Sobre la historia de la novela
(Conclusión)
La Alemania vino después, a fines del siglo
último,
con
sus
castillos feudales, con sus patriarcales costumbres, con sus torres y con sus espectros ensangrentados, a ofrecer a la Europa,
ansiosa
siempre de
novedades
literarias, un nuevo y fecundo campo que explotar. Las
novelas
de aquel país llevaban un sello de originalidad que cautivaba la atención pública; resaltaban juntamente en ellas el movimiento dramático de los antiguos libros caballerescos, sus personajes misteriosos y sobrenaturales, la profunda moral de los romances ingleses y la gala y encantos de estilo de los franceses del siglo XVIII. Por eso fue su triunfo tan universal y completo en cierta época, y la Europa entera quedó plagada por muchos años de ese
alemanismo
indiscreto que produjo en varios ramos de su literatura
imitaciones
infelicísimas.
Todos los anteriores géneros, sin embargo, fueron tratados alternativamente durante el curso del mismo siglo XVIII y parte del XIX. La novela política de Voltaire y la sentimental inglesa parece que llevaron algún tiempo la primacía, aquella a favor de la revolución de Francia, y esta última como apéndice o satélite del
melodrama
o
comedia llorosa
o
tragedia urbana,
que con todos estos nombres le
[sic]
designan nuestros preceptistas. Fontanelle y Fenelon quisieron, además, poner en boga en su tiempo la doctrina de que la versificación era un accidente embarazoso en la tragedia y en el poema, y esta creencia produjo otro tipo de obras de imaginación graves y concienzudas, tales como el
Telémaco, Numa Pompilio,
el
Gonzalo de Córdoba
y otros muchos escritos de género ambiguo, que así pueden ser llamados poemas en prosa como novelas heroicas o patéticas. Aun la misma fabula o novela pastoril hubo de resucitar en estos tiempos,
engalanada
con los atavíos de la antigua
castellana
del siglo
XVII.
La Estela
del caballero Florián, que, según decía él mismo, debía grandes obligaciones a
La Diana
de
Montemayor,
fue acogida favorablemente en Francia y abrió el campo a otras producciones semejantes. Nótese de paso estas señaladas tendencias de los prosistas y de los versificadores de todos los siglos: el inmediato contacto de la novela y de la
poesía;
no parece sino que están pugnando entrambas por fundirse en un solo género, a no ser que digamos que invaden recíprocamente el terreno contiguo por falta de signos ostensibles que deslinden las propiedades de cada una. El lector juzgará de ello como mejor le pareciere; lo cierto es que este fenómeno se observa constantemente desde el siglo XV. La novela sale primero de la tradición o de la falsa crónica para aceptar con preferencia la forma del romance popular y caballeresco. En el siglo XVI se hace lírica y bucólica, y en el XVIII propende a usurpar los derechos de la
epopeya.
Hoy puede decirse asimismo que se acerca evidentemente a las formas y proporciones
dramáticas.
El siglo XVIII, por último, diversificó la novela hasta lo infinito en su estructura y accidentes, haciéndola ya epistolar, ya autógrafa, ya meramente narradora. Walter Scott fue el genio destinado, al parecer, para fundir en uno tantos elementos dispersos y echar los cimientos de la novela popular e histórica, última forma y adelanto visible con que la encontramos ahora en Europa. Balzac, Hugo, Cooper, Manzoni y otros han abierto nuevos caminos al ingenio, y, si no siempre perfectos, son generalmente escritores originalísimos y admirables. ¡Lástima grande que, en vez de seguir todos el ejemplo de Walter Scott, historiador pintoresco y eminentemente filosófico de las tradiciones de su país, se empeñen a veces, como Voltaire y Pigault le Brun, en dar un tinte político a sus magníficas creaciones, rebelándose en cada paso en ellas contra las creencias y necesidades de la sociedad contemporánea! ¡Lástima grande que, en vez de completar la historia dándole un colorido de que carecen en las descarnadas páginas de los cronistas, presenten así al desnudo la anarquía moral y las miserias de un siglo escéptico, ora ateo, ora hipócrita, ora supersticioso! ¡Lástima más digna de ser llorada todavía que calquen de vez en cuando sus obras sobre pensamientos antisociales, igualmente absurdos que perniciosos! “Las novelas son una necesidad de los pueblos corrompidos” decía Rousseau con su acostumbrada severidad. “Mayor es el número de los corazones pervertidos por su lectura (añade el alemán Spiess) que el de los atraídos a la virtud por las lecciones de la sabiduría”. Terribles sentencias, en verdad, mas ¿las proscribiremos por ello absolutamente? ¿Puede mejorarse el género en términos de que le tolere siquiera el moralista, ya que nunca le sea permitido hacer su apología? ... Casi sin sentirlo hemos entrado en el terreno de una cuestión gravísima y complicada, la cual nos guardaremos muy bien de resolver tan someramente. Acaso otro día volvamos al asunto con razonable copia de datos y de reflexiones. Entretanto, apuntaremos simplemente que Ovidio dijo hace cerca de dos mil años “Nihil prodest, quod non laudere possit idem”, y aun añadiremos de paso que la máxima de destruir completamente todo aquello de que se abuse no siempre es beneficiosa en moral, y generalmente es bárbara en política y en literatura.
J. de C. y O. [José de Castro y Orozco]