Don José Pellicer de Tovar a los curiosos.
Salen ya a la luz pública, después de casi tres años de embarazo, las deseadas
Obras
de Anastasio Pantaleón, si bien tan ajadas, que puedo yo decir de ellas lo que Adriano Beocio en sus
Apoforetas
del Palio de Tertuliano, que apenas le conociera si el cartaginés resucitara. Sobre tantos días como ha que las recató a común noticia mayor y soberana
censura,
salen en la
estampa
no las mismas que estaban en la memoria, pero
calificadas
estas a la luz severa de la justificación, más piadosa cuanto más rígida, cuya congruencia o superior atención mandó alterarles lo sospechoso o cancelarles lo demasiado. Murió lastimosamente aquel ingenio, malográndose en su ruina tropel mucho de erudición, copia excesiva de
dotrina.
Pudieran lamentar su pérdida no solo las musas
graves,
sino las
festivas,
porque perdieron en él un alumno de
excelentes
calidades. Pero la posteridad de los difuntos no consiste en las lágrimas que se derraman sobre su sepultura, que no apetecen este honor los generosos, conforme la enseñanza de Dion Pruseo. Los llantos son un sentimiento caduco, que tiene sus visos de conveniencia para que mitigue el dolor del pecho aquel tierno desahogo de los ojos. La memoria de los muertos sirve a las cenizas de lisonja porque es un padrón inmortal que aumenta en la consistencia los méritos del que muere. Que se gasta por el llanto el dolor afirma Séneca, y que las lágrimas son en todo linaje de pena ociosas aseguran Tácito, Petronio y Plutarco. Afectar todos la
posteridad
ya en los escritos de su pluma, ya en las acciones de su espada, o ya en las decorosas inscripciones de sus sepulcros fue opinión de Tertuliano y de Lactancio, pues ninguno anduvo tan necio por desconfiado o tan desatento por negligente, que obrase nada de balde, sin poner el cuidado en alguna utilidad o la intención en algún provecho. Los alaridos que da la historia, las voces que escuchamos de la tradición, los gritos del mármol y del jaspe, en silencios retóricos nos informan de lo peregrino de otros siglos. Y es de tan vehemente calidad esta especie de vida con la que se le trampea al tiempo la falta de aquella que perdió, que, a ser capaz de respiración o sentimiento el polvo frío, se alborozará en verse vivo en lenguas de los mortales. A esta luz miraba el cordobés estoico cuando recateó el llorar por Hércules, que se abrasó vivo, el gemir por Régulo, que murió clavado, y el suspirar por Catón, que falleció herido. Porque estos hallaron a costa de un instante de osadía toda una eternidad de fama. Doliose mucho España de la muerte de Anastasio, viéndole acabar en lo
mejor
de su vida entre tanta estimación como le adquirió su
pluma.
Y, al mirarle yo en la mitad de su
carrera
torcer a mejor camino, viéndole faltar tan mozo, le consideré hombre sujeto a las miserias intempestivas de la corrupción. Y, cuidando de su memoria, intenté erigir a su
fama
este honorario túmulo o cenotafio que adule, ya que no abrigue, sus cenizas. Que, si bien no ignoro que para los que viven el mayor siglo no es necesaria esta vanidad frágil de la opinión, estoy enterado que nos importa a los que asistimos este caduco que no se pierdan las noticias que nos animen para imitallos con
emulación
del nombre que alcanzan. Porque en juicio de san Basilio el Grande los hombres obramos según los ejemplos, y así es justo que con su noticia nos guíen o escarmienten, como enseñan Aristóteles, Cicerón, Teodosio, Justiniano, Casiodoro y san Gregorio el Magno. Considerando yo, pues, que las
Obras
de Anastasio habían de padecer mucha borrasca, ya del tiempo, que es el que desmorona las cosas, ya de las manos de los trasladadores, y, lo que peor es, en poder de muchos que ya han comenzado a apropiárselas
plagiariamente,
vendiéndolas por suyas, determiné hacer en el modo más digno que fuese posible este agasajo a la memoria del muerto, a imitación de Angelo Policiano, Nicolás Serático, Bernardo Michelocio, Antonio Geraldino y Martín de Ibarra, que ilustraron a Michael Verino, poeta español, haciéndole los unos comentarios a sus obras, y los otros epitafios a su sepulcro, sin que le fuese estorbo morir a los veinte años de su edad. Alentome el menor de los Plinios escribiendo a Capitón, donde enseña cuán loable empresa sea no permitir que muera la opinión del que merece que toda una eternidad se dedique a su nombre, por lo cual Jasón Mayno acusa por robador de lo ajeno al que oculta ajenas
alabanzas.
Junté, en fin, todos sus escritos que él me había comunicado en vida, más por satisfacer a mi amistad que por lograr en mí advertencias o enmiendas. Diome algunas don Juan de
Vidarte,
amigo tanto del muerto como lo testifican los poemas que le inscribe, y con razón, pues nadie es más digno de alabanza en todas las esferas. Otras me comunicó don Antonio de Aguiar, vicecancilller de las Indias, ingenio merecedor de cualquier elogio. Pero lo que más me ayudó fue un [manuscrito] que me fio la liberalidad del marqués de Velada, gran
protector
de Anastasio. Pero ¿de qué musas, de qué ingenios no lo fue siempre este esclarecido y erudito príncipe? Fuelo en particular de este
poeta,
experimentándolo en grados y beneficios, hasta darle de
pensión
eclesiástica docientos ducados cada año. Las demás copias que alcancé estaban tan adúlteras, que me aconteció con ellas lo que Cicerón escribe a Quinto, su hermano, o lo que de Valerio Probo refiere Suetonio. Hallé, en efecto, sus obras con necesidad de mucha esponja, y así
cercené
algunas inútiles para la opinión del poeta, otras poco decentes para la publicidad de la
estampa
y otras sensibles para algunas personas a quien manchaba la tinta de sus
burlas.
Que, si bien ninguna cosa tocaba en ofensa satírica, sino que se quedaba todo en una viveza salada, nadie quiere que pase lo que sufrió gustoso en un aposento con pocos testigos al teatro de un libro, donde lo grave y lo burlesco queda vinculado a la inmortalidad, para que en edades muy lejos de esta ande la curiosidad averiguando quién fueron los dueños de tales asuntos, como hoy nos sucede con aquellos a quien Marcial salpicó con lo picante de sus donaires. Por esto corregí no solo lo adulterado de las copias, pero lo deslizado de la pluma, enmendando
versos
enteros, mudando nombres y deslumbrando indicios, que, aunque se relaje la sazón de lo escrito, vale más que dejar en pie la materia de queja para los interesados, comprendiendo yo mismo en la censura de Aulo Gelio, que halla esta acción capaz de culpa y de alabanza. Mas no seré yo el primero que haya entrado la hoz en mies ajena, pues no todos los poetas, así latinos como griegos, andan hoy con la precisión y puntualidad que fueron escritos. Lampadión emendó las obras de Ennio. Pisístrato corrigió las de Homero. Arístóteles limó la
Iliada
por orden de Alejandro, para colocarla en la casa preciosa que se halló en la recámara de Darío. Testigo es Plutarco, y aun, si creemos a Estrabón, ayudó a su corrección Alejandro con Calistenes y Anaxarco. En Suidas leo que Zenedoro fue el primero que puso la mano en Homero, siguiendo el propio rumbo después Arato, Aristarco y Aristófanes. Y, lo que más es de advertir, que Licurgo escribiese, recogiese y publicase los poemas de Homero, según Plutarco. Así no es mucho que yo, deseoso de que parezcan bien estas Obras que por adopción imagino mías, haya mudado lo necesario, pautado por Horacio, y trabajado no poco en ajustatallas los epígrafes o asuntos, que son los que mejoran o empeoran la inteligencia de un poeta. Conque me parece salen con algún género de lucimiento, sin que echen menos a su autor muerto, supuesto que para con los doctos vive copiado en ellas, como de Estesícoro dijo Fálaris.
La vida de Anastasio fue breve, pero en ella cupo varia noticia de autores, continua
lección
de libros sagrados y profanos, mucho estudio de lenguas latina, italiana y francesa y parte de la griega, aunque él confesaba
modesto
que no la entendía. Lo más de sus
Obras
fue escrito en los tercios
primeros
de su
juventud,
que en los últimos años de su vida todo fue de la
historia,
en que mostraba madurez, discurriendo con acierto del seso de los escritores y del juicio de lo escrito. Yo
concurrí
con él en conocimiento familiar primero y en amistad estrecha después, desde los rudimentos
pueriles
de la cartilla hasta las mayores letras en
Alcalá y Salamanca,
observando siempre en él, con una singular
modestia
en la condición, cierta graciosa travesura en el
ingenio,
en hallándose en los juguetes de aquella
edad
como quien sube el escalón primero para llegar al último. No se dio del todo a la facultad de
Leyes,
que fue la que profesó, porque el aplauso que ganaba por el lado del
poeta
le emperezaba las atenciones de jurista. Y, como en aquella edad libre nos arrastra, más que lo útil, lo deleitoso, gastó los
años
en estas
flores
de las musas, sin aquel
aprovechamiento
hondo a que le pudiera encaminar su entendimiento y agudeza, que sin duda fue de los
mayores
que nació en Madrid, patria suya y de tantos insignes varones. No quiso estudiar por conveniencia, sino por gusto, que, en su opinión, las materias de la
ciencia
no debían hacerse venales o serviles, sino tratarse con esperanzas de
premio
en la atención de los príncipes, y no con la ambición del interés en la solicitud de los litigantes. Así, con este fundamento se dejó arrastrar más de las letras que llevan a saber por saber que a las de estudiar por enriquecer. Con esto le parecía mejor una sentencia de Virgilio que una decisión de Justiniano, aunque, a estar hoy tan válida la poética como en la era augustina, no había hecho mala elección, pero ha ido descaeciendo tanto con el número excesivo de poetas que se han levantado en España o, por mejor decir, pseudopoetas, que no tienen la estimación que merecen tantos como lo son verdaderos. Porque aquellos que se la habían de dar con la obediencia se retiran a su presunción, y este desprecio ocasiona el dejamiento o tibieza que con ellos tienen los poderosos. Al fin, Anastasio escogió este rumbo para la
fama,
de que le vi poco arrepentido en
mayores
años, considerando cuán cortamente suelen descansar las letras cuando la
diligencia
y la ceremonia no les negocian el
premio.
Resucitaron en Madrid aquellas
academias
de Grecia y Roma antiguas por no tener
invidia
España a las de la
Crusca
de Italia. Y, aunque en estas no se disputaba de la aprehensión de la verdad como en aquellas que, comenzando en
Sócrates,
se fueron continuando hasta Tulio y después hasta Favorino y Plutarco, tal vez se vían en ellas algunas luces de la escuela de Platón, de Speusipo y Xenócrates, hasta las novedades de Arcéfilas Pirronio y los argumentos de Carneades, que fue el último después de Lacides, Teleco, Evandro y Egesino Pergámeno. Fueron el tiempo que duraron estas
academias
un seminario de los más lucidos ingenios cortesanos, entre los cuales se
descollaba
Anastasio con grande
admiración
de todos. Fue el primero que halló méritos sin
envidia,
gloria sin contradicción, fama sin repugnancia, adquiriendo un
valimiento
estrecho con los mayores señores de Castilla, una
competencia
modesta con los más superiores hombres de su patria y, en fin, una aclamación general en nobles y plebeyos.
Frecuentó
algunos tiempos la celda (bien como pudiera la de Augustino o Crisóstomo en su edad) del más grave y más docto varón que ya ilustró nuestra nación, siendo el primero que introdujo a las tinieblas de la elocuencia española las luces griegas y latinas, de cuyos colores retóricos mal pueden juzgar los ciegos en ambos dialectos, peor alumbrados aún en el suyo. Salió tan aprovechado de este estudio como lo quedaron todos los que comunicaron al grande Hortensio Félix
Paravicino,
que no consintió ni afectó fiar su noticia de sus señas, sino que se fue la pluma a su nombre. Al grande Hortensio digo, que hoy, en erudición más quieta y en más sosegada noticia, reposa libre de la vanidad y la emulación caduca, empezando, cuando él muere, a ser su sepulcro tres mundos, su lámina cuatro mares, su epitafio once esferas y su trompa muchos siglos. Habiendo asistido Anastasio al orador más célebre de este siglo, comunicó al mayor poeta, bebiéndole a don Luis de
Góngora
el espíritu y el
estilo.
No fue culpa en aquel y este cultísimo genio no ser comunes y públicos. Flaqueza [ ] de nuestros ojos, pues hay cosas que las oculta el exceso de luz. Nunca se esconde mejor el sol que en sí mismo, y en cielo muy sereno sus proprios rayos nos apagan los ojos, y ¿qué sería si le emprendiésemos desde inferior región? Tan escondido anda uno por las alturas, si son muy distantes, como pudiera por los senos y cóncavos. Lo más alto de la oración se llama poesía; lo medio, oratorio; lo bajo, vulgar. Esto tienen divino las cimas de los montes: no las profana fiera alguna. Atar a números y obligar a sonoridad muchas palabras no formará poesía. La
elegancia
sí, aunque fuese suelta de ambas
leyes.
En oración desatada es poeta Platón, Luciano, Filóstrato y algunos latinos que imitaron a los de la Asia, Marciano Capela, Petronio árbitro y Lucio Apuleyo. No es esto adoptar por grandes los truenos de palabras, tinieblas de oración con que muchos se arrojan aquel noble título. Los riesgos venero, no las caídas; los atrevimientos, no las temeridades. No se arroja al aire quien va sin plumas, sino a la tierra. Al que se halla con aquel
furor
divino limado o, mejor, encendido de la
erudición
cualquier esfera le será patria. Seguro se empeña. A estos decía Plinio que se les había de aflojar los frenos de la elocuencia, sin ceñir aquel
ímpetu
ingenioso en círculos angostos. Los que miran la poesía por el lado de
dulce
echan menos la
claridad;
no quieren buscarla, sino que los busque, y no saben que el agua del mar es más dulce en lo profundo. Condición es de lo precioso vivir escondido. Lo vulgar a los ojos está de todos. Llegó poco ha este estilo a España; no le aconteció antes a la edad latina. No es haber degenerado la poesía, sino llegar a la perfección. Lo mesmo les sucede a las demás artes: tienen su nacimiento y educación y pasan por los desaciertos a los primores. Tuvo la poesía en todas las naciones balbuciente la infancia, algo más suelta la puericia, gallarda y expedida la juventud. Una edad fue en Grecia la de Museo, otra la de Homero, otra la de Eurípides. Una de los salios sacerdotes de Marte, entre los latinos, otra la de Enio, otra la de Virgilio. Por Juan de Mena,así, y por Garcilaso se llega a la eminencia del estilo
heroico
que hoy posee España. Las cosas que tienen su duración pendiente de alma bruta viven con cada aurora ¿Por qué no la poesía, obra de mejor alma? Fáltale a Anastasio para acabar de ser
eminente
el pasar por la censura de la muerte, porque acompaña la fama segura a los que viven, embarazada o ronca con la
invidia,
queja ya antigua de Marcial, y, así, cuando se vio algo más
asentado
en su verdor poético y con intención de loables progresos si la salud le ayudara, le salteó la muerte, año de mil seiscientos y veinte y nueve, sin cumplir los
treinta
de su edad, habiendo padecido continuos veinte meses graves dolencias, procedidas todas de una herida que le dieron inadvertidamente por otro, de que no conoció hasta la sepultura, que es el último lugar del descanso. Bien pudiera Pierio Valeriano en su
Libro de la infelicidad de hombres
insignes
añadir a tantas muertes como de varones estudiosos refiere la desgracia de este malogrado ingenio que enfermó tan infelizmente. Fue poco culpado en la ocasión de su desgracia; casualmente le sucedió, pero las mayores desdichas sin duda son las del acaso, y menos tolerables las intempestivas, por lo poco prevenidas que fueron o con el recato o la providencia. Enterráronle miércoles de ceniza, cumpliéndose en él aquel aviso que nos hace tales días la Iglesia. Su funeral se hizo a costa del gran
duque de Lerma,
adelantado mayor, experimentando Anastasio en muerte los beneficios que de su liberal mano había recebido en vida, estendiéndose piadoso hasta encargarse de sus padres, que perdieron en tal hijo mucho amparo. Ordenó en su muerte a su madre
quemase
todos sus escritos, y ella, puntual y obediente, nos defraudó de muchos que dio a la llama, entre los cuales irían unas
notas
a Valeriano Flaco y otras a Arnobio Africano de grande
erudición,
que él me había
comunicado,
junto con dos
sátiras
ejemplares
que intitulaba “El búho” y “El Antechristo”, a imitación de Persio, Juvenal y Horacio. Comenzó a escribir a aquella infeliz jornada de los
Gelves,
pero
suspendiole
la pluma no poder justificar las acciones de algunos capitanes, porque en las materias de la guerra se yerran de ordinario los designios, o conjeturando falsamente los fines o ejecutando inúltilmente los medios, siendo culpado en el error o el engaño del que los dicta o la flojedad del que los dispone. Si bien se yerran otras veces por razones que no se alcanzan, aunque justas, que, como Dios es dueño de los sucesos, los permite o los malogra según conviene. No tienen en esto parte el descuido o la cordura humana, dado que puede un hombre moderarse peligros que no espera cuando en medio de todos sabe estar tan en sí, que acierta a socorrerse del menor. Nadie puede tantear los aciertos donde a su voto son posibles los accidentes y de que nace que las empresas más cuerdas y más aconsejadas, como esta de los Gelves, corren otra fortuna que la que las pensó el deseo. Porque a un capitán sólo le toca prevenir el riesgo, pero no la desdicha, debajo de cuyo ceño vivimos todos. Y quien en ella tiene constancia, valor y prudencia queda sin duda más glorioso y más útil que venciendo, si es verdad que los malos sucesos enseñan y los prósperos confían. Todo esto tenía en su favor Anastasio para no alzar la mano de este intento, que sin duda luciera mucho en su atención, como le advertí en los fragmentos que me comunicó de esta historia, que debieron de correr la misma suerte que las demás en el fuego. El
genio
de este mozo no fue tan igual para las musas severas como para las de donaire, bien que entre los números salados del
gracejo
descubría unos golpes de seso y de majestad, como diestro y liberal pintor que entre lo colorido de los matices alegres con ciertos lejos y sombras sabe mostrar o la valentía del
arte
o la perfección de la idea, siendo tal vez el descuido indicio de mayor acierto que el cuidado.
Escribía
Anastasio con repugnancia siempre, con facilidad nunca, porque se descontentaba tanto, aun después de haber borrado mucho, que venía a ser en él fineza prudente la poca
satisfacción
de lo que
limaba,
sobre habello limado con demasiadas atenciones la pluma. Esta es la causa de no tener más obras suyas, porque, desconfiado, las rompía o las ocultaba. Los papeles de veras que van
estampados
pueden pasar por el juicio que hizo Séneca a los escritos de Fabiano Papirio, pues alcanzan lo escogido de las voces, la colocación de las palabras, lo magnifico de las sentencias y la
alteza
de las locuciones. Las obras de
juego
manifiestan excelente garbo, y ambos a dos linajes de composición, jocoso y serio, espíritu gallardo, ventajoso mucho más allá de sus años, haciendo esperanzas que, si se le concediera vida más larga y le paciera la edad muchos de sus
verdores,
quedara no solo perfecto
poeta,
pero
historiador
excelente,
que era a lo que le llamaba su
inclinación
y aun su estilo. Pero la muerte se suele poner las más veces entre los afectos a que aspiran las vocaciones humanas. Murió en medio de la
estimación,
que parece que estuvo haciendo hora aquel aliento para que le llegase alabanza, hallándose tan
docto
en las tempranas luces de la
juventud,
que pudiera dorar la vejez sus arreboles últimos. Ingenio felicísimo en
erudición,
en pureza, en
invención
y en
método.
Digno de haber nacido en siglo tan glorioso, tan sagrado a las musas. A gran teatro nos produjo naturaleza a los que en esta edad y en esta provincia, viendo tan espléndido y numeroso el estilo épico, tan culto y sonoro el lírico, tan dulce y ameno el cómico. Llegarán sin duda a la mayor alabanza en todas naciones los hombres eminentes de la nuestra, si los nervios que estienden en desacreditarse unos a otros los ejercitaran en su alabanza. ¿Cuánto más cuerdamente Tácito, Plinio, Quintiliano, Plutarco, Marcial y Juvenal, que vivieron en un mesmo tiempo y en una ciudad? ¿Qué son las obras de cada uno sino
elogios
de los demás? ¿Qué aquellos cultísimos escritores Francisco Filelfo, Adriano Junio, Jorge Trapesuncio, Juan Baptista Platina, Joviano Pontano, Nicolás Peroto, Paulo Cortesio, Alexandro de Alexandro, Teodoro Gaz y Rafael Volaterrano? ¿Y luego en el siglo siguiente Marsilio Ficino, Paulo Jovio, Felipe Beroaldo, Hermolao Barbaro, Tomás Moro, Pedro Crinito, Celio Rodiginio, Pierio Valeriano, Pico Mirandulano, Angelo Policiano y Erasmo Roterodamo? Y, lo que más es de ponderar, alentados muchos de ellos de un mismo
mecenas,
Laurencio de Medicis. ¿No están los volúmenes de cada uno de ellos llenos de epístolas en honor de los otros? Y en nuestra edad Justo Lipsio, Martín Del-Lio, Ericio Puteano, Juan Barclayo, Juan Koquier, Carlos Escribanio, Julio César y Josefo Escalígero, Dionisio Lambino, Enrique Esteban, Dionisio Gofredo y Natal Comite? Pues ¿por qué España no admite la hermandad en las ciencias como otras provincias aun menos políticas? ¡Infelicidad de la gloria humana no estar al acierto, sino al aplauso, como si los ríos más profundos no corriesen con menos sonido! Sordamente y sin
estruendo
corrió Anastasio, que el hacer batalla de lo entendido y lid escandalosa la competencia aún no había madrugado en su tiempo; después de su muerte lo hemos padecido. Nunca fue sedicioso el que fue saber verdadero. La erudición fantástica crece el alboroto en los bandos, que siempre lo menos sólido se socorre de la apariencia. Tenía Anastasio la elección acertada, porque de los poetas se
servía
de Virgilio no más y Claudiano. Entre los historiadores le vi más perplejo. Herodoto y Polibio le parecían mentirosos, guiado por Fabio y Felino. A Josefo Hebreo tenía por irreligioso, por sentencia de Egesipo. Tachaba a Niceforo Gregoras de superfluo, de bajo estilo a Agatias, de fabuloso a Dion Casio, de confuso a Sexto Aurelio Victor, de apócrifo a Justiniano, de vil a Lampridio. Solo de Tucidides, Suetonio y Tácito se valía de los antiguos. De los
modernos
despreciaba a Paulo Jovio y no era muy afecto a Juan de Mariana. Felipe de Comines, don Diego de Mendoza, Jerónimo Franchi Conestagio y don Antonio de Fuenmayor eran toda su veneración y su lección toda. En los filósofos y filólogos variaba. La lectura de los Santos y Padres de ambas edades le deleitaba mucho.
Venérenle,
pues, todos los estudiosos, que no será ninguno menor por alabar a Anastasio por grande. ¿Hasta cuándo nos hemos de hacer embarazo unos a otros? ¿Hasta cuándo? Todos los gremios, ya liberales, ya mecánicos, tienen su parcialidad atada siempre a ordenanzas conformes, sin exceder los enojos singulares de las personas al ceño universal de los oficios. No así las letras, dignidades o ejercicio el más noble de la naturaleza, pues apenas se ven lucir en cualquier sujeto o más o menos aprovechado en ellas cuando
concitan
contra sí todo el número estudioso, y cómplices los más eruditos en la acción más indigna, que es el deslucimiento ajeno, si no aojan el que procura adelantarse en las noticias, no queda sabrosa la emulación. ¡Oh Anastasio! Cuán raras veces te vieron encartado las invidias en tan poco lustroso delito. Nadie más reconocido a los méritos que viste en otros. Nadie más honrador de ajenas suficiencias. Aun los menos dignos hallaban en ti aplauso cortés, si no lisonja comedida. Bien que tan dentro de la esfera de la verdad lo que al viso de la alabanza parecía adulación, que, mirada a la luz del desengaño, cualquier palabra tuya era un aviso moderno y una corrección atinada lo que a muchos les sonara a elogio. Hazaña ingeniosa saber templar la enseñanza y el juicio y complacer la ignorancia de una vez, y al seso de su conversación ninguno salía desabrido; dotrinados muchos salieron, que, como alcanzó aquella parte de desahogo libre que engendraba el respeto o la veneración de los que le escuchaban, a vueltas de su esparcimiento festivo, mezclaba dotrina seria a platicas de donaires, embozando entre lo sabroso de sus razones lo útil de las
moralidades.
En sus labios se hicieron tratables los apotegmas más severos de
griegos y latinos,
los adagios de ambos idiomas. Y en medio de tanto aprecio como de él se hacía jamás encontró con la
soberbia;
antes, de los encarecimientos con que le celebraban o sus amigos o sus aficionados sacaba él nuevos linajes de humildad, juzgando a demasías o afectaciones los loores que le daban. ¡Cuál al contrario muchos, que consienten gustosos en alabanzas que no merecen y aun parece que las rondan o las solicitan, según la ambición muestran de verse engrandecidos! Y casi o sobornan o pagan los encomios con iguales ponderaciones a los mismos de quien no solo lo admiten, pero los galantean. ¡Infelicidad achacosa de los méritos que pueda hacer la apariencia el oficio de la verdad y, adornándose de exterioridades la mentira, hacer que la desconozca y que la adore el mismo que más debe aborrecerla! ¡Oh, cómo es necesario hondo examen para averiguar la maña a estos hipócritas del saber, y prudencia profunda para distinguir la alquimia sobredorada de la ciencia, del oro hermoso de la erudición! Ambos a dos metales a lo lejos de un mismo resplandor se coronan. Pero, tratados, se halla desigualdad en el sonido, en el peso, en los quilates. ¡Y que presuma una ignorancia barnizada hallar adoración igual y realces semejantes que la verdadera ciencia! Descrédito es ya de los siglos que quiera introducirse tan vil género de engaño y falsedad tan supersticiosa, y esto tan en oprobio de la razón, que parece que ya la malicia emprende
insultos
a que no llegó jamás la imaginación más desalumbrada. Hacer descaminos la modestia con la estimación ya se vio en otras edades. Pero buscarle diferentes rumbos la presunción a la verdad solo en esta se mira. Los antiguos eran grandes y afectaban no parecerlo. Los modernos, sin ser ni aun medianos, emprenden el ser mayores. Ambición desproporcionada y merecedora de que califique la ruina lo mismo que elevó la confianza. A la verdad, cuando las suficiencias cargan sobre hombres de fundamentos sólidos, ellas mismas se diligencian los premios. Que alquilar las adulaciones, sobre no ser seguro abono para el que las recibe, es medio infame para hacerse famoso el que las negocia. No así Anastasio, que ingenio más
modesto
no le conoció su patria, medio superior para enriquecerla y para que la admiraran las extranjeras. Discípulo se confesaba de cualquiera, deseando que todos le enseñaran como diestros lo que ignoraba como bisoño. Bien merece elogios esta humildad. No se los recatee ninguno, pues las alas de la Fama no se forman de sola una pluma, que, aunque sea la más docta y elegante, no lo parecerá si no la aclaman muchos. ¡Oh, no le falte ni este número a la enseñanza de nuestra nación! Este género de estudios no tiene otro aliento que el de esas trompas. No le esperan riquezas ni puestos públicos. Es camaleón que morirá olvidado si tan generoso alimento se le usurpa. Ni le basta el aura popular, que no es alabanza la que no nace de varón que merezca alabanza. Los que en el circo competían la palma no se estorbaban la ligereza. Precipitábase cada uno a ocupar el término. Derribar al competidor o detenerle no era vitoria. Así corran modestos nuestros escritores. Así nuestros lectores. Sea inscripción no solo a este, pero a todos los libros, la que ya hizo venerables los sagrados de Eleusis.
Qui legent hosce libros, mature censunto
Profanum volgus et inscium ne attrectato:
Onmesque legulei, blenni, barbari procul sunto.
Qui aliter faxit, is vitae sacer esto.