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Título del texto editado:
“Discurso de don Aureliano Fernández Guerra y Orbe (Continuación)”
Autor del texto editado:
Fernández-Guerra y Orbe, Aureliano (1816-1894)
Título de la obra:
El Correo de Ultramar. Parte literaria ilustrada, t. X, año 16, nº 239
Autor de la obra:
Lasalle y Mélan, X. de (dir.)
Edición:
París: Tip. Walder, 1857


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DISCURSOS LEÍDOS ANTE LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA


1

Discurso de don Aureliano Fernández Guerra y Orbe

(Continuación)


¿Y quién sabe si aquellos dos seres, de condición desigual, nacieron a la vida el uno cerca del otro, y en la inocente libertad de la infancia unieron sus corazones, soñando dichas que nunca habían de verse logradas? El desvalido mancebo quiso igualarse con su señora y merecerla, ganando en las lides el oro y los blasones que le había negado la fortuna. Abierto para el valor estaba el palenque en Italia, y ardoroso corrió Francisco a Lombardía, militando en las banderas imperiales. Allí supo alcanzar su victoria como soldado, y allí el favor de las musas como poeta. Pero las amenas campiñas que riegan el Po y el Tesino y en cuyas fortalezas se detuvo de guarnición largo tiempo ni le hacían olvidar de su amada ausente, ni menos de los caros ríos de su patria; antes bien, desataba en ellas el estro y la memoria para recordarlos, congojado por el recelo, tristeza, inquietud y deseo. Así hablaba de sus proezas militares, de sus grandes sacrificios y padecimientos amorosos:

¡Cuántos montes y ríos,
cuánta agua y cuánta tierra
me esconden unos ojos soberanos,
que de los tristes míos
levantaron la guerra [5]
por quien triunfaron mis vencidas manos!

¡Cuántos respetos vanos,
cuántos inconvenientes
de bienes mal seguidos
me tienen escondidos [10]
los luceros del cielo trasparentes!


Pasaron los años, y el aventurero volvió al suelo natal cuando había hecho su ordinario oficio la ausencia. Aquella Filis tan amada era ya en la corte imperial de Toledo mujer de otro hombre, rico pero anciano, rival pero bienhechor un día del desvalido mozo. La gratitud sella sus labios para la injuria y apenas les deja exclamar, reparando en una viuda tortolilla:

La rigurosa mano que me aparta,
como a ti de tu bien, a mí del mío
cargada va de triunfos y victorias.
Sábelo el monte y río
que está cansada y harta [5]
de marchitar en flor mis dulces glorias.
Por ella está cubierto
de turbias nieves cielo que vi abierto
en la fuerza mayor de mi fortuna.


Mas ¿quién reprime el ímpetu de la antigua pasión encendida en la soledad y silencio y alentada con dulces esperanzas engañosas? Nada hay que pueda extinguirla, y, nuevo Petrarca, Francisco de la Torre, con igual entusiasmo que libre, adora en ajenos brazos a su amado dueño y viva y muerta la celebra prodigio de gracias y hermosura. Todo al poeta recuerda entonces su pasado bien y su dolor presente; una tórtola solitaria, dos enamorados pajarillos, un árbol de su pompa desnudo, una fresca y lozana yedra abrazada a seco y añoso tronco son para él otros tantos emblemas de su estado y ocasión de lamentar propias desventuras en melancólicas endechas. Huye en vano la corte y se destierra de la presencia de su dama; todos los años logra verla durante la estación calurosa en el alegre esparcimiento de la aldea. ¿Cómo no saludar con vehementísimo deseo los apacibles días en que se rinde el orbe al imperio del amor? El aura primaveral

De la nevada y llana
frente del levantado monte arroja
la cabellera cana
del viejo invierno y moja
el nuevo fruto en esperanza y hoja [5]

El regalado aliento
del bullicioso céfiro, encerrado
en las hojas, el viento
enriquece y el prado,
este de flor y aquel de olor sagrado. [10]

Todo brota y extiende
ramas, hojas y flores, nardo y rosa;
la vid enlaza y prende
el olmo, y la hermosa
yedra sube tras ella presurosa. [15]

¡Yo triste! El cielo quiere
que yerto invierno ocupe el alma mía
y que, si rayo viere
de aquella luz del día,
furiosa sea y no como solía. [20]

Renueva, Filis, esta
esperanza marchita, que la helada
aura de tu respuesta
tiene desalentada.
Ven, primavera; ven, mi flor amada. [25]


Lamentándose no pocas veces de las persecuciones, destierros e infortunios que le atrajo su pasión amorosa, jáctase de que la porfía de los hados no alcanzaba a destruirle, consiguiendo solo hacer en él una prueba de la firmeza más constante y pura que mereció deidad humana. ¿Sería por ventura este mismo y tenaz empeño ocasión de que violentamente pereciese la dama, suceso infeliz que llora el poeta en una de sus más inspiradas canciones, en la segunda del libro segundo? Aquella cierva de sin igual hermosura, cuyo nevado pecho atravesó fieramente airada mano; aquel dulce compañero suyo, herido también en la inmediata selva; aquellos dos felicísimos amantes que vagaban incautos, acompañados de sí mismos en la encantada soledad de las riberas del Tajo; aquellas asechanzas de un astuto montero, que los viene siguiendo por los desiertos campos; aquel martirio de amor, triunfo glorioso, corona y premio de dos finas almas; y, en fin, aquellas palabras tan significativas:

Canción, fábula un tiempo y caso ahora,


encierran sin duda una misteriosa tragedia de honor y de venganza. Y no se oponga ser ajena al cantor tamañas desventuras, porque de ellas entonces habría sacado útil lección para la advertencia y escarmiento propios, según acostumbró en las demás composiciones.

Si tenemos en cuenta el pomposo atavío greco-romano con que las antiguas musas de Sicilia y Padua renacieron en el siglo XVI; si reparamos en cuán fiel y escrupulosamente quisieron imitarlas y superarlas, primero, Sannazaro en su Arcadia y églogas piscatorias, y después Garcilaso, La Torre, Figueroa, Balbuena, Gálvez de Montalvo, Cervantes y Lope de Vega; y, finalmente, si traemos a la memoria que aun los capitanes y palaciegos de Carlos V y Felipe II gustaban de imaginarse árcades, preciando los rústicos sayos a costa del brocado y la malla, veremos en los Tirsis, Damones y Montanos de nuestro autor no fantásticos y supuestos confidentes, sino reales y verdaderos amigos suyos. ¿Quién ignora que de Garcilaso lo fueron positivamente Albanio y Nemoroso? ¿Quién olvida que entre los poetas de aquel tiempo se conocía por Meliso al grave don Diego Hurtado de Mendoza; por Artidoro [sic] a Rey de Artieda; por Lauso a Luis Barahona de Soto; por Arcileo a don Alonso de Ercilla? Montano era el poético sobrenombre de Juan de Mendoza Luna, segundo marqués de Montesclaros; Damón se decía el famoso Pedro Lainez, que falleció de pagador siguiendo la corte de Valladolid, año de 1605; y Tirsi, el divino Francisco de Figueroa, natural de Alcalá de Henares, donde tal vez, en 1536, nació para ornamento y lauro de las musas españolas. Pues, señores, a estos tres últimos sospecho yo que tuvo por amigos y camaradas Francisco de la Torre.

¿Con qué ternura, como si fuese algo mayor de edad, suele advertir de los peligros a Tirsi y con él comunica sus glorias y sus pesares? La Torre y Figueroa nacen en pueblos comarcanos, son unos mismos su profesión, inclinaciones, estudios y gustos, y corren igual fortuna en sus amores. Ambos encarecidamente celebran las riberas del Tajo; uno y otro a la toledana Filis, milagro de alteza y hermosura; uno y otro se precian del amistoso afecto de Montano y Damón, suspiran ausentes, desdeñados o mal correspondidos. Los dos, al volver de las italianas regiones, encuentran mujer de otro a la que ciegamente idolatraban; este llora a Filis cubierta de crueles heridas; aquel, viéndola partir para Italia. Entrambos prueban en sus versos que es amor enfermedad lastimosa de la razón, locura o méritos para ella. ¿Qué mas? Y de asiento en el suelo natal, obsequiado de los sabios maestros complutenses y recibiendo incesantes aplausos de sus compatriotas, Figueroa procedió con tal reserva en cuanto a los sucesos de su vida, que de ella nadie le pudo oír jamás circunstancia ninguna. Sus versos y su memoria tal vez hubieran perecido a no venir afortunadamente los borradores a manos de señor de Pozuelo y después a las del cronista Luis Tribaldos, que en Lisboa los dio a la estampa, año de 1626, tres antes que intentase hacer lo mismo Quevedo con los de Francisco de la Torre, que les son tan parecidos en asunto, índole, forma y hasta en la de pasar a dominio público.

La Torre y Figueroa fueron en Italia soldados y estudiantes, y allí, tomando ora la pluma, ora la espada, y señalándose en todo género de erudición y buenas letras, adquirieron aquella suavidad de expresiones, fluidez, amenidad y pureza de estilo y sonoras y elegantes frases, con que significaban la admirable dulzura de sus afectos. Milites en la escuela de Garcilaso, imitando, copiando y compitiendo el buen gusto de la antigüedad griega y romana, supieron sacar provecho de los viajes y marciales excursiones para levantar a su mayor grandeza las letras de su patria, trayéndole al volver los sazonados frutos de su aplicación e ingenio. ¿Qué extraño, señores, que ambos Franciscos mereciesen de sus contemporáneos el renombre de divinos?

Dos noticias más creo, por último, descubrir en los versos de nuestro poeta: que, retirado a los márgenes del Duero, en edad avanzada ni aun podía olvidar su pasión, y que hubo de morir sacerdote. Deduzco lo primero de aquella trova en que dice, hablando al río,

Tú solo te duele
de mi suerte amarga,
que una vida larga
no hay quien la consuele,
ya que el cielo ordena [5]
que apartado viva,
el alma cautiva,
y el cuerpo en cadena.


Hácenme sospechar lo segundo tantos literatos y guerreros como entonces ascendieron al sacerdocio, y que por ello La Torre hubo de poner al frente de su libro tales palabras: “Con frenesí escribí esto; ahora se me escandaliza el ánimo”.

Pero, sea lo que quiera, indudable parece que hacia los años de 1593, en que pudiera contar sesenta, le hubo de conocer el monstruo de la naturaleza, Lope de Vega Carpio, a la sazón que servía la plaza de secretario del duque de Alba en la capital de sus estados y visitaba los pueblecillos que bañan Tormes y Duero. Entonces apreció el entendimiento clarísimo del anciano, y 37 años adelante celebró su memoria en el Laurel de Apolo, entre los ingenios que ilustraron las escuelas de Salamanca.

Muerto y al instante olvidado Francisco de la Torre, vinieron sus papeles a poder de un ilustre caballero lusitano, que por su inclinación natural a la poesía, por su buen gusto y su amor a las ciencias, tuvo el renombre de Sabio, don Juan de Almeida, pues (que así se llamaba), señor de Couto de Avintes e hijo de uno de los consejeros de Felipe II, apreció como discreto el valor de tales rimas; comunicolas presuroso con el Brocense en la Universidad de Salamanca y, alentado por él, se decidió a que corrieran de molde.

No obstante, medroso de verlas sin ornamento de algún moderno escritor, hubo de suplicar al docto maestro Sánchez que las autorizase con traducciones suyas, unidas a otras de Alonso de Espinosa, fray Luis de León y el propio Almeida, varones todos unidos por estrecha amistad. Aprobó el tomo don Alonso de Ercilla; dio licencia para la impresión el Consejo Real, pero, ¡desdichada suerte de flores tan generosas!, de nuevo padecieron extravío. Por fin, las halló don Francisco de Quevedo Villegas, en tiempo y lugar donde no había del autor noticia alguna. Estimolas oro purísimo, y en el verano de 1629, no creyendo obsequiar mejor al yerno del favorito de Felipe IV, le dedicó el precioso ramillete, pequeño en volumen, pero de inestimable valor, intitulado Obras del bachiller Francisco de la Torre, las cuales aún todavía no se vulgarizaron hasta el año de 1631.

En la dedicatoria y advertencia a los que leyeren dijo nuestro caballero, con palabras de verdad y ánimo sencillo, cómo hubo de rescatar aquellas trovas, y no omitió señas ni pormenor ninguno del códice manuscrito. La aseveración del bizarro editor confirmaron sin reticencias los aprobantes y censores, y (repárese bien) por medio del suyo puso fuera de disputa el real Consejo de Castilla que había ya mucho antes examinado los versos el cantor de La Araucana.

Desgraciadamente, el señor de Juan Abad deslució su trabajo, cediendo, por una cortesana atención al sentir del conde de Añover, que ni llenaba ni podía llenar de convencimiento su buen juicio. ¡Error increíble! Con el buen Alfonso de la Torre, bachiller y coplero en los tiempos del rey don Juan el Segundo, coetáneo de Juan de Mena y autor de la Visión deleitable, confundió el asendereado Francisco de la Torre. Perdonemos que dormite una vez siquiera quien tantas, aparentando que dormía, estuvo despierto felicísimamente.

Sin embargo, señores, sus contemporáneos no se lo perdonaron. Y aquí tenéis un solemne testimonio histórico de la existencia real y verdadera del gran poeta clásico, testimonio que saca airosas todas mis conjeturas.

Por el yerro de confundir el estilo de dos siglos tan opuestos y por ignorar que siguió La Torre inmediatamente a Garcilaso y fue de Lope de Vega conocido, a los pocos meses de muerto el Fénix de los ingenios y a los cinco años de impresas las rimas, vio Quevedo mortificado su amor propio con una acerba censura de Manuel de Faría y Sousa, caballero de la casa real en su comentario a las Lusiadas de Luis de Camoens.

Permitidme que textuales os refiera sus palabras, advirtiéndoos que las imitaciones que de La Torre piensa hallar Faría son casuales y trivialísimas coincidencias. Dice así:

“De algunos fue imitado Camoens, siendo los principales don Alonso de Ercilla, Lope de Vega y Francisco de la Torre, no el llamado Bachiller con este apellido en el Cancionero general, como con notable engaño se dejó creer don Francisco de Quevedo, pues consta que fue conocido de Lope de Vega. Y quien tuviere conocimiento del estilo de las edades verá fácilmente, leyendo unas y otras obras, que las del Bachiller son de aquel tiempo, y las de Francisco de la Torre de este, portándose cada uno conforme al que le cupo en suerte”. En otra parte vuelve a repetir: “Con el alto, dulce y feliz Garcilaso compite Francisco de la Torre, que se le siguió, como consta de mejores diligencias que la de quien, con lastimosa omisión de la buena diligencia, le llama Bachiller de la Torre, que vivió en los tiempos de Garci Sánchez, siendo Francisco de la Torre, que vivió en los de Alonso de Ercilla, sin bachillerías, dejándose creer que se pudo hablar de aquel modo en tiempo de Garci Sánchez, que realmente era cosa a extinguir las más recias cataratas”.

Esto escribía Faría en marzo de 1636; Quevedo no tuvo qué replicar. ¡Oh! Si al tiempo de adquirir el libro, precisamente por causa del doctor Juan Pérez de Montalbán, no hubiese roto vínculos cariñosísimos con Lope de Vega, ¡cuántas inestimables noticias habrían enriquecido esta publicación interesante! El gran dramático, dejándole en su error, limitose a censurarlo de palabra en academias y corrillos, bien que de público procuró cantar y anunciar en el Laurel de Apolo el precioso hallazgo de las castizas y elegantes poesías de La Torre:

Mas ya Febo socorre
su lira, que llevaba, como a Orfeo
la suya el Estrimón, esta el Leteo,
por que puedan las musas castellanas
salir hermosas sin teñir las canas.


Pero ni entonces ni en más de 120 años después, amigos y adversarios, apologistas y detractores del señor de Juan Abad, nadie puso lenguas en que fuesen tales versos más antiguos que el editor ni en que este hubiese prestado a las letras mayor servicio que el mismo que deben a Luis Tribaldos de Toledo por las canciones del divino Figueroa.

Pues a deshora, ved aquí, en 1753 un hombre de mérito indisputable, don Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, sosteniendo ser Quevedo el verdadero autor de aquellas excelentes obras, recordó, sin paridad de causa, el ejemplar del dominicano fray Jerónimo Bermúdez, cuyas tragedias se publicaron a nombre del fingido Antonio de Silva; y la travesura de Lope, rebozado en el disfraz de Burguillos, como si en el primer caso no fuera el seudónimo indispensable por el hábito religioso del trágico, y en el segundo, para que las bizarrías de La Gatomaquia y los galanteos a la señora Juana no causasen escándalo autorizados por un varón septuagenario y sacerdote. Y advertid que el ingenioso innovador malagueño desentendíase completamente de la diferencia de los casos, diferencia que resulta mayor todavía recordando que Bermúdez no se opuso a que por su propio nombre le llamara un amigo en cierto soneto impreso al frente de las tragedias; y que idéntica circunstancia se echa de ver en las rimas de Burguillos, donde unas décimas de Salcedo Coronel, estampadas al principio del libro, publican ser éste parto feliz de la pluma de Lope de Vega. ¿Sucede lo mismo en la colección de La Torre? De ningún modo. Velázquez pensó avalorar sus imaginaciones con tal cual analogía en poemas de La Torre y Quevedo, cuando en su índole desemejan como el día y la noche, lo negro y lo blanco, una bizarrísima dama de veinticinco alfileres y una mocetona del bureo, con pañolón de seda medio caído, arrastrando por barrizales. Y olvidó que al autor antiguo pertenece aquel hermoso verso:

Diome el cielo dolor y diome vida,


con que empieza (colocándolo así desventajosamente) el caballero santiaguista un soneto. Y no reparó que la égloga del clásico intitulada Galatea (cosa muy de considerar) sirvió de guía y fundamento, en plan, giros y frase a la canción del pastor Grisóstomo, que se reputa la más inspirada del Quijote.

Tampoco hallan los secuaces del marqués de Valdeflores otro ningún Francisco de la Torre, sino el señor de la Torre de Juan Abad. Sin embargo, dos más recuerdo yo, con lo que vienen a ser cuatro, nada menos, contemporáneo el uno del poeta bucólico, el otro del satírico. Fue aquel un discreto secretario del obispo de Verona, en la misma ciudad nacido, amante de la castellana lengua y apasionado de las musas, que debió a los hijos de Aldo figurar en la colección titulada Lettere volgari di diversi nobilissimi huomini, Venecia, 1548. Residía el último en Aragón, mediado el siglo XVII; su patria, Tortosa; escritor dramático, gongorino y culto, de quien se leen graciosos epigramas y una traducción de las Agudezas de Juan de Owen. ¡Y cuántos otros olvidados ingenios haya quizá en nuestro parnaso del propio nombre y apellido!

Aceptaron por moneda corriente la ingeniosa cavilación de Velázquez, llevados de la novedad, Luzán, Montiano y Luyando, y López de Sedano, y aun hoy la siguen varios críticos españoles y extranjeros. Paréceles que de no haberse publicado en 1631 la aprobación de Ercilla y la primera licencia del Consejo se infiere ser todo ficción e impostura. Que no existió La Torre, cuando no le citan los que en verso y prosa hicieron largo catálogo de nuestros ingenios. Desprecian y tuercen el testimonio de Lope de Vega, porque erró, suponiendo que el mérito de La Torre había merecido encomios de Garcilaso. No hallan rastros en las obras del para ellos fabuloso cantor que indiquen circunstancias de su vida, ni tampoco en documentos de los siglos pasados. Y entienden que, rebozándose con un discreto seudónimo, descubría el señor de Juan Abad ser tales versos parto de su juventud, cuyos extravíos y desórdenes amorosos no quiso dejar autorizados con su nombre a los tiempos venideros. ¡Cuánta inexactitud! ¡Cuánta ligereza! ¡Qué absurdo!

¿Poner reparos en suscribir este libro el autor de Los sueños? ¿De tan inocentes versos escandalizarse quien a la sazón imprimía otros llenos de malicia y de ponzoña? ¿Tan mirado el hombre que durante su última enfermedad retocaba y coleccionaba las picantes letrillas, los desenfadados romances, la Sátira del matrimonio y casi todas las seis primeras musas castellanas? Muerto Quevedo, revisarlas, pulirlas y darlas a la prensa fue grato empeño de su apasionado y confidente Jusepe González de Salas, hermano suyo en Apolo, y a cuya corrección y censura sometió siempre cuanto en materia poética escribía. Pues ¿cómo tan reservado también aquel que para reunir todo lo de su amigo desntraña los romanceros, cancioneros, fiestas y antología en todo el siglo publicados y ni por descuido cita las Obras de Francisco de la Torre?

Más todavía: en el mismo prólogo de ellas estampó nuestro Juvenal castellano insigne prueba de la verdad que defiendo ¿Es creíble jamás que tan egregio varón se aventurase a pasar por imprudente sobre necio, afirmando en la advertencia preliminar “que el doctísimo y elegantísimo Fernando de Herrera siguió por maestro y ejemplo a Francisco de la Torre, imitando su dicción y tomando sus frases y voces de modo que no son semejantes, sino uno”; y añadir que “le fue ejemplar en todo lo bello y galante, mas no en las voces que se leen con ceño en el vate andaluz”. Sin duda el marqués de Valdeflores dejó de reparar en este eficaz argumento por haber anticipado su juicio y puesto en olvido la sinceridad desenvuelta, el genio y costumbres del gran político y filósofo cristiano.

En nada se parecen ni la vida y escritos de la Torre y Quevedo.

Quevedo no tuvo su cuna orillas del Jarama, sino del Manzanares; fue político, nunca soldado; tocole un tiempo no de victorias y grandezas, sino de corrupción, miserias y reveses; vivió con pena mirando crecer la herejía, altivo y afirmado el holandés, orgulloso el galo, satisfecha Venecia, y envilecida su patria. Quevedo no pudo nunca llamar glorioso, aunque no apetecido a su siglo, cuando clamó desde su primera juventud que aquella edad descarriaba y que el mundo estaba caduco. Mora casi siempre La Torre en aldeas y castillos, lejos de las grandes ciudades, en íntimo trato con la naturaleza; Quevedo no respira otro ambiente que el mortífero de las cortes y palacios. Es filósofo cristiano y teólogo este; aquel, poeta e imitador constante de la forma y sentimientos gentílicos. El uno pertenece al renacimiento greco-romano, quilatado por la idealidad caballeresca y por la frase robusta, llena de juventud y esplendor; el otro a la decadencia del buen gusto y del lenguaje repentinamente agotado y envejecido por la afección y la soberbia. Quevedo, en fin, no podía estimar seudónimo discreto el de Francisco de la Torre (que entre nosotros no vale señor de tal villa, sino de ella natural u oriundo), cuando usaba nombres más significativos, como licenciado Cisca y Aldobrando Anatema Cantacuzano.

Hay más, señores académicos: faltábale a su corazón savia para esos tiernos y delicados matices de un platonismo exquisitamente pulcro, de una pasión toda espíritu, de un fuego alimentado de sí propio. El que desde su niñez, huérfano y adinerado, se aficionó al trato de mujeres corrompidas, conociendo antes el deleite que el amor e invirtiendo así el orden de la naturaleza, había de tener en más las zafias campesinas que las Betarices y Lauras, había de clamar en las cortijadas y breñeles:

Las mujeres de esta tierra
tienen muy poco artificio,
mas son de lo que las otras
y me saben a los mismo.

Las caras saben a caras,
los besos saben a hocicos,
que besar labios con cera
es besar un hombre cirios.

Buenas son estas sayazas
y estas faldas de silicio [sic],
de plata son estas breñas,
de brocado estos pellicos.


El que así materializaba sus afectos era incapaz de exprimirlos con aquella delicadeza que La Torre y de recordar, como él, los favores de su dama en frase honesta y estilo recatado.

Pero, señores, ¿a qué fatigo vuestra atención? Si faltaran todas esas pruebas y datos, y existiesen únicamente las obras de uno y otro ingenio, ¿quién había de confundir los versos de la decadencia con los del siglo de oro? En el XVI cegó los ojos el vivísimo resplandor de la gloria para no reparar en la podredumbre y lodazales de las humanas pasiones, mas nada hubo que luego no los hiciese patentes durante el imperio de los favoritos y ambiciosos. Entonces se despierta la sátira, triunfa la maledicencia, cunde el libelo, y no se estudia como antes a Virgilio y Teócrito, sino a Juvenal y Lucano. Los modelos clásicos de la civilización latina fueron alimento de nuestra edad de oro; de la siguiente, los filósofos y poetas de la decadencia romana.

Barajad las poesías del mal llamado Bachiller con las de su camarada Figueroa, y os costará ímprobo trabajo distinguirlas y conocer su dueño. Mezcladlas con las más tiernas y graves de Quevedo, y podréis volver a juntar las de este con facilidad mayor que en un tablero de ajedrez los revueltos peones. En la composición más petrarquista, en la más terca y pulcra habrá de venderle un rasgo de agudeza e ingenio, un concepto sutil, discreteos, retruécanos, equívocos y aun a veces resabios de culteranismo; en vano conoce el mal y le huye; la atmósfera que respira está envenenada, y el escritor universal adolece, sin saberlo, de todos los defectos de su siglo.

La Torre personifica el suyo a la maravilla; influido por el clasicismo elegante de los italianos e imitándolos, nunca deja de ser original y español; siempre aventaja a sus maestros en la melancolía dulce y encantadora que distingue la grave poesía castellana. El dolor de ellos es palabrero y ruidoso, pero el de nuestro vate (si no tan bien expresado como en las Odas a la barquilla de Lope y en los cantares elegidos de Garcilaso y Rioja) estímese mucho más hondo, más vivo, lleno de resignación desesperada, envuelto en el secreto y misterio. La lira de Orfeo repetía, abandonada, ecos dulcísimos; si de los sauces cuelga La Torre su caramillo, el poeta

llora, y él suspira!


Hasta aquí para mis conjeturas no me he valido sino de los datos que estaban en dominio del público. Pero ¿qué diríais, señores académicos, si las confirmasen a maravilla documentos fehacientes que en Madrid mismo tenemos a mano? ¿Qué diríais si entre los papeles de la Universidad Complutense, hoy custodiados en el archivo de la Central, vieseis como acabo de ver yo el nombre de Francisco de la Torre, natural de Torrelaguna entre los colegiales de San Isidoro y San Eugenio, que por los años de 1554 y 1565 fatigaban en el estudio de los autores clásicos, tanto historiadores como oradores y poetas, latinos y griegos? Sin cursar filosofía ni poderse ufanar con títulos de bachiller, hizo la primera matrícula de cánones a los veintidós años de edad, en el siguiente 1556. Ya de aquí en ningún otro registro aparece su nombre. ¿Acaso porque fue entonces cuando el enamorado mozo abandonó el suelo natal y abrazó la profesión de las armas y codició encontrar la fortuna o la muerte en la guerra?

Dejemos que el tiempo y la casualidad completen estos descubrimientos, mostrándonos los hechos del poeta en Italia y su vida ulterior en España; y ahora ponga yo término, en obsequio vuestro, a tan desaliñado discurso.



(Se continuará)





1. El título es erróneo y posiblemente venga arrastrado de números anteriores, como denominación general de una sección. El de Fernández Guerra se pronunció en 1857 con motivo de su ingreso en la Real Academia de la Lengua; Cuando ingreso en la Real Academia de la Historia (1856) su discurso trató de la conjuración de Venecia (Nota del transcriptor).

GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera