Hábilmente descritos los rasgos característicos de la vida de esta
heroína
por eminentes
escritores
que se han complacido a porfía narrando sus hechos en prodigar los dotes de su
talento
y la profundidad de sus
conocimientos,
enojosa tarea es seguirles con felicidad en senda de tanta gloria; sin embargo, es fuerza consagrarla algunas páginas de
admiración
aunque el desaliño reine en ellas, fuerza es aun cuando no más sea enunciar simplemente su valor, su constancia, su
genio,
bellas e inimitables cualidades que la colocan en la
primera
línea de las
mujeres
celebres y entre los mejores sabios del orbe literario. Sus santas virtudes son ensalzadas en todo el mundo cristiano, y sus
escritos,
traducidos
a todos los idiomas e
impresos
en casi toda Europa, son citados como un modelo de
perfección.
El nombre de santa Teresa se repite en los lugares más
apartados.
Castilla la Vieja tiene el honor de ser su patria. Nació en Ávila, ciudad antiquísima, llena de recuerdos feudales, el 12 de marzo de 1515, de
Alonso
Cepeda y Beatriz de Ahumada, pertenecientes a una familia de las más
ilustres
y mejor consideradas, los cuales se apresuraron a darla una
educación
esmerada y religiosa que no obtuvo por el pronto los prósperos resultados que ellos se prometían; pues, dejándola en libertad de leer toda clase de
libros,
la lectura de alguno de ellos, como ordinariamente acontece, inculcó en su corazón ideas sobrado mundanas y nada conducentes a conservar la virtud, dando entrada a la
vanidad
y al lujo, y su
padre,
que pudo advertir estos arranques, la puso a
pensión
en el Monasterio de san Agustín de Ávila.
Necesariamente los primeros días el claustro debió parecerle sombrío; allí no disfrutaba de las libres
conversaciones
del siglo ni había más libros que de religión, la más severa; en las
relaciones
de su vida cuenta los disgustos que tuvo antes de resignarse, disgustos que, en vez de ir aumentándose, según acontece son muchas
jóvenes
a las que sus familias, por sórdidas ideas de ambición o con objeto de contrariar una pasión amorosa, encierran en un convento para que le maldigan y se acarreen su condenación, se aplacaron al poco tiempo con la meditación y el silencio. Era casi una niña en edad, pero mujer en el entendimiento, y los goces
intelectuales
la complacían en tan apartado recinto de tal modo, que llegó a decidirse por abrazar la vida
monástica,
prefiriendo al convento de S. Agustín el de la Encarnación de Carmelitas, donde tenía una de sus mayores
amigas,
entrando en él en 1535 y tomando el hábito en el de 1536, a la
edad
de 21 años y medio, tras de uno de noviciado, durante el cual cumplió sus deberes con tal
exactitud,
sumisión y obediencia, que las
religiosas
votaron unánimemente para que profesara antes del tiempo que las reglas marcaban, pareciéndoles recibían un grande
honor
con que el convento poseyera hermana de tal valía.
Antes debía, a pesar de ello, pasar por toda clase de pruebas a fin de que su santidad y su fortaleza apareciesen más
brillantes,
y, si en su niñez los
libros
procuraron
descarriarla
del rebaño del Señor, ahora, que brillaba con todos los encantos de la
juventud,
estuvo a pique de ser arrastrada por el mentido atavío de las seducciones; pues, atacada repentinamente de un mal de corazón violento que fue degenerando en una enfermedad tenaz y prolongada, su
padre,
que la amaba entrañablemente, quiso hacerla mudar de aires y que tomase los remedios de una mujer muy hábil que había en Beadas. Fuele muy grata la variación de atmósfera y los solícitos cuidados de su familia, pero al recobrar su salud el siglo había echado
hondas
raíces en su alma, las frecuentes visitas de apuestos caballeros
borraron
su afición a las austeridades y, en vez de orar y entregarse a los deberes religiosos, dio cabida a variados regocijos y a frecuentes bailes, en que las lisonjas y los lances amorosos se sucedían sin
interrupción.
De repente, de en medio de estos placeres que con tal magia la enredaban en un círculo criminal y deslumbrador, una secreta voz grita a su conciencia no es aquella la vida que da felicidad, no son aquellas dichas duraderas y fuertes; bajo el ligero velo que ostenta primorosas flores se ocultan las espinas más crueles, que presentarán sus aguzadas puntas no bien se haya aspirado el perfume de aquellas. Brota un pensamiento de su imaginación, y, hollando cuantas pompas la habían fascinado, corre presurosa al
convento
y concibe la reforma de su
orden
movida por los males que los sectarios de Lutero y Calvino causaban en Alemania y Francia con la profanación de los altares y la ruina de los templos.
Ardua en sumo grado era la empresa. A más de no contar con recursos pecuniarios, se esperaba una oposición terrible por parte de los conventos que, habituados a su vicio, abusos y costumbres inveteradas de muchos siglos, ni podían apetecer una regla más estrecha ni una austeridad más limitada; el primitivo instituto había desaparecido para dar cabida a una multitud de goces y comodidades, que en los sitios donde no se guardaba clausura era un verdadero lugar de delicias que insultaba la miseria y el dolor. Teresa no se arredró por nada. Una vez concebido el pensamiento, procuró llevarlo a cabo como pudiera, consultó con algunas virtuosas
doncellas
de su monasterio, que le aprobaron, y entre ellas una
sobrina
suya, pensionista, ofreció mil ducados para comprar una casa donde se edificase el primer convento; otra señora, llamada Guiomar de Villoa, persuadida por sus palabras, prometió contribuir a tan santa obra, y en su consecuencia dio principio a llevar a cabo su obra; mas, no bien se supo en la ciudad que la Santa intentaba establecer un convento de carmelitas descalzas sin fondo ni rentas, una horrorosa
borrasca
se alzó contra la autora de tal proyecto. Las religiosas de sus conventos fueron sus mayores enemigos, y públicamente se decía que la mayor gracia que se la podía hacer era encerrarla en una prisión, como
perturbadora
del sosiego público y de la orden religiosa. El provincial que la había ofrecido solemnemente su apoyo para el establecimiento retiró su palabra, protestando que los fondos reunidos para la empresa eran muy cortos y no podían con decoro atender ni sufragar las necesidades de una comunidad.
La persecución y las contrariedades han acompañado siempre a los
fundadores
de toda sociedad, ora sea política, religiosa, artista; cualquier innovación, por útil y conveniente que fuera, ha tenido y tendrá sus
detractores,
porque hay muchos que a la sombra de los vicios que se trata de estirpar viven y medran, y eso de perder el teatro de su holgazanería o malas mañas les es sensible en sumo grado. ¡Con cuánto mayor motivo debía serles enojoso a las monjas la reforma de sus libres costumbres que la corrupción de los tiempos había introducido! No podían dejarse encerrar con paciencia, y lucharon cuanto pudieron. Cansada tarea sería seguir uno a uno los pasos de la Santa en esta
guerra
virtuosa, de la que salió
triunfante:
solo a una fuerza de espíritu tan grande como la suya, a una fe en lo santo de la empresa tan inmutable y a un talento tan privilegiado como el que le acompañaba pudieran serle dable conseguir la victoria. Hubo oposiciones en todas partes; unos sugerían a otros, y pueblo, frailes, monjas y obispos la
acusaban
de prevaricadora y delirante, que anhelaba truncar los siglos tratando de traer los de la primitiva sencillez cristiana; pero ella, serena e impasible, sin intimidarla amenazas e imposibles y sorda a las seducciones y a los halagos, siguió el camino de la reforma, sin detenerse un punto hasta llegar al puerto de sus deseos, que era verla asegurada y establecida, ya que no era posible floreciente, por la premura y brevedad del tiempo en que se habían establecido.
La Santa Sede la espidió un breve en 1562, tercero del pontificado de Pío IV, para la fundación del primer convento, y, habiendo formado las constituciones, fueron aprobadas en 11 de junio de 1562, componiéndose la comunidad de
trece
hijas solamente, no queriendo recibir hermanas conversas, a fin de que todas las religiosas se sirviesen recíprocamente. Las del Carmelo calzado aun intentaron una nueva
agresión,
pero fue la última; irritaron bajo oculta mano al pueblo contra la nueva fundación, diciéndole que, contando tan pocos medios, necesariamente debería vivir a costa suya; le hicieron correr amotinado a destruir el convento, y lo hubiera verificado a no impedirlo la autoridad y la celebración de una asamblea donde un religioso dominico pudo con su elocuencia calmar el furor del pueblo contra la reforma naciente.
Hasta aquí Teresa se había ocupado de las comunidades de
mujeres,
y no era fácil que se atreviese a hender el vuelo por otro espacio, cuando tantos disgustos y tales
contratiempos
había encontrado en las de estas; sobrada
gloria
era haber arreglado sus costumbres y encaminado sus acciones al logro de la bienaventuranza por medio de privaciones, y no entre goces de todos géneros, que hacían preferible la vida del claustro a la del siglo, sobrados lauros los adquiridos para esponerse en el logro de otros a las
persecuciones
y trabajos por que había pasado. ¿Y esto qué importaba a una
mujer
valerosa y fuerte, digna sucesora de las esforzadas heroínas de la Biblia? Gozaba con los imposibles y se complacía entre las contrariedades, si el vencimiento de estas había de redundar en pro de la fe cristiana, cuyo pendón había enarbolado con entusiasmo y
valentía;
así que, una vez vencidas las dificultades en la institución de mujeres, pasó a ocuparse de la de los hombres, cuyo instituto estaba más desorganizado aun que el de aquellas, y en donde los abusos se habían introducido en mayor escala. Solo la detenía la consideración de que la debilidad de una
mujer
no podría bastar para el éxito de tan grande obra; pero su
confesor,
Juan de la Cruz, so prestó a ayudarla, admirado de la osadía del proyecto, y deseoso de compartir las
adversidades
y borrascas que el egoísmo del hombre levantase contra ellos.
Con efecto, los escollos se presentaron al momento; Teresa no contaba con más recursos que su voluntad , ni más influencia que su persuasión; armas débiles a primera vista, y fuertes, acompañadas de una constancia que todo lo vencía, que todo lo arrostraba sin mostrar flaqueza, ora la
envidia
introdujera sus cien cabezas dañadoras, ya la preocupación opusiera su estúpida valla. Amparado su proyecto por el obispo de Ávila, logró por conducto de este que el general de los carmelitas aprobase su plan y la concediera permiso de fundar monasterios, venciendo la gran repugnancia que mostraba , y con este permiso y un donativo de una miserable casa de campo que la hizo un caballero, fundó el primero en el mes de setiembre de 1564, en Dorvella, bajo la dirección de S. Juan de la Cruz, que con sus virtudes y los consejos y advertencias de la santa aumentó el número de adeptos, y entonces conocieron las
persecuciones.
Los calzados habían creído que la empresa se derrumbaría por si sola, según las intrigas que en su nacimiento la habían opuesto, mas, al ver que ya se disponía la edificación de otros dos conventos, se declararon ostensiblemente y, tratando la reforma como una rebelión contra los superiores de la orden, le
acusaron
de fugitivo y apóstata; unos soldados lo prendieron, destruyeron la casa, y sin el crédito e influencia de Teresa hubiera perecido miserablemente en Toledo, a donde le trasladaron, sumiéndole en un calabozo, donde solo entrábala luz por un agujero de tres dedos; pero ni esta persecución ni las nuevas y porfiadas que le acarrearon, espulsándole vergonzosamente, privándole de todo empleo y desterrándole al convento más solitario para trasladarle a Indias, que le acarreó su muerte , pudieron destruir la obra que con tan escasos medios había fundado santa Teresa, cuya vida entera se ocupó en afianzarla, en dejarla ya del todo concluida y verla aprobada por su Santidad, que no pudo menos de
elogiar
sus constituciones en una carta autógrafa que la escribió, y eran elogios tan sinceros, que dio orden de que en Roma se fundasen conventos, y, aun cuando Felipe II mandó a su embajador en Roma oponerse al establecimiento, alegando que la reforma de santa Teresa no debía salir del reino, el Papa se empeñó en ello, conociendo su utilidad, y dispuso que los conventos no dependiesen de los religiosos españoles, sino de un cardenal que nombró, multiplicándose tanto, que hoy tienen diez y siete provincias en Francia, Italia, Alemania, Polonia, Flandes y Persia, en las cuales ha habido más de tres mil religiosos. En España ha habido seis provincias, estendiéndose hasta las Indias; de ellos, unos tienen quintas, y otros no poseen nada.
(Se continuará.)
Luis Cucalón y Escolano
II
En tanto que los anales eclesiásticos iban archivando hora por hora los beneficios que en pro de la religión hacía, y las cien trompas de su
fama
la proclamaban como a la reformadora más atrevida y feliz de todos los siglos, máxime en una época de tanta molicie y preponderancia para el clero, los anales literarios se enriquecían con las bellísimas producciones que trazaba su
pluma,
en medio de los graves cuidados que la abrumaban, sin un momento de reposo, falta de
libros
para consultar, y no pudiendo entregarse a la meditación que hiciera más acertada la
inspiradora
idea. Desde el
principio
sus escritos eran
admitidos
universalmente,
y en ellos se estrellaba toda la
oposición
que contra la reforma había; se copiaban fraudulentamente, se leían ávidamente, y todos aplaudían la elegancia de
estilo,
la
pureza
del lenguaje, lo
nuevo
de los pensamientos, lo sorprendente de las imágenes y lo atrevido y sublime de los periodos que nadie podía imitar. Los sabios
solicitaban
su
correspondencia,
los
escritores
quemaban incienso en aras de su sabiduría, el pueblo
veneraba
su
talento
con asombro, y los grandes contaban entre sus trofeos la
amistad
de la Santa y el poder de enseñar aun cuando no más fuesen dos renglones suyos, y era tanto más de admirar esta estimación y aprecio cuanto que en la misma época florecían
fray
Luis de León, fray Luis de Granada, Miguel de Cervantes, Juan de Mariana, Juan de Herrera, Rivadeneira, en una palabra, los más bellos florones de las letras españolas, que las remontan a una elevación majestuosa, desplegando cuanta riqueza ostenta nuestra lengua, y
admirando
al mundo con la fecundidad de su talento. Será preciso que pasen muchas generaciones antes que aparezca una tan brillante como la del siglo XVI para España, donde al lado de aquellos
escritores
descollaban guerreros cual D. Juan de Austria, el duque de Alba, el marqués de Santa Cruz y Alejandro Farnesio, y monarcas del temple de Carlos I y Felipe II.
Tanto el Papa Pablo V como fray Diego de Yepes, obispo de Tarazona, el de Ávila, el célebre teólogo del Concilio de Trento, Melchor Cano, y otros varones entendidos en religión y ciencias
encomiaron
a porfía sus
escritos,
no por adulación. ¿Qué podían esperar de una
mujer
los que poseían tantos honores y tan elevada posición, ciñendo uno de ellos la tiara de S. Pedro? Con solo extractar el examen de alguno estaba hecho el panegírico de sus escritos; le buscaremos, sin embargo, entre los literatos y no de los de mediana fama, sino del que acaso mereció el primer lugar en la
república
literaria y le merecerá en tanto se acate el buen gusto, y es fray Luis de León; he aquí cómo se expresa: “en las
escrituras
y libros sin duda quiso el Espíritu Santo que la
madre
Teresa fuese un ejemplo rarísimo, porque en la
alteza
de las cosas que trata,
excede
a muchos ingenios, y en la forma de decir y en la
pureza
y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las
palabras,
y en una elegancia desafectada que
deleita
en extremo; dudo que haya en nuestra lengua
escritora
que con ellos se iguale, y, así, siempre que los leo me
admiro
de nuevo, y en muchas partes de ello me parece que no es ingenio de hombre el que leo”.
El eminente autor de “La profecía del Tajo” no estuvo exagerado en este elogio: ábranse los
escritos
de Teresa al descuido, por donde supiera el acaso, y en todos se advertirá igual
mérito,
la misma perfección. Cerca de
trescientos
años han transcurrido desde entonces, y al indicar los
modelos
donde existe la
pureza
y
hermosura
de la lengua castellana se
cita
siempre su nombre con preferencia.
(Se concluirá)
III
Cinco fueron los
libros
que compuso principalmente y que son más
conocidos.
El primero trata del
Discurso
o relación de su
vida,
que concluyó en junio de 1562 y distribuyó en seguida en capítulos por mandato de su
confesor,
a fin de que el lector pudiera hacer una parada en cada uno de ellos y no se fatigará leyendo sin interrupción: en él se describen las tentaciones con que la acosó el demonio, la lucha que hubo de trabar con los placeres del mundo, los escollos que deben evitar las jóvenes incautas para no dejarse arrastrar del engañoso atavío de las pasiones, y
reglas
a fin de conservarse en el santo temor de
Dios.
El segundo comprende el
Camino de perfección,
escrito
para el
aprovechamiento
y cuidado de un monasterio de monjas en el mismo año de 1562, siendo
priora
del convento de S. José de Ávila, cuyo libro fue
impreso
aun por diligencia y solicitudes de D. Teotonio de Berganza, arzobispo de Évora, que, habiendo tenido ocasión de verle, no quiso permitir que las vírgenes reunidas en una sola casa al servicio del Señor participasen únicamente de él, sino que se extendiese por todas las demás, puesto que las santas máximas que contenía eran muy conducentes a mantener en la
virtud
a todas. El
tercero
es una recopilación y razonando diario de
Las fundaciones,
empezando por el que erigió en la villa de Medina del Campo, y concluyendo por el de Burgos, el cual dio principio hallándose en Salamanca en 1577, y su continuación se hacía a medida que los conventos se iban construyendo; este
libro
es sin disputa el mejor, aunque sujeto a muchas interrupciones y a la
variedad
de lenguaje por el tiempo que mediaba acaso de una página a otra:
encanta
la sencillez y la
claridad
con que enumera las vicisitudes, los sobresaltos de cada fundación, el gozo, la alegría de verla concluida, la cortedad de recursos con que se ha llevado a cabo, la saña de algunos preocupados, a quienes, en vez de condenar, compadece, advirtiéndose una unción
religiosa,
humilde y caritativa que enajena. El
cuarto
abraza un pensamiento
original
al par que
sublime,
en cuyo desempeño solamente
ella
podría salir airosa: es
El castillo interior o las moradas,
que empezó en Toledo en 1577, cuando solicitaba la libertad de
Juan
de la Cruz, que sufría en un calabozo el amor a la reforma, y concluyó en Ávila el mismo año. Las páginas de este libro son inimitables, la majestad en la dicción incomparable, el fondo de doctrina puede servir de tema al
teólogo
más aventajado, y tiene la ventaja de que pueden
comprenderlo
aun los más ignorantes, a pesar de hallarse escrito con tal
elevación,
que va ascendiendo gradualmente desde la primera morada en que se empieza a instruir el alma hasta dejarla en el quinto cielo en un estado de salvación y pureza. El
quinto
se titula
Conceptos de amor de
Dios,
y estaba basado sobre algunas
palabras
de los cantares de Salomón; decimos “estaba” porque hoy solo poseemos un
cuaderno
en que está contenido una parte de la obra, copiado por una
monja
amiga suya, que supo transmitirlo cuidadosamente, pues el confesor que entonces tenía la Santa, sea llevado por un ciego fanatismo o envidioso de que su confesada pudiera envolverlo y darle lecciones en todas materias, la ordenó que la
quemase
inmediatamente, so pena de negarla la absolución, fundándose para ello en unas palabras de S. Pablo que dicen: “callen las mujeres en la iglesia de Dios”, y, aun cuando ella le probó que estaba muy lejos de comentar el sentido de los cantares, sino que únicamente se proponía ponerlos por lema para girar sobre ellos dando
consejos
a
sus
monjas, no hubo remedio; la
quema
tuvo que hacerse en menoscabo de las letras, y gracias que pudo salvarse el mencionado cuaderno, por el cual se conoce el gran
mérito
que tendría esta obra, que, como escrita la
última,
aventajaba en filosofía a las demás.
Estos libros fueron
impresos
inmediatamente en todas
partes.
Salamanca tuvo la gloria de ser la primera en 1587, siguió Bruselas en 1610, Madrid en 1617 y en Ámbares; no siendo suficiente a satisfacer los pedidos la numerosa edición hecha en 1630, apenas eran pasados treinta años, y ya se hacía en 1661 otra, que, no bastando tampoco, fue preciso proceder a una tercera en 1673; Italia y Francia rindieron un tributo a la ansiedad con que eran buscadas sus
obras,
y en breve toda
Europa
tuvo producciones de la
Doctora de Ávila.
Felipe II mandó que los originales se trasladasen a la biblioteca del magnífico monasterio que había construido en el Escorial bajo la advocación de S. Lorenzo y en recuerdo de la memorable batalla de S. Quintín, y allí están guardados como uno de los mejores tesoros literarios.
Quisiéramos dar a conocer a nuestras bellas suscritoras algún trozo de estos cinco
libros,
pero renunciamos a ellos, porque su lectura las movería a
desear
continuarla, y quedarían pesarosas de no poder seguir, puesto que es imposible empezar un escrito de Teresa y resignarse a dejarle de la mano sin concluirle, tal es la magia y encantos que encierra, y, además, nos veríamos dudosos en elegir el mejor, siendo todos ellos tan
perfectos;
mas, deseando también mostrar cuál era su lenguaje, recurriremos a alguno de los fragmentos de sus
Cartas
familiares.
Allí es donde se advierte todo el
genio
que tenía; escritas sin pensar que pudiesen
publicarse;
sin creer que las viera otra persona que aquella a quien iban dirigidas, se resienten de un dulce
desaliño
y ligereza, que entre sus períodos deja entrever la
maestría
que la caracterizaba: cada pincelada de ellas descubre el fondo de su alma, sus pensamientos, su voluntad libre y desembarazamente. Veamos cómo se expresa en una carta a D. Alonso Velázquez su
confesor:
“El pastor para hacer bien su oficio se tiene de poner en el lugar más alto de donde pueda bien ver toda su manada y ver si la acometen las fieras, y este alto es el lugar de la oración… El hombre ha de estar firme en el puesto que Dios le tiene, que es el lugar de la oración, que, aunque las aves que son los demonios le piquen y molesten con las imaginaciones y pensamientos importunos y los desasosiegos que en aquella hora trae el demonio, llevándole el pensamiento y derramándole de una parte a otra, y tras el pensamiento se va el corazón, no es poco el fruto de la oración, sufrir estas molestias e importunidades con paciencia. Y esto es ofrecerse en holocausto, que es consumirse todo el sacrificio en el fuego de la tentación sin que de allí salga cosa de él. Porque el estar allí sin sacar nada no es tiempo perdido, sino de mucha ganancia, porque se trabaja sin interés y por sola gloria de Dios, que, aunque de presto le parece que trabaja en balde no es así, sino que acontece como a los hijos que trabajan en las haciendas de sus padres, que, aunque a la noche no lleven jornal, al fin del año lo llevan todo”.
Estas cartas familiares escritas a diferentes
personas
de todas categorías y condiciones reclamaban se hiciese de ellas una colección, pues, aun cuando muchas trataban de cosas privadas, las más contenían
preceptos
y sentencias
dignas
de la lectura universal. Habiendo tenido ocasión de leer varias de ellas D. Juan de Palafox, obispo de Osma, varón instruido e inteligente y movido del aprovechamiento que pudiera caber su lectura, puso notas para aclarar aquellos pasajes inteligibles solo a la persona a quien iban escritas, y las
publicó
en Zaragoza en 1658, siendo recibidas con tal
aceptación,
que procedieron a segunda edición, y verificándose otra en Madrid en 1663, en Bruselas en 1673 y en Barcelona en 1724, siendo lastimoso que tanto de estas cartas como de sus obras no se haga una en nuestros días que llene los deseos de las muchas personas que anhelan tener sus escritos, y no pueden conseguirlo por la total escasez de ejemplares que hay, encontrándose solo en las bibliotecas.
Llena de merecimientos y virtudes dio el alma al Criador de
edad
avanzada, en Alba de Liste, con general sentimiento y particular tristeza de sus queridas
hijas
carmelitas, tristeza que se cambió presto en alegría, pues, aun cuando la guadaña inexorable las privaba de los consejos y dirección de su amada madre, las deparaba el
venerarla
en los altares y verla proclamar patrona de las Españas. Triunfos merecidos y que no es capaz de ejecutar
mujer
alguna, si bien un suelo tan fecundo puede producir ejemplos iguales. Quizás ninguna haya reunido títulos más honoríficos y más brillantes:
santa,
fundadora y
escritora;
cualquiera de los tres basta para
inmortalizar
un nombre, cuando más teniéndolos reunidos con tal perfección y tal mérito. El nombre de Teresa es imposible que se
borre
jamás; si la revolución acaba por extinguir las comunidades monásticas, y la cualidad de fundadora se pierde con esta medida entre las sombras del olvido, aún será acatada como santa y escritora, y, si aun el febril desasosiego del siglo desquicia la fe cristiana y ahoga la religión, aún aparecerá rodeada de
gloria,
porque el
talento
nunca muere, y en la
republica
literaria sirven de modelo sus escritos. España debe envanecerse con ser patria de la Doctora de Ávila.