Información sobre el texto

Título del texto editado:
“BIOGRAFÍA. Rioja”
Autor del texto editado:
Amador de los Ríos, José (1818-1878)
Título de la obra:
El Fénix. Periódico universal, literario y pintoresco, nº 88
Autor de la obra:
Carvajal, Rafael de (dir.)
Edición:
Valencia: Imprenta de Benito Monfort, 1847


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BIOGRAFÍA

Rioja


La poesía de Boscán y de Garcilaso, que había nacido bajo la influencia de la imitación de los griegos y latinos, renunciando voluntariamente a la nacionalidad y a los sentimientos que habían animado los antiguos cánticos del pueblo castellano, se halló al cabo privada de los medios que podían darle en España popularidad y vida. Aquel sublime poeta que tan dulcemente había vibrado la cuerda del corazón, pidiendo sus inspiraciones a la musa del cristianismo, no pudo, sin embargo, contener con su ejemplo la marcha que se habían propuesto seguir los petrarquistas. La verdad de los afectos y la espontaneidad en la manera de expresarlos eran prendas olvidadas enteramente por los sectarios de aquella escuela, que, esclava de las bellas formas, sacrificaba en sus altares la independencia del pensamiento. Hernando de Herrera, cuyo talento vigoroso, cuyo genio poético le habían dado a conocer la necesidad de romper aquellas doradas cadenas, acometió con una fe y una constancia admirables la empresa de dar a la poesía española un nuevo y más elevado carácter, si bien no apartándose de los escritos del siglo de Augusto. El estilo que se propuso introducir en ella, hijo más bien de maduros y largos estudios que del sentimiento que le impulsaba a llevar adelante la innovación, fue causa, no obstante, de que no pudiera ser esta completa, obteniendo el éxito que hubiera sido necesario para desterrar el amaneramiento que caracteriza el descolorido concierto levantado por sus contemporáneos. Los esfuerzos de Herrera, sin consecuencia alguna trascendental, solo dieron por fruto al parnaso español algunos centenares de palabras poéticas, recogidas y usadas con ansia por sus imitadores, y algunas magnificas odas, en que se propuso cantar los más grandes acontecimientos de su época. Demasiado docto para descender al terreno de las tradiciones del pueblo, o demasiado adicto a los griegos y latinos para reconocer el inmenso tesoro de la poesía vulgar, perdió también de vista los elementos que formaban la vida de aquel, dando cuerpo y valor a sus costumbres, y que debían al mismo tiempo constituir la índole de su literatura. Continuaron, pues, llamando la atención de los poetas castellanos los zagales con su vida campestre; y, mientras que rugía el león de España en San Quintín y Gravelinas, era de ver cómo afectaban vivir nuestros poetas en medio de una paz octaviana, recordando los tiempos patriarcales en que un rabel, una zagala y un corto rebaño bastaban para constituir la felicidad de la vida. En su fingido desvarío no comprendieron tampoco los peligros que amenazaban a la independencia del pensamiento, y, como habían renunciado a su libre y espontáneo ejercicio, no hicieron ni pudieron hacer cosa alguna para conservarla.

Un poeta andaluz, nacido a mediados del siglo XVI, llegó entre tanto a la arena literaria, y al encontrar a la poesía española tan malparada y vistiendo tan humilde traje, quiso protestar contra los que la habían puesto en semejante situación, y se lanzó a la liza con las armas del innovador y con la conciencia del hombre de talento. Don Luis de Góngora, pulsando las cuerdas del laúd castellano, logró producir en sus romances los dulces sones que habían arrebatado siempre al pueblo, y sus cantos fueron oídos con aplauso. Pero, queriendo ir más lejos y careciendo de la instrucción de Herrera, hubo de dar en un espantoso precipicio: creó un lenguaje tan revesadamente fantástico, e introdujo tales giros, metáforas e hipérboles en él, que, pasando al extremo opuesto, la poesía vino en sus manos a ser de todo punto ininteligible. Trocó su humilde y prosaica sencillez por la hinchazón más afectada y oscura, trastornando la sintaxis y atropellando la prosodia, y, a vueltas de los pasajeros triunfos que había alcanzado en la osada lira del poeta cordobés, se alzó con el dominio del parnaso, contagiando todos los géneros y avasallando a los mismos ingenios que le habían combatido más denodadamente. Vino después la turba insana de comentadores y culteranos, sin el talento de Góngora para comprender sus aciertos y con mucho peor gusto que él para santificar sus extravíos; y aquella hermosa doncella que había sonreído con Garcilaso, estremeciéndose al oír el acento de León y de Herrera, que se había adormido al son de los uniformes cantares de Figueroa, Morillo, Acuña, Mesa, Soto de Rojas y otros muchos, viose ataviada de tan incoherentes y monstruosos ornatos, que hubiera sido empresa harto difícil el reconocer sus pasadas bellezas.

En medio de la deshecha borrasca que corrían las letras, estaba reservado a un gran poeta el levantar su voz para echar los cimientos a una gloria tan duradera como el idioma de Cervantes. Francisco de Rioja, andaluz como Góngora y sacerdote como él, había nacido en el primer año del siglo XVII (año en que amanecía al mundo la antorcha del grande ingenio de Calderón) para manifestar que, en el mismo suelo en donde había abortado, por decirlo así, la hidra que devoraba las musas españolas, hallaban estas culto y adoración, renaciendo con más lozanía y ostentando más propias galas. Rioja, con aquella dulce y consoladora filosofía que había manado de los labios de fray Luis de León, con aquella delicadeza de afectos y aquella pureza que distinguen las almas elevadas, dio a sus poesías una entonación majestuosa y noble, bañándolas en una tinta melancólica de tan maravilloso efecto, que no pueden menos de embriagar dulcemente los sentidos. Se ha dicho con frecuencia que el estilo de Rioja es muy parecido al de Herrera, y esta opinión, en que reconocemos cierto fondo de verdad, debe tener, como en la Historia de la literatura española indicamos, importantes modificaciones. Rioja, a juzgar por el discurso que escribió para las poesías de Hernando de Herrera, impresas en 1619 por Francisco Pacheco, profesaba grande veneración al cantor de Lepanto, y aun se lo había propuesto por modelo; pero Rioja contaba entonces diez y nueve años solamente, y no se hallaba en otra situación más que en la de ofrecer aquel tributo de su respeto al ardiente amador de Heliodora. Cuando pudo crear un estilo, cuando escribió esas pocas poesías que han llegado a nuestras manos para revelarnos su ingenio y los desengaños de que había sido víctima, su edad era ya más granada. Conoció entonces que la elocución de Herrera adolecía en general del defecto que había dado al traste con las letras, y trató de apartarse de aquella peligrosa senda que podía arrastrarlo insensiblemente al naufragio común. Su estilo es, por esta causa, más puro, su elocución más tierna, si bien no menos ardiente y digna, logrando sobre todo el trasladar a sus producciones todos sus afectos, todas sus creencias, lo cual nos obliga a decir que, después de la época del insigne fray Luis de León, solo él había llenado cumplidamente las condiciones del genio, y que superó al ilustre agustino en la armonía y belleza del lenguaje, no obstante de encontrarse en sus obras también algunos resabios de prosaísmos.

El delicado ingenio que había logrado salvarse en medio del universal contagio que plagaba la literatura española, dando una prueba admirable de su talento y buen juicio, vio la luz en Sevilla, cuna de los Alcázares, Arguijos y Mal-Laras. Ignóranse desgraciadamente los nombres y la condición de sus padres, si bien es de suponer que contarían con bienes de fortuna, pues que desde su más tierna edad le dedicaron al cultivo de las letras. Estudió Rioja las lenguas orientales y la filosofía en la universidad de su patria, y después de haber oído teología en la misma academia se consagró exclusivamente a la carrera de las leyes, graduándose de licenciado en esta facultad y pasando a la corte, en donde ocupaba el conde-duque el primer puesto entre los consejeros de Felipe IV. Favorecido por aquel poderoso ministro, a quien había dedicado algunas de sus producciones, alcanzó el ser nombrado cronista del mismo rey y su bibliotecario, prestando en todas partes señalados servicios, como afirma el bachiller Burguillos en una de sus espinelas, cuyo único mérito consiste en contener una noticia importante de tan esclarecido ingenio; dice así:

El índice que a la mano
traiga el libro sin congoja
fue cuidado de Rioja,
nuestro docto sevillano.


La sensata y racional aversión que profesaba al culteranismo, entronizado en los salones, en los claustros y en las plazas, le hizo aparecer a los ojos de los Paravicinos, Ledesmas y Fonsecas como un extravagante. La ojeriza literaria se convirtió en breve en odio personal, y cuando Rioja logró ser agraciado por el rey con una plaza en el consejo supremo de la inquisición, estalló contra él horriblemente. Sufrió por resultado una prisión bastante penosa, sin que se hayan podido averiguar más pormenores de esta desgracia; pero es de creer que Rioja triunfase, como fray Luis de León, de sus enemigos, a fuerza de inocencia, al verle salir absuelto de su encierro, retirándose a gozar de la ración que desde el año 1636 disfrutaba en la catedral de Sevilla. Restituido a esta hermosa capital y entregado de lleno al estudio de las bellas letras, vivió largo tiempo retirado en una cómoda, aunque humilde casa, que labró él mismo junto al monasterio de San Clemente, lugar apartado del tráfago de la ciudad y muy propio para el género de vida que se proponía hacer el ilustre poeta. Adornóla de amenos jardines y bullidoras fuentes, enriqueciéndola con preciosas alhajas, como afirma don Diego Ignacio de Góngora en el apéndice que puso a los Claros varones de Sevilla, de Rodrigo Caro; y, abrigando en su pecho aquel disgusto que le había hecho concebir la vanidad de las cosas del mundo, y más que todo las intrigas de que había sido víctima, exclamó al hallarse rodeado de las flores plantadas por su mano, no oyendo ya el ruido de la ambición y de la lisonja:

Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo.


Allí estaba el poeta contemplando una naturaleza bella y risueña a las márgenes del caudaloso Guadalquivir; allí estaba en medio de la soledad el filósofo que había apurado en el mundo el cáliz de la amargura. Su corazón rebosaba en la hiel que lo había emponzoñado; su alma deseaba, sin embargo, encontrar el dulce reposo que la religión le ofrecía, y, sintiendo la necesidad de expresar lo que pasaba dentro de sí, tendió la vista en su alrededor y halló las llores. Cantó el puro carmín de las rosas, inspirole la nítida blancura de los jazmines, y encontró apacibles encantos en los claveles y las arreboleras, lo cual le ha conquistado el título de cantor de las flores entre los clásicos. Pero ¿no hay nada debajo de aquel lenguaje delicado y pintoresco?... ¿No se ve en aquellas preciosas silvas el filósofo cristiano pidiendo consuelos al Hacedor supremo, y desdeñando la pequeñez de cuanto le cerca?... ¿Qué pensamiento se descubre si no en la que consagra a la rosa?



José Amador de los Ríos


(La conclusión en el número próximo)






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera