LECCIÓN
VIGÉSIMASEGUNDA
Señores:
Cumpliendo con mi propósito anunciado al fin de la lección última de tratar en la presente del estado literario de
nuestra
España a fines del siglo
próximo
pasado, o dígase en los años primeros del
reinado
de Carlos IV,
tengo
que hacer, antes de empezar propiamente mi tarea, algunas reflexiones, y aun conviene advertir que cuando hablo del reinado de Carlos IV no me ajusto precisamente a hablar de los que empezaron a distinguirse en la misma época pues, al revés, me veré obligado a hablar de algunos cuya
fama
empezó
y hasta
creció
reinando Carlos III en días de que ya he hablado por extenso. Pero en este particular me propongo una regla, y es tratar en la lección de hoy de aquellos escritores cuyo
influjo
se sintió más en un período
posterior
y que por lo mismo corresponden de las
generaciones
en que vivieron más particularmente a la formada por su
ejemplo
y enseñanza. Por esto
Meléndez
Valdés y Jovellanos serán considerados en el reinado de Carlos IV, el cual atravesaron habiendo comenzado a
señalarse
en el anterior, al paso que Iriarte, aunque muerto algunos años después que Carlos III y en
edad
todavía no avanzada, y Forner, cuya vida se dilató algo más, están calificados o clasificados en la época antecedente. También de algunos antes nombrados me será tal vez forzoso volver a hablar si me es necesario para ilustrar el estado
general
de la literatura en la hora a que me fuere refiriendo.
Dicho esto, también juzgo necesario entrar en algunas consideraciones generales sobre las
doctrinas
y el
gusto
dominantes en
nuestra
patria en los
días
que dan materia a mi lección de esta noche, y con este motivo habré de
recordar
disputas seguidas bastante antes y traídas ahora por mí a cuento, si en parte por haberlas olvidado anteriormente y juzgarlas dignas de recordación, más todavía por servir al fin a que ahora me encamino.
No habrán olvidado quienes hayan asistido a mis lecciones lo que he dicho y repetido sobre la
renovación
literaria de España,
comenzada
rigiendo la
monarquía
Felipe V y llevada adelante bajo Fernando VI, y mucho más adelante en el reinado de Carlos, su hermano. Conviene tener presente cómo, escandalizados o indignados, con razón, los restauradores españoles del
mal
gusto y aun de la
barbarie
reinantes en su patria cuando comenzó el siglo
XVIII
y en los años primeros del mismo, y admirando con no menos justicia el estado intelectual de la
vecina
Francia,
se propusieron introducir en su nación las
doctrinas
literarias
francesas,
conformes en mucha parte a las de la clásica
antigüedad,
y que, excediéndose un tanto, como era
forzoso
que sucediese, en el cumplimiento de su propósito, al huir de los
vicios
que antes afeaban las composiciones castellanas, despojaron el estilo de lo que tenía de
espontáneo
y
español
castizo. También dejé referido que empezaron a notar este mal algunos hombres o de más agudo ingenio o de conocimientos más profundos que los autores de los días de renovación o de los inmediatamente posteriores. Asimismo, se habrá visto que los escritores de los tiempos de Felipe V y Fernando VI eran casi
todos
de mérito tan
mediano
que se quedaban muy atrás en el espacioso círculo abrazado por lo que en literatura debe llamarse medianía, bien naciese esta desdicha de que hay
periodos
pobres en
grandes
producciones y en ingenios aventajados, bien resultase de no ser posible que,
tras
de mucha
ignorancia
y completa
corrupción
de gusto, se pudiese
elevar
de súbito el entendimiento a grande
altura,
mayormente no habiendo elegido para subir la más apropiada
senda.
Sabido es, y se ha visto en mis lecciones anteriores que, andando el tiempo, vinieron a aparecer ingenios de bastante superior
mérito,
los cuales notaban las
faltas
de los que les habían inmediatamente precedido y procuraban encontrarles el origen. No fue difícil acertar con que había habido
yerro
en desviarse demasiado del
estudio
y de la
imitación
de los autores castellanos
antiguos;
pero, al convenirse generalmente en reconocer este error,
discordaron
en gran manera las opiniones en punto al modo de enmendarle. Unos pretendían que, si bien había habido exceso en el abandono del antiguo gusto español, todavía llevaban buen camino quienes se excedieron, siendo en ellos de
vituperar
meramente no haber sabido contenerse en los límites debidos. Otros, por el contrario, opinaban que los restauradores habían tomado mala senda, que era forzoso desandar gran parte del terreno adelantado, y que debían volver los escritores a la
admiración,
al
estudio,
y aun en cuanto fuese posible al
remedo
de la literatura
patria
según era no solamente a fines del siglo
XVI
y principios del
XVII,
época llamada con más o menos justicia su
edad
de
oro,
sino en todos tiempos, aun sin excluir completamente los de su
decadencia.
