre Francisco de Rioja,
pero luego, sabiendo que
desama
la inquietud de las cortes y el bullicio,
no quiso perturbarle,
porque fuese el dejarle
de su respeto indicio, etc.