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Título del texto editado:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII. Lección Decimosexta.
Autor del texto editado:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Título de la obra:
Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII
Autor de la obra:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Edición:
Madrid: Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipografica, 1845


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LECCIÓN DÉCIMASEXTA


SEÑORES:

Árida materia fue la en que ocupamos la última lección, y árida por fuerza ha de ser la en que nos ocuparemos hoy, pues por desgracia, en nuestra patria, cuando se pasa a examinar su literatura tal como era en el siglo XVIII, si bien se la ve renacer e ir creciendo, no se nota un brillo tal que le dé títulos a ser comparada con las literaturas inglesa, francesa, italiana y alemana en la misma época, siendo lo único que nos consuela el ver que su suerte venidera había de ser más próspera hasta cierto punto.

Había pintado, señores, últimamente a los que pugnaban por restablecer nuestra literatura antigua y a los que pretendían entronizar la moderna, tomada en gran parte de la de Francia. Dije asimismo que ni unos ni otros pudieron lograr su intento, y aquí haremos algunas consideraciones sobre la tarea que emprendió García de la Huerta con desiguales fuerzas, y la que con mayores esperanzas y también con mejor fortuna llevaban a efecto los defensores de los adelantamientos del siglo XVIII en las naciones extranjeras.

Señores, es sabido que nuestra literatura, a ejemplo de todas las demás, participaba del estado en que la sociedad española se encontraba; pero mudada esta en sus formas y en su índole, el pensamiento de restablecer en ella la literatura pasada era descabellado, si bien podía sustentarse, suponiéndose que la renovación se hiciese con ciertas condiciones, conservando y alterando juntamente, y llevando en la conservación y en las mudanzas distinto fin y camino del que señalaban o iban siguiendo los maestros de la escuela novadora. Fue tal, sin embargo, la desgracia, o diciéndolo con más propiedad, eran tan cortos el saber y tino de los apologistas de la España antigua, que aun con las perfecciones de la literatura de las pasadas edades hubieron de defender todos sus errores y vicios, y recomendando la sana doctrina de dar a la composición cierto sabor castellano y a las formas cierta semejanza con las usadas en otros tiempos, pretendían mantener o introducir en las obras modernas defectos, hijos de la falta de filosofía y crítica, propios no solo de los escritores españoles, sino de los de todas las naciones en épocas menos ilustradas. Asimismo García de la Huerta, y cuantos sin ir con él enteramente acordes sustentaban la misma causa, cometían el yerro común a todos cuantos en lo político o en lo literario pretenden resucitar lo que ya ha dejado de ser, o mantenerlo íntegro cuando su cabal conservación es imposible. Por eso, los mismos que alzaban la bandera de los siglos XVI o XVII, renovados al defenderlas, se valían de armas del siglo XVIII, colocándose en un puesto mal escogido, equívoco y de difícil defensa. Al mismo tiempo los promulgadores de nuevas doctrinas críticas y mantenedores de sus dogmas hasta con el ejemplo que daban en sus composiciones, entre los cuales se contaban los más insignes literatos y escritores castellanos de aquella época, si pretendían ir y llevar las cosas a la par y en consonancia con los adelantamientos de su siglo, y conociendo cuánto aventajaban a España otras naciones, tomaban de ellas no poco, adoptando sus máximas de crítica literaria para recomendarlas o seguirlas, y si al abogar por reformas de varias clases, empapándose en el espíritu filosófico de su tiempo, en algo tenían que separarse del que animaba a la pasada literatura de su patria, no procedían por odio a sus mayores, sino por sujetarse a unos inconvenientes sin los cuales mal habrían podido alcanzar las ventajas que en varios puntos consiguieron, siendo propio de la naturaleza humana en todas las empresas no poder lograr bien alguno importante sin que venga acompañado de alguna desventaja más o menos leve que la compense o le rebaje el precio. No ha de creerse, con todo, que eran los reformadores, según les echaban en cara sus contrarios, hombres olvidados de la antigua gloria literaria de su nación y tan opuestos a los antiguos autores castellanos que en ellos nada encontraban digno de alabarse o de seguirse; pues al revés, si bien tomando en lo general para juzgar o componer otra norma que la de los autores antiguos, ensalzaban en estos muchas dotes, y en no pocos puntos los imitaban, siendo de notar que en el último tercio del siglo XVII, cuando se iba la literatura española cada vez más afrancesando, y en cuanto consentía el escaso conocimiento que de las obras inglesas tenían los españoles un tanto inglesando, y por la fama de Metastasio en aquella hora y el deseo de ponerse a la par con él también en algunas cosas italianizando, entonces mismo, sin dejar de tomar mucho de los extranjeros, al paso que de ellos tomaba la sociedad el espíritu de la filosofía, a la sazón reinante en el orbe culto, con particular esmero y más que antes miraban por la gloria y conservación de los escritos de los antiguos ingenios españoles.

La inmortal producción de Cervantes yacía poco menos que olvidada, pues si bien vivía constante su fama, era como de obra destinada a entretenimiento del vulgo, y mientras los extranjeros, apreciando con más justicia en superior grado su mérito, sobre traducirla y celebrarla, habían llegado a publicarla en su nativo idioma castellano, sobre todo en una magnífica edición hecha en Londres, los españoles solo teníamos del Quijote impresiones donde la fealdad tipográfica iba a la par con la incorrección, cuando entrado ya el último tercio del siglo XVII la Real Academia Española dio de él una edición bella y correcta, dedicándose después muchos libreros a reproducir la misma obra inmortal que tan buena acogida había tenido entre los literatos del mundo entero. Otro tanto sucedió con varias obras antiguas de menos fama, aunque de mérito no corto.

Por aquellos días un hombre laborioso, corto de talento y no sobrado de instrucción, aunque diligente y celoso, concibió la idea de reunir los escritos principales de los poetas en una colección que tituló Parnaso español, y si bien anduvo en la elección un tanto desacertado, y en los juicios críticos sobre algunas de las obras errado hasta el punto de mostrar crasa ignorancia, todavía es cierto que en aquella su colección vieron la luz muchas composiciones inéditas, volvieron a reproducirse otras varias que estaban olvidadas, de modo que el Parnaso español, a pesar de sus defectos, fue un síntoma de adelantamiento y de buen gusto en el estado literario de España, y un paso dado en la carrera que llevaba a los escritores a renovar nuestra literatura. Por aquel tiempo hubo una porción de obras antiguas de mérito reimpresas, siendo las prensas de Sancha e Ibarra las que más se emplearon en esta tarea provechosa. Réstame hablar de los principales reformadores de nuestra poesía, y aun puedo decir de todas las ideas críticas de España.

Hice mención en la lección anterior de un hombre laborioso, que alcanzó bastante fama en su tiempo, cuyas obras, de mediano y aun puede decirse hasta cierto punto corto mérito, hemos estudiado los que tenemos algunos días, y que hoy se halla un tanto dado al olvido. Hablo, señores, de D. Tomás de Iriarte. Don Tomás de Iriarte era el modelo de lo que puede hacer la instrucción varia y amena en una de las imaginaciones más heladas que jamás se han conocido. Sin embargo, al acometer diferentes empresas, sin duda creyendo que por lo mismo que no se sentía con vocación para determinadas cosas podía abarcar muchas y varias, falta propia de ingenios medianos a la cual a veces los superiores obedecen, como sucedió a Voltaire y a algunos otros varones insignes, tuvo en medio de esto la gloria de introducir en nuestra literatura el cultivo de un ramo de poesía hasta entonces desatendido por los escritores castellanos, y de introducirle de un modo nuevo en la literatura antigua y moderna, dando por la vez primera en lengua española una colección de fábulas y haciendo que estas sirvan de ilustrar una máxima de crítica en vez de una de moral, por lo que las tituló literarias con exactitud completa. Mucho se debe alabar en las composiciones a que ahora me refiero, pues su invención es por lo común felicísima, teniendo las más veces el mérito de la novedad absoluta, y otras el de reproducir bien una idea antigua, y siendo su estilo noble a la par que llano, su dicción correcta y purísima, su versificación fluida, llena y muy variada con atrevimiento y acierto en la elección de consonantes, y siendo los preceptos que inculcan sanos todos y dignos de ser seguidos. ¿Qué falta, pues, señores, a tal obra para calificarla de perfecta? Les falta la poesía, y aunque esta no sea falta igualmente notable en semejante clase de composición que en las de otro género; y si bien el autor se muestra en ellas poeta mucho más que en sus otras producciones, al cabo poesía son las fábulas, aunque de índole diversa de aquellas en que más se remonta la fantasía o se expresan los afectos, y de las dotes de verdadero poeta carecía el autor, aun cuando con su ingenio y ciencia mejor acertaba a suplir las calidades de que estaba falto. Con razón nota un agudo crítico moderno (M. Nisard), que una de las diferencias notables entre las fábulas de Fedro y las de Lafontaine, composiciones unas y otras de mérito eminente y de no inferior fama, consiste en que en las del poeta francés hay dos calidades diversas: una la de la poesía pintoresca, por estar en ellas representados los personajes animales con las mañas y cosas propias de su especie respectiva, añadiéndoles solo el uso del lenguaje, pero conservándoles en lo demás sus costumbres, y suponiéndoles modos de pensar y sentir a estas análogos, y otra la de la imaginación e ingenio que se muestran en la invención del apólogo en el mérito literario de su composición, y en el arte de adaptar al argumento la moral, al paso que en las del poeta latino solo hay las prendas de un estilo en grado no común, señalado por su concisión elegante. No igualando en esto Iriarte a Fedro, se le acerca con todo hasta un punto no común, al paso que le excede en la invención y en la variedad y flexibilidad; pero de las dotes descriptivas ensalzadas en el fabulista francés, carece, si no del todo, poco menos, teniendo en este punto en lengua castellana un superior en un rival, que vino a disputarle la palma en el género de las fábulas, y que si por un lado le excedió, por otro no quedó en una superioridad conocida.

Pero antes de que hable del fabulista a quien acabo de referirme, cuyo mérito poético le hace acreedor a mención particular y detenida, bien será, señores, que siga hablando de Iriarte, en cuyas obras, a pesar de su medianía, hay siempre qué notar, siendo de los autores más elegantes que ha tenido la lengua castellana y habiendo acertado aun en su frialdad más de una vez a hacer respetable su medianía. Fue laborioso traductor, y aunque lo claro de su ingenio y lo vasto de su instrucción le hacían al parecer muy a propósito para una tarea en la cual no tanto se ha menester una viva fantasía cuanto un conocimiento del idioma, así del original como del propio en que se hace la versión, y un gusto fino y a la par severo, con su ejemplo probó una máxima cierta, a saber: que aun para traducir es necesario cierto calor que sienta con viveza lo que hay en el original y sepa trasladarlo con brío. Nótese lo que acabo de advertir a mi auditorio, aun en la traducción que hizo Iriarte del Arte Poética de Horacio, o sea la Epístola a los Pisones. Ninguna producción podía presentarse en que las naturales prendas de semejante traductor pudiesen ejercitarse con más fundada esperanza de llegar al acierto. La obra original, si llena de singulares primores y perfecciones por su clase, así como por las calidades del estilo del autor, de cierto tono templado y medio que no da lugar al vuelo de la fantasía.

El traductor conocía perfectamente la lengua latina; como hombre instruido y diligente se había dedicado a buscar cuantas interpretaciones y glosas pudiesen ilustrar dificultades u oscuridades en el texto; manejaba con maestría el idioma castellano, siendo en la gramática correcto y escribiendo con pureza en que igualmente procuraba evitar los arcaísmos y los galicismos, y sabía expresarse en verso haciendo los suyos correctos y a veces fluidos, si bien con frecuencia poco llenos y sonoros. A pesar de estas prendas propias para su tarea, tal era su frialdad que su versión adolece de la falta común a sus obras, careciendo enteramente de la poesía fácil y deliciosa del original, reduciéndose a ser una reproducción de los pensamientos de Horacio en correcta prosa medida y rimada, y quedándose inferior no solo a traducciones posteriores, salidas a luz en nuestros días, como las de los señores Burgos y Martínez de la Rosa, y sobre todo la que acaba de dar a luz nuestro digno socio el Sr. D. Juan Gualberto González, que recomiendo a mis oyentes como digna de alta alabanza, sino aun excediendo poco a la de Vicente Espinel, malísima por su incorrección y escasa inteligencia del original, con razón criticada por el traductor nuevo, al paso que mal defendida por el colector del Parnaso español, pero en la cual, en medio de su rudeza y pobreza, de cuando en cuando aparece tal cual destello de poesía de que no presenta Iriarte el menor vestigio.

Mayores dificultades presentaba a este traductor el estilo de Virgilio, y sin embargo también acometió la empresa de poner su Eneida en verso castellano. No concluyó este trabajo, del cual solo vieron la luz los cuatro libros primeros, bastando esta larga muestra para probar que la empresa había tenido infelices resultas. Hasta erró el traductor en la clase de versos que eligió para su tarea, habiéndola hecho en romance endecasílabo, cuya peculiar construcción se adapta mal a expresar los pensamientos usados en el libre hexámetro latino. No es este el único defecto, aunque sí lo es considerable en la versión a que me voy ahora refiriendo, cuya falta principal consiste en haberse el traductor ceñido a poner en narración lo que es descripción animada, estando cada vez más persuadido Iriarte de que la poesía no es otra cosa que el verso, y no acertando por esto mismo ni aun a dar al verso la valentía y el número competentes. Gregorio Hernández de Velasco había traducido la Eneida muy mal, no entendiendo con frecuencia ni el texto y nunca la índole de la poesía de Virgilio, al cual añadía en su versión cosas tan ajenas de su estilo como las siguientes:

Y el sueño de los dioses, don sabroso,
Sin ser sentido va el sentir privando.


Pero aun así, y con pocas dotes de poeta, una u otra vez da muestras de serlo. Para comparar su obra con la de Iriarte de un modo que muestre la falta particular de este último, véase, por ejemplo, como cuando en la Eneida, al pintarse la caída de Troya y el ruido del incendio y del asalto, comparándole con un torrente desatado que todo lo arrasa y lleva consigo, y figurándose un pastor que atónito oye desde lejos aquel estruendo:

Stapet inscias alto
Accipiens sonitum saxi de vertice pastor


El poeta antiguo, aunque con pleonasmos y en dicción no muy correcta, tampoco falta de algún calor poético, dice así:

El pastor simple que oye el gran ruido
Está pasmado sin saber qué sea,
Y en lo más alto de un peñón subido
Con gran temor aun desde allí lo otea.


Al paso que el moderno de cuyas obras voy hablando, despojando de toda expresión pintoresca la frase, se contenta con verterla en:

Y atónito el pastor con el ruido
Escucha inmóvil desde un alta peña.


Mal verso el último en verdad, y pobre elección de palabras para expresar el stupet y accipiens sonitum, todo ello propio para merecer a la traducción el duro dictado de serlo de Gaceta, como de la francesa del padre Desfontaines dijo en un caso con justicia Voltaire su enemigo.

Más aventajado aparece Iriarte en sus epístolas, en las cuales si poniéndolas en cotejo con la celebrada de Rioja, con la de los Argensolas, harto más fríos, y aun con las de otros, todavía no se encuentran galas poéticas de imágenes y dicción, que aun en género tan templado caben, no deja de haber mérito, siendo el estilo correcto y en tal cual pasaje robusto. Al poner en castellano el mismo escritor una u otra fábula de Fedro acertó asimismo, y con todo no llegó al punto a que una buena versión debe llegar, pues si el poeta latino citado no se distingue por su fuego ni por su talento descriptivo, siendo su principal prenda la de suma elegancia en la concisión, Iriarte, elegante también y correcto, si no pecaba enteramente de difuso, distaba poco de incurrir en el vicio de serlo.

Tradujo Iriarte obras dramáticas del francés y con acierto diferente, siendo, como era de presumir de hombre de su imaginación y estilo, poco feliz cuando se las hubo con tragedias, y al revés cuando emprendió poner en castellano comedias, clase de composición esta última para la cual tenía disposición, como diré en breve al hablar con elogio de sus comedias originales. Escogió para volver en castellano una tragedia francesa, El huérfano de la China, de Voltaire, producción de las malas de tan célebre ingenio, que en lo trágico jamás se remontó al lugar primero, aunque los críticos de su siglo le pusieron a la par con Corneille y con Racine, puesto de que la opinión conforme de los críticos modernos y del público de electores y oyentes hoy le ha bajado. En El huérfano de la China además su autor se había quedado inferiorísimo a sí mismo en sus buenas composiciones de la misma clase, habiéndola escrito dominado por una idea de su filosofía y por uno de sus caprichos particulares, que era considerar en el pueblo chino pueblo extraordinario semi-bárbaro, aunque por otra parte ilustrado, hábil en las artes mecánicas y no ignorante de las letras, desde días muy antiguos el modelo de un gobierno filosófico en que el deísmo puro era la religión de los sabios letrados gobernadores. Gran desvarío en verdad en quien amando con ardor la civilización, por mirar con odio el cristianismo, verdadero civilizador del mundo moderno, hubo de figurarse perfecciones imposibles en la sociedad humana en un pueblo mal conocido, pero del cual consta que vive bajo un despotismo atroz, el del palo, y no tomándole en sentido figurado, pues cabalmente la caña de bambú es el medio con que en aquel imperio los superiores se dan a obedecer por los inferiores. Prescindiendo de este defecto, que es sin embargo tal que vicia la composición entera, dándole origen en una idea falsa, es la tragedia de que voy tratando producción de la vejez del poeta; de ello se resiente no poco. El traductor que la puso en silva, versificación que por lo general no agrada en las tragedias españolas, no acertó a más que a expresar los conceptos del original fielmente en medianos versos y purísimo idioma castellano.

Al revés Iriarte, traduciendo una comedia francesa, hizo una versión superior al original sin duda alguna. Verdad es que en elegir no tuvo el mayor acierto, aunque buscó obra de autor cuyo mérito se parecía al suyo, del francés Destouches, correcto y frío, pero aun de este no tomó para trasladarla en castellano su mejor obra, que es la comedia titulada Le Glorieux, el vano o vanaglorioso, sino otra producción inferior, cuyo título es El Filósofo casado, drama de corto aunque algún valor, cuyo principal defecto es ser su principal personaje sobre poco verosímil, no ideado de modo que su singularidad empeñe en grado considerable. Esto aparte, la comedia de Iriarte se señala por su estilo fácil y correcto, por la naturalidad de su diálogo, por lo fluido de su versificación, por cierto chiste urbano natural del autor en sus composiciones originales, por calidades, en suma, que acreditan que cultivando la poesía cómica estaba, como suele decirse, en su terreno, donde si no sacaba frutos del más alto precio, no dejaba de sacarlos bien sazonados.

Acabo de decir, señores, que Iriarte compuso comedias originales, y en verdad el número de las que escribió no fue corto, aunque de ellas solo hayan visto la luz cuatro o cinco, número de poca consideración si se pone en cotejo con el de las infinitas producciones salidas de la fecunda vena de nuestros dramáticos antiguos, pero no despreciable en días de menos rapidez y abundancia en el producir que lo habían sido los siglos anteriores o lo es el momento presente, y cuando la fama de un poeta ya entonces nacido y poco después señalado, remontada en breve a la mayor altura, solo estriba en cinco comedias y dos traducciones. De una obra de sus primeros años, la cual publicó encubriendo su nombre con el anagrama de D. Tirso de Imareta, solo tengo noticia por haberla visto citada entre otros por Moratín, bien que aun el título de la composición a que me refiero se me ha ido de la memoria. Pero el principal mérito y renombre de Iriarte como poeta cómico son debidos a su comedia de El señorito mimado, de la cual hizo una como repetición de menos valor, pero también de alguno no corto en La señorita mal criada. De la primera de estas obras dice con justicia Moratín, que si hay una comedia donde pueda decirse con propiedad que empieza el buen teatro cómico castellano, esta es. En efecto, El señorito mimado es una obra de gran corrección y aun no de estéril vena. Los caracteres, sin ser concebidos con novedad ni tener el individualismo que caracteriza a las producciones de ingenios superiores, son retratos bien hechos de clases de la sociedad de los días del autor. El nudo, sin acreditar una imaginación viva en quien le teje, y pecando algo por sencillez, está enredado y desenredado con naturalidad y acierto. El diálogo se distingue asimismo por lo natural y fácil. La versificación es sobremanera fluida y correcta si no briosa, y se acomoda al diálogo sin linaje alguno de violencia. Reina en toda la composición cierto tono de trato fino y culto y hasta caballeroso, por que se distingue siempre el autor cuyos personajes suelen ser lo que en la sociedad los que se distinguen por su educación esmerada y noble porte. Tampoco falta en la obra chiste, casi siempre de buena ley, urbano y moderado. En suma, sería El señorito mimado una obra digna de las más altas alabanzas si no careciese de lo que se llama fuerza cómica o, diciéndolo con más propiedad, si en ella no se descubriese el vicio de pobreza de fantasía y frialdad de que aun en sus mejores momentos no tenía fuerzas para salir D. Tomás de Iriarte. La comedia de La señorita mal criada, donde el autor pinta los malos efectos de la indulgencia paternal en la mala educación dada a una joven, así como lo había hecho en El señorito respecto a una persona del otro sexo, es inferior a la composición antes citada, pero que se le acerca mucho, y en uno u otro pasaje la iguala, y aun en mi pobre concepto la excede. Los caracteres de la señorita y del Marqués están, si no ideados con valentía, pintados con habilidad, notándose que aun al retratar a un hombre impostor y vicioso que pasa por caballero, el autor representándole en trato con gentes de buena crianza, le da modales finos, porque, como no me cansaré de repetir, Iriarte se distingue por su acierto en representar lo que tan bien pintó Calderón en sus días, lo que no pudo pintar Moratín, lo que aciertan a expresar muy pocos, si acaso algunos, entre nuestros contemporáneos, y lo que con acierto representan algunos autores dramáticos o novelistas extranjeros, señalándose entre todos en este punto el célebre escocés Walter Scott en sus novelas, a saber, el carácter de un caballero cumplido.

He hablado bastante, señores, de los versos de D. Tomás de Iriarte. Su prosa se distingue por las mismas prendas y faltas que su poesía, siendo error creer que cierto grado de calor no sea necesario a los escritores, menos cuando tratan materias científicas, caso en el cual aun no está mal que se tenga, pero no está bien que se manifieste en impropios arrebatos y adornos. Las obras de este autor no son muchas, ni estas de superior importancia. Unas lecciones instructivas de historia y geografía, descarnados anales cuyo mérito es únicamente lo correcto y puro en grado sumo de su dicción, unas traducciones hechas con el mayor acierto posible, algunos diálogos críticos, chistosos y llenos de instrucción varia y de sanos preceptos, aunque pecando por parcialidad y por juicios equivocados en que se tiene por belleza superior la falta de imperfecciones, y una obra de moral de que solo existen dos o tres capítulos bien escritos, como las demás obras del autor, y triviales, aunque sanos y justos en los pensamientos, es lo que constituye las obras prosaicas del autor, en el examen de cuyas obras estoy entreteniendo a mi auditorio con más detención acaso que la correspondiente a su mérito, pero con la debida a escritos donde están representadas una época y una escuela de medianía elegante. En efecto, Iriarte era en sus días muy admirado, aunque también muy censurado, contribuyendo a lo primero tanto cuanto a lo segundo las diversas ideas que del verdadero mérito poético y literario tenían sus jueces. Por esto Samaniego, citado por mí en esta misma lección, sin nombrarle como su rival y en ciertos puntos su vencedor, en la composición de fábulas castellanas, de algunas prendas poéticas como fabulista, pero de la escuela prosaica como crítico, en varias de sus obras al elogiarle celebrando su desemejanza con Góngora, para ambos objeto de odio, alababa el que fuese

. . . . . . . . . por el llano
Cantándonos en verso castellano
Cosas claras, sencillas, naturales,
Y todas ellas tales,
Que aun aquel que no entiende poesía
Dice eso yo también me lo diría.


