Título del texto editado:
“Noticia de los poetas castellanos que componen el Parnaso español. Tomo IX. [Biografía de] don Jorge o George de Montemayor”
Jorge o George de Montemayor nació en la villa de Montemor (esto es, Montemayor, de donde procedió su apellido), de la jurisdicción de Coimbra, en el Reino de Portugal. Ignórase el año de su nacimiento y solo se deduce que pudo ser como por los de 1520. No fue hombre de ningún
estudio,
pero su entendimiento y grande
ingenio,
con el auxilio de las lenguas vulgares más comunes entonces, y que entendió hasta el grado de
traducirlas
con todo acierto,
recompensaron
en lo posible aquella
falta.
En su primera
mocedad
siguió la
milicia,
aunque su afición le entregó todo a la música y
poesía,
y, pasando después a Castilla y no teniendo otro arbitrio con que sostenerse, se dedicó como
profesión
a la primera, en la cual, hallando su
genio
la mayor
aptitud
para todo lo armonioso, salió tan aventajado que logró incorporarse por
músico
de la capilla real, en la que llevó el príncipe don Felipe en su famoso viaje a Alemania, Italia y Países Bajos, del que se escribe por particularidad que iban los músicos y cantores más
excelentes
y escogidos que se pudieron hallar. Con este motivo, recorrió todas aquellas provincias,
ilustrando
su
ingenio
con nuevas luces y, vuelto a España, no constan más noticias que su residencia en la ciudad de León, la que le pudo motivar a la composición de su libro de
Diana.
Restituido últimamente a Portugal, llamado por su gran princesa, como él afirma, la reina doña Catalina, hermana del emperador Carlos V y regente de aquel reino, que le confirió un
destino
muy honorífico en su Casa real, falleció a pocos años y todavía en los
florecientes
de su edad, según reconoce por la
elegía
compuesta a su muerte por Francisco Marcos
Dorantes
que se halla en todas las
ediciones
de la
Diana,
por donde se verifica que ya había muerto en el de 1562. Colocamos a nuestro Jorge (o George, como él se llamó) de Montemor, o Montemayor, en el número de los
poetas
castellanos
siendo portugués, porque, sin que necesitemos mendigar poetas a otras provincias donde tenemos tanta abundancia, como ya hemos advertido en otra parte, nadie le excluirá por ser español y por haber poetizado en nuestra
lengua,
de la misma suerte que podemos contar a Francisco de Sá de
Miranda,
Gerónimo de Corterreal, don Francisco Manuel, Nuño de Mendoza, Diego Bernáldez, Francisco Rodríguez Lobo, Antonio López, Miguel de Silbeyra, Francisco de Faria, Manuel de Gallegos, doña Bernarda Ferreira y aun hasta el mismo Luis de Camoens. Agrégase a estas razones la de haber sido nuestro Montemayor el
inventor
de la especie de libros
pastoriles
con su
Diana,
que es el que hizo
memorable
su nombre, según el testimonio de Miguel de
Cervantes
Saavedra, que en aquel nunca bien ponderado escrutinio de los libros de don Quijote dice en boca del cura, hablando del argumento de estas obras en general, que “estos libros no
merecen
ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de
entretenimiento,
sin perjuicio de tercero”; y luego, más adelante, hablando señaladamente: “y pues comenzamos por la
Diana
de Montemayor, soy de parecer que se le
quite
todo aquello que trata de la sabia Felicia y del agua
encantada
y casi todos los versos mayores, y quédese en hora buena la prosa y la
honra
de ser el primero en semejantes libros”. Podremos entender aquí que Cervantes, que tenía hecho un prolijo estudio en esta materia, quiso decir que fue el
primero
que de su especie se escribió
originalmente
en España. En efecto, esta nueva idea de
églogas
y
novelas
pastoriles llegó a tiempo y sazón de que estaban los ánimos acostumbrados a la lectura de los
disparatados
y fabulosos libros de caballerías, y así hallaron la mayor acogida y aplauso, como se prueba por las repetidas
ediciones
que se hicieron de esta obra, hasta
traducirse
en italiano y en francés; y en particular este título de Diana
agradó
tanto que luego salieron otras obras por la
misma
idea y con el mismo título, pues además de la
Segunda parte de Diana
de Alonso
Pérez,
que es continuación de la de Montemayor, se escribió la
Diana enamorada,
por Gaspar Gil Polo;
Las auroras de Diana,
por don Pedro de Castro y Acuña, y porque no faltase también este argumento a lo divino,
La clara Diana,
por fray Bartolomé Ponce, cisterciense, siguiendo la idea pastoril de Montemayor en alabanzas de la Virgen María. Este
gusto
se difundió de manera que todo género de escritores doctos e
indoctos
se dedicaron a escribir
novelas
pastoriles, y hasta el mismo Cervantes cayó en la tentación,
publicándose
diferentes obras por el mismo estilo, como fueron
Las selvas de Erifile,
por Bernardo de
Balbuena;
la
Cintia,
por Gabriel del Corral; la
Primavera,
por Francisco Rodríguez Lobo; la
Amarilis,
por Cristóbal Suárez de Figueroa; la
Galatea,
por Miguel de Cervantes; la
Arcadia,
por Lope de Vega;
El pastor de Clenarda,
por Miguel Botello;
Los pastores del Betis,
por Gonzalo de Saavedra;
El pastor de Iberia,
por Bernardo de la Vega;
Ninfas y pastores de Henares,
por Bernardo Pérez de Bobadilla;
El pastor de Filida,
por Luis Gálvez de Montalvo;
Los pastores de Sierra Bermeja,
por Jacinto Espinel, y otra innumerable
caterva
de libros de esa especie, que en aquellos tiempos tuvieron mucho
aplauso
y en todos no han tenido más
utilidad
que la invención y el buen
lenguaje
en prosa y verso. Cervantes hizo en breves palabras una
crítica
muy justa de todas estas
obras
en cabeza de la de Montemayor, mandando “se le quitase a esta aquello de la agua encantada y la sabia Felicia”, porque todo esto olía a
despropósitos
o desvaríos caballerescos; pero no expresó por qué causa se le debían quitar “los versos mayores”, pues no hallamos, respecto al carácter de su
poesía,
ningún desmerecimiento a los menores ni en el
decoro
de los pensamientos, ni en la
pureza
del estilo, ni en la
elegancia
peculiar del metro. Por el contrario, pudiéramos tomar esta “honra de la primacía” que la da Cervantes en el sentido de la
primera
o la
mejor
de cuantas en su género se escribieron después en España, pues, aunque es constante que hablando allí mismo de la
Diana enamorada
de Gaspar Gil Polo la da una gran
preeminencia
sobre la de Montemayor, diciendo que “aquella se guarde como si fuera del mismo Apolo”, por cuyo juicio ha corrido con notable ventaja en la estimación de muchos, nosotros, sin embargo, no la encontramos tan manifiesta, como no sea en la dulzura y
elegancia
de los versos, pues por lo demás, ni en la
invención,
ni en el
decoro,
ni en el enredo, ni en los episodios, ni en la
pureza
del lenguaje, que son las partes que constituyen el mérito de esta obra en prosa y verso, percibimos exceso considerable de
bondad
del valenciano al portugués, encontrando en este por descontado la de haber sido el
modelo
y
original.
Tiene además otro requisito de
ventaja
sobre la de Gil Polo y sobre todas las demás que
imitaron
su argumento, y es la de haber sido historia verdadera y acaso sucedida al mismo autor, pues, además de los episodios que introduce, que estos ya dice claramente que lo son, tenemos algunos fundamentos para creer que la
Diana
fue efectivamente una dama principal del Reino de León, a quien aconteció el suceso de los amores que se disfrazan en la
novela
pastoril, y aun podremos añadir la especie o tradición de que hasta hoy duran descendientes de la familia de aquella señora. Lo cierto es que los finos amores de nuestros portugués con su Marfida, que era una dama castellana, a quien
consagra
todos sus versos, fueron tan famosos y celebrados de los poetas
castellanos
y portugueses de su tiempo, como los de
Petrarca
por su Laura, Dante por su Beatriz y Bocaccio por su Fiameta. Pero nada puede acreditar mejor la general
ventaja
de nuestro Montemayor que la obra de su
continuador
Alonso Pérez, médico, llamado “el salmantino”, que a los siete libros de aquel, que es la “primera parte”, añadió otros ocho, que son la segunda, y andan regularmente unidos formando un cuerpo de obra, aunque se
imprimió
separada en Alcalá, en 1564. Pérez tenía facilidad y mucha más
erudición
que Montemayor, y, sin embargo de esto y de haber comunicado con él antes de restituirse a
Portugal
y trazado entre los dos el argumento, le faltaba el
ingenio
y gracia suficiente para continuador de aquella nueva idea, aconteciéndole lo que regularmente ha sucedido en las continuaciones de las obras más exquisitas y de mayor
gusto,
como a don Diego de Santisteban con la de
La Araucana,
de don Alonso de Ercilla; a Alonso Sánchez de Avellaneda con la de la
Historia de “Don Quijote”,
y a don Ignacio de Salazar con la de la Historia de México, de don Antonio de Solís.
La Diana
de nuestro Montemayor se ha
impreso
diferentes veces: la primera, en 1562; después, en Antuerpia, en 1580; en París, con la
traducción
francesa, en 1611; en Madrid, en 1622, y otras que no tendremos presentes. No se ciñó a esta sola obra el
ingenio
de nuestro autor, pues produjo otras dignas de no menor
aprecio,
como la
Fábula de Píramo y Tisbe,
traducida
e imitada del caballero Marino;
Historia de Alcida y Silvano,
que ambas andan incorporadas en el libro de la
Diana.
Además, publicó separadamente el
Cancionero,
impreso
en Zaragoza en 1561 y en Salamanca en 1571, 1572 y 1579, que se compone de varias especies de
poesías
de bastante mérito por la
suavidad
y
pureza
del estilo. Las
Obras de Auxiàs March,
traducidas
en Zaragoza en 1562 y en Madrid, en 1579, traducción que compite, si no
aventaja,
a la de don Baltasar de Romaní. También se le
atribuye
la
Exposición moral sobre el Salmo 86
en Alcalá, 1548, aunque se duda de su legitimidad por la falta de literatura en nuestro autor;
Los blasones,
obra
manuscrita,
según don Nicolás Antonio, por testimonio de don García de Salcedo Coronel. El
elogio
que se le hace en el
Laurel de Apolo
es el siguiente:
Cuando Montemayor con su
Diana
ennobleció
la lengua castellana,
lugar noble tuviera,
mas ya pasó la edad en que pudiera
llamarse el mayor monte de Partenio,
si le ayudaran letras al
ingenio
con que escribió su Píramo divino,
hurtado
o
traducido
del Marino;
¿pero por dónde fue sin esta guía
quien tuvo tan dulcísima
Talía?