En alabanza de la v[enerable] madre Juana Inés de la Cruz, autora de este libro. Romance de arte mayor de don Marcial Benetasúa Gudemán
Ya, Juana, que tu
ingenio
y tus virtudes
dichosas terminaron tus fatigas,
dando gozos aquellas a la muerte,
y aquel admiraciones a la vida;
ya que de tu bella alma al candor puro [5]
quedaron luminosas las cenizas
por que halle la piedad claros reflejos
de la
gloriosa
eternidad que habitas,
permite hable de ti, que a ti te invoque.
No aquí concurra, no, deidad mentida, [10]
pues tú sola, maestra de elocuencias,
con la que docta
enseñas
dulce
inspiras.
Naciste, Juana, luminar hermoso
del mejicano cielo, que publica
fuiste en su esfera signo radiante, [15]
sagrado aspecto de las maravillas.
Creciste, y antes de cumplir dos
lustros,
eras tan
perspicaz,
tan advertida,
que, a tener tú
maestros,
afirmaran
estudiabas
lo mismo que sabías. [20]
Tu raro, prodigioso entendimiento
tan claras las especies te ofrecía,
que oír, ver, entender y saber nunca
parecieron en ti cosas distintas.
Aún no
adulta
las artes y las ciencias [25]
publicaban, si fieles te asistían,
que para enamorar con sus verdades
escuchaban el modo en tus doctrinas.
No obstante, tu
modestia
pudorosa
tuvo la vanidad siempre oprimida, [30]
porque hiciste al recato y al silencio
severos jueces de la fantasía.
La
opinión
de tus prendas singulares
sobre tu calidad notoria y limpia corrió,
y, corriendo, fuiste al real palacio [35]
de estimación y ruego conducida.
Observastes en él un virrey justo,
una virreina cuerda, amable y linda,
y que en consorcio tal se mutüaban
los jocundos semblantes de las dichas. [40]
Serviste
atenta, obedeciste alegre,
y, aunque notada de
favorecida,
tu sociedad, tu discreción, tu gracia
redujo a aplauso el ceño de la
invidia.
Y no es mucho, que en cosas altamente [45]
desiguales no acción tienen sus iras,
y, si en maledicencia se disfrazan,
se hace fama, aunque impura, su malicia.
¡Qué de acechos, desvelos y cuidados
causaste a muchos que en las consentidas [50]
de palacio licencias anhelaban
siquiera a verte, por saber si vían!
Y, como no dejaba el niño ciego
de ofrecer los objetos a la vista,
poniéndose en tus ojos simulado, [55]
sin las flechas lograba las heridas.
Empero, tú, guiada del descuido,
dada a
estudiosas
útiles delicias,
allá en la fantasía ibas borrando
cuanta el sentido imagen repetía. [60]
Así pasaba en ti la infatigable
sucesiva tarea de los días,
sin más dispendio que la laboriosa
servidumbre agradable apetecida,
cuando, ¡oh, gran Dios!, una mental centella [65]
de las eternas lumbres desprendida,
unida a tu razón, llama suave,
tus pensamientos purificó activa.
Ilustrada la forma, la materia
robusta, como ciega, resistía, [70]
y aquí fue menester juzgarte grande
para ser grandemente agradecida.
Volviste a Dios, y con profundos ruegos,
humillada hasta el polvo le decías:
“Dadme un rayo de vuestra fortaleza, [75]
y acertaré a poder contra mí misma.
Yo conozco, Señor, que estos
talentos
vuestras piedades me los comunican.
Dirigidlos por vuestros, Dios amado,
y serán más adonde más os sirvan”. [80]
Fuiste exaudida, Juana, y victoriosa,
mas ¿quién no lo es cuando animosa lidia
con el cruel, común, vil enemigo,
si al cielo busca y a la tierra olvida?
Venciste así, y hollaste vencedora [85]
engañosas del mundo las caricias,
de los palacios insidiosas artes
y de
edad
y belleza lozanías.
Cantaste la victoria, y el sagrado
de Jerónimo
claustro
solicitas, [90]
y el máximo doctor te admite y ama
cuanto como maestro te atraía.
El día del ingreso procurabas
como vuela la garza perseguida,
como la piedra grave baja al centro, [95]
y del monte el raudal se precipita.
Llegó, cubriose Méjico de aplausos,
y de concurso la función festiva;
ardía el gozo, y se explicaba el llanto,
hablaba el cielo y se bañaba en risa. [100]
Fue tan imponderable tu alborozo
de hallarte a tal custodia reducida,
que en ternuras brillantes expresabas
cual aurora elocuente tu alegría.
Como creció tu
nombre
en tu retiro, [105]
ansiosos todos verte pretendían,
pero la religión, madre prudente,
más te quiso observante que aplaudida.
Amaba tu juïcio vigilante
su desempeño, y cosas emprendías [110]
que pudieron dudar tus superiores
si uniste a lo
discreta
lo adivina.
Tu mérito crecía cada hora
en
sujeciones
fieles de novicia,
resignaciones de humildad constante [115]
y en inocentes voces de sumisa.
Cumplidas las legales, horas digo,
y a la profesión siendo apercebida,
rebosó el gozo y te selló los labios
con que en líquidas frases respondías. [120]
Clamaste a Dios, y en lágrimas parleras
dijeron tus palabras fugitivas:
“Pues queréis confirmarme vuestra esposa,
hacedme vos, mi Dios, de serlo digna”.
El día se asignó, y unió el festejo [125]
el aplauso y concurso a la noticia
con tal afecto, que las opresiones
fueron
celebridad
y no fatiga.
Ea, pues, Juana Inés, ya estás profesa,
y empiezan los progresos de tu vida, [130]
que en tu fin coronados merecieron
memoria eterna,
fama
esclarecida.
Déjame lastimar que esta llegase
en breve
edad,
por más que pluma antigua
suponga inseparable de lo raro [135]
la cualidad que alientos sincopiza.
Déjame contristar de que la Parca
ponga en lo prodigioso su ojeriza,
aunque hace luego más lo que deshace,
o sea de envidiosa u de advertida. [140]
Deja que gima que el vital estambre
pudiese en ti romperse tan aprisa,
quizá porque en lo grave y lo robusto
de tu
ingenio
agudísimo ludía.
Verdad es que, tus años calculados [145]
por los actos, en ellos se registran
numerosas larguísimas edades
de geómetros preceptos comprehendidas.
Mucho viviste, pues, según tus obras,
poco según el plazo de tus días. [150]
¿Si será aumentar premios reducirse
a lo que es breve lo que se
eterniza?
Intentar referir tus excelencias
fuera profana rústica osadía,
que lo tan grande en simples locuciones [155]
se desfigura, Juana, no se pinta.
Y así concluyo, y lo que puedo ofrezco,
para que como obsequio lo recibas;
bien sabrás perdonar, pues tanto sabes.
Oye, que para mí siempre estás viva. [160]