Biografía.
El doctor don Manuel María de Arjona
Habiendo pasado gran parte de su vida en esta ciudad el sujeto cuyo nombre va a la cabeza de este artículo, siéndole Córdoba
deudora
de muchos
beneficios,
y conservándose en ella gratos
recuerdos
que jamás se borrarán, nos ha parecido insertar en nuestro periódico la noticia de un hombre distinguido, que honró las
letras
españolas.
D. Manuel María de Arjona nació en la villa de Osuna en 12 de junio de 1771. Parece que no manifestó en su niñez aquellas disposiciones precoces que tanto suelen celebrarse en los que las descubren, pues hemos entendido llegó a la edad de
diez
u once años sin saber los rudimentos de las primeras letras. Estudió filosofía en la
Universidad
de su patria, y después, en la de Sevilla, jurisprudencia civil y canónica, facultades en que recibió la borla de doctor.
Concluida
su carrera, entró de
colegial
en el mayor de Santa María de Jesús de la misma ciudad de Sevilla, en cuyo tiempo
perfeccionó
sus conocimientos en las lenguas sabias, en la literatura y humanidades, que tanto
crédito
y nombre le adquirieron después, y a que contribuyó el establecimiento de la
Academia
de Letras Humanas, que en el mismo colegio establecieron varios jóvenes
estudiosos
de aquella ciudad, entre los cuales
sobresalía
Arjona y algunos otros que han honrado después a su patria. En 1797, en que sólo contaba
26
años y era
doctoral
de la
Capilla
Real de S. Fernando de dicha ciudad,
acompañó
al arzobispo de esta, don Antonio Despuig y Dameto, en su viaje a Roma, donde desde luego dio a conocer su
instrucción,
y fue nombrado por la santidad del papa Pío VI su
capellán
secreto supernumerario. Vuelto a España, vivió en Sevilla hasta que en
1801
vino a Córdoba a hacer oposición a la canongía penitenciaria, que ganó, habiendo tenido por contrincantes a muchos sujetos de
mérito,
entre ellos a los doctores D. Antonio Naranjo, D. Blas Timoteo de Chiclana, canónigo magistral de Guadix, D. Juan Antonio Jiménez, canónigo del Sacro-Monte, D. José Calvo de Vida, doctoral de la colegiata de S. Hipólito de esta ciudad, D. Vicente Ramón García, etc. Hallábase en Madrid en
1808
cuando entraron en aquella capital las tropas de Napoleón, y al punto emprendió su viaje en posta para Córdoba, temeroso de alguna crueldad vandálica, como él dice en un escrito que mencionaremos después
(Manifiesto
sobre su conducción política a la nación española),
porque sabía ya cómo se portaban los ejércitos franceses y los había visto desolar a Italia bajo el nombre especioso de protección y hermandad. Dejó en Madrid perdidos sus libros y
papeles,
que contenían la mayor parte de las obras literarias que había trabajado hasta entonces, y que no sabemos si recobró después, y el 19 de abril salió de la corte; mas le sirvió de poco su fuga, pues, apoderado Dupont de Córdoba, Arjona padeció los malos tratamientos, las violencias y el saqueo que sufrieron todos los cordobeses.
Se continuará.
Concluye la biografía del doctor don Manuel María de Arjona
En el tiempo que corrió desde esta época hasta que los franceses invadieron segunda vez la Andalucía, se empleó en responder a varias
consultas
importantes del gobierno, y entonces compuso también una
memoria
bastante extensa sobre el modo de celebrar
cortes
con arreglo a las antiguas leyes de España, escrito que mereció de tal modo la
aprobación
del obispo y cabildo, que la enviaron por respuesta a la consulta que en 1809 les hizo sobre la materia la junta central.
En
1810,
apoderados los franceses de Córdoba, trató de emigrar Arjona,
temeroso
de estos cuando supiesen los
servicios
que había hecho a la causa nacional, pero no pudo llevar a efecto su intento, y hubo de quedarse en Córdoba.
Habiendo venido a esta ciudad el rey José Napoleón a fines de enero de 1810, el cabildo eclesiástico nombró tres capitulares para que visitasen a este y a sus generales, y entre ellos a Arjona. En la comitiva del nuevo rey venían muchos sujetos que le habían
conocido
en Madrid y que
apreciaban
como era justo sus conocimientos literarios, los cuales creyeron que la adquisición de una persona como el penitenciario Arjona era muy ventajosa para su partido, y así procuraron hacerse de ella, y Arjona formó desde luego el designio de aprovecharse del concepto y aprecio que de él se hacía en beneficio de sus conciudadanos. Constantemente, dice él mismo, se acordaba de aquella
máxima:
dolus an virtus ¿quis in hoste requirat?
y siempre procuró no apartarse de ella. Mas las fatigas y agitaciones que esta pugna le producía[n] le causaron una enfermedad que le duró cinco meses.
Llegó a la noticia de rey José que Arjona había compuesta una
oda
celebrando a los vencedores de Bailén, y el ministro de policía le exigió otra, en indemnización de aquella, en
obsequio
del intruso. No se hallaba en disposición de ejecutar este trabajo a causa de su
debilidad,
consecuencia de la enfermedad pasada, y así le ocurrió el pensamiento de refundir como fuese posible otra oda que había compuesto con motivo de la venida de Carlos IV a Andalucía en 1796, y aun este ligero trabajo tuvo que encargarlo al célebre
abate
D. José Marchena, a quien cabalmente tenía alojado en su
casa.
De este modo salió Arjona de su compromiso; mas, habiendo visto la oda D. Juan Meléndez Valdés, ministro del intruso, notó bien que su autor se había esmerado
poco
en aquella composición, de que se
tiraron
tan pocos ejemplares, que será rarísimo el que haya quedado, si es que existe alguno.
Es indecible lo que en aquella época desastrosa y desventurada trabajó Arjona de varias maneras en favor del público y de todos los oprimidos. El general Godinot, por medio del coronel D. Carlos Velasco, que estaba al servicio del intruso, comunicó repetidas órdenes a Arjona, como
director
que era de la Sociedad Económica, que la cerrase, golpe que era de mucho perjuicio para el público, y Godinot no toleraba ni aun la menor dilación en el cumplimiento de sus órdenes. Arjona
trató
de evitar este mal, y he aquí cómo lo hizo. Había oficiado el prefecto a la Sociedad para que celebrase una
sesión
solemne en obsequio de José Napoleón, que Arjona trató de llevar a efecto, y para ello el mismo prefecto distribuyó los papeles que habían de representarse aquel día, y al penitenciario, como director, le encargó el elogio con que debía concluirse la función. Asistió a ella Godinot y, desarmado con este obsequio tributado al rey, desistió del intento de cerrar la Sociedad como lo había resuelto.
Valiéndose
del concepto en que lo tenían los franceses y también de sus conocimientos, llegaron a cerca de sesenta las víctimas que con sus continuas y eficaces gestiones, ya judiciales, ya extrajudiciales, logró arrebatar al furor y a la venganza de aquellos: por su conducto recibían los generales que defendían la causa nacional datos muy seguros de las operaciones de los franceses; muchos oficiales del ejército español se comunicaban con sus familias; y, finalmente, no perdía ocasión alguna de auxiliar a los oprimidos y consolar a los que padecían en tan aciagos tiempos.
El gobierno francés le
encargó
dos comisiones importantes; una, la de reunir los hospitales de Córdoba; otra, la de verificar la extinción del Tribunal del Santo Oficio. Para llevar a efecto la primera formó un plan que no llegó a ponerse en ejecución, y que creemos sería muy análogo al que después se ha planteado; mas llevó a cabo la segunda de la manera más conveniente y
acertada.
Aconsejábanle los empleados del rey José, unos que todos los papeles indistintamente se quemasen; otros que se hiciese de ellos una biblioteca curiosa para pública diversión y ludibrio de aquel tribunal; otros, en fin, que se repartiesen todas las causas y que a los delatados que aún vivían se les entregasen las suyas; consejos que Arjona juzgó a cuál más sensato. Este dividió los papeles en tres clases: en la primera puso las causas célebres, conducentes para la historia literaria, las cuales se conservaron formando de ellas inventario particular; en la segunda colocó las pruebas de limpieza, que se guardaron como útiles a muchas familias; y, finalmente, en la tercera comprendió las causas ya inútiles, que se quemaron con la debida reserva.
D. Mariano Luis de Urquijo y D. Pedro Estala, que tenían de Arjona relevante concepto, le encargaron a este la redacción de un
periódico
que salía en Córdoba, titulado
Correo político y militar,
la que dejó muy pronto por no
querer
tolerar la
censura
previa de las autoridades, ni publicar en él las imposturas y falsedades que al gobierno intruso le acomodaba propalar.
Llegó al fin el tiempo en que, lanzados los franceses, estalló el odio, reprimido hasta entonces, contra los que habían tomado partido con ellos o les habían sido afectos, y Arjona fue
víctima
de la injusticia y de las arrebatadas pasiones de la época. A pesar de sus
eminentes
servicios prestados a la causa nacional, fue encausado después de restablecido el gobierno legítimo, por lo que sufrió disgustos, vejaciones y molestias de toda especie. El tal proceso principió del modo siguiente.
Aconsejaron a Arjona varios patriotas que pasase a Cádiz, y, accediendo este, se dispuso el viaje, que contemplaron útil para ellos, para el penitenciario y aun para los intereses de la nación: salió de Córdoba el día 2 ó 3 de septiembre de
1812,
cuando esta ciudad aún estaba [ocupada] por las tropas francesas; mas en Écija fue arrestado por el corregidor, que se condujo con él de la manera más violenta y despótica, y aquella misma noche comunicó a Sevilla la prisión, dando por motivo ser notorio que D. Manuel María de Arjona había sido
redactor
de la gaceta de Córdoba. Se le encontraron en la maleta cartas de
recomendación
para varios sujetos de los pueblos del tránsito, para algunos respetables empleados de Cádiz y aun para uno de los regentes del reino; pero las ocultaron el corregidor y los patriotas de Écija, porque podían ser favorables a Arjona, creyendo sin duda que era un mérito para con la patria hacer que se castigase a los afrancesados, como los llamaban, por cualesquiera medios que fuese posible. Era jefe político de Sevilla don Manuel Fernando Ruiz del Burgo, el cual contestó al corregidor de Écija aprobando el arresto y mandando que tuviese a Arjona a disposición del comisionado regio de Córdoba.
Era este D. Manuel Gutiérrez de Bustillo, por cuya orden, después de la más aflictiva prisión, que sufrió incomunicado y hasta con centinelas de vista, salió para Córdoba bajo la custodia del alcaide de la cárcel de Écija y seis soldados, y cuatro con un oficial salieron a recibirle a una legua de Córdoba, los que le condujeron inmediatamente al depósito de presos, que era el convento de S. Pablo, donde se le señaló por aposento una pieza que había servido de carnicería por el tiempo no interrumpido de dos años. Un disperso de la chusma que custodiaba el depósito se apropió los caballos que traía y eran de su propiedad, con todos sus arreos; desafuero nada extraño en aquellas circunstancias.
Tales procedimientos aturdieron y abrumaron su espíritu, y, según él dice, le parecía verse trasladado a los siglos de la edad media, y haber dado con uno de aquellos castillos cuyos dueños, sin sujeción a ninguna ley, se hacían árbitros de la vida y bienes de cuantos caían en su poder.
El veinticuatro de septiembre se le hizo cargo de su causa por el juez de primera instancia, se le confiscaron los bienes por el intendente, y le dejaron allí
incomunicado,
a pesar de la malsana pieza que habitaba y de que se le habían hinchado las piernas. En diecisiete de octubre, después de mes y medio de arresto, se le recibió una declaración indagatoria, de que resultó que no había sido el editor de la gaceta de Córdoba, que fue lo que en Écija dio motivo a su prisión, mas no se le permitió en su casa el arresto hasta el 21 de diciembre, y después el 5 de febrero se le amplió a la ciudad y arrabales.
Para hacer ver la
rectitud
de su conducta y fidelidad a la causa de la nación durante el gobierno intruso
publicó
en el mismo año de
1814
un
manifiesto,
en que, después de haber
respondido
a todos los
cargos
que se hacían, y de haber manifestado cuántos habían sido sus servicios y cuántos excedían a las faltas que injustamente se le imputaban, se expresaba así: “Yo me ofrezco, pues, a tu vista, ¡oh, patria!, buscando la balanza de tu justicia… te presento mis propios intereses
abandonados
por seguir tu causa, mi constante aversión a extraviar la opinión de tus hijos que te era conducente; tus males aliviados, haciendo conferir los encargos de gobierno a los que no abusasen de ellos; tus generales, instruidos de las miras de los enemigos; tus fervorosos partidarios, protegidos con astucia y con energía; tus predilectos hijos que derraman por ti su sangre en los campos del honor, aliviados en sus indigencias, rescatados de sus prisiones y armados en tu defensa; mis luces dedicadas y mis conocimientos, consagrados todos a mejorar mi nación sin temer el furor de los tiranos, enemigos siempre de la ilustración; legítimos magistrados, fortalecidos en tu causa sin respeto a las amenazas de los satélites del gran déspota; tus inocentes ciudadanos, libertados de la aflicción y arrancados del mismo pie del suplicio…”. Finalmente, fue sentenciada su causa en grado de revista, y absuelto, declarando su prisión ilegal, y le reservaron su derecho para que usase de él contra quien viese convenirle, lo que no hizo, contento solo con haber
vindicado
su conducta, que injusta y vilmente habían
acriminado.
A fines del año
1818,
o principios del 19, pasó Arjona a Madrid, y en enero de este año leyó a la
Academia
Latina, siendo su secretario, un
elogio
fúnebre en latín, que después
publicó
con la traducción castellana, de la reina doña María Isabel de Braganza. En este tiempo se introdujo en el
palacio
y logró el
aprecio
de Fernando VII, que para conferenciar con él lo solía llamar algunas veces. En una de estas parece habló poco favorablemente de los conocimientos del ministro de Gracia y Justicia Lozano de Torres, de cuyas resultas, según se cree, recibió a poco tiempo inesperadamente una real orden en que se le mandaba
alejarse
cincuenta leguas de Madrid y sitios reales, lo que le causó una sorpresa que alteró notablemente su salud. Restituyose a Córdoba, donde permaneció algún tiempo, entretanto que su hermano don José Manuel de Arjona, que después fue asistente de Sevilla, conseguía que se levantase la tal prohibición. Hallábase en aquella ciudad por marzo de
1820
cuando se juró en ella la Constitución, en cuyo tiempo compuso un
discurso
titulado
“Necesidades
de la España que deben remediarse en las próximas Cortes”, y después volvió a Madrid, donde se ocupaba como siempre en cultivar las letras y tratar con
literatos
cuando fue acometido de su última enfermedad, en que manifestó la mayor docilidad a los preceptos de los facultativos, y una gran resignación cuando entendió el estado desesperado de su salud; y así, recibidos los santos sacramentos, llegó hasta las siete y media de la tarde del 25 de julio de 1820, en que falleció a los
49
años de su edad.
Era don Manuel María de Arjona de buena estatura y de medianas carnes: sus facciones, bien proporcionadas; su color, blanco; el pelo, muy negro, y cerrado de barba; los ojos, grandes, prominentes; la vista, torcida. En su trato era llano, atento, afable, jovial y a veces picante y satírico,
descuidado
y negligente en orden al porte y arreo de su persona; su conversación,
amena
e
instructiva.
De la
beneficencia
y de la caridad que siempre resplandecieron el él dio en todas ocasiones repetidas pruebas. En la epidemia de Sevilla de
1800
se ocupó en el
estudio
de la medicina para hacer más fructuosa su continua asistencia a los enfermos; y era tan sensible a las desgracias y padecer ajeno, que enjugaba las lágrimas de un niño con la misma afabilidad e interés que solía emplear en el consuelo de los graves infortunios a que otras edades están sujetas. Aunque disfrutaba una cuantiosa renta, de sesenta a setenta mil reales, era tan desprendido y vivió tan entregado a su familia, que jamás
manejaba
ni tenía dinero. Siempre repartió sus bienes con los necesitados, y el año fatal de
1812,
en que se experimentó gran carestía en Córdoba y otras muchas partes, se
redujo
a una escasa sustentación, no permitiéndose gozar lo más mínimo superfluo cuando tantos perecían. Si no tenía que dar, daba consejos, favorecía con su influencia y comunicaba sus luces. Su ocupación más frecuente era reconciliar disensiones, favorecer pretendientes, promover proyectos de fomento y ejercer de todos modos la liberalidad.
Su única distracción y desahogo era el
estudio,
la asistencia a las
Sociedades
Económicas y literarias y la conversación con personas de
instrucción
y talento. Para satisfacer su gusto e inclinación a cultivar las letras fundó la Academia General de Ciencias de Córdoba, elevando a tal la sección literaria de la Sociedad Económica. Aun en su casa solía tener
academias
de varias ciencias, a las que
concurrían
las personas estudiosas de la ciudad.
Fue D. Manuel María de Arjona
excelente
humanista,
filósofo, jurista civil y canónico, teólogo, muy versado en los escritos de los Santos Padres y doctores de la Iglesia y en la historia civil y eclesiástica; y poseía las lenguas sabias y muchas de las vulgares. No le adornaban grandes dotes de orador, pero sus discursos eran
elocuentes
y sublimes, y su lenguaje
puro
y castizo. Cultivó la
poesía,
empleando en ella su elevado
ingenio
y lozana imaginación, de que son muestra las pocas composiciones que han salido a la
luz,
ora sueltas, ora en periódicos, o bien en la última edición de poesías
selectas
castellanas de D. Manuel José Quintana, habiendo quedado inéditas muchas más. En prueba de su
talento
poético, no queremos dejar de insertar aquí alguna muestra de sus composiciones.
SONETO
Hallar piedad con llantos lastimeros
entre los hombres
Arion
intenta,
y le es más fácil que un delfín la sienta
que no los despiadados marineros,
pues, rendido a sus trinos lisonjeros,
benigno el pez al joven se presenta,
y en su espalda la noble carga ostenta
que arrojaron sus necios compañeros.
¡Ay,
Albino!
Conócelo algún día,
ni más el plectro con gemidos vanos
intente ya domar la turba impía.
No se vencen así pechos humanos.
Busquemos en los tigres compañía,
y verás que no son menos tiranos.
De su
hermosa
oda a la
nobleza
española tomamos este pasaje, que es igual a todo lo demás de la composición:
Así el que rige el fulminante carro,
competidor bizarro
de los rayos del rey del firmamento,
y el que aguija el bridón hijo del viento,
y el infante que, en orden arrojado,
da y recibe la muerte, y el que humilla
al Ponto airado en victoriosa quilla,
te harán preciada al Támesis nublado,
te harán temida al Ródano profundo,
te harán, ¡oh, patria!, adoración del mundo.
LA DIOSA DEL BOSQUE
¡Oh, si bajo estos árboles frondosos
se mostrase la célica hermosura
que vi algún día de inmortal dulzura
este bosque bañar.
Del cielo tu benéfico descenso
sin duda ha sido lúcida belleza;
deja, pues, diosa, que mi grato incienso
arda sobre tu altar.
Las estrofas de esta oda fueron
inventadas
por su autor, y
agradan
por su
novedad
y aun por su extrañeza, formando de ocho versos, o sea de dos estrofas, un periodo poético completo.
Inspirado
Arjona de la grandeza y
sublimidad
de los restos que aún duran de la ciudad señora del mundo, compuso un poema
lírico
-
didáctico
titulado
Las ruinas de Roma,
que
imprimió
a la vuelta de su viaje de aquella capital en
1808,
el que principia así:
Salve, suelo glorioso. ¡Oh! Eternamente
la nave voladora que a adorarte
me ha conducido fiel guarde clemente
el dios del gran tridente.
Salve, gran llama, salve, hija de Marte.
¡Cuál mi mente sublimas,
oh honor del universo, al contemplarte,
aun desatada en polvo! Me parece
que en esta noche silenciosa animas
los siglos muertos, y de nuevo crece
de entre esas piedras tu perdida gloria,
y a ser vuelves metrópoli del orbe.
Aquel monte de escombros erizado
sobre mi patria espera otra victoria,
y quiere que otra vez el mundo encorve
bajo tu yugo el cuello esclavizado.
Aquel hogar soberbio, aunque postrado,
del domador del África es la cuna;
y al tímido reflejo de la luna
miro sobre estos ínclitos fragmentos
augustas mil brillar sombras triunfales,
que de su gloria, al ver los monumentos
rotos yacer, con lúgubres lamentos,
¡oh, ciudad infeliz!, lloran tus males.
Dejó además inéditas muchas
memorias
académicas sobre humanidades,
historia
eclesiástica y derecho canónico, una
Historia de la Iglesia Bética
y, finalmente, una
Defensa e ilustración latina del concilio iliberitano,
que sería de
desear
viesen la luz
pública.
Luis María Ramírez y de las Casas Deza