EPÍSTOLA
DE D. BLAS DE
ZURRIAGA
A SU GRANDE AMIGO GIL PRIETO, VECINO DE SEVILLA, EN RESPUESTA DE
OTRA,
EN QUE LE ENVIÓ UN
TRATADO
IMPRESO
DEL INSIGNE, EN CIERTO MODO, DON FIRCO SANZ DE DIOGO, NATURAL DE UNA
TIERRA QUE DA PATATAS.
Amigo mío, vuestra
carta
y el
cartapacio
de D. Firco Sanz de Diogo, nuestro
camarada,
he recibido, y me habéis de dar licencia para que diga que tanto me he alegrado con la una como con el otro, bien que en diferente moneda, porque lo que para con vos fue contento, para con Diogo fue carcajada: porque las nuevas de vuestra buena salud siempre serán mi consuelo, y las obras de aquese ingenio siempre serán mis
cosquillas.
No le podemos negar que es
raro
hacia cierta parte y que si se da priesa, al paso que va,
subirá mucho;
por él parece que nos dijo la Torre de los
ingenios:
En cuanto escribe
presume
de sentencioso, y de cuerdo,
pero la cosa más llana
es que echa por esos cerros».
Es este tratado que me
enviáis
un no sé qué del Jubileo del Año Santo en esa ciudad. No es
relación,
porque nada dice en la
realidad
de lo que pasó. No es advertencia para lo que se había de hacer, porque sale cuando ya no es tiempo. No es hurto de lo que anda en otros libros, en manos de los muchachos, porque se confiesa la verdad sin ser menester más vueltas de cordel que el haber de ser hablando; y solo parece que lo escribió para que le caiga encima lo de
Marcial:
«Laudere (cum liceat currere pigritia est».
En fin, él es un
quisicosa
que puede servir de muchas adivinanzas: porque por lo vano, parece pelota de viento; alcachofa de borrico, por ser buena para
asnos;
tarabilla de molino, que es todo charlar y siempre moliendo; tempestad de granizo, que es ruido y quebradero de cabezas; y vestidura de
danzantes,
mucho relumbrón y todo oropel.
Hombres he visto yo dejados de la mano de su juicio y entregados
ciegamente a una locura,
pero tanto como este sujeto lo está en componer y en
imprimir
no lo espero ver en mis días. He considerado, al verle salpicar en tanto asuntos, que le hace por una de dos cosas: o por juzgarse y que
le juzguen para todos
(y Dios lo libre de Montalbán), o que hace cala y cata de su vena para saber hacia dónde corre más perenne. Y si esto es así, me pica la curiosidad por saber en qué estado se halla consigo mismo, y el juicio que hace de su locura. Lo cierto es que si me lo preguntara (aunque como dice
Barros:
«No se puede una verdad
si es cruda dar a comer)»,
le dijera que en todo es igual y que nada sobre los
asuntos como calabaza,
y que es como la rueda última de los fuegos de la Torre de Sevilla, que hacia todas partes dispara igualmente. No obstante, me parece que, si se aplicara a poeta de
arrieros y mozos de mulas,
se había de hacer
insigne
porque aun cuando más se quiere aseverar, se le descubren unos profundísimos fondos de pullas y una gran
disposición para chufletas,
y que, con tantica aplicación, en cuatro días sería un águila, aunque hacia allá va que vuela, y camina a cuatro pies. Pero el
ejercicio
todo lo perfecciona, y, con esto, dejándole a la de San Juan las escribanías, fuera su camino vía recta y no que ahora de medio lado como cangrejo no se sabe hacia dónde tira, que parece dijo por él el célebre
Cejudo:
«Como escribano compone,
y actúa como poeta».
Pero lo que me ha hecho alabar a Dios es ver la presteza con que de
buen pecador se ha hecho mal santo.
Antes de ayer, como dicen, compuso aquel montón de cascajo o escribió aquel
romanzón
de las fiestas de Sevilla (que tan caro le ha costado), y en él, faltando aun a la escasa modestia a que está
obligada la capa y la espada y a la compostura
que debe tener un hombre que sabe qué es tener barbas, dice cosas a una Lise harto
bien poco lisas.
Y pudiendo decir con más razón que
Lope:
«A ti vuelan mis dulces pensamientos,
que dijera mejor mis desvaríos»,
dice en el sobredicho romanzón:
«Dejémoslos pasar, Lisi,
y paso a paso a acostarnos
vamos, y, por si me envidas,
digo que quiero de paso».
