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Título del texto editado:
Resumen histórico de la Literatura Española. Segunda Parte del Manual de literatura. Capítulo XII. Poesía sagrada
Autor del texto editado:
Gil y Zárate, Antonio (1793-1861)
Título de la obra:
Resumen histórico de la Literatura Española. Segunda Parte del Manual de literatura
Autor de la obra:
Gil y Zárate, Antonio (1793-1861)
Edición:
Madrid: Gaspar y Roig, 1851


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Capítulo XII

Poesía sagrada


No se daría una idea cabal de la poesía lírica castellana, si no se hablase especialmente de la sagrada. En un pueblo religioso como el nuestro, no era posible que los poetas tratasen solo de asuntos profanos, y algunos hubieron necesariamente de dedicarse a los muchos altos y dignos que la religión ofrece. Tal sucedió con efecto; y así en prosa como en verso, hubo infinitos escritores místicos; pero las riquezas poéticas que de este género nos quedan son harto escasas, al menos si se atiende solo a las composiciones que merecen ocupar un lugar distinguido en la verdadera poesía. Ya sea por el gusto de sus autores, o su escaso talento; ya por su carácter humilde y excesiva modestia; ya por la incuria de los que las publicaban sin reunirlas en colecciones; ya por el desdén con que las miraban los más encumbrados poetas; ya en fin por el espíritu poco religioso que dominó generalmente en la literatura del último siglo; lo cierto es que no son muchos los poetas religiosos que se han salvado del olvido. Sin duda una erudición exquisita lograría sacar a luz riquezas de esta clase que yacen enterradas, haciendo en ello un gran servicio, pues las que poseemos son de tal valor que hacen en realidad sensible su corto número.

Hemos visto hasta ahora que en los diferentes rumbos que había seguido nuestra poesía desde el origen de la lengua, si se exceptúa la poesía popular, precisamente la más escarnecida y olvidada de los literatos, en lo demás había carecido de originalidad, sujetándose siempre a la imitación de extraños modelos. En el siglo XV la poesía provenzal, en los siguientes la italiana y latina, habían sido la norma de nuestros escritores que de esta suerte se privaron de tener un carácter verdaderamente nacional, y coartaron además de un modo sensible la inspiración y el genio. Así sus obras, apreciadas de los literatos y eruditos, no llegaron a hacerse patrimonio del pueblo, a tal punto que, como ya hemos visto, muchas quedaron por gran tiempo olvidadas en el polvo de los archivos, hasta que fueron desenterradas por la diligencia de celosos amantes de nuestras glorias. Con efecto, églogas en que se describan costumbres pastoriles que no existen, canciones sobre amores alambicados y oscuros, o sobre objetos referentes a la Antigüedad pagana, epístolas morales y sentenciosas; nada de esto podía interesar al pueblo, porque no representaba ni sus ideas, ni sus costumbres, ni sus gustos. Otra cosa hubiera podido ser la poesía religiosa: aquí ya se tocaba un sentimiento vivo, profundamente grabado en el corazón de los españoles, y se pulsaba una cuerda que los hacía latir y entusiasmarse. Además, aquí ya no podía haber imitación de los antiguos, y se abría un ancho campo a la originalidad. Por desgracia, esta originalidad no siguió siempre el buen camino; y el espíritu conceptuoso y alegórico la contagió hasta el punto de que se necesitaba toda la fe y todo el candor que entonces reinaban, para que tales composiciones no cayesen en el ridículo y el desprecio. Los misterios de nuestra religión, los hechos de los santos se cantaron en coplas extravagantes que en la actualidad hacen reír: la afectación de la alegoría llegaba hasta el punto de intitular una obra de oraciones místicas: Alfalfa divina para los borregos de Jesucristo, y de hacer a la Virgen seguidillas que nos parecerían escandalosas, si la sana intención no las disculpase.

Ya desde antiguo se había introducido este mal gusto en la poesía religiosa. En el Cancionero general se encuentra, entre varias composiciones ridículas, una Ave María, nada menos que de Fernán Pérez de Guzmán, que principia así: “Ave, preciosa María, / que se debe interpretar / trasmontana de la mar, / que los mareantes guía”, etc.

Sobre la doble naturaleza del Hombre-Dios, existe la siguiente canción:

El sí, sí; el cómo, no sé
desta tan ardua quistión
que no alcanza la razón
a donde sube la fe.
Ser Dios-hombre y hombre-Dios,
ser mortal y no mortal,
ser un ser, extremo dos,
y en un ser no ser igual
es siempre, será no fue.
Siempre fue y siempre son,
siempre son, mas no son due,
y aquí la razón es fe.


Otras veces brillaba más la imaginación, como en la canción de Alonso de Proaza, en loor de Santa Catalina de Sena:

Tres fieros vestiglos, soberbios gigantes,
Contrarios perpetuos del bien operar,
Salieron, señora, con voz a lidiar,
En diestros caballos, ligeros, volantes.
Mas esta batalla por vos aceptantes
Los santos tres votos de vos esenciales,
Cabalgan armados, y en fuerzas iguales
Se hallan en campo los seis batallantes.

Los unos enlazan los yelmos daquende

Los otros las lanzas engozan d’allende.

Y unos a otros se dejan venir,
Y danse recuentros de tanta fiereza,
Que creo lidiantes de tal fortaleza
En justas se vieron jamás combatir.
La santa pobreza ya hizo salir
Al mundo del rencle del golpe primero,
La fuerte obediencia al diablo romero
Hizo las armas en campo rendir.

Y desta manera vencidos los dos,

Quedaron, señora, subjetos á vos.

El blanco caballo de más excelencia
En el que justaba la casta doncella
Encuentra, derriba, por tierra tropella
La carne que hace mayor resistencia,
Que mundo, la carne, en gran Lucifer
Nunca más armas osasen hacer,
Con la grandeza de vuestra potencia.

E aquesta batalla de tres contra tres

Por estas tres coplas se supo después.


Otras veces hasta se profanaban las cosas más sagradas aplicándolas a los asuntos más mundanos, como en el Pater noster de las mujeres por Salazar.

Rey alto a quien adoramos,
Alumbra mi entendimiento,
A loar en lo que cuento
A ti que todos llamamos

Pater noster.

Porque diga el desabor
Que las crudas damas hacen,
Como nunca nos complacen,
La súplica a ti, Señor,

Qui es in cœlis.


Y así lo demás.

Este gusto siguió siempre, aun en los mejores tiempos de nuestra poesía, y no era de presumir se mejorase cuando la secta de gongoristas y conceptistas vino a corromperle de todo punto. En la Monarquía mística de la Iglesia por Fray Lorenzo de Zamora, se encuentran unas redondillas a San José, que empiezan así:

¿Qué lengua podrá alcanzar
Aquel que tanto subió,
Que á la palabra enseñó
Del propio padre á hablar?

Según su sabio arancel,
Aunque por diversos modos,
Es Dios maestro de todos,
Pero de Dios lo fue él.

De lo que su ciencia fue
Yo no sé dar otra seña,
Sino que al Cristus enseña
Las letras del A B C.

¡Oh, Jesús! es tan gloriosa
Vuestra virtud y de modo,
Que el mismo padre de todo
Su madre os dio por esposa.

¿Pudo dar al hijo el padre
Madre de más alto ser,
Aunque en razón de mujer,
Pero no en razón de madre?

A esta cuenta pudo Dios,
Josef, haceros más santo;
Mas como padre sois tanto
Que otro no es mejor que vos, etc.


Por todas las anteriores muestras se puede colegir el espíritu y forma de todas estas poesías religiosas que componían el fondo de la mayor parte de los libros devotos que andaban en manos de las gentes. El fervor religioso escrupulizaba poco en cuanto al mérito literario; y el mismo deseo de encarecer la piedad del modo más ardiente y expresivo, hacía pasar por buenos los conceptos más extravagantes, y el más ridículo lenguaje. Existían, sin embargo, varones eminentes en piedad y ciencia que, huyendo de semejantes absurdos, aplicaban a los asuntos místicos una poesía más alta y digna de su grande objeto. Es cierto que dejaron también muchas veces de ser originales, imitando en sus cantos las imágenes y el estilo de las Escrituras; más fuera de que la inspiración bíblica sienta muy bien a los asuntos cristianos, hallaron aquellos poetas en su corazón piadoso y en el amor divino que les inflamaba, una nueva fuente de entusiasmo, de donde corrieron con abundancia las ideas más sublimes, los afectos más tiernos y las expresiones más poéticas, dando todo esto a sus composiciones un giro enteramente nuevo y un carácter verdaderamente original.

Con efecto, nuestros poetas profanos, teniendo siempre delante la Antigüedad materialista, y no habiéndose sabido crear sino muy rara vez asuntos que hablasen al corazón, inflamasen su fantasía y creasen la verdadera inspiración, están lejos del noble vuelo que toman nuestros líricos sagrados. Olvidados estos del mundo prosaico que nos rodea, divinízanlo todo, hasta el amor; teniendo por deber el sacrificar a una necesidad del alma todos los bienes terrenales, en ellos la parte moral predomina sobre el material. Poseídos de un continuo arrobamiento, vivían, por decirlo así, en la mansión celeste, no veían más que la grandeza de Dios, no conocían más deleite que el amarle; y la expresión de este deleite, de estos raptos del alma, arrebataba a sus liras torrentes de melodía y cánticos llenos de interés, de novedad y gracia.

Entre estos cantores celestiales brilla en primera línea Fray Luis de León, cuya alma tierna y afectuosa parecía nacida expresamente para esta especie de composiciones. Siempre que pulsa la lira para objetos sagrados, un dulce éxtasis le eleva a los campos de la contemplación, y prorrumpe en exclamaciones que salen del fondo de su alma; o bien pinta la mansión celeste, describiéndola con expresiones místicas que, unidas a la suavidad de la versificación, producen un encanto inexplicable, no pareciendo, sino que se escucha la dulce armonía de los ángeles. Estas odas son en él generalmente cortas, porque semejante inspiración no puede durar mucho tiempo, y fatigaría tanto al lector como al poeta, si se prolongase. Oigámosle, cuando se dirige al Señor en su ascensión.

¿Y dejas, Pastor santo,
Tu grey en este valle hondo, escuro,
Con soledad y llanto,
Y tú rompiendo el puro
Aire, te vas al inmortal seguro?

Los antes bien hadados,
Y los agora tristes y afligidos,
A tus pechos criados,
De ti desposeídos
¿A dó convertirán ya sus sentidos?

¿Qué mirarán los ojos
Que vieron de tu rostro la hermosura,
Que no les sea enojos?
Quien oyó tu dulzura,
¿Qué no tendrá por sordo y desventura?

¿Aqueste mar turbado
Quién le pondrá ya freno? ¿quién concierto
Al viento fiero airado?
¿Estando tú encubierto
Qué norte guiará la nave al puerto?

¡Ay, nube, envidiosa!
Aun de este breve gozo, ¿qué le aquejas?
¿Dó vuelas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!


No es menos bella la oda en que describe la vida del cielo por medio de una alegoría.

Alma región luciente,
Prado de bienandanza, que ni al hielo,
Ni con el rayo ardiente
Falleces, fértil suelo,
Producidor eterno de consuelo:

De púrpura y de nieve
Florida la cabeza coronado,
A dulces pastos mueve,
Sin honda ni cayado,
El buen pastor en ti su hato amado.

Él va, y en pos dichosas
Le siguen sus ovejas, do las pace
Con inmortales rosas,
Con flor, que siempre nace,
Y cuanto más se goza, más renace.

