LECCIÓN
DÉCIMASEXTA
SEÑORES:
Árida materia fue la en que ocupamos la última lección, y árida por fuerza ha de ser la en que nos ocuparemos hoy, pues por desgracia, en nuestra
patria,
cuando se pasa a
examinar
su literatura tal como era en el siglo
XVIII,
si bien se la ve
renacer
e ir
creciendo,
no se nota un brillo tal que le dé títulos a ser
comparada
con las literaturas inglesa, francesa, italiana y alemana en la misma época, siendo lo único que nos consuela el ver que su suerte venidera había de ser más próspera hasta cierto punto.
Había pintado, señores, últimamente a los que
pugnaban
por restablecer
nuestra
literatura
antigua
y a los que pretendían entronizar la
moderna,
tomada en gran parte de la de
Francia.
Dije
asimismo que ni unos ni otros pudieron lograr su intento, y aquí haremos algunas consideraciones sobre la tarea que emprendió García de la Huerta con desiguales fuerzas, y la que con mayores esperanzas y también con mejor fortuna llevaban a efecto los defensores de los adelantamientos del siglo
XVIII
en las naciones extranjeras.
Señores, es sabido que nuestra literatura, a ejemplo de todas las demás, participaba del estado en que la
sociedad
española se encontraba; pero mudada esta en sus formas y en su índole, el pensamiento de restablecer en ella la literatura pasada era
descabellado,
si bien podía sustentarse, suponiéndose que la renovación se hiciese con ciertas condiciones, conservando y
alterando
juntamente, y llevando en la conservación y en las mudanzas distinto fin y camino del que señalaban o iban siguiendo los maestros de la escuela novadora. Fue tal, sin embargo, la desgracia, o diciéndolo con más propiedad, eran tan
cortos
el saber y tino de los apologistas de la España antigua, que aun con las
perfecciones
de la literatura de las pasadas edades hubieron de defender todos sus errores y vicios, y recomendando la sana doctrina de dar a la composición cierto sabor castellano y a las
formas
cierta semejanza con las usadas en otros
tiempos,
pretendían mantener o introducir en las obras modernas
defectos,
hijos de la falta de filosofía y crítica, propios no solo de los escritores españoles, sino de los de todas las naciones en épocas menos
ilustradas.
Asimismo García de la Huerta, y cuantos sin ir con él enteramente acordes sustentaban la misma causa, cometían el yerro común a todos cuantos en lo
político
o en lo literario pretenden resucitar lo que ya ha dejado de ser, o mantenerlo íntegro cuando su cabal
conservación
es imposible. Por eso, los mismos que alzaban la bandera de los siglos
XVI
o
XVII,
renovados al defenderlas, se valían de armas del siglo XVIII, colocándose en un puesto mal escogido, equívoco y de difícil defensa. Al mismo tiempo los promulgadores de nuevas doctrinas críticas y mantenedores de sus dogmas hasta con el ejemplo que daban en sus composiciones, entre los cuales se contaban los más
insignes
literatos y escritores castellanos de aquella época, si pretendían ir y llevar las cosas a la par y en consonancia con los
adelantamientos
de su siglo, y conociendo cuánto
aventajaban
a España otras naciones, tomaban de ellas no poco, adoptando sus
máximas
de crítica literaria para recomendarlas o seguirlas, y si al abogar por reformas de varias clases, empapándose en el espíritu filosófico de su tiempo, en algo tenían que separarse del que animaba a la pasada literatura de su patria, no procedían por odio a sus mayores, sino por sujetarse a unos inconvenientes sin los cuales mal habrían podido alcanzar las ventajas que en varios puntos consiguieron, siendo propio de la naturaleza humana en todas las empresas no poder lograr bien alguno importante sin que venga acompañado de alguna desventaja más o menos leve que la compense o le rebaje el precio. No ha de creerse, con todo, que eran los reformadores, según les echaban en cara sus contrarios, hombres olvidados de la antigua
gloria
literaria de su nación y tan opuestos a los antiguos autores castellanos que en ellos nada encontraban digno de alabarse o de seguirse; pues al revés, si bien tomando en lo general para juzgar o componer otra norma que la de los autores antiguos,
ensalzaban
en estos muchas dotes, y en no pocos puntos los
imitaban,
siendo de notar que en el último tercio del siglo
XVII,
cuando se iba la literatura española cada vez más
afrancesando,
y en cuanto consentía el escaso conocimiento que de las obras inglesas tenían los españoles un tanto inglesando, y por la fama de Metastasio en aquella hora y el deseo de ponerse a la par con él también en algunas cosas italianizando, entonces mismo, sin dejar de tomar mucho de los extranjeros, al paso que de ellos tomaba la sociedad el espíritu de la filosofía, a la sazón reinante en el orbe culto, con particular esmero y más que antes miraban por la gloria y conservación de los escritos de los
antiguos
ingenios españoles.
La
inmortal
producción de
Cervantes
yacía poco menos que
olvidada,
pues si bien vivía constante su fama, era como de obra destinada a entretenimiento del
vulgo,
y mientras los
extranjeros,
apreciando con más justicia en superior grado su mérito, sobre
traducirla
y
celebrarla,
habían llegado a publicarla en su nativo idioma
castellano,
sobre todo en una magnífica
edición
hecha en Londres, los españoles solo teníamos del
Quijote
impresiones donde la fealdad tipográfica iba a la par con la
incorrección,
cuando entrado ya el último tercio del siglo
XVII
la Real
Academia
Española dio de él una edición bella y correcta, dedicándose después muchos libreros a reproducir la misma obra
inmortal
que tan buena acogida había tenido entre los literatos del mundo entero. Otro tanto sucedió con varias obras antiguas de menos fama, aunque de
mérito
no corto.
Por aquellos días un
hombre
laborioso, corto de
talento
y no sobrado de
instrucción,
aunque diligente y celoso, concibió la idea de reunir los escritos
principales
de los
poetas
en una colección que tituló
Parnaso español,
y si bien anduvo en la elección un tanto
desacertado,
y en los juicios críticos sobre algunas de las obras errado hasta el punto de mostrar crasa ignorancia, todavía es cierto que en aquella su colección vieron la luz muchas composiciones
inéditas,
volvieron a reproducirse otras varias que estaban olvidadas, de modo que el
Parnaso español,
a pesar de sus defectos, fue un síntoma de
adelantamiento
y de buen
gusto
en el estado literario de España, y un paso dado en la carrera que llevaba a los escritores a
renovar
nuestra literatura. Por aquel tiempo hubo una porción de obras antiguas de mérito reimpresas, siendo las prensas de Sancha e Ibarra las que más se emplearon en esta tarea provechosa. Réstame hablar de los principales reformadores de nuestra poesía, y aun puedo decir de todas las ideas críticas de España.
Hice mención en la lección anterior de un hombre laborioso, que alcanzó bastante fama en su tiempo, cuyas obras, de mediano y aun puede decirse hasta cierto punto
corto
mérito, hemos
estudiado
los que tenemos algunos días, y que hoy se halla un tanto dado al
olvido.
Hablo, señores, de D. Tomás de Iriarte. Don Tomás de Iriarte era el modelo de lo que puede hacer la
instrucción
varia y amena en una de las
imaginaciones
más
heladas
que jamás se han conocido. Sin embargo, al acometer diferentes empresas, sin duda creyendo que por lo mismo que no se sentía con vocación para determinadas cosas podía abarcar muchas y varias, falta propia de ingenios medianos a la cual a veces los superiores obedecen, como sucedió a
Voltaire
y a algunos otros varones
insignes,
tuvo en medio de esto la gloria de introducir en nuestra literatura el cultivo de un ramo de
poesía
hasta entonces desatendido por los escritores castellanos, y de introducirle de un modo nuevo en la literatura
antigua
y moderna, dando por la vez primera en lengua española una colección de
fábulas
y haciendo que estas sirvan de ilustrar una máxima de crítica en vez de una de moral, por lo que las tituló
literarias
con exactitud completa. Mucho se debe alabar en las composiciones a que ahora me refiero, pues su
invención
es por lo común felicísima, teniendo las más veces el mérito de la
novedad
absoluta, y otras el de
reproducir
bien una idea antigua, y siendo su
estilo
noble a la par que llano, su dicción correcta y
purísima,
su versificación fluida, llena y muy variada con atrevimiento y acierto en la elección de consonantes, y siendo los
preceptos
que inculcan sanos todos y dignos de ser seguidos. ¿Qué falta, pues, señores, a tal obra para calificarla de perfecta? Les falta la
poesía,
y aunque esta no sea falta igualmente notable en semejante clase de composición que en las de otro género; y si bien el autor se muestra en ellas poeta mucho más que en sus otras producciones, al cabo poesía son las fábulas, aunque de índole diversa de aquellas en que más se remonta la fantasía o se expresan los afectos, y de las dotes de verdadero poeta carecía el autor, aun cuando con su ingenio y
ciencia
mejor acertaba a suplir las calidades de que estaba falto. Con razón nota un
agudo
crítico
moderno (M.
Nisard),
que una de las
diferencias
notables entre las fábulas de
Fedro
y las de Lafontaine, composiciones unas y otras de mérito eminente y de no inferior fama, consiste en que en las del poeta francés hay dos calidades diversas: una la de la poesía pintoresca, por estar en ellas representados los personajes animales con las mañas y cosas propias de su especie respectiva, añadiéndoles solo el uso del lenguaje, pero conservándoles en lo demás sus
costumbres,
y suponiéndoles modos de pensar y sentir a estas análogos, y otra la de la imaginación e
ingenio
que se muestran en la invención del apólogo en el mérito literario de su composición, y en el arte de adaptar al argumento la moral, al paso que en las del poeta latino solo hay las prendas de un estilo en grado no común, señalado por su concisión
elegante.
No
igualando
en esto Iriarte a Fedro, se le acerca con todo hasta un punto no común, al paso que le excede en la invención y en la variedad y flexibilidad; pero de las dotes descriptivas ensalzadas en el fabulista francés, carece, si no del todo, poco menos, teniendo en este punto en lengua castellana un superior en un rival, que vino a disputarle la palma en el género de las fábulas, y que si por un lado le excedió, por otro no quedó en una superioridad conocida.