Comenzada
esta guerra, fue seguida y sustentada con vehemencia y tesón por las opuestas partes. Entre los defensores de la España
antigua
se señalaba
García
de la Huerta con algún otro, y al mismo bando correspondía en cierto modo Forner. Entre los ensalzadores de los progresos
modernos
estaban hombres de más valer y casi todos cuantos
sobresalían
por talento y ciencia entre sus contemporáneos.
Fue uno de los principales puntos de la cuestión el mérito del
teatro
español, si por todos confesado hasta cierto punto, por unos considerado como el de una colección de
monstruosidades
entre las cuales brillaban, sin embargo, aquí y allá, grandes
perfecciones,
y por otros calificado de
preeminente
no obstante estar oscurecido por algunos
lunares.
Extendiose la disputa a más y hubo de rozarse con otros puntos. Ocurrió por los mismos
días
ser desacreditada y aun insultada
España
en obras
extranjeras,
donde se la trataba como digna de
poco
aprecio, juzgando por su adelantamiento intelectual. Con más o menos exceso incurrieron en la falta de
maltratar
a nuestra nación los
abates
Tiraboschi, Betinelli y Napoli Signorelli en obras literarias en lengua
italiana,
y con vituperable demasía el
francés
Masson, que en
la
Nueva Enciclopedia
aventuró la pregunta de qué había hecho España o cuáles progresos debía a sus hijos el entendimiento humano y particularmente la Europa. Esta injuria
produjo
el enojo que era de presumir y dio margen a acaloradas
defensas
y apologías de las
glorias
literarias de España, donde fueron traspasados los límites de la razón y de la justicia. El
jesuita
Lampillas, trasladado a Italia por el
destierro
de la
compañía
religiosa de que era parte, escribió en
italiano
su
Ensayo apologético,
que fue
traducido
al
español.
Obra trabajada con
escaso
conocimiento
de la materia que trataba, donde el celo es lo que más luce. También
Forner
escribió
una
Oración apologética
de su
patria.
Empeñose en España la lid, sin que nadie aprobase a los detractores de su nación, pero admitiendo algunos lo fundado de ciertas
censuras
y casi negando otros que hubiese justicia en los censores. También solían los apologistas encontrar tibieza donde no veían arrebato de celo y defensa obstinada a todo trance, y aun tachaban de connivencia con el enemigo cualquier opinión que con la de este coincidía, aunque no fuese dada con motivo de la pendiente contienda.
Se rozaba la literatura en esta disputa con otras muchas cosas: con las máximas de la moderna
filosofía,
con el espíritu reformador e innovador, a la
sazón
poderoso y agresivo. Así, los mejores
entendimientos,
las cabezas más llenas de
ciencia,
solían inclinarse a las reformas llevadas más o menos adelante. De este modo participaba el
movimiento
literario de un carácter filosófico, esto es, tenía relación con el movimiento
religioso,
político
y social, cosa que siempre sucede, pero que a menudo no se nota, y que unas veces se efectúa directamente y con pausa y otras, directamente, con rapidez y hasta con violencia.
No por esto ha de suponerse que los reformadores del todo desestimasen las glorias
antiguas
de la literatura
patria
pues, muy al contrario, no dejaban de tenerlas en
estima
y volver por ellas, sino que al tasarlas no las ponían tan
altas
cuanto lo hacían sus antagonistas, y mezclaban la
desaprobación
con el
aplauso,
extendiendo bastante la primera. Había asimismo casos en que alguno de los apologistas dejaba de serlo o en que un ofensor de la España antigua se ponía entre sus defensores.
García
de la Huerta, con su
procacidad
y escaso
saber,
dañaba a la causa que defendía, la cual recibía lesiones de los tiros que asestaban a su campeón
atrevido
y malaventurado.
Dos obras
periódicas
salidas a luz casi a fines del
reinado
de Carlos III llamaron mucho la
atención,
ocupándose especialmente en sustentar esta clase de contienda. La de más fama, intitulada
El Censor,
era dirigida por un abogado llamado
Cañuelo,
no grande
escritor
pero
ingenioso
y señalado como
reformador
muy atrevido. La segunda, cuyo título era
El apologista universal,
obra de un
religioso
docto, sustentaba con más moderación las mismas doctrinas. Llegaron las cosas a punto de
prohibirse
la primera obra porque su autor casi pasaba a propagar en
España
el espíritu de la
escuela
enciclopedista francesa. Cabalmente en las páginas del
Censor
(donde es fama que escribían algún artículo autores de superior
nota
de los de su tiempo) vieron la
luz
pública
la
Despedida del anciano
y
las
dos
Sátiras a Arnesto,
obras la primera de Meléndez Valdés y las segundas de Jovellanos, los dos que en
poesía
y en
prosa
empuñaron el
cetro
de la literatura de su tiempo y a quienes con especialidad destino la lección presente.
Jovellanos es, sin duda, una de las primeras
glorias
de España, tomando en conjunto el escritor y el
hombre,
las
doctrinas
y las formas de sus escritos. Pero con decir que es de las
primeras
no digo que sea la más
alta,
ni que su composición literaria esté del todo exenta de lunares, o que sean sus perfecciones de aquellas que colocan a un autor en superior
esfera
entre los de las edades y naciones. Es de la secta filosófica y
reformadora,
pero tímido en unas cosas y en otras atrevido. Es en el estilo
correcto,
elegante con frecuencia, puro en la dicción, lleno de número, vivo en imágenes cuando escribía en
prosa;
pero su
fantasía
no era de las más
vivas,
ni su ingenio de los más agudos o sutiles. En sus
Elogios
y en otras composiciones de sus
primeros
días se acercó al
gusto
francés en el estilo llamado académico, no
pecando,
sin embargo, de
hinchado
como Thomas, ni de ingenioso rebuscadamente como Fontenelle. Menos frío que D’Alembert y en general
superior
a estos modelos, pero con todo incurriendo un tanto en los vicios del género, que vienen a reducirse a componer una elocuencia facticia.
Andando el tiempo
creció
su estilo en
robustez,
si no en elegancia, y vino a ser uno de los escritores más
ciceronianos
que haya conocido el mundo,
empapándose
en la manera y en el espíritu de los oradores latinos. Siendo
nobles
por demás sus pensamientos y sentidos sus afectos, y agregándose a esto su habilidad en el manejo de la lengua patria, dio a su
prosa,
llena de número y fluidez, una entonación propia de la clásica
antigüedad
romana, si no de la griega. Agregándose a esto haberse dedicado a trabajos útiles, acertó en varias obrillas, por desgracia cortas, a hermanar con el mérito de las formas el del
argumento.
Así, en
su
Informe sobre un proyecto de ley agraria,
si bien hay una u otra máxima errada, se sustentan sanos principios de
economía
política en
hermoso
estilo y no menos hermosa dicción, donde no deslustra la elegancia exceso alguno en el adorno. Así, en
su
Discurso sobre los espectáculos,
hay trozos de la más animada y pura elocuencia. Aunque su
Apología,
obra casi póstuma, fue publicada ya bien entrado el
presente
siglo, puede hacerse aquí mención de ella, supuesto que se trata de su autor, y citarla como
ejemplo
donde la elocuencia
castellana,
tratando en verdades, se remonta a mucha
altura.
Reina en toda su composición un tono noble y
decoroso,
hijo de elevados pensamientos y nobles afectos, y en que se retrata la índole del
autor:
cumplido
caballero,
magistrado
íntegro, político honradísimo y no del mayor acierto,
ilustrado
al gusto de su
tiempo,
con un tanto de tiestura e inocente vanidad, tipo fiel, como quien más, de su patria y de su época. Concurría en este autor el respeto que inspiraba su carácter a dar realce a sus obras, siendo él además de aquellas personas en quienes hay más conexión entre el carácter personal y el de la composición de sus escritos.
Jovellanos escribió también muchos
versos,
si bien como poeta
solo
en una de sus obras merece ser puesto en un lugar
distinguido.
Es el trabajo a que me refiero las
dos
Sátiras a Arnesto,
que en esta misma lección he mencionado hablando del periódico
El Censor,
donde fueron
publicadas
por la vez primera. Son dos composiciones al
estilo
de Juvenal más que al de Horacio,
abundantes
en declamación apasionada y elocuente y en pinturas hechas con sin igual viveza y fidelidad, prendas a que se agrega ser robusto y bello su estilo,
pura
y escogida su dicción, y su versificación, si alguna vez dura, casi siempre llena y en ocasiones fácil y
sonora.
Algunas
de las
epístolas
del mismo autor tienen buenos trozos, asemejándose a las citadas sátiras en sus mejores pasajes y, en la escrita desde el Paular,
publicada
en el
Viaje a España
de D.
Antonio
Pour, es de celebrar sobre todo la
hermosa
pintura de un bosque en el otoño con la oportuna y sentida reflexión
moral
a que da margen.
Poco puede decirse de la
tragedia
intitulada
Pelayo,
débil esfuerzo de una
escuela
que en
España
ha tenido poca
fortuna,
y no el mejor entre los de su misma
clase.
Mayor
fama
ha tenido la
comedia
o drama que lleva por título
El delincuente honrado,
la cual, oída algún tiempo con
aplauso,
hoy ya no se
representa.
Algunos trozos
bellos,
y muchos pensamientos
acertados
y filosóficos entre algunas ideas aventuradas, dieron boga a esta producción que, como obra
dramática,
no es de gran
precio,
siendo pobre y trivial su nudo, y comunes los caracteres, y estando expresados los afectos a veces con algo de artificio retórico, de suerte que la misma
belleza
de su estilo puede ser más propia de un discurso que de un drama.
En sus mejores obras Jovellanos tenía las faltas anejas a sus excelentes calidades. Su composición es un tanto
verbosa,
y se nota en ella el artificio retórico y algo de amaneramiento, faltas que en su gran
modelo
Cicerón, con ser tal su mérito, no deja de advertir una crítica, aunque severa, justa.
Y aquí viene bien, señores, que yo haga una
protesta.
Cuando así me atrevo a descubrir y hacer notar lunares en el brillo de las
mayores
y más justas glorias, no es mi
ánimo
menoscabar las
reputaciones
mejor merecidas, ni dejo ya de saborearme o de desear que se deleiten mis
oyentes
con las perfecciones de las buenas obras de los mayores ingenios, aunque las mismas perfecciones estén compensadas con defectos leves o graves. No, señores, la misma crítica que es lince para descubrir faltas debe serlo para conocer, sentir, admirar lo
bello,
viendo hasta primores que, mirados superficialmente o sin el debido
conocimiento,
quedan ocultos, y empleándose la misma sensibilidad que se asusta y lastima de lo defectuoso en deleitarse con lo perfecto en grado muy superior de la medida ordinaria. Además, siendo común en quien
imita
a los grandes modelos copiarles los
defectos
más que las perfecciones, es justo llamar la atención a los primeros por más que haya
quien
tache semejante proceder de ser hijo de
envidia
ruin o, cuando menos, de una condición excesivamente descontentadiza.
Aplicando ahora cuanto acabo de decir a Jovellanos, así como debe aplicarse en otras ocasiones a todos los autores de quienes he tratado en el presente curso, diré que
respeto
al insigne autor a quien ahora me refiero como a uno de mérito no común y quizá el más
señalado
de la España
moderna,
como pasaba por serlo ha pocos años. Esto no estorba, sin embargo, que advierta lo que le deslustra, así como lo que realza, ni que repita que extendiendo el terreno de la medianía todo cuanto puede extenderse, y dejando solo fuera de él por un lado a privilegiados
talentos
manifestados en obras de superior importancia, aun siendo de mero
recreo,
Jovellanos debe ser puesto entre los autores
medianos,
aunque en uno de los primeros lugares, y, como quien dice, en el linde un tanto dudoso donde empiezan ya a estar los ingenios de superior
esfera.
Al mismo
tiempo
que Jovellanos era reputado el
príncipe
de los escritores españoles en
prosa,
no dándosele como
poeta
más que
mediana
estima, se adjudicaba la
primacía
de los poetas castellanos modernos a su
amigo
D. Juan Meléndez Valdés. Primacía, sin embargo, que fue harto más disputada, siendo en verdad más contestable. En este autor, como en el anterior, ambos de la
escuela
reformadora, se nota que los
tachados
de despreciar la España antigua no dejaban con todo de tenerla en alto precio y de tirar a
reproducir
en su composición algo del gusto, o cuando menos del
estilo,
y sobre todo de la dicción de la literatura
antigua
de su patria. Meléndez
confiesa
que en sus
principios
fue guiado por los consejos y ejemplo de
Jovellanos,
de Fr. Diego González y de
Cadahalso.
Del primero va dicho en esta lección cuanto se ha podido, y de los dos últimos, de quienes traté en una lección anterior, conviene recordar que el
religioso
agustino procuró
copiar
las
formas
de la
poesía
castellana del siglo
XVI,
y particular y casi exclusivamente de Fr. Luis de
León,
del cual vino a ser un imitador ajustado, al paso que de Cadahalso se ha advertido que su
estilo
nada tenía del gusto antiguo, si bien solía
celebrar,
entre las glorias
extranjeras,
las de su patria y recordarlas para
imitación
de sus contemporáneos. En verdad, este último escritor, en
sus
Cartas marruecas,
llevó la defensa de las cosas de España algunas veces hasta un
ridículo
exceso y en sus
Eruditos a la violeta
cometió el
desacierto
de
comparar
la relación que en
la
Fedra
de Racine hace Terámenes de la muerte de Hipólito a la
ridícula
relación de
El negro más prodigioso,
comedia
antigua
española
de las
malas.
Pero si Meléndez atendió a estas
doctrinas
y a estos
modelos
llevados de su natural disposición y de las circunstancias de los tiempos, varió algo en las primeras al aplicarlas y se separó considerablemente de los segundos. Su estilo y sus principios vinieron a ser los de una
escuela
que ha estado dominando en la literatura castellana largos días, aunque, como es de presumir, los diversos ingenios que la han seguido han dado cada cual a sus composiciones cierto color o matices
propios
de la índole peculiar y respectiva de los varios autores.
Las
poesías
de Meléndez se acercan a las antiguas castellanas en algo y, por otra parte, se desvían de ellas considerablemente. Este poeta, solo
mediano
en
imaginación
e ingenio, estaba con todo dotado de singular facilidad, de alguna ternura natural y de mucha facticia, y de
conocimientos
bastante extensos. Seguía las
doctrinas
de la
escuela
de sus días, esto es, de un
clasicismo
degenerado,
por el cual, reconociéndose un ídolo o un
modelo,
se
equivocaba
el modo de darle culto o de
imitarle.
Conocía bien los poetas franceses e italianos, y aun quizá algo los ingleses, y en todos ellos tenía puesta la
mira,
procurando hacer una amalgama de sus distintos méritos con los de los poetas antiguos de su patria. Tuvo la desgracia de
florecer
cuando pasaban por
poetas
de primer
orden
Metastasio en Italia, Delille en Francia, y aun en este último país el suizo Gessner,
cuyos
Idilios
corrían con sumo
aplauso,
esto es, cuando
reinaba
en la composición una elegancia
floja,
pasando por ser puntual
imitación
de la
clásica
antigüedad en sus mejores obras, y acertada aplicación de sus
doctrinas.
Perjudicaba también a Meléndez la dote peligrosa de su facilidad, y, como sabía hacer versos de mérito muy
superior
en punto a sonoridad y
fluidez
al de sus inmediatos predecesores o contemporáneos, hubo de creer que con esto se elevaba a la mayor
altura,
de lo cual contribuía a persuadirle el general
aplauso,
por ser muy común, señores, entre los pueblos del
mediodía,
y con especialidad entre los españoles, por lo mismo que tienen una lengua melodiosa en alto grado, dejarse cautivar demasiadamente por lo grato de los sonidos. Además, Meléndez, secuaz de los
preceptistas,
era
imitador,
y se enardecía cuando creía que era conveniente o cuando seguía a otros en su vuelo y no cuando su fuego
natural
le arrebataba.
Sus
Anacreónticas
fueron las composiciones que primero le dieron
fama,
gozando por largos años del crédito de ser el primero en este género entre sus compatriotas y contemporáneos, y aun digno
émulo
del poeta de Teos o de cuantos se han señalado en el mismo género de composición en todas las naciones y en todas las
edades.
