Título del texto editado:
“Noticia histórica de don Francisco de Quevedo, escrita por don Ignacio López de Ayala, catedrático de poética en los Reales Estudios de San Isidro de esta corte”
Noticia histórica de don Francisco de Quevedo, escrita por don Ignacio López de Ayala, catedrático de poética en los Reales Estudios de San Isidro de esta corte
Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, del
orden
de Santiago,
secretario
de su majestad y
señor
de la Torre de Juan Abad, nació en Madrid en 1580 de
Pedro
Gómez Quevedo, secretario de la
emperatriz
doña María &c., y de doña María Santibáñez, de la cámara de la reina; ambos nobilísimos y de antiguo
solar
en el valle de Toranzo. Educose don Francisco en palacio;
estudió
las facultades mayores en Alcalá; graduose de teología a los
15
años de edad;
estudió
después
los derechos, la medicina, la historia natural, las lenguas griega, hebrea, árabe y los sistemas filosóficos, juntando a esto las habilidades propias de un
caballero.
En una pendencia dejó muerto a su contrario en la corte, por lo que pasó a Italia,
instado
también del duque de Osuna, virrey de Sicilia, quien se
valió
de su persona para todos los asuntos más graves en España y Roma. En 1615 vino de embajador de Sicilia a Felipe III, trayendo el último servicio que había hecho aquel reino, por lo que el rey le asignó una
pensión
vitalicia. El mismo año pasó a virrey de Nápoles el duque de Osuna, y le siguió don Francisco, que benefició al erario real en más de 400.000 ducados. Pasó a Venecia con una comisión de suma importancia, que evacuó diestramente, disfrazado de mendigo. Montalbán en una obra que publicó defendiendo su
Para todos,
impugnado
por don Francisco de Quevedo, dice que los venecianos pregonaron su cabeza y que lo ajusticiaron en estatua. El abad San Real escribió la historia de la conjuración de Venecia: es verosímil que don Francisco de Quevedo pasase a aquella ciudad con designios pertenecientes a esta materia, pero hay mucho que averiguar sobre la realidad total de la conspiración. El duque de Osuna envió a don Francisco a informar al rey del motivo con que intentaba armarse contra los venecianos, pero antes lo envió a Roma a tratar con Paulo V, quien escribió al duque
recomendando
los
talentos
de don Francisco. Venido este a España, e informado el rey, volvió a Nápoles, donde recibió la
merced
del
hábito
de Santiago. Caído el duque en 1620, cayó también don Francisco: estuvo tres años y medio preso en la torre de Juan Abad; pasó a curarse a Villanueva de los Infantes; a pocos meses fue dado por libre, con tal que no entrase en la corte, cuya pena le levantaron al año siguiente por resultar inocente. Pidió siete años decaídos de su
pensión
o alguna
encomienda;
se volvió a encender la persecución; se le mandó salir de la corte; se retiró a la torre de Juan Abad hasta fin de aquel año, en que se le levantó el destierro. En 1632, movido el rey de sus méritos, le honró con el título de su
secretario.
Pudiera haber adelantado mucho, pero, amante de la vida filosófica, no admitió el ministerio del Despacho de Estado ni la embajada de Génova. En 1634, a los
54
de edad,
casó
con doña Esperanza de Aragón y la Cabra, señora de Cetina, por la que dejó la pensión de 800 ducados que gozaba por la iglesia. Retirose a Cetina y, muerta su esposa a poco tiempo, se entregó al retiro de las
musas
y de su torre de Juan Abad, de donde pasaba alguna vez a la corte, en la que fue preso en casa de cierto grande en 1641, a las once de la noche, por
imputarle
ciertos escritos y libelos infamatorios. Fue conducido a San Marcos de León; se le canceraron tres heridas, que él mismo se cauterizaba, pues le dejaron tan
pobre,
que de limosna lo alimentaban y vestían. Escribió una tiernísima carta al conde duque, y, descubierto el autor del escrito, cuyo original se encontró en la celda de cierto religioso, se le dio libertad; volvió a la corte, [de] donde, faltándole medios para su decente subsistencia, se retiró a la torre de Juan Abad; de donde pasó a Villanueva de los Infantes a curarse de dos apostemas en el pecho, contraídas en su última prisión. Padeció largo tiempo con gran paciencia y resignación inmensos dolores y gravísimos accidentes, hasta que, hecho su testamento, y recibidos los santos Sacramentos, murió a 8 de Setiembre de 1645, a los
65
de su edad. Don Francisco de Quevedo yace en la iglesia parroquial de Villanueva. Fue de mediana estatura, robusto, hermoso, blanco, con ojos vivos, grandes y sin cejas, corto de vista, por lo que gastaba continuamente anteojos; fue zambo de ambos pies, pero dotado de grandes fuerzas y mucho ánimo. Manejó la espada con gran destreza y dio muerte a cierto hombre insolente que cometió un desacato en las tinieblas de un Jueves Santo, en la iglesia de San Martín de Madrid, por lo que se ausentó la primera vez. Concluyó a don Luis Pacheco de Narváez, maestro mayor del rey, con la espada, en una disputa, por lo que siempre se
satirizaron,
y Narváez publicó aquel escandaloso libro intitulado
Tribunal
contra
Quevedo. Una noche se le clavó en el broquel una onza que se había soltado de casa de un embajador, y la mató a estocadas; pero en nada se conoció más su valor que en la constancia con que padeció tantos trabajos en quince años de prisiones: fue muy liberal, misericordioso, modesto, clemente y desinteresado: en una ocasión le ofrecieron 50.000 ducados por que disimulase los fraudes que descubrió en Sicilia, pero los despreció con grandeza de ánimo. El padre Juan de Mariana le
consultó
sobre el parecer que dio sobre la Biblia de Arias Montano, para que examinase si estaba bien apuntado el texto hebreo; tuvo correspondencia con los sabios de su tiempo, Lipsio, Esciopio &c.; juntó una
librería
de 5.000 volúmenes; fue muy festivo en las
burlas
y muy grave en las veras; entendió muy bien lo que era
poesía;
escribió
con acierto en todas las especies de ella, pero se conoce que no fue esta la materia principal de sus estudios, y, así, aunque sus pensamientos son sólidos y agudos, ingeniosos y con
novedad,
y la disposición de sus composiciones sea generalmente arreglada, el estilo es
bronco,
en partes desagradable, poco suave y sin participar de la novedad del lenguaje poético; también
deprime
por la uniformidad de consonantes adjetivos
1
: esto no obstante, es necesario concederle todo el
talento
que se necesita para la elocuencia en todos sus ramos. Principalmente es singular o, por mejor decir,
único
en la elocuencia
picaresca,
que reluce en sus
romances,
jácaras y letrillas; son infinitos los modos en que explica un mismo objeto; un fanfarrón no hablara su lenguaje figurado y gigantesco como Quevedo; una tronga no explicara con más malicia sus acciones; un pícaro no contara con más gracia y propiedad sus aventuras &c. Es constante que estas composiciones y casi todas sus poesías las trabajó sin intención de
publicarlas,
como mero
desahogo
de su ingenio, y así tienen sus
defectos,
abundan en equívocos, y no siempre es exacto el discurso. No encuentro pruebas para creer sean suyas las obras que
publicó
a nombre del bachiller Francisco de la Torre, y mucho menos para tenerlas por las mejores que en su línea hay en castellano. Son inmensas las obras que
escribió:
don Jusepe Antonio de Salas dice que de las veinte partes de
poesía
de nuestro Quevedo que él mismo vio y leyó apenas era una el
Parnaso.
No hay para qué detenernos en numerar las obras
impresas,
pues son muy comunes; baste decir que el
tratado
de la
Providencia de Dios
es solidísimo y lleno de inmensa erudición
filosófica;
que los
Sueños,
la
Vida del tacaño
y las
Cartas del caballero de la Tenaza
son agudísimas y llenas de mil
preciosidades.
Sus obras
inéditas
son
infinitas:
por lo regular
satirizan
las costumbres, y toca en muchos de sus
tratados
la situación de la corte en su tiempo, en el que, como hubo tantas desgracias, hubo también varias sátiras, de las cuales se imputan a Quevedo muchas que no son suyas, como el discurso del
Perro y la Calentura,
Isla de los Monopantos,
el
Tarquino español y cueva de Meliso.
La obra del
Parnaso español
numera las obras
impresas
e
inéditas
de Quevedo; véalo el curioso.
Mártir
Rizo le
llama
“milagro de la
naturaleza”;
Antonio de Arguelles, “decoro y gloria de su siglo”, y Pellicer, “varón
doctísimo
en todas las ciencias”; Lipsio, “el
mayor
y más alto honor de los españoles”; Juan Queralt, “príncipe de todos los poetas”; Vicente Mariner, “el mayor ingenio del orbe” &c. Como en sus obras hay muchas
burlescas,
satíricas y algo libertinas, mandó en su testamento se delatasen todas a la
Inquisición,
para que enmendase o tildase todo lo que fuese pernicioso o malsonante;
publicó
en vida sólo las poesías de Francisco de la Torre y las
traducciones
de
Epicteto
y
Focílides.
1. Este
juicio
es poco exacto. Quevedo nació al
fin
del siglo de oro de nuestra literatura: en su tiempo se corrompió el
gusto,
y aquel grande hombre no pudo preservarse de la corrupción general. Su estilo no solo participa de la
novedad
del lenguaje poético, sino que participa demasiado, y las metáforas
atrevidas,
los hipérboles exagerados, las antítesis prodigadas con una insoportable profusión hacen muchas veces
pesada
la lectura de las obras de aquel ingenio peregrino, que
honra
a nuestro suelo.