LECCIÓN
VIGÉSIMASEXTA
SEÑORES:
Cuando tengo que hablar de
nuestra
España en los últimos años del siglo próximo
pasado,
mi
apuro
principal es no tener que examinar los méritos de obra alguna de considerable
importancia
por la cual haya de medirse el
valor
de sus autores. Aun de los
principales
que en aquel tiempo
florecían
he dado ya razón detenida al tratar del estado de nuestra literatura, ya en los últimos años del
reinado
de Carlos III, ya en los primeros del de Carlos IV.
Meléndez
y Jovellanos, el primero como
poeta
y el segundo principalmente como escritor en
prosa,
han llamado notablemente mi atención, y esos mismos siguieron siendo los
principales
en la pública consideración en el periodo a que se refiere mi tarea de esta noche, última de este curso, si bien en este periodo último nada o poco añadieron a sus anteriores producciones.
Tendré,
pues, solo que detenerme en tratar de dos o tres escritores de la capital, particularmente, y habré de convertir mi atención a una
escuela
de literaturas, y principalmente de
poetas,
que
comenzó
a señalarse en una ciudad de provincia, después de lo cual hablaré de obras de
crítica
y me entretendré en consideraciones generales.
Bien conozco, señores, que este trabajo
poco
tiene de ameno y no mucho de provechoso, pero gran parte de lo que le faltare para dar entretenimiento o enseñanza no será culpa mía, sino de mi
argumento.
Al publicar
Meléndez
segunda
edición
de sus
poesías,
harto más copiosa que la primera dada a luz
reinando
Carlos III, reconociéndose como
cabeza
de secta o maestro y guía en una
escuela
nueva, aunque calificándose con la competente
modestia
de mero aficionado, había nombrado como a sus más aventajados
discípulos
y probables continuadores a D.
Leandro
Fernández de Moratín, D. Nicasio Álvarez de Cienfuegos y D. Manuel José Quintana. Los tres han vivido hasta haber entrado el siglo
presente,
los tres han representado más o menos importante papel en los sucesos
políticos
de que nuestra
patria
ha sido teatro. De los tres, dos
publicaron
sus obras antes del año
1800;
el tercero en el mismo linde de los dos siglos. Y, de todos ellos, parece que más tocaría hablar, al que examinase la literatura, si ya no del día presente, de los inmediatamente anteriores. Pero,
aunque
parezca cosa nimia ceñirse en esto a las
fechas
con rigurosa escrupulosidad, cosa que no se ha hecho tratando de otros autores, he creído acertado hablar aquí solo de
Moratín
y de Cienfuegos, no porque viva Quintana
aún,
si bien esta consideración es de peso, sino porque este último, en fuerza de los sucesos, aun literariamente considerado, es más de este
siglo
que del
precedente,
al paso que los dos primeros pueden considerarse como una expresión del próximo pasado en la hora de su
acabamiento.
Moratín
y Cienfuegos son citados como
hijos
de Meléndez en literatura
solo
por la circunstancia a que poco ha aludía de haberlos nombrado casi como tales el
afamado
poeta.
Bien es verdad que él
mismo
señala algunas diferencias entre el primero y el segundo, pues, en punto a aquel, si le declara su sucesor, no blasona de haberle
formado,
y sí a estotro, juntamente con Quintana. Bien es verdad que Moratín, aun
elogiándole,
no le reconoce como
maestro,
y así, al paso que, movido por pasiones
políticas,
hijas de un interés común a ambos, le ensalza aún en vituperio de su
patria,
en otra ocasión, influido por consideraciones puramente
literarias,
lleva las cosas a punto hasta de zaherirle y
ridiculizarle.
Empecemos por
Moratín,
cómico
y
lírico,
aunque sus
pretensiones
a brillar como lo último, si bien algo
justificadas
por su primer ensayo, que fue un
romance
sobre la
conquista
de Granada, y si bien renovadas en varias ocasiones, solo en tiempos
novísimos
han sido plenamente concedidas por algunos jueces, al paso que su fama de
autor
de
comedias
estuvo algún día en el más alto
punto,
decayó
después, y hoy se va de nuevo
remontando.
Una cosa debe decirse de Moratín y es que, como poeta
dramático
de la
escuela
llamada
clásica,
es el único español, así en el ramo de la
tragedia
como en el de la
comedia,
o, para hablar al uso de su tiempo, así entre los que daban cultos a Melpómene como entre los que los daban a Talía, de quien se
duda
por muchos y se afirma por algunos ser autor de primera
clase.
Se ha llevado la
adoración
a tal punto que se le ha puesto a la
par
con
Molière,
y su sepulcro, colocado en el famoso cementerio de París, al lado del que recuerda la memoria del ilustre dramático francés, y un
libro
donde se le declara no solo igual, sino hasta a veces superior a su gran modelo, son pruebas del exceso de esta
idolatría.
Ahora pues, nadie pretende que en las
tragedias
de García de la Huerta, de Ayala, de Cienfuegos, de Quintana o de algún
otro
moderno compatriota nuestro hayan sido igualadas las producciones de
Corneille,
de Racine o aún de Voltaire, ni siquiera las italianas de Alfieri.
¿Era merecido tanto concepto, señores? Me duele decir que no, y, sin embargo, Moratín como
poeta
cómico
tiene dotes no
comunes;
pero sus prendas son
secundarias:
sus
chistes
graciosísimos son pinturas de
costumbres,
son acertadas imitaciones de la naturaleza; pero no son
creaciones.
Y hay más: hasta en su mérito de segunda clase hay no pocas ocasiones en que,
copiando,
desmerece
infinito
del
original
que traslada.
En Moratín, a mi
entender,
eran agudo el
ingenio,
escasísima la imaginación, sano el
juicio;
pero
equivocado
el concepto que se había formado del
drama.
Esto último le fue echado en cara en una
revista
inglesa dedicada al juicio de obras extranjeras. Obra cuyos artículos, aunque todos de igual valor, solían estar desempeñados con más que mediano
acierto,
habiendo en ella trozos de crítica trascendental y profunda. Allí, hablando del prólogo puesto a sus
comedias
en la conclusión de sus obras, se le probó, en mi
juicio,
que su teórica del arte dramático, cuando no falsa, era
superficial
o incompleta.
Que Moratín era
ingenioso
se prueba por las dotes indudables de sus obras, más propias para expresar la calidad del ingenio que otras de la mente del hombre manifestadas en los escritos. Como ingenioso, acertó con el
remedo.
Hízole
perfecto
de las rarezas de los viejos de ambos sexos, hízole no inferior de las ridiculeces de un autor necio o de un pedante, o de las calaveradas acompañadas de mala crianza de un
caballero
de provincia. Copió el lenguaje de la conversación cual nadie, haciéndole
natural,
interrumpido, salpicado de proverbios y de modismos vulgares. Cuando versificó, supo conservar
admirablemente,
aun caminando con la sujeción de la medida, esta índole de su diálogo a que es difícil llegar aun en la libertad de la prosa. Con el
ingenio
descubrió y reprodujo no pocas singularidades de la
naturaleza
humana; pero le faltó a veces
fuerza,
aun en la calidad que en más alto tenía. Cuando quiso
copiar
a Tartuffe
en
su
Mojigata,
poniendo asimismo la vista en la Doña Clara de
Guárdate del agua mansa,
no solo se quedó
atrás
del mayor
modelo,
sino que no llegó a entenderle, según las apariencias, y le copió en una u otra
cosa,
y no en el total, como quien retratando saca bien una o dos facciones y yerra el conjunto, no acertando con la semejanza. Tartuffe es un malvado profundo que ni un punto se olvida de su hipocresía; doña Clara tiene no pocos golpes de tonta, a pesar de que en maldad es extremada.
He dicho, señores, que, en calidad aun de
poeta
conciso, tenía Moratín poca
imaginación.
Esto se ve en la
pobreza
de sus nudos y desenlaces, en la casi ninguna
novedad
de sus caracteres y más, si cabe, en haber pintado menos bien aquellos que solo se adivinan con la fuerza de la fantasía. De la
pobreza
de las tramas de nuestro
célebre
cómico
moderno, sus piezas todas, con ser pocas, dan claro
testimonio.
La
Mojigata
está bien desenlazada, por estar bien preparado el desenlace y salir de la acción misma, pero aquí se ve la falta de
modernidad:
los
caracteres
de los hermanos son
sacados
de
Molière.
Este, es cierto, también los había tomado de
Terencio
en sus
Aderphí
o
Los hermanos;
pero el
francés
mejoraba
lo que hacía suyo, y el español al
contrario.
El francés apenas copiaba
ajustadamente,
y el español sí. Los primeros versos de la
Mojigata
son
traducción
de los primeros de la
Escuela de los maridos.
Dice Molière:
Mon
frère s’il vous plait ne discourous point tant,
Et que chacan de nous vive comme il l’entend.
Y Moratín
traduce:
Mira,
hermano, si no quieres
que riñamos muy de veras,
no hablemos más del asunto:
Dejémoslo...
Pero esto valdría poco. Lo peor es ver aquí equivocado, por lo
debilitado,
un carácter, como lo está en
Doña Clara
el de
Tartuffe.
D. Martín es un
necio
ridículo en condenar las libertades que D. Luis aprueba, y estas libertades son impropias por lo escasas de una mujer como Doña Inés. Tratar esta con una niña de corta
edad,
siendo ya
casadera,
bailar con ella a la vihuela y salir el
padre
a dar una vuelta, forma todo ello una escena
pueril.
No
así
entre
Ariste
y
Sganarelle.
El primero lleva o aparenta llevar la indulgencia a términos que pueden dar cuidado, y la rabia del segundo, si excesiva o ridícula, tiene algo de fundada y por eso de
verosímil.
Et
chez vous irout les damoiseaux?
¿Y
piensas en dar entrada
en tu casa a los galanes?
Y cuenta que se trata de una
casada.
Y no para aquí, pues pregunta:
Qui
jouerout en donnerout cadeaux
¿Y
consentirás que jueguen,
y también que la regalen?
Y aun le dice que sí dejará
requebrar
a su mujer y que esta oiga los requiebros y, al oír que sí, rompe en la exclamación:
Allez
vous êtes un vieux fou,
y a su pupila:
Restrez
pous n’ouir pas ces
maximes infames.
Anda:
eres un viejo loco
y a ella
Éntrate en casa al instante,
No te pervierta el oír
Esas máximas infames.
Sabido
es que el nudo
de
la
Mojigata
está
compuesto
del de la
Escuela de los Maridos
y del de
Tartuffe,
y que el desenlace está sacado del
Avaro;
pero, ¡cuánta
diferencia
y cuánta ventaja hay en favor de
Molière,
hecho el cotejo, aun mirados ambos por la parte del
ingenio
y no de la imaginación, que en esto no aparece!
Solo
por unos pocos versos pueden hablar D. Martín de una estafa y D. Claudio de sus
amores,
creyendo que tratan del mismo negocio. Harpagon y Valerio
hallan,
o, para decirlo como se debe, el autor encuentra, semejanzas capaces de equivocar una cajita llena de dinero con una joven durante una conversación dilatada.
En cuanto a
individualizar,
Moratín
nada
hace. Es de
creer
que no sospechó que fuese necesario. Para él, era el
drama
una representación de abstracciones o el mero
remedo
de ciertos entes vulgares.
Molière
peca
algo
por este lado y peca por no haber concebido la necesidad de crear caracteres que no sean solamente avaros o hipócritas, porque un vicio o ridiculez no es el hombre todo; pero, con las prendas de su entendimiento
superior,
acierta a veces con la
individualidad,
no siendo parte de sus
doctrinas
buscarla. Harpagon, Tartuffe tienen algo más que ser avaro el uno o hipócrita el otro; son
hombres.
Sin embargo, es
fuerza
confesar que hasta el
gran
dramático
francés
se quedó
corto
en este punto. De su
imitador,
el español, no
hablemos.
Acaso Doña Mariquita en
El café
se
sale
de esta regla, pues, aunque en la pintura de la
sencillez,
aun llegada a simpleza, apareciendo harto más puesta en razón que el talento acompañado de pedantería, está
copiada
la idea del inimitable
modelo,
donde el buen escudero Sancho, con sus salidas, hijas de buen seso, ignorante y aun rudo, pone en relieve las locuras del descaminado talento de su
amo
y, asimismo, de las mujeres sabias o Marisabidillas de
Molière,
donde el bonachón ignorante Crisaldo y la tosca
criada
Martina, con cuatro al parecer majaderías, ponen en claro la ridiculez del mal guiado y no mejor usado saber, todavía Moratín dio a la imitación
novedad
bastante para hacerla suya.
Sin duda alguna, como he confesado o, diciéndolo como me debo, como he advertido con gusto, pues al cabo soy juez
deseoso
de dar fallos favorables, aun cuando por mi severidad aparezca contrario y hasta acusador; sin duda alguna, señores, otros caracteres de Moratín están bien
pintados,
pero aun así se nota en su uniformidad cuán poca
invención
había en la mente del poeta. D. Roque, Muñoz, la tía Mónica y Doña Irene son una persona
misma
en diversas situaciones. No hablaré de personajes menos bien pintados, cuales son sus amantes, todos ellos de helada
insulsez,
o sus personas de cierta esfera, cuya finura, pintada en sus modales, es la misma cortísima que se nota en la descripción de los entretenimientos de la familia de D. Martín y D. Luis en la
Mojigata.
Dije, señores, que tenía Moratín muy sano
juicio
y equivocado concepto en punto a lo que debe abarcar el
drama.
Lo primero, señores, se ve en que juzga con tino
superior,
con arreglo a los
principios
que adopta. Su
estilo,
su tono, en la
escuela
clásica que seguía, son verdaderamente clásicos, al modo de aquella escuela misma, esto es, conformes a la mejor época del gusto
latino
o del
francés
del siglo
XVII,
o del castellano en los autores del siglo
XVI
o principios del siglo XVII; de más
corrección
y severidad y, también, de elegancia en el adorno, en vez de serlo al
gusto
francés
contemporáneo
o de época recién
pasada.
Pero su concepto del
drama
no pasa de ser el de la observancia de las
reglas
de
Aristóteles
según están
comentadas
por los
franceses,
señaladamente por
Batteux
o, como lo fueron en
italiano
por Metastasio, y según estaban seguidas por los escritores más
escrupulosos
en arreglarse en la práctica a la
teórica
generalmente
reconocida
como la fe literaria verdadera. No pensaba así
Molière,
a quien por otro lado Moratín tenía en el más alto concepto. Sus fallos sobre doctrinas contenidos
en
la
Crítica de la escuela de las mujeres
y su práctica en todos sus dramas son
prueba
de haber habido en el insigne francés
atrevimientos
de que no pueden estar libres los ingenios
superiores.
Moratín, además, quiso hacer
españoles
sus dramas. Hasta blasonó de que había vestido la comedia de basquiña y mantilla, y no blasonó de ello sin suficiente
fundamento.
Pero los
dramas
de primera
clase,
así como todas las producciones del hombre de la misma esfera
superior,
no deben tanto su mérito al
vestido
cuanto a la persona, ni aun, en la persona, tanto a la regularidad cuanto al
alma,
que aun a la misma
irregularidad
a veces hermosea. Los principales
modelos
de belleza literaria lo son por el
vestido
y por el
desnudo,
y por adaptarse bien el primero al segundo, y lo son por sus formas y también por el espíritu que las anima y, en ello, la regularidad de las primeras, sin dejar de ser un gran mérito, no es el más
alto.
La
comedia
de Moratín era admirable con
basquiña
y mantilla; pero, como algunas mujeres, perdía casi todo su valor al quitarse el traje que con tanta gracia manejaba. Moratín
traducido
es poco más que
nada.
Moratín, aun leído en su original o visto representar, no pasa de ser un poeta
mediano
en el juicio de lectores u oyentes no
españoles.
Molière es poeta de todos los pueblos y lo será, como lo ha sido y sigue siendo, de todas las
edades.
Aquí, como en otras ocasiones, después de una, al parecer, tan áspera
censura,
no dudo, señores, que habrá quien en su interior diga, o en público ponga por
objeción
a mi juicio, que
mal
puede merecer la alabanza, que yo por otro lado no le
niego,
un poeta con tanto rigor tratado en la lección presente.
Señores, sin embargo, el valor de Moratín como autor español no es
corto.
Para tasarle póngasele en
cotejo
con autores de su misma
escuela
empeñados en lograr el fin que él se propuso y en la distancia del precio que habrá de quedar entre el uno y los otros. Se verá cómo un
ingenio,
sin ser de los de
primera
clase entre los del mundo, puede merecer, y con justicia, ocupar entre los de su patria un lugar muy
preferente.
No es
poco
en los caracteres que pintó haber sabido darles tal
semejanza,
tal viveza, tal frescura en los colores. No es pequeño acierto de quien maneja su
lengua
con extraordinaria
maestría,
así en la frase correcta como en los
idiotismos,
así en el lenguaje familiar como en el
elevado,
y la reproducción, en una obra hija del
trabajo,
del lenguaje de la conversación en su desaliñada soltura. No es poco tener
chistes
nuevos,
naturales, que durante largos
años
han estado
embelesando
a
auditorios
en los cuales se contaban gentes muy entendidas y las turbas populares, siendo el voto de las unas y de las otras respetable, tratándose de triunfos alcanzados en el teatro y en él por algún tiempo continuados. Lo repito: la superioridad
relativa
de Moratín es indudable; aún la absoluta no es poca en cierta esfera. Padece, sí, cuando, del cotejo con otros
autores
españoles y aun
extranjeros
de segundo
orden,
la
indiscreta
pasión
pasa a ponerle al lado de gigantes cuya vecindad deja desairada la que en estaturas ordinarias es
respetable
altura.
He hablado, señores, de Moratín como autor
dramático,
y habiendo de juzgarle como
lírico
tal vez pareceré más
severo.
Sin embargo, señores, para aquellos que consideran la
falta
de lunares como señal de la mayor perfección, las composiciones no dramáticas de Moratín deben parecer
modelos
admirables. Así,
traduciendo
a
Horacio
acierta con el
tono
de
original
cuanto cabe hacerlo en la lengua
castellana.
Así, en sus poesías originales se ve el gusto
clásico
latino en su
pureza,
en su majestad, en su elegancia no igual a la griega, pero su
émula
con diferentes calidades. Imposible parece negar en medio de esto que carece Moratín de
invención,
de fantasía, de pasión vehemente o intensa, y de
novedad
en la descripción, ya de los objetos naturales, ya de los afectos del alma en sus arrebatos osados o en sus conmociones violentas. Su
estilo,
de correcta
igualdad;
su dicción, constantemente castiza y ajustada a los
preceptos
de la gramática; su versificación, si no por lo común fluida o fácil, nunca escabrosa, nunca muy desmayada; no se elevan un punto de una decorosa
medianía.
Fácil es alabar el tono de Moratín, difícil citar, de una composición suya no dramática, un trozo de aquellos que
sobresalen
y quedan grabados en la memoria, un período poético semejante a los que
enamoran
en
Lope
de Vega, en Góngora y en otros autores
incorrectos,
o un verso que por la
valentía
de la imagen o de la expresión, o por excederse de los límites de la ordinaria belleza en el sonido, pueda ser citado con particular alabanza, o sea,
recordado
con más que común
deleite.
Son bellos los versos a la muerte de
Conde,
pero no pasan de expresar en buena versificación afectos que en su viveza corresponden a la mera
prosa.
Es graciosa la composición que empieza
¿Por
qué con falsa risa
me preguntáis amigos
el número de lustros que cumplí?
Pero se notará que el
mecanismo
del verso en esta pieza, más que otra cosa, es lo que la recomienda.
Las breves
sátiras
de Moratín, en mi
concepto,
son
superiores
en mérito a sus demás composiciones, sin contar sus
comedias.
Tenía el autor, en efecto,
vena
satírica, para lo cual lo necesario es no la imaginación ni la sensibilidad, sino el ingenio. Hasta la índole de su
estilo
y la clase de su versificación se avienen perfectamente con lo que en estos puntos pide la sátira. La del autor de quien trato,
premiada
por la Real
Academia
Española, y cuyo objeto es
ridiculizar
a los
malos
poetas, no es la
mejor
de las suyas, aunque tenga algunas y no leves perfecciones. Otras tienen muy
superior
nervio en los pensamientos y en la
expresión,
siendo lástima que no sean más extensas.
No
acertó
Moratín en los
epigramas,
aunque podría aparecer propio para señalarse en ellos su
ingenio.
Alguno de sus
sonetos,
como el escrito sobre la muerte de
Meléndez,
ha merecido
elogios
que más tienen del espíritu de
bandería
que de consideración a su valor
literario.
Basta, señores, de un poeta del cual
supondrán
mis admiradores que soy acérrimo contrario, porque al juzgarle ando parco en la aprobación y largo en la censura. Esto
sucede,
señores, cuando la admiración
excesiva
saca los objetos de quicio, pues quien intenta traerlos a su puesto
verdadero
tiene que aparecer maltratándolos, cuando los está meramente reduciendo a las debidas proporciones, aun cuando estas no sean
pequeñas.
No es solo con Moratín con quien seré
tachado
de severidad excesiva e injusta. Los
admiradores
de Meléndez me han
censurado
de lo mismo cuando he considerado a su
ídolo,
y ahora estos, que, por cierto, tal vez
aplaudirán
lo que acabo de decir de un
poeta
del cual no son devotos, volverán a oírme con escándalo y disgusto cuando, usando de mi acostumbrado rigor, voy a tratar de uno de los autores más
afamados
de su
escuela:
de D. Nicasio Álvarez de Cienfuegos.
No cabe, señores, desviarse más un escritor de otro que lo está el que he nombrado en este instante de aquel cuyos méritos he estado poco antes examinando. En efecto, ambos se proponen un fin enteramente diverso. Moratín, temiendo perderse por las alturas si daba demasiado vuelo a su
fantasía,
de fuerzas cortas en verdad, contenía sus ímpetus naturales
sujetándose
a
reglas
un tanto
equivocadas,
pero severas.
Cienfuegos,
tampoco dotado, según se figuran algunos, en mi sentir con notable yerro, de viva
imaginación,
esforzaba la que tenía, de lo cual venían a resultar vuelos
extravagantes
y desordenados. Ambos veneraban los
preceptos
de la
escuela
clásica, pero los entendían de diferente modo. Aquel,
empapado
en el espíritu romano y teniendo presente el de la
poesía
castellana
en
Garcilaso, en León, aun en los Argensolas, y el de la
Italia
en Tasso y hasta en Metastasio, y si acaso algo el de la
francesa,
el de la
edad
de Luis XIV, arreglaba su
práctica,
así como su teórica, a estos
modelos.
Estotro, sin dejar de conocer los clásicos de todos tiempos, era hijo de la
escuela
francesa del siglo XVIII, a cuyo
gusto
añadía
ciertas singularidades con que pensaba mejorarle y
españolizarle,
y de la
poesía
de su patria prefería a todos los un tanto
forzados
arrebatos de
Herrera
o el lenguaje peregrino del mismo autor, en que se
figuraban
poetizados pensamientos comunes
solo
porque se presentaban vestidos con una dicción no parecida a la de la prosa.
Cienfuegos, con todo,
no
era lo que no pocos
críticos
le suponen, esto es,
pésimo
poeta.
Malo era su
gusto,
forzada su
expresión,
sacada de quicio su
sensibilidad,
a punto de desaparecer lo que tenía de sincera; pero solía acertar con pensamientos
valientes
y aún con hermosas imágenes en medio de otros falsos o
pueriles
y de otras incoherentes y
monstruosas.
Estudiando a los
franceses
de su siglo, Cienfuegos había abrazado las
ideas
filosóficas, según declaran sus obras, con fe ardiente. La filosofía de aquella época, como es notorio, tenía poco de poética; pero aún de ella puede sacar buena poesía un hombre de pasiones de suma viveza e intensidad. La
duda
y la burla que hicieron de
Voltaire
un poeta de singular
mérito
en las composiciones
ligeras,
en época
posterior
hicieron de lord
Byron
uno de los primeros
poetas
del mundo de su clase y, ¡cosa extraña!, la vena misma de que
nació
Cándido o el optimismo,
obra
admirable
pero la más prosaica en su concepto y
estilo
entre cuantas ha producido el ingenio humano, es de la que
emanan
algunos de los buenos trozos
de
D. Juan
y otras obras del insigne par de la Gran Bretaña. El señor
Pococurante,
veneciano que tanto hace reír, es el viajero Childe Harold, y es (dejando aparte los remordimientos) el sublime Manfredo;
personajes
que llegan al alma del lector allí donde es la sensibilidad más viva.
Cienfuegos no tenía estas
dotes
y quería tenerlas, y era con todo dueño de algunas y las avaluó en valor
superior
al suyo propio, y queriendo dársele las
extremó,
de donde resulta su fogosidad, real y verdadera en pocas ocasiones, aparente en muchas, y casi en todas con trazas de
forzada.
En un escrito mío he comparado su expresión a los esfuerzos que para hablar hace un
mudo.
Esto nacía de que, siendo un tanto sensible para que en su ánimo hiciesen efecto ciertas ideas, no lo era lo bastante para apasionarse vivamente, y quería suplir con su
juicio
lo que a su ímpetu
natural
faltaba y, al declarar sus afectos, creyéndolos más vehementes de lo que en sí eran, lo hacía con
forzada
e irregular violencia en sus ímpetus y no con fuerza constante y de la que lo arrolla todo.
Lo que he apuntado constituye la falta mayor y continua del
estilo
de Cienfuegos. Aun en su dicción se nota, porque, conociendo bien su lengua, quiso usarla con más riqueza de la que tiene y, faltándole caudal, dio oro falso por
fino,
engañándose él mismo sobre el
valor
de lo que daba, como si se figurase alquimista y dotado de la ciencia falsa suficiente a transmutar en oro metales inferiores.