No faltaba, sin embargo, quien pusiese en
duda
esta primacía de Meléndez, pues
críticos
de opuestas
escuelas,
y entre sí enemigos, suscitaron dudas o aun expresaron
opiniones
desfavorables sobre la excelencia de las anacreónticas a que me voy refiriendo. En
los
Apéndices críticos
a la
traducción
del curso de literatura del
abate
Batteux, en los cuales hay
juicios
sobre la literatura española, si no muy
atinados
y profundos, que corrían entre algunos con
crédito
de serlo, siendo como un
manifiesto
de una
escuela
de críticos de fines del siglo
pasado,
al
celebrarse
las
Anacreónticas
de D. José Iglesias de la Casa,
poeta
de
corto
mérito, aunque
ingenioso
e
instruido,
se las declara superiores a las de otros ingenios más altos en
celebridad,
con lo cual se alude, aunque sin nombrarle, a Meléndez. En
los
Juicios sobre las obras castellanas
que van anejos a la
traducción
de las lecciones de Hugo-Bair, obra muy
aplaudida,
aunque no de gran
mérito,
y superior a la que se acaba de citar, siendo así que reina visible y excesiva
parcialidad
a Meléndez, todavía hablando de sus
Anacreónticas
las culpa de ser poesías más del género
descriptivo
o pastoral que de uno correspondiente al título que llevan. Esta última sentencia está demasiado
fundada
para que sea posible impugnarla con buenas razones. Ciertamente, Anacreonte no es poeta pastoral sino, al revés, cantor de los
festines,
de los banquetes y de los deleites sensuales, según se disfrutan en una sociedad por demás culta, siendo notable por su exquisita
delicadeza,
aunque no exenta de sencillez, teniendo esta última de especie muy diferente de la que anima los verdaderos o bien supuestos cantos pastoriles. Al revés Meléndez, si bien de este último no puede negarse que alguna vez
remeda
a su
modelo,
sobre todo cuando le copia, como hace en tal cual ocasión, y más particularmente cuando sigue y repite las imitaciones del poeta griego hechas por
Horacio.
Sirva de ejemplo el principio de la
Anacreóntica,
¿Qué
te pide el poeta,
di, Apolo, qué te pide
cuando derrama el vaso,
cuando el himno repite?
Traducción
casi fiel del principio de una
oda
muy conocida del poeta
romano.
En suma, señores, Meléndez es casi siempre imitador, aunque imitador acertado en punto a la felicidad de la expresión, si bien no en todas las ocasiones del mayor tino en
escoger
lo que imita. No es, con todo, de admirar que la inimitable
felicidad
de su estilo y dicción, aunque no de la
corrección
más completa, haya seducido a los lectores a punto de
deslumbrarlos
al tasar los méritos de Meléndez. No son estos de corta
entidad
aun en sus
Anacreónticas,
y parecen mayores puestos en
cotejo
con lo
desmayado
o escabroso de la versificación de los que vivieron en su
tiempo
o le fueron
inmediatamente
anteriores o posteriores, en los cuales por otro lado tampoco había de lo que carecía Meléndez, no siendo notable escritor alguno de la misma época por la
originalidad
o aun por la valentía de sus conceptos. Ni ha de
entenderse,
señores, que, cuando pongo las prendas de una expresión bella y fácil en lugar no el primero, pretendo colocarlas en uno muy bajo. El hecho mismo de concedérselas la naturaleza a pocos declara no ser
comunes
ni de bajo precio. Pero conviene advertir aquí que hay dos clases de méritos en los escritores, uno que desaparece al perder su forma y otro que se conserva aun cuando esta se altere. Las obras del ingenio de
primera
nota
traducidas
pierden mucho de su belleza pero, con todo lo que pierden, conservan no poco de lo principal en que su perfección consiste. Por esto,
Cervantes,
con algunos más entre los antiguos y modernos, son siempre
admirables
y aun admirados por quienes solo los conocen por traducciones. Por esto mismo aun obrillas de mucho
menos
valor, como son las
coplas
de Jorge Manrique, la
Noche serena
de Fr. Luis de León y varios de nuestros romances antiguos
agradan
bastante a lectores extranjeros, aun no teniendo de ellas otro conocimiento que el de verlas
vertidas
en sus respectivas lenguas. No sucede esto a Meléndez, por más que, con razón, leído en su lengua
patria
deleite y hasta cierto grado hechice a sus compatriotas.
En sus
romances,
este mismo poeta manifiesta prendas muy
aventajadas.
