Información sobre el texto

Título del texto editado:
“BIOGRAFÍA. Rioja (Conclusión)”
Autor del texto editado:
Amador de los Ríos, José (1818-1878)
Título de la obra:
El Fénix. Periódico universal, literario y pintoresco, nº 89, 13 de junio 1847
Autor de la obra:
Carvajal, Rafael de (dir.)
Edición:
Valencia: Imprenta de Benito Monfort, 1847


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BIOGRAFÍA

Rioja

(Conclusión)


Pero en donde Rioja se mostró más grande, saliendo ya del recinto en que voluntariamente se había encerrado para tender su vista sobre los hombres y las cosas de su época, fue en la casi perfecta epístola moral, como dice el señor don Manuel José Quintana, dirigida a Fabio. En esta obra inmortal de la literatura española se hallan sembrados copiosamente aquellos pensamientos morales, aquellas imágenes sencillas, tiernas y majestuosas y aquella agradable filosofía que tan bien supo derramar en todas sus creaciones. Sentimos que los límites de nuestro periódico nos impidan el hacer un detenido análisis de tan sublime composición, que recordaremos siempre con entusiasmo, si bien no podemos renunciar a trascribir algunos rasgos de ella:

Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere
y donde al más astuto nacen canas


dice Rioja al comenzar la epístola, preparando el ánimo del lector para recibir la lección profunda que va a darle:

El corazón entero y generoso
al caso adverso inclinará la frente
antes que la rodilla al poderoso.


¿Quién no conoce en este brillante rasgo la independencia y la elevación del carácter del gran poeta sevillano? Más adelante añade:

Más precia el ruiseñor su pobre nido
de pluma y leves pajas, más sus quejas
en el bosque repuesto y escondido

que agradar lisonjero las orejas
de algún príncipe insigne, aprisionado
en el metal de las doradas rejas.


Para pintar cuán poco valen las distinciones y la pompa del mundo, dice:

¿Qué es nuestra vida más que un breve día
do apenas sale el sol cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?

¿Qué más que el heno, a la mañana verde,
seco a la tarde? ¡Oh ciego desvarío!
¿Será que de este sueño me recuerde?


El poeta se eleva después a considerar el destino de la razón humana, y, lleno de horror al recordar los extravíos a que se habían entregado sus contemporáneos, se fija más principalmente en el estado del clero, cuyos abusos habían de producir la época miserable de Carlos II. Con un valor y una entereza hijos de la rectitud de su conciencia pura, exclama al fin de este modo:

No quiera Dios que imite los varones
que moran nuestros claustros macilentos,
de la virtud infames histrïones,

esos inmundos trágicos, atentos
al aplauso común, cuyas entrañas
son infaustos y oscuros monumentos.


Hemos sustituido a la palabra “plazas” la de “claustros” por haber visto escritos estos tercetos de esta manera en un antiguo manuscrito que poseía no ha mucho un erudito amigo nuestro. Sobre parecernos esta expresión más propia gramaticalmente hablando, tiene la gran ventaja de ser también característica. Los predicadores del tiempo de Rioja, atentos más bien al común aplauso que a la dignidad de su ministerio, habían creado una especie de elocuencia tan extraña, que ponían en ridículo los asuntos más sublimes, de que pueden dar fe los secuaces del padre Hortensio de Paravicino, no siendo, por otra parte, el clero regular tan virtuoso como debía. Rioja, lleno de justa indignación al contemplar semejante conducta, no pudo menos de prorrumpir en aquella exclamación terrible, añadiendo después, algo más sosegado:

¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!

¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de ruido
por el vano, ambicioso y aparente!


Mucho esfuerzo es necesario hacer para no seguir copiando. Esta magnífica epístola acaba así:

Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé: rompí los lazos.
Ven y verás al alto fin que aspiro
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.


Se ha promovido en estos últimos años una cuestión, en la cual no hemos tenido pequeña parte, sobre si la canción a las ruinas de Itálica, que tanta gloría había alcanzado a Rioja, era o no original suya. Ya en la Historia de la literatura dijimos nuestra opinión sobre este punto, opinión que en nuestro juicio no puede estar más conforme con la razón y con los hechos. Rioja no hizo, pues, más que añadir algunas estancias llenas del más profundo sentimiento y dar algunas pinceladas brillantes a la canción que con el mismo objeto escribió el docto Rodrigo Caro, canción que leímos hace algunos años en un códice que existe en la biblioteca de la catedral de Sevilla, copiado de otro que en aquel tiempo poseía el convento de Utrera, titulado Memorial de la villa de Utrera, escrito por el citado autor en 1604. Entre varias y muy eruditas noticias de antigüedades, se lee también la canción referida, que dice el mismo Caro haber compuesto cuando en 1595 visitó las ruinas de Itálica. Como Rioja no publicó sus poesías, no debe extrañarse que sus editores encontrasen esta composición entre los manuscritos de nuestro poeta, publicándola como suya, pues que no tenían noticia alguna del códice de Rodrigo Caro. El hecho, sin embargo, es enteramente cierto: la canción primitiva se hizo cinco años antes de nacer el gran poeta sevillano a quien consagramos estas líneas, y el códice fue escrito cuando contaba solamente cuatro. Pero Rioja no es menos digno de la admiración de su posteridad por haber refundido esta canción preciosa; para que los lectores puedan formar una idea de lo que ganó en sus manos, citaremos las siguientes estrofas de una y otra. Así describe Caro el famoso circo de aquella desgraciada ciudad, patria de tantos emperadores:

Aqueste destrozado anfiteatro
donde por daño antiguo y nueva afrenta
renace ahora el verde jaramago,
ya convertido en trágico teatro,
¡cuán miserablemente representa
que su valor se iguala con su estrago!
Como desierto y vago,
la grita y vocería
que oírse en él solía
la ha convertido en un silencio mudo,
que, aun siendo herido en cavernosos huecos,
apenas vuelve mis dolientes ecos,
de su artificio natural desnudo.


He aquí de la manera que refundió Rioja esta estancia:

Este despedazado anfiteatro
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
¡oh fábula del tiempo!, representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago.
¿Cómo en el cerco vago
de su desierta arena
el gran pueblo no suena?
¿Dónde, pues, fieras hay, está el desnudo
luchador? ¿Dónde está el atleta fuerte?
Todo despareció, cambió la suerte
voces alegres en silencio mudo;
mas aún el tiempo da en estos despojos
espectáculos fieros a los ojos,
y miran tan confuso lo presente,
que voces de dolor el alma siente.


Hasta aquí hemos hablado solamente de las poesías de Rioja, alguna de las cuales publicó por primera vez en 1774 el editor del Parnaso, viendo las restantes la luz pública el año de 1797 en la colección de don Ramón Fernández. Todas las producciones que han llegado a nuestras manos se reducen a trece silvas, cincuenta y seis sonetos, una epístola, una sextina y la canción de que acabamos de hablar. Rioja pareció adivinar la suerte de sus obras cuando dijo:

En el último día
comenzará a vivir la gloria mía.


Ciento quince años después de su muerte salieron a luz aquellas. Réstanos decir algo de las obras que escribió en prosa, que, según afirma don Nicolás Antonio, son las siguientes: El Aristarco, publicado sin nombre de autor; Ildefonso o tratado de la Concepción de Nuestra Señora; una carta a su amigo Pacheco sobre el título de la Cruz, un discurso en favor de los cuatro clavos de Cristo y un aviso a predicadores, obra de que hace mérito el citado Francisco Pacheco en sus Diálogos de la pintura. Hace siete años que existía en la Biblioteca Colombina un precioso manuscrito que encerraba varias cartas de Rioja dirigidas al erudito pintor que acabamos de mencionar, y de este a aquel, las cuales contenían un fondo de doctrinas admirable, tanto sobre el arte encantadora de la pintura como sobre varios puntos literarios. Desgraciadamente, ha desaparecido tan estimable monumento sin que hayamos podido averiguar su paradero, perdiéndose así una de las joyas que debían esmaltar la corona de aquellos doctos sevillanos. Frisaba ya en los cincuenta y nueve años el inmortal poeta cuando, saliendo de su apacible retiro, volvió a engolfarse en el bullicio del mundo, pasando segunda vez a la corte. La repugnancia con que había abandonado sus lares y su honesta mesa y el conocimiento de cuanto le rodeaba engendraron en él una profunda tristeza que le arrastró muy en breve al sepulcro. Murió, pues, en Madrid el 8 de agosto de 1659, perdiendo con él las musas españolas su cultivador más respetuoso y extinguiéndose el último rayo de la poesía lírica castellana. Su cadáver fue enterrado en la parroquia de san Luis, en donde hasta se ignora el sitio de su huesa, no pudiendo repetir los que visiten este templo, deseosos de pagarle el último tributo, aquellos versos de su admirable epístola:

Adonde por lo menos, cuando oprima
nuestro cuerpo la tierra, dirá alguno
“blanda te sea” al derramarla encima.






GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera