VARIEDADES
De uno de los últimos números de la
Revista
francesa de
Ambos Mundos
traducimos el siguiente artículo, debido a monsieur de Saint-René Taillandier, artículo cuyas largas dimensiones no perjudican en verdad a la erudición, generoso espíritu y escelente criterio con que está escrito. Si no tuviésemos otro ejemplo de la perseverancia y afán con que se estudia
nuestra
literatura entre los estraños, el trabajo de monsieur de Saint-René Taillandier lo demostraría suficientemente. Al insertarlo en
El Parlamento
creemos hacer un obsequio a nuestros lectores, y especialmente a los que desean apartar sus ojos de vez en cuando del enojoso espectáculo de nuestras controversias políticas. Nos hemos atenido exactamente al testo de nuestro autor, y solo en los pocos casos en que sus juicios o la apreciación de los hechos nos han parecido requerir alguna observación la añadimos por vía de nota al pie de nuestras columnas.
LA LITERATURA ESPAÑOLA Y SUS HISTORIADORES MODERNOS
I.
History of Spanish Literature,
by Ticknor, 3 vols., New York, 1849.
II.
Recherches sur l’histoire politique et littéraire de l’Espagne pendant le moyen age,
par R.P.A. Dozy, tomo 1º, Leiden, 1849.
III.
Darstellung der spanischen Literatur in Mittelalter,
von Ludwig Clarus, 2 vols., Maguncia, 1846.
IV.
Romancero general, etc.,
por don Agustín Durán, 2 vols., Madrid, 1849-1851.
V.
Romanze storiche e moresche e Poesie scelte spagnole, tradotte in versi italiani,
da Pietro Monti, 1 vol. Milán, 1850.
VI.
Geschichte der dramatischen Literatur und Kunst in Spanien,
von A.F. von Schack, 3 vols., Berlín, 1845-1846.
VII.
Obras poéticas propias, de Luis Ponce de León, etc.,
recogidas y traducidas en alemán, por C.B. Schlüter y W. Storck, 1 vol., Munster, 1853.
VIII. Varias traducciones y publicaciones en Francia, Alemania y España, 1844-1853.
La crisis temible por donde tienen que pasar los pueblos cuando llega el instante de su regeneración o de su perpetua decadencia no ha producido en España, de veinte y cinco años acá, más que convulsiones incoherentes. Ni los gobiernos que se llamaban regulares, ni las turbulentas víctimas del espíritu liberal han podido hacer que esta
nación
adquiera la posesión de sí propia y se abra a una senda por donde caminar en alas de sus turbulentas aspiraciones. ¿Será más feliz la revolución militar promovida en el mes de junio de 1854 que las infecundas tentativas que la han precedido? Y esta victoria adquirida en nombre de la moralidad y la Constitución ¿acertará a conservarse pura de todo esceso y, por otra parte, a contrarrestar a la anarquía? No somos nosotros de los que han perdido la esperanza respecto a España. Al menor asomo de cualquiera revolución, todo el mundo pretende mostrarse cuerdo, presagiando la decadencia de las sociedades europeas, como si en toda la historia del género humano no se viese palpablemente la
gran catástrofe
de que habla Bossuet, y como si en la vida particular de los pueblos no hubiese momentos de terrible transición exactamente parecidos a las crisis a las que se ven sujetos los individuos. En España ha fenecido el antiguo
régimen,
sobreviviendo una época más favorable; desde Cádiz a los Pirineos no se descubren ya vestigios de la edad
media
1
, que se prolongó en esta región más que en ninguna otra; y, sin embargo, preciso es que el hombre
actual,
al propio tiempo que conserve de aquella tradición ya lejana los elementos que han debido subsistir, cimente en otras bases la fuerza de su actividad. Al despotismo sucederán las garantías sociales; y al gobierno absoluto de la fe, la religión libremente aceptada por la razón, señora de sí misma. ¿Quién sabe hasta qué punto podrán llevar a España, supuesta su
originalidad,
estas severas ideas del pensamiento moderno? ¡Ilusiones! dirán los políticos pesimistas; ¡esperanza impía! esclamarán los hombres a quienes toda contradicción con lo pasado sugiere la idea de un sacrilegio. Mas Europa no piensa así: Europa cree que en las naciones románicas (
romanes
) existen aún principios de restauración y vida que no han de malograrse para las generaciones venideras.
