Título del texto editado:
“Noticia de los poetas castellanos que componen el Parnaso español. Tomo IV. [Biografía de] Francisco de Figueroa”
Francisco de Figueroa nació en la ciudad de Alcalá de Henares, y a lo que se puede computar, cerca de los años de 1540. Aunque se ignora el nombre de sus
padres,
consta que era de familia
noble
y muy distinguida. Desde su
tierna
edad
fue
inclinado
a las buenas letras, y siguiendo su
estudio,
que tanto florecía por entonces en aquella célebre universidad, muy en breve adquirió créditos de aventajado en ellas, y empezó a dar indicios de la grandeza de su
ingenio.
Siendo ya mancebo pasó a Italia, donde siguió algún tiempo la
milicia,
alternando el comercio de las musas con el ejercicio de las armas, señalándose en todo género de
erudición
y amenidad, y principalmente en la
poesía
castellana y toscana, logrando los mayores
aplausos,
así en
Nápoles
como en Roma, Bolonia y Siena. En esta ciudad hizo su más larga residencia y adquirió nueva fama tanto por su admirable ingenio, como por la suavidad de sus costumbres, que le acreditaron en aquellas provincias por
caballero
cortesano y estudioso. Después de algunos años se retiró a España y a su patria, donde contrajo
matrimonio
con una ilustre señora en la que tuvo sucesión, hasta que en el de 1579 pasó a Flandes con don Carlos de Aragón, primer
duque
de Terranova, persuadido de este caballero, que le
estimaba
por uno de los primeros hombres de España en letras, valor y cortesía. Restituido finalmente a Alcalá para siempre, aunque no abandonó del todo el ejercicio de la
poesía
se dedicó a ocupaciones más serias y propias de la
madurez
de sus años hasta su muerte, cuyo tiempo igualmente se ignora. Francisco de Figueroa fue de hermosa y agradable presencia, y particularmente dotado de afable condición, trato dulce y ánimo generoso, que le inclinaba a favorecer y honrar a todos, tanto naturales como extranjeros, defendiéndolos y socorriéndoles en cualesquiera ocasiones, de suerte que en Italia no se conoció español más bien quisto y universalmente amado por padre, amigo y universal protector de todos. Su
genio
fue de los más sobresalientes y aplaudidos de su
tiempo,
que fue el Siglo de
Oro
de la poesía castellana y toscana, siendo tan
célebre
profesor en ambas que por su excelencia mereció ser
laureado
en Italia, y adquirió el renombre de
“divino”.
Y aunque parece que en aquel tiempo se concedían con alguna facilidad estos epítetos de “divinos”, no obstante que recayesen en ingenios de mérito conocido, no se puede negar que de los cuatro poetas castellanos que lo adquirieron, ninguno se halla más digno y benemérito que nuestro Figueroa. Sus poesías, en medio de ser de la clase
amatoria,
que era la más común de todos los poetas, están adornadas de admirable
dulzura
de afectos, suavidad de expresiones, notable fluidez, amenidad y
pureza
de estilo, y de sonora y elegante versificación, de suerte que en muchas cosas no solo compite, sino que aun
excede
al mismo
Garcilaso,
así como fue uno de los que le acompañaron en la empresa de la universal
reforma
de la poesía castellana, único con todos los poetas castellanos que viajaron por la Italia en aquel tiempo en que florecían los más célebres de ella, de quien imitaron y tomaron el buen gusto de la
antigüedad
y muchas especies de composiciones, siendo una de las causas de la utilidad de estos viajes de nuestros españoles el ir a ellos hombres
ingeniosos
e
instruidos
que supieron desempeñar el fin de la comunicación de unas naciones con otras, que es tomarse recíprocamente lo que es
útil,
provechoso y adaptable a cada una, y no lo peor y más despreciable de ellas, pues lo que en esta parte trujeron de utilidad, la hubieran traído siempre en otras muchas, si los viajeros de nuestros días fueran como los de aquellos tiempos. Finalmente estas prendas del ingenio de nuestro poeta le hicieron tan
famoso
dentro y fuera de España, que apetecían su
correspondencia
los príncipes y personajes más distinguidos, y codiciaban su
trato
los hombres más
ilustres
en calidad y letras de su tiempo, con quienes profesó estrecha familiaridad, y en su patria le veneraban como oráculo aun los más célebres
maestros
de aquella universidad, haciéndole, cuando entraba en los Generales, el mismo honor que si fuera un príncipe, como le aconteció entrando una vez en el de Retórica con el maestro Martín de Segura, su catedrático, que siendo hombre tan docto y tan grave, se levantó y dejando el punto que estaba leyendo, le hizo una elegante
arenga
en latín. Pero a todos estos aplausos de su talento y literatura, sobrepujó su
modestia,
pues fue tanta y procedió siempre con tanto silencio, que no pudieron jamás sus amigos y compañeros saber de su boca razón alguna tocante a su vida, a su familia y a sus obras, que
mandó
quemar
a la hora de su muerte; por cuya causa son tan pocas las noticias que nos han quedado de este ilustre varón. Sin embargo, de esto se nos han conservado las pocas poesías
inéditas
que existen en un códice original, que se dice ser de mano de nuestro autor, en la Real Biblioteca, y en otros varios códices particulares, y las que constan
publicadas
y se imprimieron en
Lisboa,
año de 1526, que habiendo parado en las manos de don Antonio de Toledo, señor de Pozuelo, y este pasado a las del cronista Luis Tribaldos de Toledo, las dio a la estampa con un erudito discurso sobre su vida y escritos donde se lamenta de esta desgracia, y de que habiendo sido su
contemporáneo
y conocídole, aunque de lejos, en Alcalá, no le quedasen más puntuales y extensas memorias de un poeta tan célebre. El elogio que le hace Lope de Vega en su
Laurel de Apolo,
después de los muchos que le dan los naturales y extranjeros, es el siguiente:
¿Mas cómo tu academia
no propone al
divino
Figueroa,
si con verde laurel sus hijos premia?
Pero dirás que el atributo loa
cuanto decir pudiste.
Dichoso río, que cantar le oíste
con tan
suave
acento y armonía,
que los nobles espíritus eleva.
De paso en paso injusto amor me lleva,
cuando dejarme descansar debía.