Pero antes de que hable del
fabulista
a quien acabo de referirme, cuyo
mérito
poético le hace acreedor a mención particular y detenida, bien será, señores, que siga hablando de
Iriarte,
en cuyas obras, a pesar de su
medianía,
hay siempre qué notar, siendo de los autores más
elegantes
que ha tenido la lengua castellana y habiendo acertado aun en su frialdad más de una vez a hacer respetable su medianía. Fue laborioso
traductor,
y aunque lo claro de su
ingenio
y lo vasto de su
instrucción
le hacían al parecer muy a propósito para una tarea en la cual no tanto se ha menester una viva fantasía cuanto un conocimiento del idioma, así del original como del propio en que se hace la versión, y un
gusto
fino y a la par severo, con su ejemplo probó una máxima cierta, a saber: que aun para traducir es necesario cierto calor que sienta con viveza lo que hay en el original y sepa trasladarlo con brío. Nótese lo que acabo de advertir a mi auditorio, aun en la traducción que hizo Iriarte del
Arte Poética
de
Horacio,
o sea la
Epístola a los Pisones.
Ninguna producción podía presentarse en que las naturales prendas de semejante traductor pudiesen ejercitarse con más fundada esperanza de llegar al acierto. La obra original, si llena de singulares
primores
y perfecciones por su clase, así como por las calidades del estilo del autor, de cierto tono templado y medio que no da lugar al vuelo de la fantasía.
El
traductor
conocía perfectamente la lengua
latina;
como hombre
instruido
y diligente se había dedicado a buscar cuantas interpretaciones y glosas pudiesen ilustrar dificultades u oscuridades en el texto; manejaba con maestría el
idioma
castellano, siendo en la gramática correcto y escribiendo con
pureza
en que igualmente procuraba evitar los arcaísmos y los galicismos, y sabía expresarse en verso haciendo los suyos correctos y a veces fluidos, si bien con frecuencia poco llenos y sonoros. A pesar de estas prendas propias para su tarea, tal era su
frialdad
que su versión adolece de la falta común a sus obras, careciendo enteramente de la poesía fácil y deliciosa del original, reduciéndose a ser una
reproducción
de los pensamientos de Horacio en correcta prosa medida y rimada, y quedándose inferior no solo a traducciones posteriores, salidas a luz en nuestros días, como las de los señores
Burgos
y Martínez de la Rosa, y sobre todo la que acaba de dar a luz nuestro digno socio el Sr. D. Juan Gualberto
González,
que recomiendo a mis oyentes como digna de alta alabanza, sino aun excediendo poco a la de
Vicente
Espinel,
malísima
por su incorrección y escasa inteligencia del
original,
con razón criticada por el
traductor
nuevo, al paso que mal defendida por el colector del
Parnaso español,
pero en la cual, en medio de su rudeza y pobreza, de cuando en cuando aparece tal cual
destello
de poesía de que no presenta Iriarte el menor vestigio.
Mayores dificultades presentaba a este
traductor
el
estilo
de
Virgilio,
y sin embargo también acometió la empresa de poner
su
Eneida
en verso
castellano.
No concluyó este trabajo, del cual solo vieron la
luz
los cuatro libros primeros, bastando esta larga muestra para probar que la empresa había tenido
infelices
resultas. Hasta erró el traductor en la clase de versos que eligió para su tarea, habiéndola hecho en romance
endecasílabo,
cuya peculiar construcción se adapta mal a expresar los pensamientos usados en el libre hexámetro
latino.
No es este el único defecto, aunque sí lo es considerable en la versión a que me voy ahora refiriendo, cuya falta principal consiste en haberse el traductor ceñido a poner en narración lo que es descripción animada, estando cada vez más persuadido Iriarte de que la poesía no es otra cosa que el verso, y no acertando por esto mismo ni aun a dar al verso la valentía y el número
competentes.
Gregorio Hernández de Velasco había traducido la
Eneida
muy
mal,
no entendiendo con frecuencia ni el texto y nunca la índole de la poesía de Virgilio, al cual añadía en su versión cosas tan ajenas de su
estilo
como las siguientes:
Y
el sueño de los dioses, don sabroso,
Sin ser sentido va el sentir privando.
Pero aun así, y con pocas dotes de poeta, una u otra vez da muestras de
serlo.
Para comparar su obra con la de Iriarte de un modo que muestre la falta particular de este último, véase, por ejemplo, como cuando en la
Eneida,
al pintarse la caída de Troya y el ruido del incendio y del asalto, comparándole con un torrente desatado que todo lo arrasa y lleva consigo, y figurándose un pastor que atónito oye desde lejos aquel estruendo:
Stapet
inscias alto
Accipiens sonitum saxi de vertice pastor
El poeta antiguo, aunque con pleonasmos y en dicción no muy
correcta,
tampoco falta de algún
calor
poético, dice así:
El
pastor simple que oye el gran ruido
Está pasmado sin saber qué sea,
Y en lo más alto de un peñón subido
Con gran temor aun desde allí lo otea.
Al paso que el
moderno
de cuyas obras voy hablando, despojando de toda expresión pintoresca la frase, se contenta con verterla en:
Y
atónito el pastor con el ruido
Escucha inmóvil desde un alta peña.
Mal
verso el último en verdad, y pobre elección de palabras para expresar el
stupet
y
accipiens sonitum,
todo ello propio para merecer a la
traducción
el duro dictado de serlo de Gaceta, como de la francesa del padre
Desfontaines
dijo en un caso con justicia Voltaire su enemigo.
Más
aventajado
aparece Iriarte en sus
epístolas,
en las cuales si poniéndolas en cotejo con la celebrada de
Rioja,
con la de los Argensolas, harto más fríos, y aun con las de otros, todavía
no
se encuentran galas poéticas de imágenes y dicción, que aun en género tan templado caben, no deja de haber mérito, siendo el
estilo
correcto y en tal cual pasaje
robusto.
Al poner en
castellano
el mismo escritor una u otra
fábula
de
Fedro
acertó asimismo, y con todo no llegó al punto a que una buena versión debe llegar, pues si el poeta latino citado no se distingue por su fuego ni por su talento descriptivo, siendo su principal prenda la de suma
elegancia
en la concisión, Iriarte, elegante también y correcto, si no pecaba enteramente de difuso, distaba poco de incurrir en el vicio de
serlo.
Tradujo
Iriarte obras
dramáticas
del
francés
y con acierto diferente, siendo, como era de presumir de hombre de su imaginación y estilo, poco feliz cuando se las hubo con
tragedias,
y al revés cuando emprendió poner en castellano
comedias,
clase de composición esta última para la cual tenía
disposición,
como diré en breve al hablar con elogio de sus comedias originales. Escogió para volver en castellano una tragedia francesa,
El huérfano de la China,
de
Voltaire,
producción de las
malas
de tan
célebre
ingenio, que en lo trágico jamás se remontó al lugar
primero,
aunque los críticos de su siglo le
pusieron
a la par con
Corneille
y con Racine, puesto de que la opinión conforme de los críticos modernos y del público de electores y oyentes hoy le ha bajado. En
El huérfano de la China
además su autor se había quedado inferiorísimo a sí mismo en sus buenas composiciones de la misma clase, habiéndola escrito dominado por una idea de su filosofía y por uno de sus caprichos particulares, que era considerar en el pueblo chino pueblo extraordinario semi-bárbaro, aunque por otra parte ilustrado, hábil en las artes mecánicas y no ignorante de las letras, desde días muy antiguos el modelo de un gobierno filosófico en que el deísmo puro era la religión de los sabios letrados gobernadores. Gran desvarío en verdad en quien amando con ardor la civilización, por mirar con odio el
cristianismo,
verdadero civilizador del mundo moderno, hubo de figurarse perfecciones imposibles en la sociedad humana en un pueblo mal conocido, pero del cual consta que vive bajo un despotismo atroz, el del palo, y no tomándole en sentido figurado, pues cabalmente la caña de bambú es el medio con que en aquel imperio los superiores se dan a obedecer por los
inferiores.
Prescindiendo de este defecto, que es sin embargo tal que vicia la composición entera, dándole origen en una idea falsa, es la tragedia de que voy tratando producción de la
vejez
del poeta; de ello se resiente no poco. El
traductor
que la puso en silva,
versificación
que por lo general no agrada en las tragedias
españolas,
no acertó a más que a expresar los
conceptos
del original fielmente en medianos versos y
purísimo
idioma castellano.
Al revés Iriarte,
traduciendo
una
comedia
francesa,
hizo una versión superior al original sin duda alguna. Verdad es que en elegir no tuvo el mayor acierto, aunque buscó obra de autor cuyo mérito se parecía al
suyo,
del francés Destouches, correcto y frío, pero aun de este no tomó para trasladarla en castellano su mejor obra, que es la comedia titulada
Le Glorieux,
el vano o vanaglorioso, sino otra producción
inferior,
cuyo título es
El Filósofo casado,
drama de corto aunque algún
valor,
cuyo principal defecto es ser su principal personaje sobre poco
verosímil,
no ideado de modo que su singularidad empeñe en grado considerable. Esto aparte, la comedia de Iriarte se señala por su
estilo
fácil y correcto, por la naturalidad de su diálogo, por lo fluido de su versificación, por cierto chiste urbano natural del autor en sus composiciones originales, por calidades, en suma, que acreditan que cultivando la poesía cómica estaba, como suele decirse, en su terreno, donde si no sacaba frutos del más alto precio, no dejaba de sacarlos bien sazonados.
Acabo de decir, señores, que Iriarte compuso comedias originales, y en verdad el número de las que escribió no fue corto, aunque de ellas solo hayan visto la
luz
cuatro o cinco, número de poca consideración si se pone en cotejo con el de las infinitas producciones salidas de la fecunda vena de nuestros dramáticos
antiguos,
pero no despreciable en días de menos rapidez y abundancia en el producir que lo habían sido los siglos anteriores o lo es el momento presente, y cuando la fama de un poeta ya entonces nacido y poco después señalado,
remontada
en breve a la mayor
altura,
solo estriba en cinco
comedias
y dos
traducciones.
De una obra de sus primeros años, la cual publicó encubriendo su nombre con el
anagrama
de D. Tirso de Imareta, solo tengo
noticia
por haberla visto citada entre otros por Moratín, bien que aun el título de la composición a que me refiero se me ha ido de la memoria. Pero el principal
mérito
y renombre de Iriarte como poeta cómico son debidos a su
comedia
de
El señorito mimado,
de la cual hizo una como repetición de
menos
valor, pero también de alguno no corto en
La señorita mal criada.
De la primera de estas obras dice con justicia Moratín, que si hay una comedia donde pueda decirse con propiedad que empieza el buen teatro cómico castellano, esta es. En efecto,
El señorito mimado
es una obra de gran corrección y aun no de estéril
vena.
Los caracteres, sin ser concebidos con novedad ni tener el individualismo que caracteriza a las producciones de ingenios superiores, son
retratos
bien hechos de clases de la sociedad de los días del autor. El nudo, sin acreditar una imaginación viva en quien le teje, y pecando algo por sencillez, está enredado y desenredado con naturalidad y acierto. El diálogo se distingue asimismo por lo
natural
y
fácil.
La versificación es sobremanera fluida y correcta si no briosa, y se acomoda al diálogo sin linaje alguno de violencia. Reina en toda la composición cierto tono de trato fino y culto y hasta caballeroso, por que se distingue siempre el autor cuyos personajes suelen ser lo que en la sociedad los que se distinguen por su educación esmerada y noble porte. Tampoco falta en la obra chiste, casi siempre de buena ley, urbano y
moderado.
En suma, sería
El señorito mimado
una obra digna de las más altas alabanzas si no careciese de lo que se llama fuerza cómica o, diciéndolo con más propiedad, si en ella no se descubriese el vicio de pobreza de
fantasía
y frialdad de que aun en sus mejores momentos no tenía fuerzas para salir D. Tomás de Iriarte. La comedia de
La señorita mal criada,
donde el autor pinta los
malos
efectos de la indulgencia paternal en la mala educación dada a una joven, así como lo había hecho en
El señorito
respecto a una persona del otro
sexo,
es inferior a la composición antes citada, pero que se le acerca mucho, y en uno u otro pasaje la iguala, y aun en mi pobre concepto la excede. Los caracteres de la señorita y del
Marqués
están, si no ideados con valentía, pintados con
habilidad,
notándose que aun al retratar a un hombre impostor y vicioso que pasa por caballero, el autor representándole en trato con gentes de buena crianza, le da modales finos, porque, como no me cansaré de repetir, Iriarte se
distingue
por su acierto en representar lo que tan bien pintó Calderón en sus días, lo que no pudo pintar Moratín, lo que aciertan a expresar muy pocos, si acaso algunos, entre nuestros contemporáneos, y lo que con acierto representan algunos autores dramáticos o novelistas extranjeros, señalándose entre todos en este punto el célebre escocés Walter Scott en sus novelas, a saber, el carácter de un caballero cumplido.
He hablado bastante, señores, de los versos de D. Tomás de Iriarte. Su
prosa
se distingue por las mismas
prendas
y faltas que su poesía, siendo error creer que cierto grado de calor no sea necesario a los escritores, menos cuando tratan materias científicas, caso en el cual aun no está mal que se tenga, pero no está bien que se manifieste en impropios arrebatos y adornos. Las obras de este autor no son muchas, ni estas de superior
importancia.
Unas lecciones instructivas de historia y geografía, descarnados anales cuyo mérito es únicamente lo correcto y
puro
en grado sumo de su dicción, unas
traducciones
hechas con el mayor acierto posible, algunos diálogos críticos, chistosos y llenos de
instrucción
varia y de sanos
preceptos,
aunque pecando por parcialidad y por juicios equivocados en que se tiene por belleza superior la falta de imperfecciones, y una obra de
moral
de que solo existen dos o tres capítulos bien
escritos,
como las demás obras del autor, y triviales, aunque sanos y justos en los pensamientos, es lo que constituye las obras prosaicas del autor, en el examen de cuyas obras estoy entreteniendo a mi auditorio con más detención acaso que la correspondiente a su
mérito,
pero con la debida a escritos donde están representadas una época y una escuela de
medianía
elegante.
En efecto, Iriarte era en sus días muy
admirado,
aunque también muy
censurado,
contribuyendo a lo primero tanto cuanto a lo segundo las diversas ideas que del verdadero mérito poético y literario tenían sus jueces. Por esto
Samaniego,
citado por mí en esta misma lección, sin nombrarle como su rival y en ciertos puntos su vencedor, en la
composición
de
fábulas
castellanas, de algunas prendas poéticas como fabulista, pero de la escuela prosaica como crítico, en varias de sus obras al elogiarle celebrando su
desemejanza
con
Góngora,
para ambos objeto de odio, alababa el que fuese
. . . . . . . . . por el llano
Cantándonos en verso castellano
Cosas claras, sencillas, naturales,
Y todas ellas tales,
Que aun aquel que no entiende poesía
Dice eso yo también me lo diría.
Por el contrario
Forner,
de opuestas doctrinas, y tampoco de la crítica más juiciosa, se ceba en su fama,
criticándole
por lo común con acierto, no rara vez con injusticia, y siempre con vituperable encono. Lo que no puede negarse en Iriarte es que su
estilo
merece algún elogio a pesar de ser flojo y desmayado, y que a su lenguaje se debe sin restricción alguna la más alta alabanza, por ser cuanto cabe
correcto
y castizo. En este punto mostró tal acierto, que logró evitar, aunque acaso con nimiedad, los extremos del arcaísmo y el galicismo, habiendo ridiculizado el uso del primero en su excelente fábula intitulada
El retrato de golilla,
y el segundo en la de
Los dos loros y la cotorra,
y en otros lugares, y ambos en todos sus escritos, así como con el
precepto
con el ejemplo. Y aquí será bien, señores, que yo recuerde a autores de nuestros días resueltos a acabar enteramente con nuestro idioma
castellano,
trocando su sintaxis y aun su vocabulario por los de la vecina Francia, y mezclando en el tejido de su lenguaje extranjero o mestizo varias no bien entendidas ni mejor aplicadas voces y frases del castellano más antiguo, será bien, repito, que recuerde que si puede creerse vicioso o
ridículo
en otros conservar el culto y obediencia al habla de sus mayores por juzgarla poco propia para empleada en esta nuestra edad filosófica, con los conocimientos y argumentos de toda época, puede conservarse en su integridad la índole de nuestra lengua hermosa, robusta y sonora. Y nótese que Iriarte mismo escribiendo en tiempos modernos con el estilo propio de nuestra época, y huyendo de parecer anticuado todavía, según me dio a notar no hace poco uno de los
mejores
escritores de
nuestros
días, y nuestro digno
socio
ridiculizó como extremos de un lenguaje
impropio
por la falta de pureza en un personaje de su
comedia
de
La señorita mal criada,
voces que hoy se usan con suma gravedad, habiendo llegado a ser parte del lenguaje corriente. Tales son decir el marqués a la señorita:
«Ah!
Yo la conjuro a usted»
A que ella responde:
«¿Estoy
acaso endiablada?»
O la siguiente expresión:
Sus
versos son pepitoria
Que heredó del numen
frío
Del dómine Juan
1
su tío
Que esté en gloria
en la llamada
fábula
con el título del
Asno erudito,
no hay ni aun
mérito,
quedándose como composición literaria inferior a las fábulas que con tan mala crítica y poca mesura
ridiculiza.
No menos acre, aunque más justo, estuvo con Vargas Ponce, autor de
singular
estilo, al
censurar
en un folleto titulado
La corneja sin plumas, o la declamación contra los corruptores de la lengua castellana,
presentada a la Real
Academia
Española en competencia por el premio que el mismo cuerpo había ofrecido a quien mejor desempeñase este argumento, no premiada, y dada a
luz
por el autor con
arrogancia
para acreditarse de digno del premio que no había obtenido. Ni en la comedia del
Filósofo enamorado
de Forner hay dotes
poéticos,
ni su
sátira
contra los malos poetas, premiada por la Academia, e inferior a la escrita sobre el mismo argumento por Don Leandro Fernández de Moratín que tuvo el accésit, tiene cosa que la recomiende, salvo una
dicción
correcta y una versificación llena, aunque
trabajosa.
A la par con estos escritores, y siendo de una
escuela
diferente de la de Iriarte y Forner, alcanzaba
aplausos
en gran parte fundados por sus
poesías
el
religioso
agustino fray Diego González. Admirando este autor a fray Luis de León, cuyo mérito estaba realzado a sus ojos por haber vestido el hábito de la
misma
orden religiosa, se dio a
remedarle,
y puntualmente copió las formas de su estilo, de forma que en los tercetos del Libro de Job, dejados sin concluir por el poeta antiguo, su
imitador
moderno hizo la parte que faltaba con tal acierto, que a veces llega a ser perfecta la semejanza entre la obra de uno y la del otro. Pero imitar las formas de un gran modelo no es
reproducirle.
Fray Diego González no bebió el espíritu a las obras de su
insigne
original, acaso por no
comprenderle,
quizá por no ser para tanto su
pecho.
Le faltan los vivos afectos que tan sin esfuerzo, casi sin conocerse, remontan a fray Luis de León a la mayor altura en medio de su estilo prosaico en lo general, de suerte que las Poesías de González no pasan de ser composiciones correctas en templado estilo, con dicción
pura
algo anticuada, con versificación dulce y fácil, si bien floja con frecuencia, y donde se expresan pensamientos comunes, mera imitación o
repetición
de los de otros autores. La
Invectiva contra el murciélago,
muy
celebrada
en otros días,
merece
serlo a pesar de sus descuidos e imperfecciones, siendo un gracioso juguete donde hay animadas pinturas, lujo de castiza dicción, y no pocos bellos versos.
Amigo
de fray Diego González era otro
poeta
y escritor en
prosa,
laborioso y no falto de
ingenio
ni de
instrucción,
y digno de aprecio más que por sus
medianas
obras por su
carácter
y por la circunstancia de haberle cabido gran parte en los adelantamientos de su época, porque con sus
preceptos
y ejemplo contribuyó a formar escritores de mérito muy superior al suyo, de modo que con razón es considerado uno de los fundadores de la moderna literatura castellana. Eran en
Cadahalso
grandes la aplicación y el celo, medianos el
ingenio
y el saber, y la imaginación escasa. Como hombre sin vocación particular para género alguno determinado, probó a tratar varios, obedeciendo no a la inspiración de su talento, sino a los autores cuya
celebridad
estaba reconocida por la
moda,
por lo cual procuró
imitar
obras de clases muy diversas y de méritos muy desiguales. Las
Cartas Persas
de
Montesquieu gozaban de alta y
merecida
fama, y Cadahalso compuso
Cartas Marruecas,
pobres
remedos
de un hermoso
modelo,
donde no hay prendas de
estilo,
ni
novedad,
ni profundidad de pensamientos, ni sana crítica, ahogada tal cual agudeza, y una u otra observación juiciosa entre abundantes errores o
trivialidades.
Corrían con reputación muy superior a su
valor
entre los franceses
Las Noches,
o
dígase los
Pensamientos nocturnos
del
inglés
Young,
traducidos
en prosa por Letourneur; y Cadahalso, recién perdida una
mujer
a la que
amaba
con pasión ciega, lloró su pérdida en
pesados
discursos en prosa poética, donde creía
remedar
al celebrado modelo inglés con introducir un sepulturero llamado Lorenzo por ser este el nombre de la persona a quien el poeta inglés dirigía sus querellas, y donde no acertó el español a expresar los afectos que vivamente sentía.
Los Eruditos a la violeta,
sátira
del mismo autor, le alcanzó más
fama,
y en gran parte merecida, aunque con razón se la ha tachado de adolecer del vicio que satiriza, esto es, de una erudición un tanto
superficial;
pero tiene
chiste,
tal cual observación sana, y está escrita en mediano
estilo,
habiéndole cabido como a obras de mucho más alto valor, y como a otras de escaso merecimiento y feliz fortuna, la gloria de que haya quedado como frase corriente en el idioma castellano la de su título, aplicada a los que con poca instrucción hacen de ella alarde pretendiendo pasar por doctos. La
Óptica del Cortejo,
del mismo autor, escrita casi en el lenguaje llamado
culto
de los escritores del siglo
XVII.
Cadahalso ensayó sus fuerzas en
versos,
así como en prosa. La
tragedia
de
Don Sancho García
vale
poco,
y hasta erró el autor por hacerlo igual a las francesas en escribirla en versos
pareados,
cuyo sonido continuado es
desapacible
a los oídos españoles; falta menor que agregada a la carencia de toda buena calidad dramática o poética, ha bastado para condenar esta producción a completo olvido. No es tan
infeliz
Cadahalso en sus
poesías
ligeras,
en las cuales si no se remonta a la primera altura, sobresale no poco, constituyendo ellas su mérito
verdadero.
Chistoso en los epigramas y en las letrillas, robusto y a veces de una hermosa
robustez
en sus tercetos a la Fortuna, y solo mediano en tal cual oda, en sus anacreónticas es fluido, de elegante y graciosa sencillez, de pensamientos, si no siempre nuevos bien escogidos, correcto en la dicción, y en la versificación sonoro. Su anacreóntica que empieza
Discípulo
de Apeles,
Si tu pincel hermoso
Empleas por capricho
En este feo rostro
tan
celebrada
antes y que
merece
serlo; otra cuyos primeros versos son
¿Quién
es aquel que baja
Por aquella colina,
La botella en la mano
Y en el rostro la risa?
con algunas más, si no tienen el adorno que las más celebradas de
Meléndez,
no les son inferiores. En suma, de sus versos cortos muchos han quedado en la memoria, y son dignos de
aprecio.
En Cadahalso es la prenda principal la ternura, y no falta aunque tampoco sobre el
ingenio,
flaqueando en punto a viveza y fuerza de imaginación, y acreditando más que todo el buen deseo que a promover los adelantamientos intelectuales de sus compatricios le excitaba. Su muerte temprana y gloriosa en el
sitio
de Gibraltar fue muy sentida, llorándola en tiernos aunque solo
medianos
versos
fray
Diego González, su
amigo.
La prosa de esta época iba a la par con la poesía, y sin embargo de ello hay que citar algunos más poetas que prosadores. Consiste esto en que, no obstante la tan citada y aplaudida frase de
Horacio
sobre no poderse consentir poetas medianos ni aun por los postes, siendo fácil y justo recomendar ligeras composiciones poéticas hasta el punto de contarlas como parte de la literatura de un siglo, no sucede así con obras en
prosa,
en las cuales se requiere para hacerlas digna de atención cierta importancia por el valor de su argumento, y hasta por sus dimensiones. Un largo catálogo de escritores acredita el estado de la
ilustración
en España
reinando
Carlos III, y en muchas obras de aquellos días hay prendas de estilo dignas de alabanza; pero con todo
ninguna
composición literaria de los mismos días puede ser recordada especialmente como gloria de la literatura contemporánea. La historia de Gibraltar por Ayala está bien
escrita,
pero no de modo que merezca particular elogio. Reinaba en general
buen
gusto en los autores, limpios ya casi todos de los vicios de estilo
dominantes
a fines del siglo
XVII:
exentos también por otro lado de la
pobreza
y frialdad notables en los escritos de tiempo de
Felipe
V o Fernando VI; todavía, empero, faltos de brío, defecto, más que suyo propio, de ser
imitadores
constantes y de probar sus fuerzas en tareas de corto empeño. D. Vicente de los Ríos en su
Análisis del Quijote,
en su
Vida
de
Cervantes y en su prólogo a la edición de las
Poesías de Villegas,
mostró tener
estilo
elegante y dicción correcta y castiza, así como dotes de
pensador
y de crítico; pero con todo esto son tales trabajos cosa corta para dar a un escritor valor subido, sin contar con que el mismo análisis del
Quijote,
tan acabado,
peca
alguna vez por ostentar erudición inoportuna, otras por una crítica errada, y siempre por ser visible
imitación
del análisis del
Telémaco
por el escocés Ramsay, o de los
Ensayos
de Addison sobre el poema del
Paraíso perdido,
etc. Estimulada la Real
Academia
Española por celo de la
gloria
de su patria, había discurrido llamar a los ingenios a certamen, proponiéndoles cuestiones que tratar en prosa y verso, y dando honrosos premios a aquellas composiciones que en su juicio le mereciesen. Semejante modo de excitar por medio de la
emulación
el talento, si algún buen efecto produce, nunca ha servido de estímulo bastante a producir obras de mérito sobresaliente. En España hubo poco acierto en la elección de las cuestiones propuestas, y al principio los juicios para adjudicar el premio parecieron errados, tanto que el público al apelarse a él revocó muchas de las sentencias dadas por los primeros jueces. Ya he hablado, señores, del canto
épico
de
Las naves de Cortés destruidas,
en que el fallo de los
académicos
fue favorable al poeta Cabeza de Vaca, y el de público a D. Nicolás Fernández de Moratín. No sucedió así con el
Elogio del rey D. Alfonso el Sabio,
premiado por la Academia, sin que otra obra disputase la palma a la favorecida. Este elogio está escrito con
brío,
con elegancia, con dicción pura, pero con
afectación
intolerable. Su autor, después muy apasionado a los periodos largos, en aquella su primera composición los hizo cortísimos,
imitando
a Séneca o a Saavedra, ambos escritores de nota y valor, pero ni uno ni otro buenos para modelos. Dio realce a esta obra saber que era de la pluma de un
guardiamarina,
extrañándose de autor de tal profesión y de tan pocos
años
que manifestase
conocimientos
históricos y literarios no comunes. Con esta composición empezó la
fama
de D. José Vargas Ponce, señalado después por varias obras en prosa y verso, más felices las segundas que las primeras, y todas
deslustradas
por el violento conato de ser castizo, empleado a costa de la espontaneidad y aun hasta cierto punto de la elegancia.
Las varias obras del conde de Campomanes publicadas en los mismos días contienen sanas
doctrinas,
pero se distinguen poco por las dotes de su
estilo.
Algún nombre podría citarse, y aun con elogio; no tanto, sin embargo, que pueda vituperarse la omisión como en alto grado injusta, siendo no poca prueba de la cortedad del mérito de los autores que al tratar de su época, aun hombres de no flaca memoria, no la tengan para recordar sus escritos.
Pero en los días de que estamos tratando se iban formando y aun empezaban a escribir dos hombres de mérito superior al de aquellos de quienes he hablado en el discurso de la lección presente, hombres reputados ambos padres o príncipes de la moderna literatura de España; eminente el primero en la
prosa,
aunque también en
verso
se señaló, sobresaliente el segundo en la poesía. Me refiero, señores, a D. Gaspar Melchor de
Jovellanos
y a D. Juan Meléndez Valdés. Pero antes de hablar de ellos fuerza será para ir siguiendo el siglo
XVIII
en sus progresos, que volvamos la
vista
a Francia y a Inglaterra, considerando el estado intelectual de ambas naciones ya hacia los fines del mismo siglo, tarea en la cual será forzoso que ocupemos nuestra atención en los grandes modelos de la elocuencia hablada, ya que en la
parlamentaria
tanto se
distinguieron
entre los ingleses un Chatam, un Fox, un Burke, un Pitt, y en Francia un Mirabeau con otros de alto aunque no igual renombre.
1. Llamaba Forner «dómine» a D.
Juan
de Iriarte, autor de una gramática para aprender la lengua latina donde los preceptos están puestos en
malos
versos. Este D. Juan escribió algunos epigramas agudos en buen lenguaje y bien
versificados.
De él es el tan citado a un mal avaro, fundador de una casa de beneficiencia, y que suena ser inscripción en la puerta del edificio: «El señor don Juan de Robres / Con caridad sin igual / Hizo este santo hospital / Y también hizo los pobres.