Tiene, como era de suponer, las que le distinguen en sus demás composiciones, a lo cual se agrega que, siguiendo con acierto y por
imitación
no ajustada a los buenos poetas castellanos señalados en esta clase de composición, casi peculiar de su
tierra
y
lengua
(y digo peculiar y no más porque
la balada
de los
extranjeros
tiene semejanza con nuestros romances), supo tomar una entonación
adecuada
cuando refundía en sus obras con el gusto español el de los autores de otras naciones. Hay en los romances de que hablo, de ellos la mayor parte
pastorales
y que pueden ser mirados como idilios, no pocas descripciones
verdaderamente
bellas, buenos símiles, de cuando en cuando hermosas imágenes, y abundancia y
fluidez,
y número y cadencias como en las mejores obras del mismo poeta. Pero le falta, aún al describir, la
novedad
y el don de particularizar los objetos, así como en el
estilo
el brío y la robustez que distinguen los romances de
Góngora
y otros no inferiores de la misma
época
o de otra
antecedente.
Muchas
alabanzas
suelen darse
a
la
Égloga
de Batilo, premiada por la Real
Academia
Española. Ciertamente, puesta en cotejo con la que D.
Tomás
de Iriarte se atrevió a disputarle el premio, parece de una
superioridad
prodigiosa y, aun sin hacer esta comparación con obra de tan corto
mérito
como la de su rival, todavía contiene
perfecciones
que la recomiendan, porque es suma la facilidad con que está escrita y su versificación, por lo
fluida
y melodiosa, deleita al oído. Hay además en ella algunas lindas imágenes, por todo lo cual no le viene mal la expresión de que olía a
tomillo,
como, según es
fama,
dijo al calificarla de digna del premio uno de los jueces. Después de darle estos elogios, debo decir que abunda en ella lo
trivial
y lo facticio encubierto por la magia de la versificación y compensado por los primores de que he hecho mención a mi auditorio.
Sin duda,
en
la
Oda a las artes,
y en algunas otras composiciones de la misma clase, hay trozos de incontestable
hermosura.
Vese en todas ellas el versificador agradable, el escritor
elegante,
el hombre que sabe escoger bellas imágenes del fondo de sus
conocimientos.
Pero en toda esta poesía hay cierto carácter de cosa sacada de la lectura más que de la
imaginación,
y que se compone de recuerdos y esfuerzos más que de naturales inspiraciones. Porque, señores,
cabe,
y de ellos entre otros es un
ejemplo
el poeta de que voy tratando, grande abundancia y facilidad en la expresión, sin que haya estas mismas dotes en la fantasía.
De otras composiciones de Meléndez es ocioso hablar, habiéndolo hecho ya de aquellas en que especialmente consiste su fama. De cuanto he expuesto quizá se colegirá que tengo en poco al hombre a quien han mirado muchos
críticos
entendidos
como al
príncipe
de los poetas castellanos modernos. Sin embargo, señores, semejante fallo sería
injusto.
Tiene Meléndez su mérito, y no corto, pero oscurecido por algunos grandes lunares, y sobre todo su mérito es de una clase
secundaria,
aunque todavía respetable, propio de su
época
y de su
escuela,
no la mejor ciertamente, sin que por esto merezca ser contada entre las
malas.
Vivió en
tiempos
en que la poesía, sin dejar de ser bella, carecía de inspiración
natural
y se adornaba con galas no de la mejor especie, y la naturaleza de su ingenio le hacía propio para ocupar entonces un puesto de los
primeros,
el cual no es posible que ocupe en la región de la
literatura,
aunque, no separándole de sus contemporáneos, deba conservarle.
Al tiempo que los dos escritores de cuyos méritos acabo de tratar ejercían cierta
preeminencia,
continuaban
o
comenzaban
sus trabajos otros de inferior
fama.
No la tuvo corta D. Antonio Capmany, cuya vida también se alargó hasta contar trece años el siglo
presente,
y a quien tocó representar un papel en el teatro
político,
después de haber aumentado el lucimiento del suyo antiguo en el literario. Este autor,
en
sus
Cuestiones críticas
y en sus
Memorias sobre el comercio de Barcelona,
se acreditó, a la par que de
erudito,
de
agudo,
examinando
con pulso y tino las
noticias
que al público comunicaba o los puntos que sujetaba a su juicio. En una obra titulada
Filosofía de la elocuencia,
aunque llegó a alcanzar
celebridad,
mereció pocos elogios, principalmente por
desdecir
mucho su contenido de la
arrogante
promesa de su título, pues no pasa de ser un tratado
vulgar
de retórica al uso antiguo en que de filosofía nada se encuentra. En una colección que lleva por título el de
Teatro histórico crítico de la elocuencia
juntó trozos
selectos
de escritores
castellanos
desde el nacimiento de la
lengua
hasta fines del siglo
XVII,
con lo cual hizo un servicio al idioma
patrio,
si bien en los juicios que formó de los escritores de cuyas obras daba retazos, entre bastantes aciertos, no dejó de cometer algunos
yerros
graves, y en su discurso preliminar se manifestó preocupado y ligero, a que se agrega podérsele tildar con justicia de haber
omitido
en su colección de autores que bien merecían ocupar en ella alguna parte.
Capmany dio en presumir de
purista
y aun se arrepintió de haberlo sido poco en sus
primeras
obras, dedicándose en sus
últimos
días con particular empeño a combatir la
corrupción
introducida en el
idioma
castellano. Para esta empresa tenía no pocos
conocimientos,
pero carecía de disposición
natural
para poner en práctica lo que recomendaba. Siendo
catalán,
y habiendo aprendido a hablar y aun a pensar en su dialecto lemosino, manejaba en cierto modo como
extranjero
el lenguaje
castellano,
de lo cual se seguía ser
escabroso
en su estilo y nada fácil en su dicción. De obras posteriores del mismo autor tendré ocasión de decir algo si trato de la literatura del siglo en que
vivimos.
También, empezando a
reinar
Carlos IV, vio la
luz
pública un trabajo que, llevado a feliz remate,
habría
redundado muy en honra de nuestra
patria.
Era la obra a que me refiero
una
Historia del Nuevo Mundo,
que solo
españoles
podían escribir bien, faltando a los
extranjeros
los materiales necesarios para hacerlo.
Si bien era de temer, y aun de presumir, que el
gobierno
de España y por otra parte las
preocupaciones
de los naturales no consintiesen tratar tal
argumento
con la franqueza o con la imparcialidad necesarias, mal puede afirmarse si habría dado o podido dar pruebas de la una o de la otra D. Juan Bautista Muñoz,
autor
de la obra a que me voy refiriendo, y que hubo de dejarla en sus principios, cuando como
historiador
aún no suministraba datos para ser juzgado.
Consta,
sí, que fue
diligente
en juntar materiales, y de su estilo con el tomo que publicó hay lo bastante para formar juicio.
Es Muñoz escritor
robusto
y
castizo,
aunque el empeño de ser esto último le haga un tanto
afectado,
siendo con sus buenas prendas y sus faltas de los más notables de sus días, y debiendo sentirse que no diese fin a su
obra,
ni aun la adelantase suficiente, para que se envaneciese de un trabajo de
mérito
la moderna literatura castellana.
Algunos poetas
medianos
por los
días
de que se va hablando alcanzaron nota. Merecen mención el ya citado Iglesias de la Casa y el
conde
de la Noroña, el primero más
ingenioso,
el segundo en una sola oda de más alta entonación, ambos faltos de viva
fantasía
y de
novedad.
Más crédito mereció D. Félix
Samaniego,
muy poeta en sus
fábulas,
así en las pocas que concibió
originales
como en las muchas que
tradujo
o
imitó.
Chistoso y fácil y
puro
en general, aunque a menudo
incorrecto
y en alguna otra obra suya, aunque no falto de mérito, muy
desigual
al que tiene como fabulista.
De escritores de un tiempo algo posterior, o sea, de los días últimos del
siglo,
y particularmente de los poetas de la
escuela
de Meléndez, no es posible hablar en esta noche,
porque
su mérito exige que se los examine con detenimiento, no fácil de tener estando tan adelantada la lección presente. Remito, pues, a esta otra tarea, si bien antes de desempeñarla habré de convertir la atención a otros
países,
llamándomela especialmente Inglaterra, cuya literatura algún tiempo
olvidada
tuvo días de gran
brillo
en la
época
a que aludo, sobre todo en la parte de
poesía,
por haber entonces
empezado
a señalarse
ingenios
que en sus obras y en la de sus inmediatos sucesores dieron grandes aumentos de gloria a su patria y al mundo todo literario producciones de primera
nota.