Información sobre el texto

Título del texto editado:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII. Lección Duodécima.
Autor del texto editado:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Título de la obra:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII
Autor de la obra:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Edición:
Madrid: Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipografica, 1845


Más información



Fuentes
Información técnica





LECCIÓN DUODÉCIMA


Señores:

En la última lección anuncié que estaba agotado el catálogo de los hombres de primera clase que florecieron en Francia en el siglo XVIII, y como tenía anunciado en las lecciones anteriores, con decir que estaba agotado en Francia, di a entender que lo estaba igualmente en el mundo; tal fue el influjo que en el siglo XVIII tuvo aquella nación sobre las demás de Europa, lo cual equivale a decir sobre todo el mundo civilizado. Sin embargo, la civilización inglesa, que siempre se apartó de la francesa, aunque con ella tuviese algún roce, dio durante el siglo XVIII muchos hombres eminentes, pero pocos de ellos que ejerciesen influjo fuera de su patria, si bien cuando digo pocos, no digo ninguno, pues hay alguno u otro cuyo nombre ilustre pertenece a todo el orbe literario, y del cual hablaré en el curso de estas lecciones.

Hasta ahora he seguido el método de hablar de ciertos hombres grandes, considerándolos aparte del género que cultivaron: ahora, cuando voy a tratar de medianías, debo seguir otro rumbo, porque no es posible recorrer individualmente la carrera literaria de todos estos autores que no son de primera nota, y vale más examinar el género que cultivaron.

En el siglo XVIII fue cultivada con sumo esmero aquella clase de producciones, que si no han llegado a su apogeo, se han mantenido a grande altura durante el siglo XIX; aquella clase de literatura que no deja de ser de sumo empeño, porque entretiene a crecido número de lectores; que ha venido a ser el vehículo de todas las ideas, poema épico de nuestro tiempo, sin que pretenda compararle con las grandes producciones de la epopeya de la antigüedad, o de Italia e Inglaterra, y que es uno de los principales conductos por donde se comunican al mundo las ideas y los afectos en que ejerce su jurisdicción la literatura. Ya se entiende que hablo de la nueva, nombre que hará a muchos sonreír, considerando cuan poca cosa es, y en cuánto desprecio estaba antes tenida; pero todos conocerán que la novela es una de las producciones del ingenio humano, en el cual, si bien abunda la medianía, y la medianía es nada, hay también obras de mérito sobresaliente, una composición que en nuestros tiempos ejerce considerable influjo en un crecidísimo número de lectores, y la cual dio de sí muy sazonados frutos corriendo el siglo XVIII. Permítaseme aquí, señores, una digresión sobre este punto.

Sabido es que la novela, no conocida de los griegos ni de los romanos en los días de la clásica antigüedad, nació en Grecia en los tiempos ya adelantados de la decadencia de la literatura. En el siglo XIV dio frutos muy notables en el famoso Decamerón de Boccaccio, aunque, bien mirado, no pasa esta obra de ser una colección de cuentecillos picarescos, en que es de apreciar la belleza del estilo y lenguaje, y tal cual rasgo que pinta las artes mujeriles o alguna idea exquisitamente patética, como es la del desdeñado amante que en obsequio a su dama ingrata mata para regalarla el halcón, único recurso de su pobreza y además objeto de su cariño.

Calixto y Melibea, si en vez de ser considerada lo que su título la declara, es reputada, como para ello hay fundamento, una novela en diálogo, es ya una producción de mérito altísimo. Algunos de nuestros cuentos picarescos, sátiras groseras de bajos vicios, no dejan de tener mérito como pintura de caracteres, siendo algo de celebrar en el Lazarillo de Tormes, en el Guzmán de Alfarache, en la obra posterior de la Vida del gran Tacaño, y en otras obras de inferior fama y nota. No hablaré, señores, aunque bien podría contarla entre las novelas, de la inmortal obra que a tanta altura remontó el nombre de España, del esfuerzo particular del ingenio humano, que produjo aquel singular concepto de la poesía del espíritu humano luchando con la prosa, de la imaginación desvariada en competencia con el grosero y un tanto rudo buen juicio, de la composición rica a la par en pinturas ideales, en caracteres, donde reluce la más completa individualidad, y en retratos de profesiones y costumbres, del Quijote en suma, que tan universal y alto aplauso ha merecido, del cual es de creer que seguirá gozando mientras sepan los hombres apreciar en su valor debido las superiores creaciones del humano entendimiento. No hablaré, señores, de esta obra, calificada de distinto modo en punto a la clase en que debe ser colocada, sin que ose darle una calificación, o diciéndolo con más propiedad, reputándola yo una obra aparte de las demás, como en mi pobre concepto debe ser juzgada alguna otra, también de mérito eminente.

El siglo XVII no fue favorable a las novelas. Entre nosotros las que corren con el nombre de Doña María de Zayas no son dignas de nota. En Francia, a mediados del mismo siglo, apareció la novela vestida con traje nuevo. En largas composiciones, apellidadas novelas heroicas, con profusión de lances inverosímiles, en no mal urdidos nudos, con pensamientos alambicados y pomposos, y afectos forzados y pedantes, salían a luz personajes de Roma y Grecia o de los pueblos llamados bárbaros de la remota Antigüedad, pensando, hablando, obrando como hombres del tiempo moderno, caballeros y señores de la corte de Francia, reinando los Luises décimo tercio y décimo cuarto. De esta clase eran la Clelia y otras de Scuderi, muy celebradas en sus días, o la menos estimada y más conocida Casandra, de M. de la Calprenede; digo conocida de los españoles, por correr en los tiempos de la niñez del que ahora tiene la honra de estar ocupando esta cátedra, una traducción que entretenía al vulgo de lectores. A estas obras dio un golpe mortal el sesudo y un tanto frío, aunque en general sano crítico Boileau, ya en sus sátiras, ya en su Arte Poética, cuando vitupera que se pinte a Catón galanteando y a Bruto hecho pisaverde:

«Caton galant et Brutus damerei,»

Ya en un chistoso diálogo donde pone a los héroes de estas novelas, expresándose en su jerigonza de ternezas al uso de los modernos galanteos, y saca en medio de esto a un buen francés de pocas letras que reconoce a los tales héroes por vecinos de su barrio, y los saluda diciendo:

«Ce sont des bourgeois de mon quartier, bonjour Monsieur Caton, Monsieur Brutus, Mademoiselle Clélie, etc.»

Pero en el mismo siglo y hacia sus fines algunas obrillas cortas y de mérito dieron por fin el tono a la novela moderna. Eran estas la Zaida y la Condesa de Cleves, producciones de una señora.