Cienfuegos ha tenido locos
apasionados,
aunque hoy
apenas
tenga quien le admire. Se prendaron mucho de él los de la moderna
escuela
sevillana, admiradores extremados y casi exclusivos de
Herrera.
Esto puede parecer singular, porque entre el
estilo
del famoso poeta andaluz
antiguo,
y aun el de sus
imitadores
en nuestros días, y el de
Cienfuegos,
hay poquísima semejanza, no bastando a constituirla que el uno, así como los otros, usen con frecuencia de
frases
y voces peregrinas,
cubriendo
a veces, o
creyendo
cubrir, con periodos
extraños
en construcción y sonido, pensamientos que no pasan de comunes, y figurándose que con vestirlos de semejantes galas los trasladan de la esfera de la prosa a la de la poesía. El
poeta
madrileño, aun
traduciendo
a
Horacio,
es del siglo
XVIII
y
francés;
los
Herreristas
son meros
remedadores
de las
formas
de un autor de edad mucho
antes
pasada.
En lo que sobresale Cienfuegos, y digo sobresale porque excede el nivel
común,
mezclando graves faltas con varias no menores perfecciones, es en las composiciones de carácter
medio,
como son las
epístolas.
La de un
amigo
en la muerte de su
hermano,
con mil
extravagancias
de pensamiento y de frase, con mil
afectaciones
monótonas de estilo y de dicción, tiene ideas e imágenes,
vivas
aquellas y profundas, y estotras bien concebidas y con igual acierto
expresadas,
con lo cual hermana cierta vehemencia e intensidad en la ternura de los afectos. Lástima es que, a veces, deslustrando lo menos a lo más, algunas muestras de
amaneramiento
que llegan a hacerse insufribles menoscaben el efecto de grandes primores. El
llora, llora, cesa, cesa,
y otras frecuentes repeticiones de vocablos y, especialmente, de verbos al terminar los versos son cosas en alto grado
enojosas,
y más por notarse que son hechas adrede,
creyendo
dar con ellas al estilo más energía.
La
Escuela del sepulcro
es una composición extravagante hasta en su
estilo,
y encierra, con todo, grandes
perfecciones,
bien que también
faltas
de las mayores del autor, aunque cabalmente en estos lunares viese
él,
y con él viesen algunos
apasionados
suyos, los principales primores de su obra.
No hablaré de la
Oda
en alabanza de un carpintero por su aspecto
político;
pero debo advertir que lo errado de su intención, mirada por este lado, le perjudica considerando la composición literariamente.
Goldsmith,
en su
Vicario de Wakefield,
con buenas aunque también con malas razones,
criticó
el verso de Pope que dice:
An
honest man’s the noblest work of God,
La
obra más noble de Dios es un hombre de bien,
llamando el pensamiento «un
bajo
abandono de la superioridad mental». Pero concediendo de la
honradez
de un buen
artesano
no ya que sea preferible al vicio de otro quien quiera, alto o bajo, sobre lo cual no cabe disputa, sino que deba tenerse en más estima que la misma calidad en personas de más alta esfera, todavía el pensamiento no
puede
acomodarse
bien a los vuelos de la imaginación en la alta poesía. De aquí es que en su composición se entrega Cienfuegos a
arrebatos
democráticos llenos de énfasis en vez de sentirse y mostrarse inspirado por pasión viva, hija de la consideración de algo grande o tierno.
Bien podía la
oda
a Bonaparte, respetando en medio de los estragos de la guerra la pobre aldea donde nació
Virgilio,
haber dado motivo a una composición de
mérito
eminente. Y no puede negarse que en esta obra de Cienfuegos el concepto general es bueno y que está en algunos pasajes bien
desempeñado.
Pero aquí, como en las demás poesías del mismo autor, se nota cómo se extravía al querer extremarse en la fogosidad y, así como cuando el fuego arrebata al poeta o al orador salen los pensamientos expresados con facilidad magnífica, así cuando sopla y se afana y procura convertir en llama lo que no es para tanto, la
expresión
forzada declara la violencia del trabajo mental de que nace. Sirva de
testimonio
la estrofa cuyos versos son:
Le
acomete...
Le vence, y un ejército enemigo
fue, y otro, y otros: vuela, es la victoria
y una campaña sola a un siglo entero
de heroísmo cargado,
gana la paz, la guerra esclavizando.
Aquí se nota el deseo de ser enérgico y rápido y, como para serlo, se emplean pensamientos rebuscados y
expresión
nada fácil. Las abstracciones forman metáforas, y el siglo cargado de heroísmo por una campaña no es de las
mejores,
y el pensamiento antitético del verso último descubre gran frialdad en el arrebato
aparente.
Véase, cuando el autor habla
inspirado,
cómo acierta a ser fácil y a producir una imagen bella a la par que
sencilla.
Hablando poco después del terror que infundía a sus enemigos el conquistador de Italia y de los estragos compañeros de sus victorias, dice:
Sola,
sin espanto
la pobre aldea de Maron le mira,
que el héroe la respeta.
Violo en su tumba y sonrió el poeta.
Muy
aplaudidas
fueron las dos
composiciones
tituladas el
Otoño
y la
Primavera,
donde cabalmente, a la par que con indudables y a veces altas perfecciones, se dan a notar las
extravagancias
del autor,
equivocadas
sin duda por él mismo, como lo
fueron
por críticos sus
admiradores,
con vuelos de la
poesía
ditirámbica.
Allí aparece, como un borracho furibundo, invocando a los
dioses
paganos, un hombre de la sociedad
moderna
y, según
fama,
de morigeradas costumbres. Pero esta falta no es de Cienfuegos
puramente:
lo es de la poesía
artificial
que cultivaba, en que son por lo común fingidas las inspiraciones.
Cienfuegos
hizo
tragedias
también
celebradas
en retazos de
crítica
escritos
por sus
amigos,
pero no
aplaudidas
por el teatro. Quien conozca qué
calidades
ha de tener el buen poeta trágico ha de convenir en que las
contrarias
cabalmente eran las de Cienfuegos, aun en los momentos en que era verdadero y buen poeta. La
razón
porque Alfieri primero y lord Byron casi en nuestros
días
fracasaron en sus
dramas,
si bien el primero elevándose a mucha
altura,
de suerte que solo puede decirse que fracasó por no haber conseguido la
perfección
a que aspiraba y a que creyó haber
llegado,
y el segundo en su
Manfredo
hizo un
admirable
monólogo, pues solo un personaje figura aunque varios hablen, y en su
Sardanápalo
dejó una tragedia buena, donde contrastan admirablemente dos caracteres bien
pintados;
la
razón
misma, digo, es causa de que Cienfuegos, menos
flexible
que otro autor alguno, hable
siempre
por boca de sus personajes, y hable como componía y no como sentía o se expresaba
naturalmente.
No aspiró tampoco a la
individualidad
de los caracteres, que ni aun como mera personificación de una calidad mental son dignos de nota. Han
celebrado
su personaje de Rodrigo en la
Condesa de Castilla,
y ciertamente son de aplaudir los nobles
pensamientos
que el autor pone en su boca, donde se descubre cuán honrada y
noblemente
pensaba el poeta; pero no pasan de trivialidades, aunque dignas de alabanza, sus máximas o sus
acciones.
Séame
lícito,
señores, ya que con dolor he tachado en Cienfuegos la falta de
escritor,
hacer
justicia
cumplida a las prendas del
hombre.
Eran estas altas en sentir de cuantos le
conocieron,
a muchos de los cuales he tratado. No obstante ser admirador de la
revolución
de
Francia
y del varón incomparable que, a un tiempo que le puso fin en lo que tenía de desmandada, la continuó, si bien algo en parte la contradijo en lo que tenía de provechosa y la convirtió en su propia utilidad y gloria y en dar extensión, robustez y lustre al poder francés, cuando vio a su ídolo
Bonaparte
convertido en
usurpador
del trono y contrario de la independencia y mancillador de la
honra
de España, lejos de doblarse a rendirle cultos, se le mostró fiero adversario y no desmintió su
entereza
en
padecimientos
que le acarrearon primero un grave peligro, después un destierro y a la postre la pérdida de la vida, si no en suplicio, con martirio a que mal podían resistir un cuerpo débil y un ánimo agitado. Sí, señores, Cienfuegos, por su carácter más todavía que por sus escritos, merece ser citado como una de las
glorias
de nuestra España.
Mientras un
poeta
de la
secta
filosófica así
innovaba
en la poesía española, otro de clase muy diferente, encaminado a muy diverso fin, mezclaba algo de nuestros rimadores antiguos con lo que
llaman
poesía de sociedad los extranjeros y, dotado de agudísimo
ingenio
y de fácil vena, con escasa
instrucción,
sin ternura, sin viveza de fantasía, poco
atento
a la naturaleza externa y mucho al trato de las gentes, conociendo de la condición humana más lo externo que lo interno, más lo somero que lo profundo, como hábil
satírico
y en la clase de poesía
amatoria
en que la pasión no pasa de galanteo se señalaba y cogía
aplausos,
particularmente de las
mujeres
y de la gente poco instruida, sin que por esto los
doctos
e imparciales le negasen
mérito,
y en su clase del sobresaliente. Hablo, señores, de D. Juan Bautista
Arriaza.
En él se veían todas las calidades externas que despreciaban y no podían tener los
discípulos
de
Meléndez,
apartados en este punto de su maestro. Arriaza no hacía casi versos sueltos, componía sonetos y hasta décimas, y componía de repente: era
destrísimo
en acertar con los consonantes. En suma, tenía las dotes de
coplero,
usando la palabra en su buen sentido, pues también le tiene, siendo la falta
mayor
en los autores al modo de
Cienfuegos
desviarse
demasiado del estilo y tono usados por aquellos cuyos versos pueden ser calificados de
coplas.
En la clase de poetas de que hablo, predomina el
ingenio
y, si hay imaginación, no se emplea en volar alto, porque a ello no aspira, mirando como locura remontarse a las regiones más
elevadas
a que es dado llegar a la mente del hombre. Atienden sobremanera al
mecanismo
de la versificación, que no debe descuidarse, que no descuidan los poetas legítimos y
superiores,
pero que en estos últimos es como un accesorio forzoso y natural, al paso que parece la parte principal entre los primeros. Conócese en su manera que reciben
aplausos
y de quiénes los reciben, es decir, no de los
literatos
un tanto
pedantes
y solo apasionados de cierta poesía
artificial,
ni de los
filósofos
para quienes la poesía es un conjunto de
máximas
al gusto de su
escuela,
ni de ciertas personas dotadas de una
sensibilidad,
ya tosca y fuerte, ya delicada, la cual les sirve de criterio, sino del vulgo, tomando por esta palabra el vulgo de lectores y oyentes de versos, diferente del no educado y solo semejante a él porque de la república literaria forma la parte más numerosa. Lo poco que saben y los principios críticos que descubren profesar declaran tener por
modelos
a los poetas más
elegantes
y artificiosos que
sublimes
o
espontáneos.
Así Arriaza, de quien hablamos, queriendo en una
epístola
recordar la historia del buen
gusto,
apenas
mienta a
Grecia
como país donde reinó, y supone que en Roma
floreció
con
Virgilio
y con Homero,
y que, muerto después,
resucitó
cuando
Petrarca suspiró a su Leurra,
no tomando en
cuenta
a Dante ni en Petrarca al autor que llamaba a Italia a nueva vida
política,
sino al compositor de sonetos, bellos, sí, pero llenos de metafísica
amorosa.
Con todo esto, como el
ingenio,
siendo vivo y agudo, hasta acierta a remedar a la imaginación y a la pasión, Arriaza, que en lo
ingenioso
de pocos es excedido o aun igualado, merece un lugar
distinguido
en la poesía
moderna
castellana. En los
juguetes
poéticos, ahora sean
galantes,
ahora
satíricos,
pocos,
si acaso alguno, le han
aventajado
en
nuestros
días, y tampoco puede decirse ni antes ni después que le igualan.
Como
poeta de esta clase sobresalía en los sonetos, dándoles el giro epigramático que tan bien se les adecua, aunque en
ninguno
dio el vuelo a su
fantasía
como tal cual de nuestros poetas
antiguos,
ni redondeó el periodo poético, hermanando la
valentía
de la imagen con la de la expresión, como ha hecho después tal cual entre nuestros
contemporáneos.
Arriaza tuvo el buen juicio de no aspirar a distinguirse en la poesía dramática. En cambio de esto, fue el
azote
de los compositores o
traductores
de
dramas
aplaudidos
en sus
días,
censuras en que a veces fue
cruel
mucho más de lo debido, pero nunca
enteramente
injusto.
Parece, señores, que, al hablar de
esta
época
literaria, más que de la literatura castellana trato especialmente de la
poesía;
pero en balde busco obra alguna en
prosa
de bastante
importancia
dada a
luz
en los días a que me estoy refiriendo. Vivían autores de los que antes he citado, pero
callaban
o solo se empleaban en trabajos cortos que no
merecen
especial noticia.
Así, cuando tengo que pasar de la capital de España a una ciudad de provincia, donde apareció una
escuela
de literatos de nota y
mérito,
también me veo precisado a hablar solo de los
versos
y no de la
prosa
de estos escritores, siendo de notar que algunos de ellos, muy
señalados
después llevando la pluma en composiciones no poéticas, en los primeros fue donde se dieron a
conocer
y siguieron durante algunos años con cierta
nombradía.
En estos literatos o poetas había la
semejanza
inherente a los que se forman en una misma
escuela,
en una ciudad, aunque no corta de población, falta del bullicio de una capital de un estado, y donde hay un solo
gremio
escogido que se dedique al cultivo del entendimiento; gremio en que forzosamente han de estar comprendidos los jueces y los autores de las obras sometidas a juicio. Fundó esta escuela Forner, pasando a ser
fiscal
de la audiencia de Sevilla; hombre sin duda
instruido
y de no mal
gusto
literario, aunque tampoco dueño de las doctrinas de una crítica elevada y filosófica.
Venerábanle
los
discípulos
con fino afecto, llamándole
Norferio,
con arreglo a la máxima de crear nombres, apellidados poéticos, en lugar de los verdaderos y comunes. Llenos los sevillanos de
patriotismo
provincial, diéronse al culto de
Herrera,
Arquijo y Rioja sobre el de todos los poetas castellanos. Pero, como eran hombres de su
siglo,
y por otra parte tenían en no poca estima a
Meléndez,
mezclaron
el estilo de la
moderna
escuela de Salamanca con el remedo de la antigua de Sevilla. De todo ello resultó una poesía en grado sumo
artificial,
de aquella en que, según Mr.
Villemain,
hablando del lírico francés Juan Bautista Rousseau, tan
semejante
a muchos españoles, siendo «la imitación un estudio de dicción y de
estilo
hecho en
modelos
de autores de nuestra misma lengua, no produce, sea el que fuere el arte del escritor, más que una perfección
aparente»;
de aquella en que, según el mismo crítico insigne tratando de Voltaire, poeta
forzado
en casi todas sus obras, salvo en las efusiones de su epicureísmo ingenioso, relucen
epopeyas
como la
Henriada,
hechas fríamente, y como las elegías de quien no está enamorado, con el objeto de imitar lo antiguo o de copiar de
ajena
inspiración la que el autor no siente.
Los poetas sevillanos,
adorando
a Herrera, le
siguieron
en hacer un lenguaje poético muy diferente del de la prosa. No seré yo, señores, quien
condene
enteramente esta idea; pero sí diré que, si en ella hay algo bueno, también lleva a grandísimos
errores.
El prosaísmo de D. Tomás de
Iriarte,
que con tanta razón
disgustaba,
no solo nace de ser su expresión la de la prosa
elegante
y correcta, sino de ser sus pensamientos fríos y
triviales.
Si en su
égloga
sobre la vida campestre, compuesta en
competencia
de la de Meléndez, da
risa
oír a un interlocutor
expresarse
como sigue:
Aunque
ese a la verdad es mi proyecto,
tan pronto no podré llevarle a efecto,
no debe creerse que es la dicción puramente lo que hace estos versos tan humildes, pues cuando dice
León
El
pecho sacó fuera
el río, y le habló desta manera:
prosaicas y comunes son las palabras, y no lo es por eso el
estilo.
Al revés, con frase
insólita
suele creerse haber ennoblecido un pensamiento común cuando no se ha hecho más que
disfrazarle.
Sin embargo, los
poetas
sevillanos de que voy tratando no carecían de mérito en su clase, si bien le tenían diferente en grado y calidad, manifestándose aquí la relativa disposición
natural
de cada uno de ellos, la cual asomaba por entre la
semejanza
que entre todos habían por serles común el
origen
y la
educación
literaria.
Entre estos
poetas
se distinguían
particularmente
Roldán, Blanco, Arjona, Reinoso y D. Alberto Lista, único de ellos que hoy vive. El primero, buscando más que otros la
sublimidad,
solo acertaba a poner imágenes comunes en lenguaje
oscuro,
siendo una
medianía
de aquellas en que los
aficionados
a la especie de poesía a que el autor corresponde encuentran casi
superioridad
verdadera, cuando los de diferente gusto no pueden colocarla entre lo
realmente
despreciable. Blanco, tirando menos a elevarse, correspondía a una clase fría del mismo género
mediano,
no descubriendo en sus
versos
las altas dotes porque después se señaló como
excelente
escritor en prosa. Más fácil y con más fuerza también, Arjona, en un tono severo y
sentencioso,
dejó composiciones de más mérito, en que luce el
ingenio,
pero más profundo que agudo, si bien no se nota viveza en la fantasía. Reinoso, más
artificial
que todos si cabe, acredita aún en sus composiciones poéticas ser hombre de gran
ciencia;
pero tan desnudo de
espontaneidad
y de
novedad
que, aun admirando algo en él, se hace forzoso admirar el visible trabajo con que está compuesta su obra, no de otra manera que se admira un
embutido
hecho con perfección notable. A todos
supera
Lista en lo
fácil,
de suerte que descubre en su composición bastantes dotes de poeta, pero no cuando se quiere elevar, pues entonces es forzado y
violento,
sino en un tono
medio,
donde manifiesta un tanto de pasión, y una mediana dosis de imaginación, aunque no de las más vivas la una o la otra, juntamente con la prenda inferior, pero todavía recomendable, de una versificación en general fluida y de una expresión
natural
y no falta, así como no lo es de espontaneidad, de riqueza.
Hacia fines del
siglo,
dos obras
críticas
fueron, a modo de manifiestos en que expusieron sus
doctrinas
y conducta, y en cierto modo se declararon uno a otro
guerra,
dos bandos en que se dividió la moderna literatura castellana. Salió a
luz
una
traducción
de los principios de literatura del
francés
Batteux. Este autor, después de dar una edición en dos tomos de las cuatro
poéticas
de
Aristóteles,
Horacio, Vida y Boileau, había escrito su larga obra, sentándola en los
principios
del escritor griego. Sin
faltar
a la veneración debida a un gran modelo, uno de los más prodigiosos entre cuantos nos presentan todas las
edades,
hay en su teórica de declarar la poesía arte
imitativa
mucho
contestable,
y el moderno escritor francés que abrazó y explanó la misma idea no la
mejoró
ciertamente.
Al propio tiempo, aparecieron
traducidas
en nuestra
lengua
las
lecciones
de retórica y letras humanas del
escocés
Hugo Blair. Sin
comparar
con un prodigio como es Aristóteles al
crítico
al cual acabo de nombrar, cuya fama, alta un
tiempo,
está hoy muy
menoscabada
en la Gran Bretaña, paréceme justo colocar las lecciones a que me refiero muy
sobre
la obra de Batteux, notándose en ella consideraciones harto más filosóficas y ya con algo de lo que en lenguaje modernísimo se dice trascendentales.
Pero la guerra a que antes aludí no
era
tanto sobre el mérito respectivo de la una u otra de estas dos obras, sino sobre juicios a ellas anejos en las versiones
castellanas
relativos a la literatura de nuestra patria, así en los tiempos
modernos
como en los
antiguos.
Ambas
traducciones
estaban
mal
hechas, pero mucho peor la de Batteux, donde eran
escandalosos
los
galicismos
y solía estar mal entendido el texto al punto de haberse traducido
le ramage des oiseaux,
el trinar de los pájaros, por el ruido que hacen los pájaros en las ramas de los árboles. Menos torpe en general, el traductor de Blair también incurrió en el yerro de no saber qué voces castellanas correspondían a las de su original, por lo cual tradujo con la voz
tensos
la inglesa
tenses,
que quiere decir
los tiempos de los verbos,
y explicó con mucha gravedad su
desatino
diciendo que
tenses
no eran los tiempos de pretérito, presente y futuro, sino sus subdivisiones. Esto, sin embargo, dio motivo a que los contrarios del uno y otro traductor encontrasen donde
censurarlos,
aunque con acrimonia, con
justicia.
Pero, en los
apéndices
a ambas
versiones,
que trataban de nuestros autores, el
partido
de Moratín y el de Meléndez y Cienfuegos trabaron entre sí cruda guerra. El
traductor
de Batteux siguió la bandera del primero, siendo fama que le ayudó Estala, grande
amigo
del
poeta
cómico. El traductor de Blair se declaró por los segundos, sabiéndose que tuvo por sustentadores de su causa a varios literatos de la escuela misma. Aquel
colmó
de elogios a los
poetas
antiguos
castellanos; estotro solo los alabó con grandes
restricciones
y dio a los
modernos
por superiores. El primero puso en las
nubes
a los Argensolas, poetas
fríos;
el segundo dijo de estos dos escritores, de gran
mérito
a pesar de sus imperfecciones, que no habían
sabido
escribir en prosa ni en verso. El traductor de Batteux anduvo muy
parco
en alabar a Meléndez; el de Blair declaró que en sus obras y en las de otros modernos debían buscarse los mejores
modelos
del estilo y de la versificación en la lengua castellana. El citado en primer lugar era un crítico elogiador de
los
clásicos;
el segundo tenía por clásicos a los autores del siglo
XVIII
particularmente y a sus
admiradores
y
copiantes
en España. Por allí venía a enlazarse hasta con la
política
la disputa: los apasionados a todo lo antiguo eran los fieles servidores de la Corte tal cual era; los que daban la preferencia a lo moderno habían abrazado en todo la causa de las innovaciones.
Así
acabó,
señores, para España el siglo
XVIII
y, hasta entrado el
siguiente,
poco pudo alterarse su estado en punto a literatura.
De la
europea,
señores, hemos visto que, en el
siglo
que ha ocupado nuestra atención,
floreció
cuando más y dio muchos de sus más admirables
frutos.
Y, sin embargo, señores, si el
gusto
literario se considera aparte de los demás adelantamientos del linaje humano, si la belleza sencilla y pura de las formas y el adaptarse bien a ellas los pensamientos también grandes y sin fausto, y el ser los afectos vehementes e intensos son calidades que constituyen el valor literario más subido, el siglo XVIII no es el
primero,
y ni en parte alguna del mundo, ni siquiera en la misma Francia, tan rica en grandes ingenios y obras
eminentes
durante este mismo periodo, se puede citar como aquel donde se encuentran los más perfectos
modelos
de composición literaria. Estos hay que buscarlos en Francia en el siglo
XVII,
reinando
Luis XIV; en Italia, en parte del mismo siglo y, sobre todo, en el
XVI;
en España, al acabar este y comenzar aquel; y en Inglaterra, donde clásico significa otra cosa, en la
irregularidad
de Shakespeare y Ben Johnson y otros, reinando Isabel, o en la
regularidad
de Milton al comenzar el reinado de Carlos II, todo ello mucho
antes
del año de 1700, si bien es verdad que, en este último país, el siglo de que hemos tratado, hacia su fin, vio
florecer
en el suelo británico
grandes
poetas, cabalmente por haber
allí
lo que en otras partes faltaba al mismo tiempo, esto es, fe en lugar de análisis y duda.
Y no se entienda, señores, que culpo
yo
el análisis ni aun la duda contenida en los límites debidos; pero sucede que padezca
detrimento
la
belleza
literaria de lo mismo que es progreso para el
entendimiento
humano. Al adelantamiento
moral
de nuestra naturaleza debemos
caminar;
pero entiéndase que no se alcanzan ciertos bienes sin pagar por ellos un precio a veces no poco crecido.
Al revés, la
crítica
floreció
en el siglo
XVIII
porque la crítica es hija de la filosofía y porque viene tras de las obras
grandes
después que estas han sido bien consideradas.
La
crítica
de
nuestros
días no es enteramente la del siglo de que hemos
tratado
y, en mi
entender,
le es superior, porque ha tomado el
carácter
de
trascendental
y porque abraza muchas consideraciones, cuando la anterior se ceñía por lo común a la de las
formas.
Sin embargo, la novísima suele pecar de
fantástica
y vaga por lo mismo que no tiene medida fija a que sujetar lo que va tasando.
El siglo
XVIII
destruyó
mucho, fundó poco, aunque
algo;
varió casi todo. Al
XIX
está reservado el carácter de
reedificador
y de clasificador de las mudanzas hechas en el antecedente. Tal cual este es, merece en grado altísimo nuestro
respeto,
aunque de sus obras
desaprobemos
alguna y quizá no pequeña parte. La inferioridad que puesto en cotejo con otros tiene lo es en pocos puntos y está
compensada
con grandísimas ventajas en otros, de suerte que, bien mirado, en valor puramente literario le cabe el lugar
segundo,
y, en cuanto a contribuir al
adelantamiento
del linaje humano, ningún otro se le puede
comparar,
siendo hasta en lo que
erró,
y hasta en los males que revueltos con bienes trajo, digno de la consideración más atenta y asimismo más reverente.
FIN.