Y dentro a la montaña
Del alto bien las guía, y en la vena
De gozo fiel las baña,
Y les da mesa llena,
Pastor y pasto él solo y suerte buena.

Y de su esfera, cuando
A cumbre toca altísimo subido
El sol, él sesteando,
De su hato ceñido
Con dulce son deleita el santo oído.

Toca el rabel sonoro
Y el inmortal dulzor al alma pasa,
Con que envilece el oro
Y ardiendo se traspasa,
Y lanza en aquel bien libre de tasa.

¡Oh, son, oh, voz, siquiera
Pequeña parte alguna descendiese
¡En mi sentido y fuera
De sí el alma pusiese,
Y todo en ti, oh, amor, la convirtiese!

Conocería donde
Sesteas, dulce esposo, y desatada
De esta prisión, a donde
Padece, a tu manada
Viviera junta, sin vagar errada.


Así canta León cuando la inspiración celeste inflama su frente. La ilusión es a sus ojos completa. Créese ver en aquellas santas llanuras de eterno verdor, en aquellos valles de luz que nunca marchitan los hielos, ni entristece la oscuridad: respira su profunda calma; una frescura embalsamada circula en torno suyo; se pierde meditabundo en la enramada; y allí, en su divino éxtasis, piensa oír el canto de los bienaventurados, reproduciéndolo en sus versos.

Además de las otras poesías sagradas de León y de sus imitaciones de los Salmos, pueden considerarse como pertenecientes a este género las bellísimas odas a Felipe Ruiz y Noche serena, en las cuales predomina el sentimiento religioso.

Otro poeta sagrado, contemporáneo de Fray Luis de León, fue San Juan de la Cruz, llamado el Doctor estático. Nació en Ontiveros el año de 1542; quedó muy niño huérfano. Desde la edad de 13 años entró en el hospital de Toledo para la asistencia de los enfermos; tomó el hábito de la orden del Carmen en 1563; y fue después asociado a Santa Teresa de Jesús para la reforma de los carmelitas. Obtuvo varias dignidades en su orden, y murió en Úbeda a 14 de diciembre de 1591 el mismo año en que León. Fue varón ejemplar por su caridad y virtudes, y la fama de su santidad le hizo canonizar en 1674.

Pocas son las poesías que se conocen de este autor: la mas no table es un Diálogo entre el alma y Cristo su esposo, imitación del Cantar de los cantares, en la que bajo la alusión de unos amores profanos y con expresiones de la mayor ternura, canta el amor divino. A la manera de Fray Luis de León, hay en su versificación cierto abandono y descuido que manifiesta muy bien que el poeta se ha dejado arrastrar de la inspiración, cuidándose más bien de dar salida a los sentimientos de su alma, que de adornarlos con un lenguaje castigado y pretencioso. Hay, sin embargo, tal suavidad en este lenguaje, corre tan fácilmente, las expresiones son tan felices, las imágenes tan bellas, que toda la composición arrebata. Demasiado larga para trasladarla aquí entera, copiaremos, no obstante, algunos trozos:

ESPOSA

¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como ciervo huiste
Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando, y eras ido.

Pastores, los que fuerdes
Allá por las majadas al otero,
Si por ventura vierdes
Aquel que yo más quiero,
Decidle que adolezco, peno y muero.

Buscando mis amores
Iré por esos montes y riberas
Ni cogeré las flores,
Ni temeré las fieras,
Y pasaré los fuertes y fronteras.

LAS CRIATURAS

Mil gracias derramando
Pasó por estos sotos con presura;
Y yéndolos mirando,
Con sola su figura
Vestidos los dejó de su hermosura.

ESPOSA

En la interior bodega
De mi amante bebí, y cuando salía
Por toda aquesta vega
Ya cosa no sabía
Y el ganado perdí, que antes seguía.

Allí me dio su pecho,
Allí me enseñó ciencia muy sabrosa;
Y yo le di de hecho
A mí sin dejar cosa:
Allí le prometí de ser su esposa,

Mi alma se ha empleado
Y todo mi caudal en su servicio:
Ya no guardo ganado,
Ni ya tengo otro oficio;
Que ya solo el amar es mi ejercicio.

Pues ya si en el ejido
De hoy mas no fuera vista ni hallada.
Diréis que me he perdido;
Que andando enamorada
Me hice perdediza y fui ganada,

De flores y esmeraldas
En las frescas mañanas escogidas,
Haremos las guirnaldas
En tu amor florecidas
Y en un cabello mío entretejidas

En solo aquel cabello
Que en mi cuello volar consideraste:
Mirástele en mi cuello,
Y en él preso quedaste,
Y en mis dos blandos ojos te llagaste.


Coetáneo de los anteriores fue también Fray Pedro Malón de Chaide, que nació en Cascante por los años de 1530. Abrazó la vida religiosa tomando el hábito de San Agustín. Su erudición le alcanzó el grado de doctor en teología, fue catedrático de la universidad de Zaragoza, y sus sermones le granjearon muy gran fama.

La única obra que se ha publicado de este autor es el Tratado de la Magdalena, escrito en prosa, pero donde intercala composiciones en verso. Reina en estas la misma sencillez que en Fray Luis de León, y hay frecuentes imitaciones de la Biblia, siendo muchas de sus composiciones meras paráfrasis de los Salmos. He aquí cómo pinta al Cordero divino cercado de los coros de las vírgenes.

Al cordero que mueve
Con el cándido pie el dorado asiento;
La luna más que nieve
Cuajada allá en el viento,
En cuya mano va el pendón sangriento.
Hablo de aquel cordero
En celestiales prados repastado,
Que al lobo horrendo y fiero
De duro diente armado,
De la garganta le quitó el bocado.
De aquel que abrió los sellos,
Que fue muerto, mas vive eterna vida,
Y los misterios de ellos
Con su luz sin medida
Mostró su cerradura más rompida.
Cércante las esposas
Con hermosas guirnaldas coronadas,
De jazmines y rosas,
Y a coros concertadas.
Siguen, dulce cordero, tus pisadas.
En esa luz inmensa,
Hechas unas divinas mariposas,
Andan libres de ofensa,
Y el fuego más hermosas...
Vuelve esas almas santas tus esposas.
Y cuando al medio día
Tienes la siesta junto à las corrientes
Del agua clara y fría,
Del amor impacientes
Ciñen en derredor las claras fuentes.
Porque las arrebata
El dulce olor que el ámbar tuyo aspira,
Y el blando amor las ata
Que en sus pechos aspira;
Pues siempre te ama el que una vez te mira.
Andas en medio de ellas,
Dando mil resplandores y vislumbres,
Como sol entre estrellas,
Y en las subidas cumbres
De los montes eternos da tus lumbres, etc.


En estos versos se ve alguna más corrección que en los de León y San Juan de la Cruz; no hay, sin embargo, tanta suavidad y poesía. Este autor era naturalmente severo, y poco afecto a nuestros poetas profanos, a quienes tenía por perniciosos; siendo el deseo de destruir el mal efecto de sus obras, lo que le indujo a componer la suya. Llama a aquellos “libros lascivos, rocas en que se rompen los frágiles navíos de los mal avisados mozos”, comprendiendo en este anatema nada menos que a Garcilaso. No obstante, debió estudiar muy detenidamente estos poetas que tanto vitupera, y aprende en su escuela aquella armonía, con que suele embellecer sus versos, como lo prueban las siguientes octavas, en que pinta la felicidad del pecador arrepentido, imitando también el Cantar de los cantares:

Ve, pues, amado mío, que las flores
De mil colores pinta la ribera,
La tortolilla llama a sus amores,
Y nuestras viñas dan la flor primera.
¿No sientes ya, mi amado, los olores
De las silvestres yerbas? Sal, pues, fuera,
Vámonos al aldea, y cogeremos
Las rosas y azucenas que queremos.

Allí cuando el jardín del rico Oriente
Abra la clara aurora, y enfrenando
Los caballos del sol, saque el luciente
Carro, tú y yo, mi amigo, madrugando,
Saldremos a la huerta a do la ardiente
Siesta en alguna fuente conversando,
La pasaremos bajo algún aliso,
Y no habrá para mí más paraíso.

Y cuando el rubio Apolo ya cansado
Los sudados caballos zabullere
En el hispano mar, y algún delgado
Céfiro entre las ramas rebulfere,
Y el dulce ruiseñor del nido amado
Al aire con querellas le rompiere,
Entonces mano a mano nos iremos,
Cantando del amor que nos tenemos.

Allí me enseñarás, oh, dulce esposo,
Allí me gozaré a solas contigo,
Allí en aquel silencio alto reposo
Tendré, mi amado, en verte allí conmigo:
Allí en fuego de amor (oh, más hermoso
Que el sol) me abrasaré, y serás testigo
De que te amo así, que por ti solo
El día me es escuro y negro Apolo.

Allí te alabaré, y en dulce canto
Cantaré las grandezas que me has hecho,
Y cantaré como tu brazo santo
Con celestial poder rompió mi pecho,
Y me libró del reino del espanto,
Movido por amor de mi provecho;
Y será de mi canto el fin y cabo,
Misericordias Domini cantabo.


También Santa Teresa de Jesús merece citarse entre los vales que se ejercitaron en la poesía sagrada. Su alma ardiente y arrebatada se muestra en ella lo mismo que en su prosa. Menos sujeta que los anteriores a la imitación de los libros sagrados, es más original y más apasionada. Hablaremos más adelante con mayor extensión de esta mujer sorprendente. Aquí solo citaremos para muestra de su estilo poético los siguientes versos al amor de Dios, y un soneto a Cristo crucificado.

Vivo sin vivir en mí,
Y tan alta vida espero,
Que muero porque no muero.

Aquesta divina unión
Del amor con que yo vivo
Hace a Dios ser mi cautivo
Y libre mi corazón;
Mas causa en mí tal pasión,
Ver a Dios mi prisionero,
Que muero porque no muero.

Solo con la confianza
Vivo de que he de morir,
Porque muriendo, el vivir
Me asegura mi esperanza:
Muerte, do el vivir se alcanza,
No te tardes, que te espero,
Que muero porque no muero.

Sácame de aquesta muerte
Mi Dios, y dame la vida;
No me tengas impedida
En este lazo tan fuerte;
Mira que muero por verte
Y vivir sin ti no puedo,
Que muero porque no muero.

Cuando me gozo, Señor,
Con esperanza de verte,
Viendo que puedo perderte
Se me dobla mi dolor;
Viviendo en tanto pavor,
Y esperando como espero,
Que muero porque no muero.

¡Ah! qué larga es esta vida,
Qué duros estos destierros,
Esta cárcel y estos hierros
En que el alma está metida;
Solo esperar la salida
Me causa un dolor tan fiero.
Que muero porque no muero.

SONETO

No me mueve, mi Dios, para quererte
El cielo que me tienes prometido,
Ni me mueve el infierno tan temido
Para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, mi Dios: muéveme el verte
Clavado en esa cruz y escarnecido;
Muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
Muévenme las angustias de tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor de tal manera,
Que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
Y aunque no hubiera infierno, te temiera,

No me tienes que dar porque te quiera:
Porque, si cuanto espero no esperara,
Lo mismo que te quiero te quisiera.


En las regiones septentrionales, la poesía religiosa se muestra melancólica, sombría, profunda y filosófica; en las meridionales, donde la imaginación es tan viva y el alma tan apasionada, que aun la austeridad del claustro no puede destruir esta influencia del clima, la misma poesía toma un carácter más risueño: no se resuelve a abandonar los floridos cuadros que donde quiera le ofrece la naturaleza; les pide aun sus colores, su mágico pincel, y hasta en los cantos místicos respira los suaves aromas, y las pasiones ardientes que forman el alma de estas regiones.

Así sucedió a los hebreos, y así nos tenía que suceder a nosotros. Los anteriores ejemplos son una prueba de ello.

El Padre Fray José de Sigüenza, célebre por su historia de la orden de San Gerónimo, se dedicó también con suma afición a la poesía, y hubo de escribir gran número de composiciones sagradas, cuya mayor parte se encuentran inéditas en la biblioteca del Escorial. Publicadas no existen sino muy pocas insertas en la vida suya que acompaña a la citada historia. Por ellas no vemos que su numen poético se elevase a grande altura, aunque si hay esmero y buen gusto. La mayor parte son paráfrasis de los Salmos. Citaremos de él las siguientes:

Paráfrasis del salmo Coeli enarrant gloriam Dei

Cantan los cielos con callado acento
La alta proeza del Autor inmenso:
Muestra la hazaña de su diestra mano
Cielo estrellado.

Sin que descanse de volver su rueda,
Muestra el presente, al futuro día:
Va pregonando la callada noche
La que se espera.

No hay lengua, oh, gentes, de nación extraña
Do no se entienda tan divino acento;
Pues su armonía de uno al otro polo
Va resonando.

Puso el asiento del dorado Febo
Firme, en el medio de las claras ruedas;
Y como esposo, de su rico toldo
Sale a la aurora.

Como gigante no cansado y fuerte
Corre desde el Oriente al otro extremo,
Y torna al puesto por la oblicua senda:
Todo lo alumbra.

Mas, ¡Oh, luz pura del Señor Supremo,
Que al alma errada vuelves a la senda,
Testigo firme del gran Dios, y lumbre
Clara a ignorantes!

Sacras veredas, sin torcida vuelta,
Que al que os camina dais perfecto gozo;
¡Oh, vía láctea! que a los ciegos ojos
Quitáis el velo.

Santo es el miedo de paterna ofensa
Que alinda siempre con eternidades;
Sus juicios lisos, sin doblez, ni ruga
Son, sin enmienda.

Oro del Tíbar, ni preciosa gema
Vido el deseo con que comparallos;
Ni vido el gusto mieles tan sabrosas;
Panal tan dulce.

Y así tu humilde siervo y cuidadoso,
Vela en su guarda, porque en ella siente
Que se atesora cuanto el cielo puede
Dar de esperanza.

¿Quién será puro de delitos tantos
Tan escondidos? ¡Oh, pureza santa!
Limpiadme de ellos, y también me libra
De los ajenos.

Aunque combatan, quedaré yo puro,
Si no me rinden al soberbio asalto,
Y el homenaje que te debo, limpio
De alevosía.

Luego mi lengua te hará son suave,
Y el pensamiento no perderá punto
De tu presencia; ¡oh, ayuda cierta
Redentor mío!


A Cristo Señor nuestro, en su nacimiento.

SONETO

De tronco, y de raíz firme y segura,
Tierno pimpollo y bello se levanta
Tan alto que a la más crecida planta
Humilde deja, y vence con su altura.

En medio de él, y en su mayor frescura,
Brota una flor, y su fragancia es tanta,
Que las almas eleva y las encanta
En sueño dulce de su gracia pura.

A pesar de los cierzos rigurosos
Trueca el invierno triste en primavera,
Y la más larga noche en claro día:

Llegad mortales, pues, llegad dichosos;
Gozad más bien que él de la edad primera,
Pues cuanto el cielo tiene, acá os lo envía.


Acaso no existió poeta alguno de la época que recorremos, que no se ejercitase más o menos en la poesía sagrada; y si se recogieran todas las obras que han escrito en este género, forma ríanse colecciones de no escasas riquezas. En prueba de esto citaremos una colección de romances que, con el título de Avisos para la muerte, se publicó a fines del siglo XVI, compuestos a competencia por varios ingenios de aquel tiempo y aumentada después por otros del siguiente; el número de estos se acerca a cuarenta, entre los cuales se cuentan los poetas de más nombradía como Lope de Vega, Calderón, Jáuregui, Montalván, Vélez de Guevara, Rojas y otros. En estas composiciones se advierten ya resabios del mal gusto que iba cundiendo por entonces, habiendo en ellas más sutileza que verdadera efusión de los sentimientos religiosos. He aquí como se explica Lope de Vega, hablando a Cristo crucificado:

Manso Cordero ofendido,
Puesto en una cruz por mí,
Que mil veces os vendí
Después que fuisteis vendido

Dadme licencia, Señor,
Para que, desecho en llanto,
Pueda en vuestro rostro santo
Llorar lágrimas de amor

¿Es posible, vida mía,
Que tanto mal os causé?
¿Qué os dejé? que os olvidé
Ya que vuestro amor sabía?

Tengo por dolor más fuerte
Que el veros muerto por mí,
El saber que os ofendí,
Cuando supe vuestra muerte,

Que antes que yo la supiera,
Y tanto dolor causara,
Alguna disculpa hallara,
Pero después no pudiera.

Pasé la flor de mis años
En medio de los engaños
De aquella ciega afición!

¡Qué de locos desatinos
Por mis sentidos pasaron,
Mientras que no me miraron,
Sol, vuestros ojos divinos!

Lejos anduve de vos,
Hermosura celestial,
Lejos y lleno de mal.

Mas no me haber acercado
Antes de agora sería
Ver que seguro os tenía,
Porque estábades clavado,

Que a fe que si lo supiera
Que os podíades huir,
Que yo os viera a seguir
Primero que me perdiera.


Si la colección no lo dijera, no atribuiríamos a Lope estas y las demás redondillas que siguen, en las cuales, a la verdad, no reconocemos su estilo. Mas sutil es todavía […] el siguiente trozo de un romance atribuido a Calderón:

¡Oh, cuánto el nacer, oh cuánto
Al morir es parecido!
Pues si nacimos llorando,
Llorando también morimos.
Un gemido la primera
Salva fue que al mundo hicimos,
Y el último vale que
Le hacemos es un gemido.
Entre cuna y ataúd
Sola esta distancia ha habido,
Hacia la tierra o el cielo
Arrojarnos o admitirnos.
¡Qué bien en sus confesiones
Lo significó Agustino
Cuando a esta proposición
No la averiguó el sentido!
¡Vive el hombre o muere el hombre!
Pues ninguno ha sabido
Si vive o muere, porque
Todo se hace a un camino.
¿Qué más ejemplo que yo
A este letargo rendido?
Pues vivo al tiempo que muere,
Y muero al tiempo que vivo.
¿Y si al fin para morir
No ha menester más delirio
Ni más crítico accidente
El hombre que haber nacido?
¡Oh, felice yo! ¡Oh, felice!
Que morir he merecido
En vuestra fe, conociendo
Tantos mortales avisos.


Otras colecciones existen también de poesías sagradas, de que daremos aquí los títulos, aunque son bastante raros sus ejemplares:

Sagradas Flores del Parnaso, por Bazans.

Divina, dulce y provechosa poesía, por Fray Diego Murillo.

Conceptos espirituales, por Fray Diego de Jesús.

Romancero espiritual del Santísimo, por el maestro José de Valdivieso.

Sacro plantel de flores divinas, por Francisco Ballester.

Vergel de plantas divinas, por Arcángel de Alarcón.

Versos espirituales que tratan de la Conversión del pecador, por Pedro de Encina.

Divinos versos o Cármenes sagrados, por Miguel de Colodredo y Villalobos.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera