DISCURSO
PRELIMINAR
Incorruptam fedem professis, sine amore
nec odio quisquam dicendus est.
Tacit.
Hist. I.º
La literatura y las lenguas de los pueblos modernos de Europa se han ido formando en épocas
distintas.
La Italia fue la primera de las naciones europeas que vio perfeccionarse su
idioma,
manejado por el audaz y sublime
Dante,
por el delicado cuanto puro Petrarca, por el donoso y castigado
Bocaccio.
Siguiose a esta nación inmediatamente la España que a fines del quinto-décimo y principios del décimo-sesto
siglo
pulió su tosca lengua, tan
desaliñada
en los poemas de Gonzalo
Berceo,
tan llena de argucias escolásticas, y en uno tan boba y pobre en las trovas de los copleros de la trecena y cuarta-décima
centuria.
Todos saben que los franceses no tuvieron
idioma
que a este nombre fuese acreedor, hasta que los versos de
Corneille
y la prosa de los doctos Ermitaños de Puerto-Real le hubieron formado. Los ingleses, a quienes
Shakespeare
había presentado tal cual trozo sublime, anegado entre lodazales de la más repugnante barbarie, oyeron las primeras lecciones de buen
lenguaje
en no pocos pedazos de
Milton;
mejorose luego la lengua hablada, si no siempre con
corrección,
casi siempre con acierto por Dryden, y la fijaron al fin las plumas de Adisson, de Swift y de Pope. Muy más
modernos
Gellert, Haller y
Gessner
han introducido la corrección en el
tudesco,
que repelen aun los sectarios de una
nueva
oscurísima escolástica, con nombre de estética, que calificando de
romántico
o novelesco cuanto
desatino
la cabeza de un orate imaginarse pueda, se esfuerzan a hacer del idioma y la literatura germánica tan desproporcionados monstruos, que comparado con ellos fuera un dechado de
arreglo
el que en su
Arte poética
nos describe
Horacio.
Los siglos en que se apura y acendra un idioma; las circunstancias en que a la sazón se encuentra el pueblo que le habla, sobre manera contribuyen a la índole y carácter de la lengua. La indisputable primacía del
toscano,
comparativamente a los demás idiomas modernos, sin duda del estado de Florencia y la Italia toda en el tercio y cuarto-décimo
siglo
proviene. Dividido el pueblo en bandos de güelfos y
gibelinos,
adictos los unos a la potencia eclesiástica, a la secular los otros, había sacudido el yugo de la superstición; y por otra parte la flaqueza de los emperadores había dado lugar a que por todas partes se formaran repúblicas, las cuales, puesto que mal organizadas para afianzar la propiedad y seguridad individual, únicos manantiales perennes de toda estable prosperidad, mantenían empero nunca extinto el sagrado fuego de la libertad política. De aquí la
energía
del idioma del
Dante,
de aquí la
correcta
expresión
del Petrarca, y más castigada aun la del
Bocaccio;
que no es posible que las naciones donde es la superstición universal, enuncien clara y distintamente sus ideas, acostumbradas a las densas nubes que constantemente su inteligencia ofuscan. La irreligion de los italianos de los siglos
duodécimo,
décimo-tercio, décimo-cuarto, décimo-quinto
y
décimo-sesto
sesto
notoria en la Europa entera; varios sumos pontífices de aquella época, Gregorio IX particularmente y Juan XXII, han sido tildados de incrédulos por la historia; y nadie ignora cuán escandalizado con la falta de fe de los príncipes de la iglesia se tornó el docto y religioso Erasmo de su viaje de
Roma.
Acháquese en buen hora esta universal incredulidad de los pueblos de Italia de aquellos siglos a la moral laxa que entre ellos reinaba, y que freno ninguno consentía, o admítase cualquiera otra explicación de un fenómeno que no es problemático. Siempre es cierto que la libertad de pensar y expresarse que de él es inevitable consecuencia, debió acarrear felicísimas resultas a la lengua que entonces se formaba y perfeccionaba.
Muy menos venturosos fueron los españoles. Desde las guerras
civiles
de don Pedro el cruel y el Bastardo de Trastámara, en medio de las zozobras que de la general anarquía eran consecuencia necesaria, habían cundido en la masa de la nación ideas de libertad civil y política, que echaron honda raíces durante los reinados del flaco Juan segundo y del muelle y sensual Enrique cuarto. A vueltas de los disturbios nacionales se iba formando y perfeccionando el
idioma:
remontábase a veces Juan de
Mena
hasta rayar con lo
sublime;
destellaban en las coplas de
Mingo-Revulgo
de cuando en cuando sales epigramáticas; maridaba el abulense a una portentosa erudición eclesiástica y profana una libertad de pensar en las materias religiosas, precursora de la reforma por Lutero y Calvino más tarde y con más fruto llevada al cabo; cultivaba el célebre marques de
Villena
las ciencias naturales, granjeándose nombradía de
mágico,
sin duda con descubrimientos de que nos ha frustrado la destrucción de sus manuscritos quemados por la superstición. Todo en fin anunciaba la aurora de un día más puro, cuando por irreparable desgracia de la nación
española
subieron Isabel y Fernando al
trono
de Castilla y Aragón. Fernando que sin letras y sin espíritu
marcial
supo ahogar aquellas y exaltar a este; tenaz cuanto profundo en sus maquiavélicos planes, irreligioso adalid de la fe católica, perseguidor atroz sin fanatismo, y fautor despótico de la independencia del clero; Isabel versada en letras; halagüeña en sus palabras, despiadada en sus acciones; tan afable en su trato, como implacable en sus venganzas; aparentando repugnancia al establecimiento de la inquisición, y atizando so capa las hogueras en que perecieron veinte mil infelices víctimas durante su reinado; más accesible que su marido, no menos absoluta; irreprehensible y austera en sus acciones privadas, sin fe en la conducta pública; celosa de las comblezas de su esposo, soberana independiente de él en el gobierno de sus estados; reyes dotados ambos de altas prendas con feos vicios amancillados; y que unos y otras en sumo menoscabo de la nación redundaron, por la antipatía a los fueros y derechos del pueblo y la insaciable sed de despotismo que a entrambos por igual los caracterizaba.
En tiempos tan contrarios a los sólidos progresos de los conocimientos humanos empezó el mejor siglo de la literatura española que, menos poderosa que Alcides en su infancia, no bastó a sofocar las sierpes que en su cuna con estrechos ñudos la enlazaron. Había el
sabio
Antonio de Nebrija aplicado el mismo espíritu de análisis con que había estudiado las lenguas doctas, a perfeccionar, a limpiar y fijar el idioma patrio; y poco después, en los primeros años del reinado de
Carlos
Quinto, Garcilaso de la
Vega
y Juan Boscán, convencidos de la
analogía
que en la índole y, más aún, en la prosodia de los idiomas
toscano
y
castellano
reinaba, trasladaron a España el
metro
florentino, y al fastidioso sonsonete de las coplas de arte mayor, al
insípido
ritornelo de las trovas de tres o cinco versos de siete y cinco sílabas, se sucedieron las variadas estancias, las majestuosas octavas, el severo y dificultoso terceto. Óyose entonces con melodía
encantadora
«El dulce lamentar de dos pastores»;
la sonante cítara del amador de la Flor de Gnido exhaló sus tristes querellas y pintó el merecido castigo de la cruda Anaxarte, convertida en piedra en pena de su desamor con no menos brío que el lírico latino había cantado los tormentos de las hijas de Danao, que con la sangre de sus esposos habían manchado el lecho conyugal. Caminaba a paso igual que la poesía la prosa;
trasladábanse
a la
lengua
castellana con más o menos
acierto
los primores de los autores clásicos
griegos,
romanos
y
toscanos;
y la
Pastoral
del
Taso
y la
Farsalia
de Lucano encontraban con intérpretes que no solo el sentido, más también las
perfecciones,
las gracias del Taso, la energía y el calor de
Lucano
reproducían.
En medio de estos adelantamientos nunca pudo la literatura española
competir
con la italiana. Así es comparable con la
Jerusalén
del
Taso
la
Araucana
de Ercilla, cual el poema de Estacio con la
Eneida
de
Virgilio;
y del
Orlando Furioso
al Bernardo de Valbuena hay la misma distancia que del libro de la cueva de San Patricio a la
Odisea
de Homero, o de las hazañas de San Cristóbal gigante a las de Áyax, Héctor y Aquiles en la
Ilíada.
La explicación de este fenómeno la encontraremos en el estado político de las dos naciones cuando se fijaron sus respectivos idiomas y salieron a luz las obras maestras de poesía, historia y elocuencia.
Los dilatados
reinados
de Isabel y Fernando, el carácter absoluto de ambos, las opiniones del cardenal Ximénez de Cisneros acerca de la obediencia que a los soberanos es debida, el vigor de su regencia que nada dejó perder de cuanto de los privilegios de la
nobleza
y los fueros de las comunidades habían cercenado los reyes católicos en beneficio de la corona, poco a poco habían borrado en los ánimos, con las ideas anárquicas que la esencia del gobierno feudal constituían, las de verdadera libertad popular que con el establecimiento de las behetrías, y las carta-pueblas otorgadas por los reyes en beneficio de las comunidades se habían ido formando. Si la insaciable codicia de los validos flamencos al arribo de
Carlos
V excitó el universal descontento que en la guerra de las comunidades rompió luego, excepto tal cual pecho generoso los nobles todos alzaron el pendón contra la nación y en favor del despotismo; las comunidades mismas se dividieron y, vencido el noble caudillo de los comuneros en los infaustos campos de Villalar, pereció en un infame patíbulo el
postrero
de los españoles. Las brillantes proezas de Carlos V, vencedor a orillas del Elba, al pie del Capitolio, y en los campos donde fue Cartago, convirtieron en sed de gloría militar el amor de la libertad en los ánimos briosos; desgracia la más funesta que a una nación pueda sobrevenir, porque son tantas las nobles prendas que constituyen un guerrero esforzado y un gran capitán, de tal manera deslumbra la aureola de gloria que en torno los ciñe, que ofuscados los ojos no saben distinguir las dotes del buen ciudadano del íntegro magistrado, las cuales principalmente en el respeto a las leyes y en la resistencia a todo arbitrario poder se vinculan. Muy menos fatal es el
avillanamiento
de los ánimos soeces, dispuestos en todo tiempo a ser los sayones de la tiranía. Este natural instinto de las almas corvas solamente a sus semejantes contagia, que nunca un espíritu noble miró sin repugnancia y asco las torpes genuflexiones del vil esclavo.
Vencida la Italia por las armas españolas, sujetos a sus reyes Nápoles y Milán, se vio renovar el fenómeno acontecido en Roma; ilustraron los vencidos a los vencedores, pulieron los españoles su lengua a imitación de los italianos y cultivaron la buena literatura que tan adelantada estaba en el pueblo
sojuzgado.
Gensque victa ferum victorem cepit.
La Italia es la verdadera madre de nuestra literatura, a ella en mucha parte debemos los primores de nuestro idioma. Empero, cuando la conquista de Nápoles y las guerras de Italia, no era tan bozal nuestra lengua que fuese dable imprimirle al antojo de los escritores de aquella era el carácter y tipo que tuviesen por conveniente. Desde la
tercia-décima
centuria, el mejor de nuestros monarcas, el sabio
Alfonso
X, había escrito
poesías
tan
superiores
a su siglo, como lo es el
código
de las Siete Partidas, redactado bajo los auspicios de este excelente soberano, a los bárbaros estilos de la anarquía feudal; y ya hemos dicho que las letras hicieron en España no pocos progresos bajo los dos reinados que al de Isabel y Fernando precedieron. El continuo roce con los árabes que durante dilatados siglos poseyeron en todo o en parte nuestra península, y que mientras vivieron en ella hicieron en letras y ciencias cuantos progresos de un pueblo supersticioso y esclavo pueden esperarse, comunicó al castellano aquel estilo figurado, aquellas audaces exageraciones que en los orientales son tan
frecuentes.
Al abandonar la España los musulmanes nos dejaron no solo muchas de sus voces y sus expresiones, sino también en mucha parte la índole de su
idioma,
sus osadas metáforas, el vivo colorir de sus expresiones, el arte en que a los mismos griegos sacan ventaja de poner de bulto y pintar las ideas abstractas; arte que, si a veces perjudica y deslumbra al ideólogo severo, es la vida y el alma de la poesía y con especialidad de los cantos líricos; arte que, no obstante la uniformidad, o por mejor decir la carencia de ideas, nos embelesa aun en los salmos hebreos, y de cuya magia todavía quedan vestigios hasta en la miserable y no inteligible antigua versión itálica, admitida no sé por qué en la Biblia vulgar, puesto que de San Jerónimo no sea.
Así la conquista de la Italia, al paso que mejoró y pulió la lengua castellana, no la hizo mudar de carácter; y la
literatura
española, muy más cultivada que hasta entonces lo había sido,
nunca
se encumbró a los elevados géneros que con tanto acierto habían tratado los
italianos;
que mal podían los espíritus que
temblaban
bajo un Torquemada, un Pedro de Arbués o un Lucero contrarrestar con el denuedo que Sarpi las pretensiones de la curia romana, poner patentes al mundo los miserables enredos y chismes que en las decisiones de los padres de
Trento
influyeron; o los esclavos del franciscano Cisneros denunciar a los pueblos los sistemáticos delitos de los monarcas, y hacer palpables las ventajas de la libertad política, como lo ejecutaba el
ilustre
autor del
Príncipe
y de los discursos acerca de Tito Livio.
Iba creciendo la gloria marcial de los españoles al paso que se
disminuía
su libertad civil y
política.
Sus victoriosas armas, después de asustar el continente europeo, abrían carrera más vasta en un mundo nuevo, donde, si bien los moradores pocas o ningunas dificultades al verdadero esfuerzo presentaban, la inmensidad de los espacios, la insalubridad de los climas, la absoluta carencia de mantenimientos el más constante denuedo arredraban. La
novela
con nombre de historia de
Solís
retrata a Hernán Cortés como un valiente
conquistador,
y le hace parecido a otros mil que como él lo han sido. Muy más alto aparecería este claro varón si nos le pintara su coronista como él fue
verdaderamente,
imperturbable en medio de las arduas dificultades que para alimentar a un millar de europeos suscitaba un país inmenso, donde solamente malezas y pantanos se encontraban, y donde la falta absoluta de hierro hasta el solicitar materias nutritivas de la tierra estorbaba. Más dieron en qué entender a Cortés la enemiga de Diego Velázquez y la expedición de Pánfilo de Narváez que los decantados ejércitos de Montezuma, el pretenso ardimiento de Guatimozin, el arrojo de Xicotencal y todo cuanto han fraguado los historiadores coetáneos del poderío del emperador de Nueva España y de la belicosa índole de los republicanos Tlascaltecas. Empero un mundo nuevo en todo diferente del antiguo, en hombres, animales y plantas; insuperables estorbos que la vastísima extensión del país, la falta de mantenimientos, la insalubridad de los climas, lo impracticable de los caminos, lo fragoso de los más altos montes del orbe, lo raudo de los más caudalosos ríos presentaban, vencidos y allanados a esfuerzos de la más heroica constancia; tan nuevas y magníficas escenas no podían menos de exaltar y agrandar la imaginación de los españoles, influyendo poderosamente en el
carácter
de sus escritores.