Por el contrario Forner, de opuestas doctrinas, y tampoco de la crítica más juiciosa, se ceba en su fama, criticándole por lo común con acierto, no rara vez con injusticia, y siempre con vituperable encono. Lo que no puede negarse en Iriarte es que su estilo merece algún elogio a pesar de ser flojo y desmayado, y que a su lenguaje se debe sin restricción alguna la más alta alabanza, por ser cuanto cabe correcto y castizo. En este punto mostró tal acierto, que logró evitar, aunque acaso con nimiedad, los extremos del arcaísmo y el galicismo, habiendo ridiculizado el uso del primero en su excelente fábula intitulada El retrato de golilla, y el segundo en la de Los dos loros y la cotorra, y en otros lugares, y ambos en todos sus escritos, así como con el precepto con el ejemplo. Y aquí será bien, señores, que yo recuerde a autores de nuestros días resueltos a acabar enteramente con nuestro idioma castellano, trocando su sintaxis y aun su vocabulario por los de la vecina Francia, y mezclando en el tejido de su lenguaje extranjero o mestizo varias no bien entendidas ni mejor aplicadas voces y frases del castellano más antiguo, será bien, repito, que recuerde que si puede creerse vicioso o ridículo en otros conservar el culto y obediencia al habla de sus mayores por juzgarla poco propia para empleada en esta nuestra edad filosófica, con los conocimientos y argumentos de toda época, puede conservarse en su integridad la índole de nuestra lengua hermosa, robusta y sonora. Y nótese que Iriarte mismo escribiendo en tiempos modernos con el estilo propio de nuestra época, y huyendo de parecer anticuado todavía, según me dio a notar no hace poco uno de los mejores escritores de nuestros días, y nuestro digno socio ridiculizó como extremos de un lenguaje impropio por la falta de pureza en un personaje de su comedia de La señorita mal criada, voces que hoy se usan con suma gravedad, habiendo llegado a ser parte del lenguaje corriente. Tales son decir el marqués a la señorita:

«Ah! Yo la conjuro a usted»


A que ella responde:

«¿Estoy acaso endiablada?»


O la siguiente expresión:

Sus versos son pepitoria
Que heredó del numen frío
Del dómine Juan 1 su tío
Que esté en gloria


en la llamada fábula con el título del Asno erudito, no hay ni aun mérito, quedándose como composición literaria inferior a las fábulas que con tan mala crítica y poca mesura ridiculiza. No menos acre, aunque más justo, estuvo con Vargas Ponce, autor de singular estilo, al censurar en un folleto titulado La corneja sin plumas, o la declamación contra los corruptores de la lengua castellana, presentada a la Real Academia Española en competencia por el premio que el mismo cuerpo había ofrecido a quien mejor desempeñase este argumento, no premiada, y dada a luz por el autor con arrogancia para acreditarse de digno del premio que no había obtenido. Ni en la comedia del Filósofo enamorado de Forner hay dotes poéticos, ni su sátira contra los malos poetas, premiada por la Academia, e inferior a la escrita sobre el mismo argumento por Don Leandro Fernández de Moratín que tuvo el accésit, tiene cosa que la recomiende, salvo una dicción correcta y una versificación llena, aunque trabajosa.

A la par con estos escritores, y siendo de una escuela diferente de la de Iriarte y Forner, alcanzaba aplausos en gran parte fundados por sus poesías el religioso agustino fray Diego González. Admirando este autor a fray Luis de León, cuyo mérito estaba realzado a sus ojos por haber vestido el hábito de la misma orden religiosa, se dio a remedarle, y puntualmente copió las formas de su estilo, de forma que en los tercetos del Libro de Job, dejados sin concluir por el poeta antiguo, su imitador moderno hizo la parte que faltaba con tal acierto, que a veces llega a ser perfecta la semejanza entre la obra de uno y la del otro. Pero imitar las formas de un gran modelo no es reproducirle. Fray Diego González no bebió el espíritu a las obras de su insigne original, acaso por no comprenderle, quizá por no ser para tanto su pecho. Le faltan los vivos afectos que tan sin esfuerzo, casi sin conocerse, remontan a fray Luis de León a la mayor altura en medio de su estilo prosaico en lo general, de suerte que las Poesías de González no pasan de ser composiciones correctas en templado estilo, con dicción pura algo anticuada, con versificación dulce y fácil, si bien floja con frecuencia, y donde se expresan pensamientos comunes, mera imitación o repetición de los de otros autores. La Invectiva contra el murciélago, muy celebrada en otros días, merece serlo a pesar de sus descuidos e imperfecciones, siendo un gracioso juguete donde hay animadas pinturas, lujo de castiza dicción, y no pocos bellos versos.

Amigo de fray Diego González era otro poeta y escritor en prosa, laborioso y no falto de ingenio ni de instrucción, y digno de aprecio más que por sus medianas obras por su carácter y por la circunstancia de haberle cabido gran parte en los adelantamientos de su época, porque con sus preceptos y ejemplo contribuyó a formar escritores de mérito muy superior al suyo, de modo que con razón es considerado uno de los fundadores de la moderna literatura castellana. Eran en Cadahalso grandes la aplicación y el celo, medianos el ingenio y el saber, y la imaginación escasa. Como hombre sin vocación particular para género alguno determinado, probó a tratar varios, obedeciendo no a la inspiración de su talento, sino a los autores cuya celebridad estaba reconocida por la moda, por lo cual procuró imitar obras de clases muy diversas y de méritos muy desiguales. Las Cartas Persas de Montesquieu gozaban de alta y merecida fama, y Cadahalso compuso Cartas Marruecas, pobres remedos de un hermoso modelo, donde no hay prendas de estilo, ni novedad, ni profundidad de pensamientos, ni sana crítica, ahogada tal cual agudeza, y una u otra observación juiciosa entre abundantes errores o trivialidades. Corrían con reputación muy superior a su valor entre los franceses Las Noches, o dígase los Pensamientos nocturnos del inglés Young, traducidos en prosa por Letourneur; y Cadahalso, recién perdida una mujer a la que amaba con pasión ciega, lloró su pérdida en pesados discursos en prosa poética, donde creía remedar al celebrado modelo inglés con introducir un sepulturero llamado Lorenzo por ser este el nombre de la persona a quien el poeta inglés dirigía sus querellas, y donde no acertó el español a expresar los afectos que vivamente sentía. Los Eruditos a la violeta, sátira del mismo autor, le alcanzó más fama, y en gran parte merecida, aunque con razón se la ha tachado de adolecer del vicio que satiriza, esto es, de una erudición un tanto superficial; pero tiene chiste, tal cual observación sana, y está escrita en mediano estilo, habiéndole cabido como a obras de mucho más alto valor, y como a otras de escaso merecimiento y feliz fortuna, la gloria de que haya quedado como frase corriente en el idioma castellano la de su título, aplicada a los que con poca instrucción hacen de ella alarde pretendiendo pasar por doctos. La Óptica del Cortejo, del mismo autor, escrita casi en el lenguaje llamado culto de los escritores del siglo XVII. Cadahalso ensayó sus fuerzas en versos, así como en prosa. La tragedia de Don Sancho García vale poco, y hasta erró el autor por hacerlo igual a las francesas en escribirla en versos pareados, cuyo sonido continuado es desapacible a los oídos españoles; falta menor que agregada a la carencia de toda buena calidad dramática o poética, ha bastado para condenar esta producción a completo olvido. No es tan infeliz Cadahalso en sus poesías ligeras, en las cuales si no se remonta a la primera altura, sobresale no poco, constituyendo ellas su mérito verdadero. Chistoso en los epigramas y en las letrillas, robusto y a veces de una hermosa robustez en sus tercetos a la Fortuna, y solo mediano en tal cual oda, en sus anacreónticas es fluido, de elegante y graciosa sencillez, de pensamientos, si no siempre nuevos bien escogidos, correcto en la dicción, y en la versificación sonoro. Su anacreóntica que empieza

Discípulo de Apeles,
Si tu pincel hermoso
Empleas por capricho
En este feo rostro


tan celebrada antes y que merece serlo; otra cuyos primeros versos son

¿Quién es aquel que baja
Por aquella colina,
La botella en la mano
Y en el rostro la risa?


con algunas más, si no tienen el adorno que las más celebradas de Meléndez, no les son inferiores. En suma, de sus versos cortos muchos han quedado en la memoria, y son dignos de aprecio. En Cadahalso es la prenda principal la ternura, y no falta aunque tampoco sobre el ingenio, flaqueando en punto a viveza y fuerza de imaginación, y acreditando más que todo el buen deseo que a promover los adelantamientos intelectuales de sus compatricios le excitaba. Su muerte temprana y gloriosa en el sitio de Gibraltar fue muy sentida, llorándola en tiernos aunque solo medianos versos fray Diego González, su amigo.

La prosa de esta época iba a la par con la poesía, y sin embargo de ello hay que citar algunos más poetas que prosadores. Consiste esto en que, no obstante la tan citada y aplaudida frase de Horacio sobre no poderse consentir poetas medianos ni aun por los postes, siendo fácil y justo recomendar ligeras composiciones poéticas hasta el punto de contarlas como parte de la literatura de un siglo, no sucede así con obras en prosa, en las cuales se requiere para hacerlas digna de atención cierta importancia por el valor de su argumento, y hasta por sus dimensiones. Un largo catálogo de escritores acredita el estado de la ilustración en España reinando Carlos III, y en muchas obras de aquellos días hay prendas de estilo dignas de alabanza; pero con todo ninguna composición literaria de los mismos días puede ser recordada especialmente como gloria de la literatura contemporánea. La historia de Gibraltar por Ayala está bien escrita, pero no de modo que merezca particular elogio. Reinaba en general buen gusto en los autores, limpios ya casi todos de los vicios de estilo dominantes a fines del siglo XVII: exentos también por otro lado de la pobreza y frialdad notables en los escritos de tiempo de Felipe V o Fernando VI; todavía, empero, faltos de brío, defecto, más que suyo propio, de ser imitadores constantes y de probar sus fuerzas en tareas de corto empeño. D. Vicente de los Ríos en su Análisis del Quijote, en su Vida de Cervantes y en su prólogo a la edición de las Poesías de Villegas, mostró tener estilo elegante y dicción correcta y castiza, así como dotes de pensador y de crítico; pero con todo esto son tales trabajos cosa corta para dar a un escritor valor subido, sin contar con que el mismo análisis del Quijote, tan acabado, peca alguna vez por ostentar erudición inoportuna, otras por una crítica errada, y siempre por ser visible imitación del análisis del Telémaco por el escocés Ramsay, o de los Ensayos de Addison sobre el poema del Paraíso perdido, etc. Estimulada la Real Academia Española por celo de la gloria de su patria, había discurrido llamar a los ingenios a certamen, proponiéndoles cuestiones que tratar en prosa y verso, y dando honrosos premios a aquellas composiciones que en su juicio le mereciesen. Semejante modo de excitar por medio de la emulación el talento, si algún buen efecto produce, nunca ha servido de estímulo bastante a producir obras de mérito sobresaliente. En España hubo poco acierto en la elección de las cuestiones propuestas, y al principio los juicios para adjudicar el premio parecieron errados, tanto que el público al apelarse a él revocó muchas de las sentencias dadas por los primeros jueces. Ya he hablado, señores, del canto épico de Las naves de Cortés destruidas, en que el fallo de los académicos fue favorable al poeta Cabeza de Vaca, y el de público a D. Nicolás Fernández de Moratín. No sucedió así con el Elogio del rey D. Alfonso el Sabio, premiado por la Academia, sin que otra obra disputase la palma a la favorecida. Este elogio está escrito con brío, con elegancia, con dicción pura, pero con afectación intolerable. Su autor, después muy apasionado a los periodos largos, en aquella su primera composición los hizo cortísimos, imitando a Séneca o a Saavedra, ambos escritores de nota y valor, pero ni uno ni otro buenos para modelos. Dio realce a esta obra saber que era de la pluma de un guardiamarina, extrañándose de autor de tal profesión y de tan pocos años que manifestase conocimientos históricos y literarios no comunes. Con esta composición empezó la fama de D. José Vargas Ponce, señalado después por varias obras en prosa y verso, más felices las segundas que las primeras, y todas deslustradas por el violento conato de ser castizo, empleado a costa de la espontaneidad y aun hasta cierto punto de la elegancia.

Las varias obras del conde de Campomanes publicadas en los mismos días contienen sanas doctrinas, pero se distinguen poco por las dotes de su estilo. Algún nombre podría citarse, y aun con elogio; no tanto, sin embargo, que pueda vituperarse la omisión como en alto grado injusta, siendo no poca prueba de la cortedad del mérito de los autores que al tratar de su época, aun hombres de no flaca memoria, no la tengan para recordar sus escritos.

Pero en los días de que estamos tratando se iban formando y aun empezaban a escribir dos hombres de mérito superior al de aquellos de quienes he hablado en el discurso de la lección presente, hombres reputados ambos padres o príncipes de la moderna literatura de España; eminente el primero en la prosa, aunque también en verso se señaló, sobresaliente el segundo en la poesía. Me refiero, señores, a D. Gaspar Melchor de Jovellanos y a D. Juan Meléndez Valdés. Pero antes de hablar de ellos fuerza será para ir siguiendo el siglo XVIII en sus progresos, que volvamos la vista a Francia y a Inglaterra, considerando el estado intelectual de ambas naciones ya hacia los fines del mismo siglo, tarea en la cual será forzoso que ocupemos nuestra atención en los grandes modelos de la elocuencia hablada, ya que en la parlamentaria tanto se distinguieron entre los ingleses un Chatam, un Fox, un Burke, un Pitt, y en Francia un Mirabeau con otros de alto aunque no igual renombre.





1. Llamaba Forner «dómine» a D. Juan de Iriarte, autor de una gramática para aprender la lengua latina donde los preceptos están puestos en malos versos. Este D. Juan escribió algunos epigramas agudos en buen lenguaje y bien versificados. De él es el tan citado a un mal avaro, fundador de una casa de beneficiencia, y que suena ser inscripción en la puerta del edificio: «El señor don Juan de Robres / Con caridad sin igual / Hizo este santo hospital / Y también hizo los pobres.

GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera