El Maestro Francisco de Medina a los
letores
Siempre fue natural pretensión de las gentes vitoriosas procurar extender no menos el uso de sus lenguas que los términos de sus imperios, de donde antiguamente sucedía que cada cual
nación
tanto más adornaba su lenguaje cuanto con más valerosos hechos acrecentaba la reputación de sus armas. Porque, dejadas aparte las primeras monarquías (que tan luengo discurso de años ya casi tiene sepultadas en olvido), ¿quién sabe cuántos ejércitos y poblaciones salieron de
Grecia
a buscar, o nuevas ocasiones de proezas militares, o más fértiles y seguros asientos para su vivienda, que así mesmo no sepa cuán extendida se derramó por el mundo aquella lengua, entre las profanas la mejor y más abundante? Notoria es a todos la grandeza del Imperio romano, pues, cuando faltara el testimonio de tantos escritores, los destrozos solos de sus ruinas la manifestaran; pero más notorio es cuán anchamente se esparció el lenguaje de Roma, pues hoy día parecen infinitos rastros suyos, conservados en las hablas de tanta y tan diversas gentes. Crecieron, por cierto, las lenguas griega y latina al abrigo de las vitorias, y subieron a la cumbre de su exaltación con la pujanza del imperio. Y fueron tan prudentes ambas
naciones
que, pretendiendo con ardor increíble la felicidad de sus repúblicas para la vida presente y la inmortalidad de su fama para los siglos venideros, entendieron que con ningún medio podían conseguir lo uno y lo otro que con el esfuerzo de sus brazos y con el artificio de sus lenguas. Con aquél adquirían y conservaban las cosas de que a su parecer tenían necesidad para vivir dichosos; de este se servían para el mesmo efeto, y no menos para perpetuar la memoria de sus hazañas.
Por lo cual me suelo maravillar de nuestra flojedad y
negligencia,
porque habiendo domado con singular fortaleza y prudencia casi divina el orgullo de tan poderosas naciones, y levantado la majestad del Reino de España a la mayora alteza que jamás alcanzaron fuerzas humanas; y, fuera de esta ventura, habiéndonos cabido en suerte una
habla
tan propria en la sinificación, tan copiosa en los vocablos, tan suave en la pronunciación, tan blanda para doblalla a la parte que más quisiéremos, somos —¿diré tan descuidados o tan inorantes?— que dejamos perderse aqueste raro tesoro que poseemos. Gastamos inmensas riquezas en labrar edificios, en plantar jardines, en ataviar los trajes, y no contentos con estos deleites, permitidos a gente vencedora, cargamos las mesas de frutas y viandas tan dañosas a la salud cuan varias y desconocidas. Inventamos estos y otros regalos de excusados entretenimientos, engañados con una falsa aparencia de esplendor, y no hay quien se condolezca de ver la hermosura de nuestra plática tan descompuesta y mal parada, como si ella fuese tan fea que no mereciese más precioso ornamento, o nosotros tan
bárbaros
que no supiésemos vestilla del que merece.
No negaré que produce España
ingenios
maravillosos,
pues a la clara se ve su
ventaja
en todas las buenas artes y honestos ejercicios de la vida. Mas osaré afirmar que en tan grande muchedumbre de los que hablan y escriben romance, se hallarán muy pocos a quien se deba con razón la honra de la perfeta elocuencia. Bien es verdad que en nuestros tiempos han
salido
en público
ciertas
Historias
llenas de
erudición
y curiosa diligencia, y de cuyos autores, por la antigüedad y eminencia de sus estudios, esperábamos un estilo tan lleno y
adornado
cuanto lo pedía la
dinidad
del sujeto. Mas, leídos sus libros con atención, vimos nuestra esperanza burlada, hallándolos
afeados
con algunas manchas que, aun miradas sin invidia, son dinas de justa reprehensión. Concedo también haber criado en pocos años la Andalucía cuatro o cinco escritores muy
esclarecidos
por las grandes obras que compusieron. Los cuales, o porque fueron de los que comenzaron aquesta empresa (y las que son tan difíciles no se acaban en sus principios ni con las fuerzas de pocos), o porque no supieron cumplidamente el arte de bien
decir
—o al menos no curaron de guiarse por ella— admitieron algunos defetos que no dejaron de oscurecer la
claridad
de sus escritos. Uno, a mi opinión de los más
elocuentes,
no sin buen color de justicia es despojado de la posesión de esta gloria, porque los jueces de la causa, mayormente los italianos, que son interesados en ella, la adjudican al autor que
traslada,
cuya facundia latina fue tan
grande
en nuestra edad que redunda copiosamente en cuantas lenguas se traducen sus historias. Otro pudiera colmar nuestro deseo con el ardor de un amor
divino
en que se abrasan sus palabras y sentencias, sin comparación artificiosas, con las cuales inflama los corazones de los letores, moviéndolos poderosamente al sentimiento que quiere (Fray Luis de Granada digo, a quien nombro en
honra
de la Andalucía, maestro incomparable de discreción y santidad). Pero este divino orador, arrebatado en la contemplación de las cosas celestiales, tal vez desprecia las del suelo, y en sus descuidos procura dar a entender cuán poca necesidad tiene la verdad y eficacia de la dotrina cristiana del aparato de las disciplinas humanas. Esta perfeción de lengua que nosotros echamos menos, la esperaron gozar nuestros padres en los libros fabulosos que entonces se componían en España. Mas, aunque en algunos hay mucha propriedad y en todos abundancia, están deslustradas estas virtudes con tantos
vicios
que justamente se les niega el premio de aquesta alabanza. Porque no son menos defetuosos en la elocución que disformes y mostrosos en la invención y en la traza de las cosas que tratan.
Dos linajes de gentes hay en quien debiéramos poner alguna esperanza: los
poetas
y los
predicadores;
mas los unos, y también los otros (hablo de los que tengo noticia) no acuden bastantemente a nuestra intención. Los predicadores, que por haber en cierta manera sucedido en el oficio a los oradores antiguos, pudieran ser de más provecho para este intento, se alejaron de él, siguiendo dos caminos bien apartados. Unos, atendiendo religiosamente al fin de su ministerio, contentos con la severidad y sencillez evangélica, no se embarazaron en arrear sus sermones de estos deleites y galas, y así dejaron la plaza a los otros, que con más brío y gallardía quisieron ocupalla, los cuales, en vez de adornarse de ropas tan modestas y graves cuanto convenían a la autoridad de sus personas, se vistieron de un traje galano pero
indecente,
sembrados de mil colores y esmaltes, pero sin el concierto y
moderación
que se demanda. No entran en esta cuenta algunos insines
ministros
de la palabra de Dios, que con universal aprobación y utilidad la predican en aquestos reinos. Los cuales, si quisiesen, a costa de pequeño trabajo subirían al punto de la
perfeción
que buscamos. Los
poetas,
cuyos estudios principalmente se encaminan a
deleitar
los letores, estaban más obligados a procurar la lindeza de estos atavíos para hacer sus versos
pomposos
y agradables. Pero, puesto que en los más hay
agudeza,
don proprio de los
españoles,
y en los mejores buena
gracia
en el decir, con todo bien se echa de ver que
derraman
palabras vertidas con ímpetu natural, antes que asentadas con el
artificio
que piden las
leyes
de su profesión. Las cuales, o nunca vinieron a su
noticia,
o si acaso las alcanzaron, les pareció que la exención de España no estaba rendida a sujeción tan estrecha.
En este lugar podrá con razón preguntar alguno por qué causas haya sido tan difícil a nuestra lengua henchir los números de la
perfeción
que se halla en
otras.
Todas, si no las tengo mal consideradas, se pueden reducir a cuatro. La primera y más general es la dificultad que tienen las cosas de importancia, y esta en particular. Muchos siglos pasaron antes que los griegos y
romanos
acabasen de polir sus pláticas; increíbles trabajos costó a muchos ilustres varones que recibieron aqueste negocio a su cargo; grandes premios se pusieron a los que entre ellos hablaban con discreción y
elegancia.
Por tanto, si bien lo miramos, no es gran maravilla que, habiendo tan poco que sacudimos de nuestras cervices el yugo con que los
bárbaros
tenían opresa España; y habiendo los buenos espíritus atendido con más fervor a recobrar la libertad de la patria que a los estudios de las ciencias liberales, que nacen y se mantienen en el ocio; y, sobre todo, habiendo sido nuestros príncipes y
repúblicas
tan escasas en favorecer las buenas artes, mayormente las que por su hidalguía no se abaten al servicio y granjerías del vulgo, digo, pues, que, recebidos en cuenta estos inconvinientes, no es mucho de maravillar que no esté desbastada de todo punto la
rudeza
de nuestra lengua.
El otro impedimento ha sido la
inorancia
particular de aquellas
dotrinas
cuyo oficio es ilustrar la lumbre y discurso del entendimiento, y adornar concertada y polidamente las razones con que declaramos los pensamientos del alma. De aquí procedió que si algunos, en los
tiempos
pasados, se preciaron de escrebir y hablar bien, dieron consigo en no pequeños defetos, como quien en la oscuridad de aquellos siglos andaba a ciegas sin luz del
arte,
que es guía más cierta que la
naturaleza.
Espesáronse tanto las tinieblas de esta inorancia que aún no les dejaron conocer bien las
voces
de nuestra pronunciación ni las letras con que se figuran. De donde nacieron tanto
vicios,
así en lo uno como en lo otro, y hanse endurecido tanto con los años que apena se pueden arrancar del uso; y si alguno lo intenta, es aborrecido de todos y vituperado como hombre arrogante, que, dejado el camino real que hollaron nuestros pasados, sigue nuevas sendas, llenas de asperezas y peligros —como si la conformidad de la
muchedumbre,
guiada por su antojo sin ley ni razón, debiese ser regla inviolable de nuestros consejos—.
El tercero y mayor estorbo que nos ha hecho resistencia en aquesta pretensión fue un
depravado
parecer que se arraigó en los ánimos de los hombres sabios, los cuales cuanto más lo eran, tanto juzgaban ser mayor bajeza hablar y escrebir la lengua común, creyendo se perdía estimación en allanarse a la inteligencia del pueblo. Por esta causa aprendían y ejercitaban lenguas peregrinas, y con tal ocupación y la de más graves letras se venían a descuidar tanto de su proprio lenguaje que eran los que menos bien lo hablaban. De modo que ellos, que por su
erudición
pudieran solos manejar con destreza estas armas, las dejaron en las manos del
vulgo,
el cual con su temeridad y desconcierto ha usado de ellas de la manera que sabemos.
El último daño que los nuestros recibieron en esta conquista fue haber tan pocos
autores,
los cuales como caudillos los guiasen por medio de la aspereza de aquesta
barbaria;
y si los había, faltó quien se los diese a conocer. Y así, los que de su inclinación se aficionaban a la beldad de nuestra lengua (la cual, bien que desnuda y sin afeite, todavía se hallaban ojos a quien pareciese bien), faltándoles la noticia de las
artes
con que podían alcanzalla, escogían algún escritor a quien
imitasen.
Porque, de la manera que los que se hallan en provincias desconocidas, entonces les parece que van bien encaminados cuando siguen las pisadas de aquellos que las saben, así estos, desamparados de mejor guía, pensaban llegar al fin de su pretensión imitando los que tenían por más elegantes escritores. Mas, engañados en la eleción de ellos, después de largas jornadas se hallaban más lejos y más perdidos que al principio del camino.
Con todo, no bastaron tantos y tan grandes impedimentos para que
algunos
de los nuestros no hablasen y escribiesen con admirable elocuencia. Entre los cuales se debe contar primero el ilustre caballero
Garci
Laso de la Vega,
príncipe
de los poetas castellanos, en quien claro se descubrió cuánto puede la fuerza de un ecelente ingenio de España; y que no es imposible a nuestra lengua arribar cerca de la cumbre donde ya se vieron la griega y la latina, si nosotros con impiedad no la desamparásemos. Las
obras
de este incomparable escritor espiran un aliento verdaderamente poético; las sentencias son agudas, deleitosas y graves; las palabras, propias y bien sonantes; los modos de decir, escogidos y cortesanos; los números, aunque generosos y llenos, son blandos y regalados; el arreo de toda la oración está retocado de lumbres y matices que despiden un
resplandor
antes nunca visto; los versos son tersos y fáciles, todos ilustrados de claridad y terneza, virtudes muy loadas en los poetas de su género. En las imitaciones sigue los pasos de los más celebrados autores
latinos
y
toscanos
y, trabajando alcanzallos, se esfuerza con tan dichosa osadía que no pocas veces se les
adelanta.
En conclusión, si en nuestra edad ha habido ecelentes poetas, tanto que puedan ser comparados con los antiguos, uno de los mejores es
Garci
Laso, cuya lengua sin duda escogerán las Musas todas la veces que hubieran de hablar castellano.
A nadie de los que con más encendido ardor han acometido esta empresa —me parece— haré agravio si después de Garcilaso pusiere a Fernando de
Herrera
en el segundo lugar, pues, si su modestia no lo rehusara, no sé si debíamos dalle el
primero.
Porque dende sus primeros años, por oculta fuerza de naturaleza, se enamoró tanto de este
estudio
que, con la solicitud y vehemencia que suelen buscar los
niños
las cosas donde tienen puesta su afición, leyó todos los más libros que se hallan escritos en romance; y, no quedando con esto apaciguada su cudicia, se aprovechó de las lenguas extranjeras, así antiguas como modernas, para conseguir el fin que pretendía. Después, gastando los aceros de su
mocedad
en revolver innumerables libros de los más
loados
escritores y tomando por
estudio
principal de su vida el de las letras humanas, ha venido a aumentarse tanto en ellas que ningún hombre conozco yo el cual con razón se le deba preferir, y son muy pocos los que se le pueden comparar. Y, aunque tiene otras cosas comunes con algunos ilustres ingenios de esta ciudad, es suya propia la elocuencia de nuestra lengua. En la cual se aventaja tanto que, si la pertinacia de tan loables trabajos no le estraga antes de tiempo la salud, tendrá España quien pueda poner en
competencia
con
los más señalados
poetas
e
historiadores
de las otras regiones de Europa.
Pudo la afición de este generoso espíritu, alentada solamente con el premio de la virtud, romper por tan grandes dificultades, y con la perseverancia de tan honestos ejercicios aquistar los tesoros de la verdadera
elocuencia.
Los cuales, con hidalga franqueza de ánimo, ha querido comunicar a su patria, enriqueciendo con ellos la pobreza del lenguaje común. Primeramente, ha reducido a concordia las voces de nuestra pronunciación con las figuras de las letras, que hasta ahora andaban desacordadas, inventando una manera de escrebir más fácil y cierta que las usadas. Después, porque la forma de nuestra plática no desagradase a los curiosos por su simplicidad y llaneza, la compuso con ropas tan varias y tan lucidas que ya la desconocen, de vistosa y galana. Al fin, viendo que nuestros razonamientos ordinariamente discurrían sin armonía, nos enseñó con su ejemplo cómo, sin hacer violencia a las palabras, las torciésemos blandamente a la suavidad de los números. Y en colmo de estos beneficios, porque no faltase
dechado
de que sacásemos labor tan artificiosa, nos ha puesto delante de los ojos al divino poeta
Garci
Laso, ilustrado con sus anotaciones. En ellas lo
limpió
de los errores con que el tiempo, que todo lo corrompe, y los
malos
impresores,
que todo lo pervierten, lo tenían estragado; declaró los lugares oscuros que hay en él; descubrió las minas de donde sacó las joyas más preciosas con que enriqueció sus obras; mostró el
artificio
y composición maravillosa de sus versos; y, porque podamos
imitallo
con seguridad, nos advirtió de los
descuidos
en que incurrió, moderando esta censura en manera que, sin dejar ofendida la honra del poeta, nosotros quedásemos desengañados y mejor instruidos.
En aqueste libro nos podemos entretener en cuanto sale a luz la
grande
y universal
Historia
que va componiendo, donde se verán
elocuentemente
contadas las más notables cosas que han sucedido en el mundo, no solamente en España, con la gravedad y copia que mandan las
leyes
de esta escritura. No será dificultoso juzgar el acrecentamiento que de esta obra se puede prometer nuestra lengua a los que hubieren
leído
la
Relación de la guerra de Cipro y de la vitoria naval del señor don Juan de Austria;
de aquel libro, aunque pequeño, colegirán cuál será el mayor y que en edad más crecida y aprovechada se va trabajando. Y, si este heroico pensamiento no le aparta de otros más humildes,
publicará
algunas de muchas obras que tiene compuestas en todo género de versos. Y, porque no se hundan en el abismo de la inorancia vulgar, tiene acordado escrebir un
arte
poética, la cual hará con rarísima felicidad: tantos y tales son los autores que tiene leídos y considerados atentamente en aquesta facultad, y tan contino el uso con que la ha ejercitado.
Salidos en público estos y otros semejantes trabajos, se comenzará a descubrir más clara la gran belleza y
esplendor
de nuestra
lengua;
y todos, encendidos en sus amores, la sacaremos, como hicieron los príncipes griegos a Elena, del poder de los
bárbaros.
Encogeráse de hoy más la arrogancia y presunción de los
vulgares,
que, engañados con falsa persuasión de su aviso, osaban recuestar atrevidamente esta matrona honestísima, esperando rendilla a los primeros encuentros, como si fuera alguna vil ramera y desvergonzada. Incitaránse luego los buenos
ingenios
a esta competencia de gloria, y veremos extenderse la majestad del lenguaje
español,
adornada de nueva y admirable pompa, hasta las últimas provincias donde vitoriosamente penetraron las banderas de nuestros ejércitos.