De todos modos, es sorprendente ver la atención y el interés con que Europa contempla hoy los
monumentos
literarios
de España. Las teorías de M. Leopoldo Ranke sobre la unión de las razas germánica y románica no son fórmulas inútiles. Quince años ha que la historia de la poesía y del
genio
español está inspirando los más asiduos trabajos, y, mientras los publicistas informados del estado político de esta nación refieren sus vicisitudes y desventuras, los críticos superiores a todas esas alternativas de desasosegados triunfos y vergonzosas recaídas, no se cansan de dar a luz los tesoros que desde el siglo
XIII
al
XVII
han enriquecido el patrimonio intelectual de los vencedores de los moros. Es, pues, imposible, en vista de esto, desconocer el instinto de asociación moral que cada día se generaliza más entre los pueblos de Occidente, y el comercio intelectual que reina entre el Norte y el Mediodía no consiente que llegue a perderse ni un átomo de sus riquezas. Estamos realmente muy lejos de aquellos tiempos en que Montesquieu se atrevía a decir en sus
Cartas persas:
“Entre los españoles podéis hallar ingenio y buen sentido, pero no en sus libros. Ved, si no, cualquiera de sus bibliotecas, compuestas de romances por una parte y de
escolásticos
por otra; y no podréis menos que decir que tanto las partes como el todo están allí reunidas por algún enemigo secreto de la raza humana. El único libro que tienen bueno es el que ha puesto en ridículo todos los demás”. Estos vivos arranques que tanto entretenían a los hombres del siglo
XVIII
hoy harían reír a costa del que pretendía escitar la risa. A decir verdad, todo esto no era más que un ingenioso artificio de Montesquieu, por lo cual el persa Rica, después de citar esta carta de un francés que viajaba por España, añade con mucho chiste: “Yo quisiera ver, Usbek, la carta que escribiera en Madrid un español que viajase por Francia”. Un español que viajase por Francia y aun por Inglaterra, Holanda, Alemania, y no digo nada de los Estados Unidos; un español que recorriese París, Londres, Leiden y Gotinga, Berlín y Boston, de seguro hallaría entre los literatos de todos estos puntos un profundo aprecio y respeto a los monumentos intelectuales de su país. Las ridículas bibliotecas de que se burla el corresponsal do Rica vería que son objeto de las más prolijas investigaciones, del más afectuoso entusiasmo; y hasta llegaría a creer realmente que se ha abierto en Europa un concurso sobre la historia de la literatura
española:
tal es la emulación que vería propagarse por todas partes. ¿No se advierte en esto una especie de tácita cooperación? ¿No parece que la gran familia europea, al observar cuán trabajosamente pasa este pueblo por tan peligrosa crisis, se complace en recordarle su antigua gloria y prosperidad, para que en la ímproba tarea de su regeneración no desdeñe lo que constituye su mayor mérito y no se destruya á sí propio intentando trasformarse?
Dos épocas sobre todo hay muy notables en la historia literaria de España: la edad
media
y el siglo
XVI;
la edad media con sus ensayos épicos, con su brillante
romancero
y después con sus obras
didácticas,
en que al renacer el criterio moderno, se aduna de un modo tan original al entusiasmo religioso o caballeresco; y el siglo XVI y principios del
XVII,
en que se ostenta el
teatro
animado de juventud y brillo, en que la sátira manejada por Cervantes encubre bajo la más
festiva
invención una profunda gravedad
moral,
y en que mil presagios, por último, revelando el vuelo
juvenil
de los
ingenios
modernos,
parece que vaticinan los tiempos de su
virilidad.
Ambos períodos son a cual más brillantes, brillantes sobre todo por el generoso espíritu y el incesante impulso que se manifiesta en ellos; pero al trasladarse de la infancia de la edad media a la adolescencia del siglo XVI llega el ingenio español a un punto en que de pronto queda paralizado; el absolutismo del Estado y de la Iglesia ahoga todos aquellos gérmenes de vida, y, al par de una edad media artificial, sin espontaneidad ni gracia, aunque ilustrada por el genio de Calderón, se crea un
interregno
literario que durará por espacio de dos siglos.
Estos dos períodos tan interesantes son los que se estudian hoy día con infatigable emulación. Mencionemos desde luego los escritores comprendidos en ambos a la vez, y, pues se trata de investigaciones eruditas, pongamos en primer término el docto libro que el nuevo mundo ha donado a Europa. Desde que se publicó la historia de Bouterweck, muy digna de estimación, pero que, a pesar de los suplementos de los
traductores
españoles Cortina, Hugalde y Mollinedo, quedó incompleta, la
Historia de la literatura española
de Jorge Ticknor es la única obra que comprende en todo su desarrollo la vida intelectual de España
2
. Ticknor ha tenido últimamente utilísimos ausiliares: aquí, el doctor Julius, que en una sabia traducción enriqueció con notas e indicaciones bibliográficas las páginas de su modelo; alli, uno de los hombres más conocedores de la literatura española, cuyas obras, como la de Ticknor, gozan de autoridad en Madrid, un erudito vienés, M. Fernando Wolf, que se asoció al doctor Julius para ilustrar al escritor de Boston. Ticknor ha tenido también en España hábiles traductores, como don Pascual de Gayangos y don Enrique Vedia, que en más de una ocasión han completado sus datos y sus noticias.
Después de los cuadros en grande escala vienen las monografías y las pinturas de pormenores. Comenzando por la edad
media,
en toda Europa han hallado intérpretes ingeniosos la historia verdadera y tradicional del Cid Campeador, el
Poema
del Cid,
las
crónicas
en prosa y verso relativas al mismo personaje, y las diversas clases del
romancero.
En terreno tan poco esplorado hace treinta años, los críticos de Paris, de Leiden y de Leipsic se encuentran con los escritores de Londres, de Florencia y de Madrid; Mr. Clarus con Mr. Dozy, Mr. Pedro Monti con don Agustín Duran, y Roberto Southey con Mr. Magnin. De Mr. Dozy y Mr. Clarus debe hacerse especial mención. Mr. Dozy es un orientalista que cultiva con ardor la historia tan poco sabida de la España árabe; y, a pesar de que su obra merezca a veces graves
impugnaciones,
a pesar de la oscuridad de sus doctrinas y del mal gusto de sus polémicas, ha mostrado tanta ciencia y se abre paso con tanta audacia por entre las malezas de la edad media de España, que es imposible no concederle uno de los primeros puestos entre los romanistas contemporáneos. En Mr. Clarus a una erudición profunda se añade un alma poética y religiosa; y al leer sus elocuentes páginas se echa de ver con cuánta complacencia desentierra los tesoros del catolicismo español en el siglo XIII. Pero este impetuoso vuelo de la poesía épica y lírica, de que nos suministran tantas noticias Clarus y Dozy, ¿será la única inspiración de España en la edad media? No, seguramente; la literatura
didáctica,
tan donosamente inaugurada por Alfonso el Sabio y seguida por los cronistas de los siglos XIV y XV, nos presentará uno de sus modelos más encantadores en el
Conde
Lucanor,
vulgarizado por dos
versiones,
una alemana y otra francesa. Allí se ve el espíritu de la edad media, su gracia, su candor, su lealtad caballeresca, con un sentimiento más delicado del mundo real. Pero entre tanto llega la hora en que el espíritu moderno vivifica a toda Europa, y no parece sino que se desprende un rayo de aquella sublime luz sobre la
escena
en que Gil Vicente, Lope de Rueda y Torres Naharro preparan coronas y lauros para Lope de Vega y Calderón.
Ni se estudia con menos celo la España del siglo
XVI
que la de la edad media. El historiador a quien respecto a esta época debe citarse con preferencia es un alemán, Mr. Federico de Schack. Su
Historia del Teatro Español,
a pesar de los graves errores que amenguan su autoridad
3
, es el fruto de una incansable erudición. Anterior a la obra de Mr. Ticknor, constituye todavía un documento indispensable, no obstante los escelentes capítulos del escritor americano sobre aquella brillante
escuela
en que poetas tales como Lope y
Calderón
van seguidos de los Alarcones, Guillenes de Castro y Tirsos de Molina. Sabido es cuánto renovó el gusto y la inteligencia del teatro español el curso de literatura dramática de Guillermo de Schlegel; y conocidas son también las hábiles
traducciones
en que Gries y Malsbourg reproducían, con aplauso de Goethe, las obras maestras de Calderón. La patria de Schlegel y Gries no se ha olvidado de este ejemplo, pues al lado de la historia de Mr. de Schack debemos mencionar dos volúmenes de autos sacramentales de Calderón, traducidos en verso por el barón de Eichendorf, y un tomo de suplemento añadido a la traducción de Gries por una señora de superior talento. Francia rivaliza asimismo en este punto con Alemania, pues al nivel de los trabajos de Mr. de Schack podemos poner las bellas investigaciones de Mr. Fauriel sobre
La Dorotea
de Lope de Vega, los artículos con que Mr. Magnin ha enriquecido el
Journal des Savants,
los escelentes estudios de Mr. Luis de Viel Castel, anteriores a la publicación del escritor alemán, y las delicadas páginas en que Mr. Próspero Merimée juzga con tanta penetración y exactitud las originalidades de la escena española. En Inglaterra publicó lord Holland hace más de treinta años una vida de Lope de Vega, a la cual añadió después una biografía de Guillén de Castro, con la traducción de varios dramas. Sin embargo, entre los ingleses no se ha insistido tanto en estos trabajos como en Francia y en Alemania. El país de Shakespeare parecía más apto que ningún otro para estudiar el teatro de Calderón y de Lope; la patria de Corneille y la de Schiller son las que han acometido esta empresa con más calor. Ni nos olvidemos tampoco de la misma España, que, desde el renacimiento literario de los veinte postreros años, desde el brillante impulso dramático del duque de Rivas y de Gil y Zárate
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, ha producido, como veremos, una animosa multitud de críticos, vengándose del imperioso desdén con que se miraba su teatro
nacional.
Este teatro de los siglos XVI y XVII tiene mil analogías con la literatura de los
romances,
y, en Calderón sobre todo, con la
religiosa.
Literatura religiosa y literatura de los romances son los dos productos originales del ingenio español que hallamos en nuestro camino; y, mientras los cantos de Luis de León han dado ocupación a la habilidad de dos poetas alemanes, el
Don Quijote
de Avellaneda, traducido en francés por primera vez, da lugar a problemas interesantes. En una palabra, por todas partes se ve trazar la historia literaria del país de Cervantes con más fervor y entusiasmo que en tiempo alguno.
De esta manera coadyuva Europa a los destinos intelectuales de España. Si Alemania ocupa en esta empresa el primer lugar por el número de publicaciones y la importancia de los descubrimientos, Francia, respecto al gusto, la inteligencia penetrante y viva, y la erudición no menos ingeniosa que filosófica, le disputa la preeminencia: rivalidad honrosa, que ya ha resucitado el patriotismo literario de España y producido eruditos tales como don Agustín Duran; fecunda emulación que renueva los
gloriosos
tiempos
antiguos
y promete una magnífica perspectiva a los presentes. Desde el Cid Campeador hasta los héroes de Lope de Vega, desde los himnos de Gonzalo Berceo hasta los autos de Calderón, toda esta brillante literatura romántica, estudiada hoy con más afición y profundidad que nunca, nos descubre sus relaciones con los destinos del
pueblo
que la ha producido. La España de la edad media adquiere en cierto modo una nueva luz, y la esploración de este rico país es una de las empresas más honrosas para la ciencia literaria de nuestro siglo.
I
De nuestros primitivos poemas franceses, el más antiguo y de mayor mérito se consagra a la gloria de un héroe que, después de haber servido durante toda la edad media como fundamento a la literatura
épica,
esperimentó por fin una trasformación singularmente fantástica en las estrofas de Boyardo y el Ariosto. También el monumento más antiguo de la poesía castellana es un cantar de gesta, pero la gran figura que le anima, lejos de desvanecerse con el tiempo y con la elegante ironía de los poetas artistas, ha ido perdiendo poco a poco su primitiva rudeza para presentarse bajo la más perfecta imagen del amor y la lealtad, del patriotismo y la caballería. Ninguno de los poetas que en la edad media cantaron a Rolando pudo llegar a la austera majestad de Theroulde; por el contrario, todos cuantos han ensalzado a Rodrigo de Vivar, todos los
romances
que desde el siglo XIV al XVI se han dedicado a la tradición del héroe de Valencia han ennoblecido la ruda fisonomía bosquejada por el autor desconocido del
Poema del Cid.
El Rolando de Theroulde ostenta una dignidad homérica; el Cid del poema español deja ver en más de una ocasión la realidad vulgar que el ingenio pretende idealizar de siglo en siglo. Rolando combate en favor de Francia, de la amada patria, del país del emperador Carlos,
el de la barba blanca y florida;
el Cid combate para ganar con que comer. ¡Qué diferencia tan grande en su historia primitiva y en el destino que les ha cabido! El Rolando de Theroulde desmerece a poco tiempo de la dignidad ideal a que le había sublimado el poeta del siglo XII; el Cid del antiguo poeta castellano acrecienta de día en día la radiante aureola con que, engrandecido por la fe de todo un
pueblo,
llega a ser una personificación más que humana del heroísmo. Cuatro siglos después de Theroulde Rolando no es más que un personaje novelesco que ocupa la fantasía del Ariosto; y en este mismo momento Felipe II solicita de la corte de Roma la
canonización
del Cid, contraste a la verdad bien singular. Que se altere y descomponga la noble figura de Rolando, que la duda suceda a la fe, y la indiferencia a una emoción austera, fenómeno triste es, pero no sorprendente para el historiador de las ideas: en esto se ve, apoyado con un célebre ejemplo, el destino mismo de la edad media. Pero lo que sí debe maravillarnos es la estraordinaria fortuna de la leyenda del Cid; que una figura enteramente caballeresca a quien la edad media ha tributado culto vaya adquiriendo mayor prestigio a medida que va declinando aquella época. La incrédula sonrisa del espíritu moderno no sustituye en este caso a la fe de los tiempos primitivos. La leyenda se engalana cada vez con mayores riquezas, se moraliza y purifica el héroe en la imaginación de todo el mundo, y este héroe además pertenece a la
patria
de Cervantes. El historiador de la poesía quisiera tener la clave de este enigma, quisiera saber si esta derogación de las leyes del espíritu humano se debe esclusivamente al carácter del héroe o al del pueblo; y para ello examina con afán la oscura leyenda, se dirige al Cid, y le pregunta, como Gil Vicente en la más bella de sus comedias:
Decidnos, por Dios, señor, ¿quién sois vos?
Cincuenta años hace que se trabaja sin cesar en la biografía del Cid. Al publicar en 1803 el grande historiador Juan de Müller una nueva edición de los romances de Herder, compuso una historia del héroe, que es una de las obras más notables de la literatura, propia del Cid, como decían nuestros vecinos. Inspirado por su viva penetración histórica, adivinó Juan de Müller que el
Poema del Cid,
comparado con los sucesos y las fechas, debía servir de base al restablecimiento de la realidad. Dos años después, don Manuel José Quintana, en el primer tomo de sus
Vidas de españoles célebres
(Madrid, 1807), dio a luz una
Vida del Cid
que se reputa como una obra clásica en su patria. En 1808 apareció la crónica del estudioso poeta inglés Roberto Southey
(Chronicle of the Cid)
o historia del Cid, sacada de los romances y relaciones de la edad media, que es un buen complemento de la generosa empresa de Juan de Müller. Roberto Southey tenía un tío, Mr. Herbert Hill, eclesiástico de raro mérito y muy aficionado a la literatura románica, que formaba parte de la colonia inglesa de Lisboa, con cuyo motivo viajó por España y Portugal en 1793, cuando no tenía más que veinte y dos años. A los dos años publicó la relación de su viaje, ilustrada con traducciones poéticas, y desde entonces se dedicó con infatigable predilección a todos aquellos problemas de la literatura antigua castellana que empeñaba ya la curiosidad cada vez mayor de los eruditos. Una obra española, que fue muy admirada desde el momento en que se dio a luz, pero que hoy es objeto de las más fuertes censuras, promovió entonces la afición a las investigaciones originales; hablo del libro de don Juan Antonio Conde sobre la dominación de los árabes en España, publicado en Madrid en 1820. Desde esta época se sucedieron con mucho fruto los nuevos estudios sobre el Cid. Una de las biografías más notables del vencedor de Valencia, es la que apareció en 1828 de un docto escritor de Alemania, Mr. Huber. Otro alemán, Mr. Aschbach, profesor de la universidad de Bona, a quien se debe una interesante historia de los ommayadas, imprimió en 1843 una memoria con este título:
De Cidi historiae fontibus dissertatis.
También debemos citar las historias de España publicadas en Francia hacia el mismo tiempo, la de Mr. Roseew de Saint Hilaire y la de Mr. Romey, pues, siendo el Cid un personaje tan importante del siglo XI y habiendo tenido tanta parte en los destinos de la nación, ninguno de ambos historiadores han podido prescindir de los problemas que ofrece biografía tan misteriosa. Casi todos los historiadores mencionados abrigaban dudas sobre la historia tradicional del Cid; Mr. Damas-Hinard, por el contrario, en la introducción de su
Romancero
defendió, en mi opinión con más generosidad que verdadera crítica, el antiguo idealismo del héroe caballeresco. Finalmente, en 1843 Mr. Jorge Demis publicó en Londres un interesante volumen sobre el Cid en que compilaba sucintamente los documentos suministrados por los primitivos poetas de España
(The Cid, a short chronicle founded on the early poetry of Spain).
Vemos que todas estas biografías están tomadas de las narraciones poéticas de los siglos XII y XIII, que cada cual ha interpretado a su manera con más o menos método y perspicacia. Demos en breves palabras un catálogo de estos documentos. En primer lugar, la antigua canción de gesta publicada en el siglo XVIII por don Tomás Sanchez con el título de
Poema del Cid,
que, según la observación de Mr. Magnin, ingeniosamente reproducida por Mr. Dozy, debiera llamarse en el estilo de la edad media
La canción del Cid.
Después viene la
Crónica general de España,
redactada en el siglo XIII por Alfonso el Sabio; luego la
Crónica del Cid,
impresa en Burgos en 1512 por un manuscrito del célebre monasterio de San Pedro de Cardeña, donde estaba enterrado el Cid; y, si se añaden algunos fragmentos, algunas noticias entresacadas de varias crónicas y anales latinos y españoles del cronicón latino de Burgos, de los anales españoles de Toledo, de los latinos de Compostela, del
Liber Regum,
de las crónicas de los sabios obispos don Lucas de Tuy y don Rodrigo de Toledo; y, si se añaden, repito, a la
canción del Cid
y a las dos crónicas que a ella se refieren estas breves y sencillas indicaciones, tendremos todo lo que se había averiguado acerca del esposo de Jimena, cuando en 1792 un escritor español, el padre Risco, publicó con el título de
La Castilla y el más famoso castellano
un libro que fue un verdadero acontecimiento. Risco pretendía haber descubierto en León, en la biblioteca del convento de San Isidoro, el manuscrito de una historia antiquísima del Cid, que comenzaba con estas palabras:
Hic incipit gesta de Roderici Campidocti.
Pues bien, esta
Historia Roderici
(tal es el título con que la publicó Risco) contenía pormenores enteramente desconocidos que estaban en absoluta oposición con el idealismo heroico de los romances. Allí, por ejemplo, se veía que el Cid habia entrado más de una vez al servicio de los príncipes árabes; se le veía obrar como un jefe de bandidos, como un facineroso lleno de ambición y de codicia, sin idea alguna de religión y sin el menor respeto a su fe ni a sus juramentos: era el Cid verdadero en contradicción con el Cid de los romances, el verdadero Cid bárbaro del siglo XI repentinamente opuesto al Cid de la caballería. Juan de Müller no puso en duda la autenticidad del manuscrito, y se aprovechó del descubrimiento del padre Risco; pero el mismo año en que Juan de Müller publicaba su biografía del Cid, el jesuita español Masdeu, cuya confusa erudición no iba acompañada de una inteligencia muy perspicaz de la edad media, declaró en el tomo XXII de su
Historia de España
que el testo impreso por Risco no era más que un tejido de fábulas absurdas. Pretendía además haber buscado en vano aquel precioso manuscrito, y de negación en negación llegó hasta negar la existencia misma del Cid. Preparábase el padre Risco a responder al reto del jesuita cuando le arrebató la muerte; y no mucho después murió también Masdeu, quedando así la discusión repentinamente suspendida, y los eruditos llenos de dudas y confusiones; hasta que en 1829 los dos traductores españoles de Bouterweck, Cortina, Hugalde y Mollinedo, no solo probaron que existía el manuscrito, sino que dieron un facsímile de las cinco primeras líneas del testo. Había, pues, evidentemente un documento nuevo, un documento, a la verdad, de inspiración y valor dudosos, pero que no podía menos de colocarse al lado de los demás testimonios de que hemos hablado, la canción de gesta publicada por Sánchez, la
Crónica general
de Alfonso el Sabio y la
Crónica del Cid
del convento de Cardeña.
A estos documentos vinieron en breve a añadirse otros. Mr. Francisco Michel publicó en 1846, en los
Anales de Viena,
como apéndice a las sabias investigaciones de Mr. Fernando Wolf, un fragmento en verso y prosa, titulado
crónica rimada de las cosas de España.
Este manuscrito, indicado ya por don Eugenio de Ochoa y por el alemán Huber, contiene la historia de España desde el rey Pelayo basta Fernando el Grande; y, a pesar de ser un cuadro que abraza tres siglos, el principal asunto es el siglo de Fernando el Grande, y el héroe es Rodrigo de Vivar. Pues bien, lo mismo en la
crónica rimada
que en la
Historia Roderici,
el Cid aparece de cuando en cuando bajo un aspecto absolutamente contrario a la inspiración de los romances. Allí, por ejemplo, nada hay de los amores de Rodrigo y de Jimena: Rodrigo se casa con Jimena como si se hubiese visto obligado a ello; y, si el rey Alfonso se la concede, es puramente por un interés político. El Cid de la crónica rimada es un caudillo soberbio, violento, indisciplinado, que a cada paso quiere hacerse superior al rey; y ¿a qué rey? Nada menos que a Fernando I, que humilló con tan rudos golpes el poderío de los moros. “Mejor quisiera, dice el Cid a Fernando, verme sujeto a los mayores trabajos que teneros por señor”. Cuando se acerca al rey para rendirle homenaje, tiene un aspecto tan terrible con su larga espada, que el rey esclama: “¡Llevaos a ese diablo!”. Este rey no es solamente, como el Carlomagno de nuestras canciones de gesta, un personaje benigno y espontáneamente ridículo, sino que carece de todo carácter real; Rodrigo es quien lo hace todo, Rodrigo quien decide de los destinos del Estado. Si Fernando y el Cid se encuentran en alguna parte, el Cid parece el señor, hasta el punto de que un día le ofrece el papa la corona de España. Después de esta crónica rimada, que autorizaba tantas conjeturas sobre los errores de que está llena la tradición del Cid, mencionaremos un poema latino publicado por Mr. Estanislao du Meril en sus
poesías populares latinas de la edad media
(Paris, 1847). El poema latino del Cid podría muy bien ser, según la opinión de Mr. Julius, la representación más antigua de la tradición heroica, y tampoco sería estraño que fuese anterior a los cantos españoles, es decir, al
Poema del Cid
y a la crónica rimada, como el poema latino de Waltew de Aquitania, publicado por Mr. Jacobo Grimm, precedió en Alemania a todos los fragmentos épicos cuyo punto más culminante son los
Niebelungen,
pues a cada línea se advierte[n], bajo el caprichoso colorido de un latín monacal, rasgos de barbarie que convienen lo mismo al héroe que al escritor del siglo XI.
Fácil es comprender a cuántas cuestiones daban lugar estos nuevos documentos. En los postreros tiempos, dos principalmente son l[a]s que se han suscitado: unos, como Mr. Aschback, Mr. Magnin y Mr. Rosseew de Saint-Hilaire, quieren que el Cid fuese una especie de aventurero bárbaro, un jefe feudal, sediento de combates y de pillaje, que es lo que a cada paso se desprende del manuscrito descubierto por Risco y hasta de algunos pasajes de la crónica de don Alfonso; otros, como Mr. Damas-Hinard, Mr. Clarus y el elocuente José Goerres, sin dejar de ver en los brillantes romances de los siglos XIV y XV el bosquejo, idealizado sí, pero en el fondo exacto de la tradición histórica, atribuían al resentimiento de los cronistas árabes todos los pormenores repugnantes que se hallan de vez en cuando en los antiguos documentos españoles. Tal era sobre el particular la divergencia de pareceres, cuando un sabio orientalista de Leiden, Mr. Dozy, en una obra muy reciente ha renovado resueltamente la cuestión y, a favor de nuevos datos sacados de los testos árabes, ha procurado fijar de una vez para siempre todas las irresoluciones de la crítica.
La obra de Mr. Dozy tiene este título:
Investigaciones sobre la historia política y literaria de España durante la edad media.
Examinando algunos manuscritos árabes de la biblioteca de Gotha, Mr. Dozy descubrió que uno de aquellos manuscritos contenía bajo un título inexacto una obra muy curiosa de un árabe del siglo XII. El autor, que goza de gran reputación en la literatura musulmana, se llama Ibu-Bassam, y su libro, titulado
Dhakkirah,
es un cuadro “de los poetas y escritores en prosa rimada que florecieron en España en el siglo V de la hégira”. Un gran trozo de este libro está consagrado al Cid, y es un documento tanto más precioso para la historia cuanto que el autor, según la observación de Mr. Dozy, lo escribió en Sevilla el año 1109 de nuestra era, es decir, diez años después de la muerte del Cid. De este documento, publicado íntegro con el testo y la traducción por Mr. Dozy, resulta que el Cid estuvo, en efecto, al servicio de un príncipe árabe, y que a poco tiempo, engañando al mismo que había demandado su auxilio, se apoderó de su ciudad de Valencia: y así se efectuó aquella brillante conquista que terminó la carrera del Cid. El Cid había servido antes a varios príncipes árabes contra otros de la misma raza, en la época de las rivalidades intestinas entre los moros de España. “Cuando Ahmed-lbu lusof-Ibu-Hond, dice el cronista árabe, advirtió que los soldados del emir de los musulmanes salían de todos los desfiladeros y que puestos en todas las atalayas espiaban sus fronteras, azuzó a cierto perro gallego que se llamaba Rodrigo, por sobrenombre el Campeador.... Primeramente le habían sacado los Benu-Hulds de su oscuridad, sirviéndose de su apoyo para ejercer sus rigorosas violencias y ejecutar sus viles y miserables proyectos; le habían entregado diferentes provincias de la Península..... Así que adquirió un poder muy grande, y, a la manera de un buitre, se abalanzó sobre todas las provincias de España”.
En medio de las imprecaciones que el cronista árabe fulmina contra el
perro gallego,
no se le escasean los elogios. Verdad es que estos se refieren a la época en que el Cid Campeador, agregado al servicio de los emires musulmanes, derrotaba a los bárbaros, como los llama Ibu-Bassam, es decir, a los príncipes cristianos, a los condes de Barcelona y a los reyes de Aragón. Oigamos lo que añade el mismo Ibu-Bassam: “Este hombre, que era el azote de su época, por su amor a la gloria, por la prudente firmeza de su carácter y su denuedo heroico, podía considerarse como uno de los milagros del Señor. Poco tiempo después murió en Valencia de muerte natural. La victoria acompañaba siempre al estandarte de Rodrigo (¡maldígale Dios!); triunfó de los príncipes bárbaros; en varios combates derrotó a sus jefes, como a García, llamado por mofa
Boca de Tortuga,
al conde de Barcelona y al hijo de Ramiro; obligó a emprender la fuga a sus ejércitos, y con su escaso número de guerreros destrozó a sus numerosos escuadrones. Dícese que en su presencia estudiaban los libros y le leían las hazañas de los árabes, y cuando llegó a los hechos y hazañas de Al-Mohallab fue arrebatado en un éstasis, y se mostró lleno de admiración hacia aquel héroe”.
He aquí un testo claro y terminante, que confirma punto por punto todo lo que parecía absurdo y calumnioso, ya en la crónica de Alfonso el Sabio, ya en el manuscrito dado a luz por el padre Risco. Acaso se dirá que debemos desconfiar del resentimiento de los árabes, pero ¿dónde se halla ni una sola espresión de cólera, que, por lo mismo que sale de los labios de un vencido, es la mejor recomendación para el vencedor? ¿Son imprecaciones esas en que se trasluzca el espanto y rabia de los que han huido a la vista del buitre? No, seguramente; no es de las maldiciones de Ibu-Bassam, sino de sus elogios de lo que convendría poder defender la memoria de Rodrigo. En el relato del historiador musulmán, lo mismo que en la
Historia Roderici,
el Cid había sido primero un valiente mesnadero al servicio de los Benu-Hudes, reyes árabes de Zaragoza; la
Historia Roderici
añade que Rodrigo había derrotado diferentes veces a los príncipes cristianos; Ibu-Bassam recuerda estas victorias con entusiasmo e interrumpe sus imprecaciones para ensalzar la prudencia, firmeza y heroico denuedo de aquel a quien contempla como uno de los milagros del Señor.
(Se continuará)
1. Los elementos de la edad media comenzaron a desaparecer en España a principios del siglo XVI.
2. Un profesor de la Universidad de Madrid, escritor ya conocido, se ocupa hace tiempo en escribir una historia literaria española más completa que ninguna otra.
3. De Mr. Schack y de sus errores véase lo que decimos más adelante.
4. Ya tendremos ocasión de observar que no son estos dos autores los regeneradores únicos de nuestro teatro.