Pero pasando al siglo XVIII, del cual nos hemos apartado no obstante deber ceñirnos a él, distraídos por atender al origen y progresos de la novela, que en la época objeto de estas lecciones cobró más importancia, diré que muy a principios del siglo se distinguió en este ramo uno de los ingenios más agudos del mundo, y que en él más han lucido; aunque los españoles, no sin algún motivo, pretendamos disputarle sus glorias. Hablo, señores, del ilustre M. Lesage, de quien hay una comedia (Turcaret) de singular mérito, y que después de las de Molière, merece figurar en primera clase. Imitó este autor y tradujo mucho a los españoles, a veces no encubriéndolo. Su Diablo Cojuelo, por ejemplo, es una imitación del de nuestro Luis Vélez de Guevara, como el mismo autor francés lo confiesa, y del original español es la graciosa ocurrencia de destapar las casas quitándoles el techo, para coger de sorpresa a los que en ellas están entregados a todo linaje de ocupaciones. Pero así como la parcialidad necia de casi todos los críticos franceses hasta celebra en el autor, su paisano, esta invención, sin hacer caso de que él no niega ser de Vélez de Guevara, igual no más ilustrada pasión en algunos de nuestros compatricios, niega al refundidor extranjero el incontestable mérito de haber mejorado considerablemente el modelo que copiaba. Otras y más reñidas son las disputas respecto a la mejor obra del mismo escritor, Las aventuras de Gil Blas de Santillana, publicadas asimismo a principios del siglo próximo pasado. Imposible es, señores, al mentar esta obra, dejar de dar mi parecer sobre la cuestión de quién es su autor verdadero, cuestión reñida con tan agudo ingenio, con erudición tan diligente, y, forzoso es decirlo también, con tan poco juiciosa y tan arrebatada parcialidad, de aquella que justificándose a sus propios ojos con llamarse patriotismo, a nada atiende más que a triunfar por cualesquiera medios; que hablar sobre ella chocando con respetables autoridades, es excesivo atrevimiento. Nadie ignora que en esta averiguación puede poco el deseo de acertar con la verdad, y mucho el empeño de españoles y franceses, aquellos en convencer a Lesage de plagiario, estotros de sacarle acreditado de original enteramente. El Padre Isla, traductor del Gil Blas, afirmó lo primero con singular osadía, pero no pasó de la afirmación a la prueba, no mereciendo el nombre de tal las escasas y débiles razones que en abono de su opinión emplea. Con harta más sutileza y muy superior copia de datos ha sostenido D. Juan Antonio Llorente la misma causa, pero de ningún modo con pruebas de aquellas victoriosas que producen por fuerza el convencimiento. Volviendo M. de Neufchateau por la honra de su paisano el escritor francés y por la fama literaria francesa no sin fuertes argumentos, defiende que la historia de Gil Blas es francesa, y de parte de ella casi llega a probarlo, pero no ciertamente de la obra toda. Otros franceses ni se dignan entrar en la disputa, y dan la novela por de Lesage, como cosa no contestada o incontestable. Tampoco faltan españoles que por el lado contrario afirmen ser Gil Blas un plagio averiguado, como si la obra original española existiese conocida, o como si su existencia, aunque ella misma no, fuese un hecho notorio. Entretanto, como ser españoles no debe quitarnos la calidad de justos ni la de discretos, bien será que no perdamos de vista que ínterin no aparezca un Gil Blas original castellano, o una prueba cierta de que le hay o ha habido, si bien no es fácil dar con ella, asiste a los franceses derecho para mirar y dar la composición como del autor que la publicó llamándola suya. Hame dicho una persona erudita, que en una de nuestras apartadas posesiones del Asia, en las islas Filipinas, ha visto un manuscrito en que está contada la anécdota del licenciado Pedro García, y su alma enterrada, según sirve de prólogo al Gil Blas; pero contada en estilo y frase tan del gusto y corte de los siglos XVI o XVII, que no es posible atribuir la composición a otro, distinguiéndose por cierta clase de chiste y de dicción, solo en aquellos días conocida, y perdida en los nuestros, aunque sustituida con otro género de perfecciones. No dudando yo, como no debo, de la veracidad de este testimonio, desconfío sin embargo del juicio del testigo, aunque erudito y entendido parcial, y que pudo ver en una traducción bien hecha, primores que cuadraban con su deseo, sin contar con que en un trozo corto como el de que se trata, es fácil imitar el estilo y dicción de una época, hasta engañar al juez más hábil y ejercitado. Sin hacer, pues, alto en esta circunstancia, que solo probaría ser una parte del Gil Blas original española, osaré decir cuál es mi juicio, fundándole en los datos que posemos. Paréceme, según ellos, que una parte de la obra es debida al ingenio de Lesage, y que otra hubo de deberse a alguna u algunas obras españolas que él tuvo a la vista. Sin contar con que en novela de que tratamos se encuentran caracteres y sucesos conocidos de Francia y de cierta época, como ha advertido M. de Neufchateau, una parte muy considerable de Lesage es una pintura nada fiel de las costumbres españolas, y al contrario otra parte lo es tan fiel y acabada, que no puede haber salido del pincel de un extranjero, y menos de uno que nunca visitó a España. Los caballeros cortesanos de Gil Blas tomando rapé, cenando con comediantas, haciendo juicios críticos de las comedias, no son ciertamente de la corte de Madrid reinando Felipe III, sino de la de Francia durante la regencia del Duque de Orleans, que es cuando el autor escribía. Lo que de estos puede decirse de otros personajes y de varios sucesos aún, no tomando en cuenta el lance de Inesilla de Cantarilla, de quien se enamoró su hijo, y sabido por él ser su madre, se dio muerte a sí propio, lance que saben todos que pasó a la célebre cortesana francesa Ninon de l’Enclos, hasta en su vejez de peregrina hermosura. Por el contrario, pinturas de cosas y personas hay en la misma obra tan españolas castizas, que solo por mano de autor español pueden haber sido hechas. Tengo, pues, por probable que Lesage tuvo un manuscrito español a la vista, y que si en parte le tradujo, le añadió no poco, le enmendó y aun le mejoró comunicando a su trabajo el colorido propio de su ingenio, haciendo lo que con el Diablo Cojuelo de Guevara; pero haciendo más por el mismo estilo, hasta punto de hacer a Gil Blas más obra suya propia que la otra. Este juicio, fundado en conjeturas, mal puede agradar a una u otra de las partes contendientes, pero errado o no, es hijo de la imparcialidad y del buen deseo.

Sea quien fuere el autor del Gil Blas, tal cual le puso Lesage, es obra de mérito altísimo. Carece en verdad de enredo y desenredo, y aun puede decirse de una fábula verdadera. Ninguno de los caracteres empeña en su favor los afectos; ninguno tiene aquella individualidad que da a una creación de la fantasía cuerpo y alma, dejando su estampa y concepto en el ánimo del lector, como recuerdo de una persona conocida. Pero a trueco de esto, con qué viveza y verdad están en esta novela retratadas las ridiculeces humanas y los caracteres de ciertas clases e personas. Bastan dos pinceladas a cada retrato, y sale pasmoso por la vida que lleva. El estilo, sin sombra de afectación, sin pretensión a gala poética o de otra clase, corre fácil, limpio, siempre animado, sin que la historia empiece, sin que lo hagan los personajes, empeña por sí, porque su lectura divierte, suspende y arrastra. El conocimiento de la naturaleza humana en sus flaquezas es en toda esta obra asombroso, y por eso quedan de mucho de sus pasajes tan vivos recuerdos, que a cada paso se están aplicando. ¿Quién en la modestia falsa de un autor, que tal vez se engaña a sí mismo, no cita al arzobispo de Granada y sus homilías? ¿Quién hablando de amantes engañados que aborrecen el desengaño, no los halla retratados en D. Gonzalo Pacheco? ¿Quién no ve un modelo de mil copias en el doctor Sangredo, que dudoso de la bondad de su soberano remedio, sigue matando enfermos porque acaba de publicar una obra recomendándole, y no quiere pasar por inconsecuente? En suma, apenas hay una situación en la vida que no se encuentre pintada ligera, acertada, graciosamente en Gil Blas, producción de las más ingeniosas entre cuantas conocen los hombres.

Pero en el siglo XVIII otra novela vino a compartir con la de Lesage la gloria de ser de las composiciones de primera clase en su género. Los ingleses empezaron a escribir novelas y a señalarse en este género con obras, de las cuales algunas todavía entre ellos de mucha aceptación, aunque su fama no traspasa los límites de su poética. Entre estas se señalan las de Smollet, conocido como continuador de la historia de Inglaterra, de Hume, y cuyo único mérito como historiador es la buena compañía en que anda, no de otro modo que nuestro Miñana es atendido por ser su historia continuación de la de Mariana. Mejor Smollet como novelista que en sus demás escritos, entre groseros chistes y figuras grotescas, acierta a veces con algunas gracias, y con pintura de caracteres no faltos de verdad ni de novedad, no solo en su Rodrigo Random, la más conocida de sus obras, sino en su Humphrey Clinker y en su Peregrino Rickler. Pero no es él por cierto a quien corresponde el elogio merecido que antes he hecho, y un puesto eminente «En el alto asiento de la inmortalidad». Esto se debe al inglés Fielding, y no ciertamente por todas sus obras, aunque en todas ellas haya mérito no común, aun con faltas graves, sino por su inmortal novela de Tom Jones. Fielding, hombre de agudísimo ingenio, y de no poca si bien no viva imaginación, de vida algo desarreglada y magistrado, de su cabeza y de la experiencia de sí propio y de los ajenos, sacó los materiales de su admirable novela. En ella es de admirar, entre otras dotes, la suma perfección de la fábula, tanto que me arrojo a decir que en este punto no admite competencia con trama alguna, ni de poema ni de composición dramática, ni de otra novela o cuento, tanto es el acierto de su enlace y desenlace en medio de una profusión de sucesos y de personas increíble, sin que casi nada huelgue, contribuyendo todo al nudo, de manera que no puede desperdiciar el lector un incidente; en suma, ostentando en grado superior las dos prendas de unidad y variedad juntas, que es cuanto apetecerse puede en la composición de una historia verdadera o imaginada.

Pero si no tuviera el Tom Jones otro mérito, aunque este es alto, aunque suele echarse aun de menos en obras de igual o parecida clase, todavía no alcanzaría a calificar a su autor de otra cosa más que de un ingenio fecundo e inventivo, y en la invención arreglado. Otras y de superior esfera son sus calidades eminentes. Admira su conocimiento del hombre, aunque en general, visto por su mala parte, en sus flaquezas, hasta en sus vicios. El hermoso contraste de una alma negra e hipócrita acompañando a una conducta arreglada y de nobles pensamientos y generosos afectos, en unión con faltas y hasta leves vicios, granjeándose amor y hasta aprecio, es de lo más atinado y delicado que imaginarse puede, y ha sido después imitado con acierto alguna vez, pero nunca de modo que copia alguna iguale al modelo. El concepto feliz en sí está desempeñado con maestría suma. Se ve un pobre expósito, criado por un hombre dignísimo, lleno de virtudes aun, con talento y agudeza, pero crédulo a fuerza de bondad, crecer, y con acciones que harto le descubren a un juez entendido, acreditarse de calavera, hasta de malo con la gente de alma fría, interesadas miras, y reputada sensatez y buena conducta, al paso que se capta de los viciosos e irreflexivos aprobaciones más de lamentar que las censuras de sus contrarios. Se ve al lado de este muchacho lleno de faltas y de prendas, y al cual se cobra amor sumo, no obstante las primeras, crecer otro de legítimo nacimiento, prudente hasta en la niñez, helado en sus afectos, de buena conducta real y verdadera, atento de continuo a su interés, y empleando los medios más viles para servirle, capaz de cualquier delito, y con todo eso considerado como hombre estimable por la gente sensata y honrada, pero pacata y no entendida. Al lado de estos dos caracteres principales bullen otros, todos concebidos con acierto, dibujados con maestría, de tal modo pintados, que se nota en ellos, si no individualidad, semejanza a los de ciertas clases y profesiones. Lástima grande es, señores, que, según antes he advertido, el autor, acostumbrado en su tribunal a ver descubiertas las más feas calidades del linaje humano; el autor cuya moral no es mala, pero sí desabrida; el autor, en quien asoman pensamientos sobre la legislación criminal, sobre el sistema carcelario, y sobre otros puntos que sirven de fundamento a mil proyectos de los reformadores modernos se dedique a retratar a los hombres, si con fidelidad suma, solo por el lado menos favorable, descubriendo en ellos con perspicacia pasmosa, cuánto motivo ruin, interesado, puede influir en sus acciones. Y aquí, señores, permítaseme hacer una observación importante. Es propensión de los autores de nuestros días denigrar a la naturaleza humana, y sobre todo a la edad presente. Pero si está bien que por un lado se afeen los vicios constantes del hombre, y algunos particulares de ciertas épocas; si no es mal hecho ni injusto notar en nuestros días faltas, algunas en verdad propias ya de ellos, ya casi exclusiva y ya más particularmente que de otros, no es razón, no es verdad decir, ni que en el linaje humano predomine lo malo hasta tal punto, ni que nuestro siglo exceda en bajeza de pensamientos y de dureza de afectos a todas las épocas pasadas. Si, hoy mismo, y quizá hoy como nunca al lado de malas acciones, de pensamientos ruines, de interesados deseos, de nada tiernos o sobrado feroces afectos, hay también nobles ideas, desprendimiento, celo del bien público y del de los particulares; en suma, virtudes que por ir acompañadas de la ilustración no desmerecen; de modo que si juntar y poner patentes nuestros vicios para corregirlos no es injusto ni inoportuno, la justicia y la conveniencia unidas claman igualmente porque se den a notar y pongan en el realce debido las calidades meritorias de nuestros contemporáneos. Vemos, señores, los males, porque penetramos más que nuestros mayores, sin decir por eso que los excedamos en todo; pero el espíritu de observación que nada desperdicia, que todo lo abarca, y pasa a examinar prolijamente, sin perdonar clase alguna de la sociedad ni institución de cuantas la rigen, es si no peculiar de nuestra generación, vulgar en ella, cuando no lo era en las anteriores. Vemos así los males, y horrorizándonos su fealdad, no atendemos a los bienes que lo compensan, y especialmente con grave yerro nos olvidamos de que si en una u otra cosa está en decadencia el mundo, en él se halla propagada y va difundiendo la ilustración, y que con ella, digan cuanto quieran sus contrarios, vienen virtudes porque guiados por ella, pueden caminar los hombres a la perfección de su ser en lo moral, así como a los adelantamientos sociales y materiales, sin esperanza de arribar al punto único, si no son neciamente presuntuosos, y sin desconfianza de acercarse bastante, siempre atendiendo a lo que consiente la debilidad humana.

Pero Inglaterra al mismo tiempo produjo otro novelista, cuya fama, hoy considerablemente decaída, y puesta sin duda más baja que en el puesto de que es merecedora, fue algún tiempo altísima, señaladamente entre los críticos franceses, a algunos de los cuales llegó a enloquecer a fuerza de infundirles admiración. Acuérdome, señores, que en mis niñeces, nosotros, en quienes era costumbre tomar hechos de nuestros vecinos hasta los juiciosos críticos, solíamos no poner tasa a nuestros elogios de las novelas del autor de que voy hablando. Diderot las ensalzó como la obra que ocupaba de continuo su pensamiento: el sesudo jesuita Andrés en su obra del Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, rompe hasta en apóstrofes a los imaginarios personajes de estas composiciones, para expresar mejor su admiración, dando a entender cuánta realidad ha acertado a dar a sus personajes el autor, objeto de su alabanza. Voy hablando, señores, de Richardson, autor de la Pamela, de la Clarisa o Clara Harlowe, su obra maestra, y del Sir Carlos Grandisson. Con estas novelas, con que se recreaban nuestros padres, y no solamente los españoles, sino los de otros pueblos, aunque algunos había que con ellas bostezasen, ya hoy bostezan algunos, y los más ni hacen esto ni se recrean, no siendo costumbre leerlas porque estamos acostumbrados a más viveza en la narración, y más brío en el estilo. Sin embargo, Richardson es autor de mérito igual al de Fielding; pero aunque novelista, también de un mérito muy distinto en la misma clase. Era hombre que en cierta manera representaba en la literatura el principio o el carácter de los puritanos antiguos ingleses contrapuestos al de los realistas llamados caballeros, siendo de muy escasos estudios, impresor de profesión, reducido a una sociedad poco culta e instruida, pero no de todo punto ignorante y grosera, como es en la aristocrática Inglaterra lo que llamamos en España en frase vulgar gente de medio pelo, de ingenio sin duda nada común, y de no poca aunque pesada imaginación; se formó una turba de admiradores, en la cual predominaban las mujeres, recibiendo de ella consejos y aplausos, muy pagado de sí mismo y de sus obras, como correspondía a quien sobre la general flaqueza del linaje humano tenía que adolecer de las anejas a semejantes circunstancias. Su primera novela, la Pamela o la virtud recompensada, tiene un plan bastante sencillo. Una criada de buenas costumbres requerida de amores por su amo, caballero de clase y rico, resiste con valentía y virtud a las seducciones y violencias de este, hasta dejarle tan cansado y al mismo tiempo tan enamorado, que sin otro medio para lograr sus intentos, apela al del matrimonio y le contrae con ella, que en medio de su resistencia le había cobrado amor asimismo. Hase notado que al delinear el autor y matizar prolijamente la pintura del carácter de esta joven, da a la que pretende hacer virtud eminente no pocos visos de cálculo, de suerte que parece ella ir, para decirlo con claridad, tanteando su propia resistencia, y ajustando por lo que ha de conceder y ha de negar cuánto provecho ha de sacarle. Así lo entendió, entre otros, el citado autor de Tom Jones, que en otra novela suya tomó por héroe a un supuesto hermano de Pamela, y pintó a esta como casta, pero como gazmoña e interesada, y a su marido como un simple. Del mismo parecer han sido no pocos críticos ingleses. Fuera de esto en Pamela el estilo es pesado, inelegante, y aun si es lícito expresarse así, poco literario; pero en la misma obra se nota gran conocimiento del linaje humano y habilidad para pintar caracteres, yéndolos haciendo visibles y reales a los ojos de los lectores en menudencias y en prolijas conversaciones que tienen trazas de realidades, aunque realidades pesadas. Harto superior es en mérito Clarisa o Clara Harlowe, que es la producción por la cual obtuvo Richardson las alabanzas que antes he citado. M. Villemain recuerda algunas de las que le dio Diderot de tan extravagante arrebato, que se distinguen entre las de un crítico y escritor en quien era constante costumbre juzgar y escribir con calor loco y a veces facticio. Este tal llega a decir que cuando le preguntan sus amigos al verle alterado si algo le ha ocurrido relativo a su salud, hacienda, amigos o parientes, suele responder: ¡Oh, amigos míos! Grandes dramas son Pamela, Grandisson y Clarisa. Pero sin tomar en cuenta estas rarezas, la mejor obra de Richardson contiene perfecciones no comunes. Es pesada: su acción peca por demás de lánguida: su estilo vale poco como un trozo de composición, y aun suelen pecar sus caracteres por cierta fastidiosa y estirada virtud con trazas falsas de hipocresía, que es falta hoy mismo de varias clases inglesas. Pero a trueco de esto si las pinturas no están hechas con valentía y en pocos rasgos, ¡cuán verdaderas son y qué bien acabadas! Si van con lentitud los incidentes, ¡con cuánta naturalidad se enlaza y desenlaza el nudo de la fábula! Si su moral tiene un tinte de gazmoñería, ¡cuán hermosa y pura es sin embargo! ¡Qué patética es la sencillez de las narraciones de sucesos trágicos, en que sin pretender el autor hacer efecto por medios violentos, lo consigue del modo más cumplido, tanto más elocuente, cuanto le falta la ambición de ostentar lo vulgarmente entendido por elocuencia! En suma, señores, la obra maestra de Richardson es una obra admirable, en mi sentir, y no pecaron mucho en punto a gusto sus admiradores. Y sin embargo es obra que, por carecer de algunas de las prendas de su género de novela, debe cansar en general, descubriendo solo sus bellezas a ciertos jueces de alma tierna y gusto sencillo.

He citado también a Grandisson, otra de las obras que dieron fama a Richardson, y composición superior a Pamela, pero inferior a Clarisa. Acertó en ella, por ejemplo, al pintar en Clementina los efectos de una sensibilidad extremada, y no erró al reproducir en Enriqueta su tipo de una mujer virtuosa, pundonorosa, terca, de reserva un poco demasiada, y cuya virtud tiene algo de calculadora en la realidad, y más todavía en la apariencia; pero tropezó y fracasó al intentar dar en su héroe Sir Carlos Grandisson el modelo de la perfección en un caballero, pues dotándole de todas las prendas imaginables, le hizo tan helado, tan sin pasión, en una palabra, tan fastidioso, que en una sociedad semejante sujeto cansaría a cuantos le tratasen, sin contar con que el autor, poco entendido en las cosas y los modos de la más culta y alta sociedad, si dio a su imaginario caballero nobles pensamientos, no acertó a adornarle con aquellas gracias que son los perfiles y tildes de los que en el mundo brillan y se captan generales aprobaciones.

Olvidéme, señores, de que al principio del siglo XVIII y a fines del anterior había florecido en Inglaterra otro novelista eminente, cuya mejor obra corresponde a la literatura del siglo de que vamos hablando, y quiero remediar mi olvido volviendo atrás, con lo cual si incurro en la culpa de faltar al orden y método haciéndome acreedor a justa censura, me liberto de la injusticia que por mi omisión cometería no hablando de autor y trabajo de tanto mérito como a los que ahora aquí aludo. Trato, señores, de Daniel Defoe y de sus Aventuras de Robinson Crusoe, obra hasta ahora poco conocida en España, por serlo mucho el Nuevo Robinson del alemán Campe, imitación muy inferior a su original, que traducida por D. Tomás de Iriarte con pureza, en él muy común, y muy singular en nuestros traductores, corría y corre en las manos de los niños en nuestras escuelas. Era Defoe hombre original, autor fecundísimo, dado a la política, y en ella muy celoso del honor y provecho de su partido, el whig; incansable escritor de folletos sobre las cuestiones que ocupaban en su tiempo al gobierno de su patria, y compositor asimismo de varias obrillas de invención, entre las cuales solo la que cito ha alcanzado gran fama y posee mérito eminente. El del Robinson de Defoe, que falta cabalmente al de Campe con particularidad, consiste en la verdad que dio a su obra. Fue esta tanta, que generalmente era creída la obra diario real y verdadero de un pobre náufrago que llevaba relación exacta de las miserias que pasó durante su estancia en una isla desierta. La piedad de este supuesto personaje con arreglo a su religión es verdadera y fervorosa: su confianza en la Providencia y en sus propios esfuerzos nunca se desmiente: sus agonías y esperanzas parecen las de un ente que ha existido; y tal es el acierto con que están ideadas y expresadas, y de todo ello se deduce una lección, así como justa y oportuna, nueva, a saber, cuánto es el poder del hombre aun abandonado a sí propio, cuando sin rendirse al peso de la desdicha aprovecha las dotes físicas y morales que le ha concedido con larga mano la naturaleza, o dígase la Providencia.

Estas, señores, fueron las principales novelas que produjo Inglaterra en el siglo próximo pasado. De alguna otra digna de recordación hablaré, pero será al nombrar a su autor, que por su mérito particular, así como muchos ilustres franceses de quienes he hablado aparte, considerando el conjunto de sus obras, merezca mención y alabanza, aunque no en tan alto grado.

Francia en los días primeros y mediado el siglo XVIII no produjo novelas de primera nota, salvo la Manon Lescaut, del clérigo Prevost, autor fecundo, pero cuyas composiciones, si no faltas de mérito, tampoco se señalan sino por contener una serie de incidentes creados con rica inventiva y enlazados con acierto. La obra suya de que he hecho especial elogio, se recomienda por su exquisita y sencilla ternura, y por la felicidad con que empeña nuestros afectos en favor de las buenas cualidades de un ente, en lo general depravado, y con sumo acierto concebido. Rara vez la pasión del amor, tan a menudo pintada por poetas y novelistas, lo ha sido con igual acierto en lo que tiene de violenta y de fina.

De los cuentos de Voltaire he hablado, y asimismo de la Nueva Heloisa, de Rousseau, obras aparte que no sería razón mirar y juzgar como novelas, sino como joyas de las muchas que adornan y realzan la riquísima corona literaria de sus autores. Otras varias obrillas adquirieron celebridad en la misma nación por aquel tiempo, aunque hoy la tienen perdida. No merecen sin embargo tanto descrédito la Mariana y el Rústico subido a mayores de Marivaux, autor que en estas obras, así como en sus numerosas comedias, entre mil afectaciones con pretensión, prolijo análisis de los afectos humanos, más de una vez tuvo singulares aciertos descubriendo menudencias y pequeñeces de las que por nuestro ánimo pasan. Pero las obscenas composiciones de un Crebillon hijo, o del mismo Diderot, han llevado su merecido con estar de todo punto olvidadas, teniendo en este castigo una señal de la pena de que son más merecedoras; esto es, del desprecio. Casi tan olvidados están, aunque por los recién citados vicios no lo merezcan, los cuentos morales de Marmontel, algún día muy famosos, y en los cuales si la inmoralidad no es general, ni en ocasión alguna llega a ser torpe, la moral no es la más pura. Tienen además el efecto de ser un mero afectado remedo de ciertas rarezas y costumbres de sociedad de su siglo, en que no se ve al hombre más que en sus exterioridades, no siempre bien retratadas. Más singular aparece esto en algunos de dichos cuentos, donde se suponen ser los personajes de otra nación y tiempo que de la Francia de aquellos días. Sirva de ejemplo el intitulado Alcibiades, en que se pinta al mismo personaje y a Sócrates, y en el cual con no menos razón que el imaginado francés que pone Boileau saludando al uso de su tiempo a los héroes y heroínas de las novelas de Scudery, podría suponer el lector que alguien dijese: «Ya os conozco bajo nuestro disfraz.» «Bonjour M. l’abbè de Sócrate, M. le Chevalier d’Alcibiade,» rasgándoles el ropaje griego sobrepuesto para enseñar el cuellecito y capa, o la casaca y chupa bordada, el espadín y las medias de seda, en suma, los adornos que se llevaban entonces.

Otra obra del mismo autor le remontó a mucha y por cierto increíble celebridad, atendida la cortedad de su valor, puestos en cotejo con la cual son un prodigio los cuentos morales. Hablo de la composición a modo de poema en prosa imitado del Telémaco, cuyo título es Belisario, honrado por Voltaire con tantas alabanzas, que si fueron sinceras, acreditan a qué extremos de parcialidad pudo llevarle su fanatismo antirreligioso. Marmontel, filósofo de la escuela del patriarca de Ferney, irreligioso y libertino en sus mocedades, y que en su vejez, testigo de la revolución, se señaló en aborrecerla, y llegado a ser diputado en el consejo de los Quinientos, clamó en él con empeño por el restablecimiento de la religión cristiana, en el capítulo XV, abogando por la tolerancia con no malas razones, pero detrás de las cuales asomaba la incredulidad, sentó la máxima, aunque cierta, trivial, de que la luz de las hogueras no es la de la verdad, y que con aquella no se iluminan las conciencias. Censuróle por esto la Sorbona, dando margen al célebre ministro Turgot para decir que, siendo errónea la doctrina de Marmontel, por fuerza había de ser cierta la contraria, de que la luz de las hogueras era propia para traer al camino de la verdad los entendimientos. Dio que reír esta ocurrencia, y por ella, y por los elogios de Voltaire, y por la imprudente condenación de la obra, fue moda durante algunos días citar como trozo admirable por lo filosófico y bien escrito, el pobre capítulo XV del pesadísimo Belisario. Pasó la moda, y con ella se llevó la obra toda el olvido, arrastrando también a los Incas, obra del mismo autor, y poema en prosa de la misma escuela.

Baste por ahora de novelas, señores. A este ramo de la literatura esperaban días de bastante brillo, igual si no superior al pasado, y aun superior podría decirse por serlo el número e importancia de dichas obras que después han visto la luz, si bien sin exceder a las mejores de su clase antes conocidas. Pero estas composiciones son casi todas del siglo XIX y salen del recinto que voy recorriendo, aunque tal vez algún día me arroje a traspasar sus límites y a hacer una excursión más o menos formal en el campo de la literatura de la edad presente.

Habiéndome detenido en hablar de las novelas inglesas así como de algunas francesas, y no de las otras naciones, como Italia y España, porque ninguna hubo entonces, o ni una a lo menos de mediana nota, fuerza es que deje para una lección posterior el examen de otros ramos de la literatura en la Gran Bretaña a mediados del siglo XVIII. De allí veremos cómo en los primeros años del reinado de Carlos III, si todavía no se había dado a luz obra alguna importante, ni por su mérito ni aun por su argumento o dimensiones, iba elevándose algo la capa del terreno literario, tan baja pocos años antes, y que al fin del mismo reinado había de ponerse en respetable, si bien no en la más elevada altura.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera