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INTRODUCIÓN
Si labios de un profeta purifica
un serafín con una brasa ardiente
que del altar en presto vuelo aplica,
para cantar tu soberano oriente
toque, Señor, mi
ruda
lengua
inculta
un rayo de tu sol resplandeciente.
Pero si agora el darle dificulta,
que el inclemente yelo desta fría
noche tu fuego inestinguible oculta,
¿cómo podrá mi voz cantar el día
que vio la tierra tu mortal vestido
de las puras entrañas de
María?
¡Oh tú, divino arcángel que, ceñido
de blanca estola, a inumerables sumas
de espíritus hermosos preferido,
cortando como cándidas espumas
las varias nubes que bañaste en oro,
honrando el aire de purpúreas plumas,
y en Nazaret el virginal decoro
de esta pura theotokos turbaste,
cuya respuesta soberana adoro!
Tú, que no sólo allí la acompañaste,
mas desde su dichoso nacimiento
capitán de su guarda te nombraste;
tú, que a Judea fuiste; tú que, atento
a la visita de Isabel, oíste
su ilustre canto, su
divino
acento;
tú, que después el diversorio viste,
y en viles pajas el autor del cielo
a los rudos pastores descubriste,
ponme de aquel sagrado altar de yelo
nieve en la boca, y las entrañas mías
divide y tiempla del ardor del suelo;
pon brasas en la boca de Esaías,
y yelo en mí de aquel portal que envuelve
todo el fuego de amor en pajas frías.
Que el sol que agora en yelo se resuelve
mejor me dejará mirar su esfera
que si a tomar sus puros rayos vuelve.
Cante el divino Juan en la ribera
del mar de Patmos el principio eterno
del Verbo y Dios, que en el principio era;
pues puso el pico regalado y tierno
en el pecho del Sol, águila hermosa,
intrépida, en su rostro sempiterno.
La pluma en la corriente caudalosa
de su divinidad sacó dorada,
pintó el Cordero, y la ciudad su esposa;
que a la vista mortal, si no es helada,
la majestad del Sol no se concede,
y aun es licencia en el amor fundada.
Coronado de yelos verle puede;
pero de rayos no, que tal distancia
a la capacidad humana excede.
Huya de mí la bárbara arrogancia
que del profano vulgo me retira,
escuela de lisonja y de ignorancia.
Todas las cuerdas de su dulce lira
el desengaño rompa, y quiebre el arco
que las cerdas pasó por la mentira.
Salga del golfo del engaño el barco,
que a la ciudad de paz, centro del mundo,
en el Jordán pacífico me embarco.
¡Cuánto mejor mis esperanzas fundo,
ave
divina, en tu fenicio nido,
intacto, fértil, cándido y fecundo!
Quede el resón de tu ribera asido,
divino río, mientras cumplo el voto
al templo de un pesebre prometido.
No más el babilónico alboroto,
prisión injusta de mis verdes
años,
de mi patria y razón suspenso Loto.
Trujéronme los blancos desengaños
nuevas del fin, y el tiempo fugitivo
pasadas horas y presentes daños.
Los últimos acentos apercibo,
y no quiero cantar en tierra
ajena
sobre la orilla de Éufrates cautivo.
¡Cuánto mejor con pastoril avena
será bien que celebre la más clara
"noche"
que el Sol, por excelencia
"buena"
!
Otro
cante
de
amor
única y rara
belleza al mundo; que ya sé, corrido
a costa de la edad, en lo que para.
Otro de
Marte
horrísono vestido
de diamante, y de sangre la aspereza,
con trompa
heroica
de inmortal sonido;
que ya canté sus armas pieza a pieza,
y el premio no, si no es el más perfeto
cubrir de verdes
hojas
la cabeza.
Que
yo
quiero la voz y el dulce afeto
consagrar al amor de un Rey desnudo,
heroico, augusto y inmortal sujeto.
¿Quién, aunque tarde, ver su engaño pudo?
¿Quién de Egipto salió? ¿Quién pudo tanto,
o cantar para Dios o quedar mudo?
Responda a Babilonia el tierno llanto;
que no ha de profanar en su locura
tirano imperio el instrumento santo.
¡Oh Musa! Tú, que con ambrosía pura
bañaste el labio del divino infante,
sol que en el yelo tu calor procura,
dígnate de que yo tus
glorias
cante,
puesto que,
indigno
de que a tanta lumbre
la cera de mis alas se levante.
Deposito del sol, tu luz me
alumbre,
y como estrella de la mar me guía
de tu Carmelo a la dichosa cumbre.
Tu Carmelo, santísima María
me
levantó
del suelo y fue mi faro;
que el mismo sol en tu cristal se vía.
¡Oh tú, mi asilo y siempre cierto amparo!
Baña mi
ruda
lengua en esa fuente
que corre al mar de tus grandezas claro.
Y tú, divino Niño, blandamente
recibe el corazón del más grosero
pastor que a tu portal trujo presente.
Tú los llamaste, ¡oh celestial Cordero!,
y yo con ellos su venida canto
con plectro desigual, mas verdadero.
Entre las suyas hoy mi voz levanto:
atrevimiento fue, pero confío
lo que cantare mal suplir con llanto.
Con sus rudos presentes llevo el mío,
si te agrada su cándida pureza:
silvestres frutas del invierno frío.
Admite mi
humildad,
pues tu grandeza
primero que a la mirra, incienso y oro,
llamó a Belén la pastoril pobreza.
Que a ti, que del antártico tesoro
crías los montes fértiles y opimos,
ni el sol ni el oro te darán decoro.
A ti, que en blanca arena y pardos limos
siembras rojos corales, y en preciosos
nácares margaritas a racimos,
la tinta de la grana en los lustrosos
vasos de Tiro, y del pendiente fruto
coronas tantos árboles frondosos,
¿qué se te da del mísero tributo
que puede darte el hombre, cuando lleva
el alma ingrata y el semblante enjuto?
Escucha, pues, en esa humilde cueva
el canto de
mis
rústicos
Pastores:
del voto y del amor honesta prueba.
Los Reyes te darán cosas mayores;
que yo sólo te puedo dar, rey mío,
frutas del
alma
y del
ingenio
flores
que por manos tan rústicas te envío.