Que ni aun habilidad tuvo para decir una
desvergüenza,
ya que la quiso decir, sino que hace un juego de pasa-pasa, que parece estaba hecho uva cuando lo compuso. Y en otro romance:
«Culpa mucho que te nombre,
Lisi, veces repetidas,
cuando el corazón no expresa
las que el corazón la dicta».
Y aquí, aunque no tan tierno amante, pero sí tan
duro poeta,
porque aquel «la» del «dicta» está sin relación y se queda en el aire como zorzal en percha.
Ahora en
este discurso,
o
espuerta de sastre,
que ha compuesto y
dedicado bien desacordadamente
a los señores del Real Acuerdo, se mete a capuchino y a
predicador de Peralvillo.
Por vuestra vida que comparéis con las dos coplas de arriba este moralísimo párrafo que pone por delantal y casapuerta de la obra: «¿Que nacemos para morir?: es verdad. ¿Que viviendo a nuestro antojo hayamos de salvarnos?: es mentira. ¿Que el primer paso que damos a la vida es caminar a la muerte?: es verdad. ¿Que a la muerte no se sigue una estrecha cuenta?: es mentira». Que es la
mismísima solfa,
punto por punto, con que cantó aquella letrilla don Luis de
Góngora:
«Dineros son calidad: es verdad.
Más ama quien más suspira: es mentira».
¿Qué os parece? ¿No os parece que le pudiéramos aplicar la coplilla de don Francisco de
Quevedo:
«Don Turuleque me llaman;
Imagino que es adrede,
porque se zurcen muy mal
el “Don” con el “Turuleque”»?.
Yo no sé cómo allá en los cascos de ese ingenio se unen aquestas cosas, y si se unen (que lo dudo, porque no le hallo hilo de discurso que las ate), vendrá a ser como un
tapiz remendado
que vi en cierta parte de una taberna de esa ciudad: que por un lado aparecía medio ermitaño, luego se le seguía un pedazo de tronco, y remataba con un rabo de zorra.
Persuádome a que en estos dos extremos ha
querido fijar las dos columnas
de su presunción y el
"Non plus ultra"
de su vanidad, para que sepa el mundo que de mar a mar se explaya su disparatar, y lo acreditan sus asuntos, porque en el primero discurrió en
verso como africano, y ahora en prosa
se mete a cristiano de Europa. Por tanto, le viene redonda aquella bella redondilla que, aplicada a nuestro intento, dirá:
«Lo más presumo, que más
no puede mi amor subir,
pues no hay más que presumir,
y aquesto presumo más».
Y el escribir allí en
verso
y aquí en
prosa
no carece de proporción por dar a entender que, no solo para todo, sino
de todas maneras, es igual,
y que su ingenio es de
silla y de albarda,
y que en cualquiera cosa que toma entre manos disparata a la par de sí mismo, y que corre a cuatro pies por el asunto más dificultoso. En el
romancero
general que se imprimió en Marruecos el año pasado, hay una coplilla que parece se compuso a nuestro intento, y al mismo la glosó el boticario de este lugar:
"«Aprended locos de mí"
"que nada hay de ayer a hoy,"
"que ayer loco en verso fui,"
"hoy en prosa el mismo soy."
Glosa.
No hay loco que en su fortuna
con quietud viva, serena,
pues con mudanza importuna
ya es loco de luna llena,
ya es loco de media luna.
Yo el mismo soy del que fui
y el mismo tengo de ser,
que siempre un tema seguí;
si el cómo queréis saber,
"aprended locos de mí"
.
Un supuesto os quiero dar
por que alentados entréis
mi lección a decorar,
y de ella no os apartéis,
si no os queréis dislocar:
con nada en el casco estoy
y con nada estuve ayer,
vano he sido y vano soy,
que en mi tema es de saber
"que nada hay de ayer a hoy"
.
Carlos ayer (que merece
cumplir mil) años cumplió.
Sevilla, que en fiestas crece,
en sus catorce se holgó,
y mi locura en sus trece:
porque versos escribí
de furor tan desmedido
que, aun comparándome a mí,
todos hoy me han concedido
"que ayer loco en verso fui"
.
Rabiaba yo por decillos
por aquí, y por acullá,
mas entre algunos loquillos
no faltó quien dijo: “ya
tenemos dos jacintillos”,
mas por vida
de Godoy,
que no he de mudar sentir,
ni del delirio en que estoy
,
si ayer loco en verso fui,
"hoy en prosa el mismo soy"
».
Hay mucho y bueno que reparar en este
papel que me enviáis,
pero entre todo sobresale, como el diez entre los bolos, aquel solemne razonamiento que finge hizo el señor arzobispo de esa ciudad a sus feligreses. Volvedle a oír, si es que le habéis oído: «Sabed (decía), oh vosotros, los que en el retrete de vuestros corazones llorabais tanta copia de riquezas en la suspensión de un año, según vuestro sentir, perdidas, que el celestial guarda joyas con la plena potestad, que el León del tribu de Judá, Rey de los Judíos, dejó a Pedro sustituida, además de haberos reintegrado, en las que el año antecedente se os suspendieron, etc., tan hermoseada en los esmaltes de las circunstancias, que la asisten en las facultades que con ella se os participan».
Mirad por vuestra vida, amigo, y leed todo el dicho razonamiento, si
cosa más descabellada
se puede hallar en las cabezas de cuantos calvos hay en el mundo. ¡Qué palabras!, ¡en qué boca!, y ¿para qué intento? ¿Qué sentirían los vecinos de esa ciudad cuando supiesen que su pastor los llamaba «comilitones valientes»? Pero adonde tiró la barra, hasta la última línea, su
robusto disparatar
fue cuando, hablando de los pobres pordioseros, dijo: «convocando a todos los que
ostiatim,
nos traen a casa la gloria». Decidle, por vuestra vida, que mire cómo se suelta; que tenga rienda en lo que dice; que no
trueque los frenos a los asuntos
y al modo de tratarlos; que da una fuera del clavo y ciento en la herradura; que se cinche bien al galopear el Pegaso; que rumie lo que ha de decir, porque se le sale la paja por la boca; que se quite los anteojos y mire lo que habla
"León prodigioso."
«Mas tan ciega altivez no ve la altura
de humildad, que aun deslumbra solo el nombre
pues cuanto baja sube de tal modo,
que es todo nada, cuando nada en todo».
Y así me temo que, por no esperarle una coz, no le habéis de querer dar esta sofrenada. Mas la
propiedad
me digan con que sigue o persigue aquella
marcial metáfora
que pone por contera de este tratado. Él debió de hacer un catálogo de todos los términos militares que suele oír en los corrillos o leer en las Gacetas de tartas, y luego, a Dios te la depare buena, como se siguen los va
desbuchando,
haciéndoles lugar a fuerza de armas.
Pero lo que me causa no poca risa con su punta de admiración es ver los
repentines
con que disparata este hombre. Quien lo viere limpio del
frenesí del componer
juzgará que no hay luna en el mundo; tan sesgo y sosegado se pasea por las calles como cualquier cuerdo, pero luego, ¡que Dios nos libre!, le comienza a pulsar la
vena
pujamiento de disparates, arranca a su casa y, tope con quien topare, ase de la pluma y vuela por el asunto adelante, y en el aire compone un Babel de coplas:
«Y según los ciegos venden
romances de tres en tres,
este poeta africano
los debe de componer».
Siempre que lo encontraba por esas calles se me representaba a unos
perrillos
que hay de ruedas, que, puestos sobre una mesa, en soltándoles el muelle arrancan de carrera y una vez topan con el tintero; otra, saltan por encima de los papeles; y otras, dan del bufete abajo y se rompen la cabeza. Y así, cuando lo veía, me procuraba quitar de delante porque no fuese que le cogiese su hora y me trompicase.
Caen las ventanas de un corredor de esta mi casa sobre un corral de la de un buen labrador. Tiene en él un valiente borrico que en sus mocedades, dicen, fue paje de jineta del caballo Babieca. Hízome reír harto el otro día: púsose en cierta parte debajo de la cola un tábano, sintiolo y arrancó a correr que no había quien lo detuviese. Aflojó el tábano y él se volvió a su antigua tranquilidad, pero apenas volvía el tábano a hincarle la punta cuando él volvía desbocado a correr, levantando una gritería entre las gallinas del corral, que parece había entrado la zorra en él. Acudió al ruido la buena vieja dueña de la casa y, viéndome, me preguntó: «señor don Blas, ¿qué ruido es este?». Yo le dije: «Parece que se le ha entrado al borrico un tábano debajo de la cola y, como le pica, alborota el hato». «¡Oh, maldito!», dijo ella, «¿y por un tábano tanto alboroto? ¡Que más hiciera el asno si toda una tabanera le picara!». Yo, que la oí, santiguando me dije: «O esta vieja es bruja, o tiene los papeles de “La Camacha”».
Pero ¿no me diréis en qué piensa este sujeto con tanto
imprimir?
Si no es por calificarse de hablador de
molde
y tener la lengua de metal
(como la Fama),
por que no se le gaste, no sé qué sea. Como
su mujer
le oye hablar
tanto latín
y tantísimo romance, le dijo un día: «Hijo, ¿no dices tú que dice la Escritura “que en el mucho hablar no faltará pecado”? Calla, por vida tuya». Pero él, hinchándose, respondió: «Boba,
"propter inopiam multi deliquerunt"
». Dio ella entonces una gran carcajada, y como le dio lugar la risa, le dijo: «Maldito seas tú y tus latines, simplón, que parece no te sirven de otra cosa que de subirte de punto la ignorancia. ¿No ves, pecador, que eso no se dijo para ahí, y que solo los traes al sonsonete como predicador de la legua? ¡Anda, déjate de eso y trata de hacer tu
oficio!,
y que los
señores provean
mucho ante ti porque con eso
habrá olla
en casa, porque a ti te coge de medio a medio (y lo pagamos todos) lo que tu hijo lee en
Ovidio
y Terencio:
«
"Vix tanta poetae"
"era sonant, tenues unde comparet libros."
"Deme beneficiis carminibusque fidem"
».
Enfadose con tantas verdades y comenzó a reñir en tono de veras, pero ella, nada arrepentida, puestas como alcarraza las manos en la cintura: «Señor mío (le dijo),
"quid odit increpationes,"
"insipiens est,"
y sepa que de algo me había de servir el
haberme criado
entre monjas».
Cinco son ya los
tratados
(que yo sé) que ha
dado a la
estampa
y, por añadidura un
sonetón
como suyo, y lo que en el primero y el segundo fue tolerable, ya en los demás es
insufrible.
Puesto que poco veneno no mata, debiéronle de
alabar, por cortesía,
el primero; ya se ha dejado ir después como una badea. Enfermó una vieja y visitábala un doctor muy circunspecto; preguntándole una vez cómo le había ido, ella, deseosa de vivir, por no callarle nada, le dijo: «Señor, mucho he ventoseado esta noche». «Según eso, dijo el doctor, bien lo ha pasado vuesarcé». «¿De manera que es bueno ventosear?», dijo ella. «Es cosa santa», respondió él. Y pareciéndole a la buena vieja que era barata la medicina y que el doctor la aprobaba, hizo sus diligencias y, al tiempo que la tomaba el pulso, despidió un cuesco redondo como un cuarto segoviano. Oyolo el doctor, y aunque no pudo tragar tanta llaneza, no obstante dijo: «Bueno, salud es». Pero la buena vieja, deseando sanar apriesa, tomando aliento, comenzó a menudear pedos como granizo. Amostazose con ellos el doctor, y puesto en pie dijo: «Uno u dos, pase; lo demás es porquería, voto a Dios».
He considerado que, desde que Sevilla es Sevilla, no ha tenido
hombre para ella más perjudicial
que este, y si las inundaciones, las pestes y los levantamientos fueron calamidades, de poquito con la que le hace padecer en su imaginación. Porque, pregunto, ¿esto que compone,
imprime
y divulga no es creyendo que es aplaudido y
celebrado
entre los
ingenios de esa ciudad?
Pues ahora, ¿no es forzoso que haga de ellos un concepto muy
semejante a sí
mismo? Direisme que sí, por precisa consecuencia. Pues veis ahí verificada la proposición. Todas las demás desdichas se quedaron en el cuerpo; la que este hombre finge pasa al alma (y hace en su cholla cuanto es de su parte) que una tan discreta, prudente y juiciosa ciudad sea una máscara de danzantes cantando: «Todos somos locos, los unos y los otros», o una mojiganga del carnaval de Roma, que no fuera otra cosa si todos los ingenios de ella se parecieran al de él.
No quiero cansar más, sino pediros busquéis modo para sacarle el cascabel del casco y persuadirle a que con mucha ponderación se diga todas las mañanas, después de recordado, aquella recordación que para este efecto parece dejó en sus escritos su semejante poeta Juan de la
Encina:
«Si
Homero,
Virgilio, Ovidio, Lucano,
y otros mil poetas en griego y latín,
más pobres que ricos murieron al fin,
¿qué espera mi metro vulgar castellano (diga “chabacano”)?».
Y si no bastare, que después de acostarse le cante Juan Nabo esta advertencia de
Villamediana:
«Méritos de desdichados
son sufragios de precitos,
que inútilmente dan gritos
sujetos mal escuchados».
A Dios, que nos guarde de semejante gente.
Vuestro
Vuestro amigo.
Don Blas Zurriaga.