Título del texto editado:
“Censura del reverendísimo padre maestro Juan Manuel de Arguedas, de la Compañía de Jesús, lector antes de Filosofía y Sagrada Escritura, examinador sinodal del obispado de Ávila, prefecto de la Real Congregación de la Purísima Concepción del Colegio Imperial de esta corte y calificador del Consejo Supremo de la Santa Inquisición”
Censura del reverendísimo padre maestro Juan Manuel de Arguedas, de la Compañía de Jesús, lector antes de Filosofía y Sagrada Escritura, examinador sinodal del obispado de Ávila, prefecto de la Real Congregación de la Purísima Concepción del Colegio Imperial de esta corte y calificador del Consejo Supremo de la Santa Inquisición
Por especial comisión del Consejo de Castilla he visto las
Obras
de
don
Francisco de Quevedo y Villegas, que
desea
la erudición tenerlas en la
limpieza
del estilo español, sin los errores que las
impresiones
antiguas de Bruselas y Amsterdan y otras forasteras han causado; y confieso que, aunque en otros tiempos había leído buena parte de sus escritos por
diversión,
ahora ha logrado mi obediencia leerlos todos por estudio y muchos de ellos por
desengaño,
porque ¿quién puede dudar que la
Política
de Dios y gobierno de Cristo,
sacadas de las Santas
Escrituras
y sagradas máximas del Evangelio, pueden
enseñar
a cualquiera, si las lee con deseo de aprender?
La
cuna
y la sepultura
puede ser lección espiritual del espíritu más elevado; la
Doctrina para morir,
la
Virtud militante,
en que después de elevar las virtudes cristianas al aprecio que debe un corazón tiernamente afectuoso a su capitán y divino maestro Cristo, nuestro bien. Concluye con dos tratados, uno de la pobreza cristiana y evangélica, escrito a don Álvaro de Monsalve, canónigo de la Santa Iglesia de Toledo, y otro del desprecio del mundo y verdadera humildad, al doctor don Manuel Sarmiento de Mendoza, canónigo magistral de la Santa Iglesia de Sevilla. No es lo maravilloso que un
amigo
secular y discreto escriba con desengaño a eclesiásticos doctos y piadosos, sino que un
caballero
noticioso de cuantos gracejos y chistes revolvió en su tiempo pueda correr la
pluma
con tan feliz vuelo en materias tan altamente
sagradas,
que muchos prácticos en la contemplación no la supieron explicar con tanta delicadeza y tanto
fruto
para las almas. El tratado póstumo
De la inmortalidad del
alma,
que dedicó en su última prisión de León a su confesor, el P. Mauricio de Atondo, de la Compañía de Jesús, lector de Teología en aquel colegio;
los Comentarios de Job, la Providencia divina
(que tanto han deseado la luz pública) son a juicio de los doctos un seguro
baluarte
o un castillo roquero contra todos los herejes del Norte, que, poniendo nombres distintos a sus errores, ni son lo que defienden, ni saben lo que se dicen, pues negando el mérito y el premio quitan al alma su inmortalidad y a Dios su providencia y divinos atributos, y quien a Dios quita algo de su infinito ser se lo quita todo, y esto es ser ateísta, aunque no les contenta esta voz.
La Vida de san Pablo,
la
De santo Tomás de Villanueva,
el
Memorial por el patronato de Santiago
y otros escritos que quieren estilo más garboso logran el punto
perfecto,
que en cuanto tomó la pluma parece el Fénix, sin tener quien le
compita.
Lo que a muchos admira es que un genio tan serio en las veras
escriba
con tan hermosos
donaires
ya en
prosa,
ya en
verso,
ya en asuntos jocosos, ya burlescos, ya satíricos, ya en las invenciones fabulosas, ya en las alusiones poéticas, que los ingenios más floridos le confiesan por
maestro
en cuanto
escribe.
Las
alabanzas
que les dan los hombres que le conocieron y trataron parecen exageración del afecto y no realidad de sus méritos; véase en su escogida erudición a don José Antonio González de Salas, caballero del Orden de Calatrava, en la explicación de las
Musas Castellanas,
y es menos lo más que se puede decir. El cronista español maestro Gil González Dávila tiene por dichoso al rey y reino que obrare por sus máximas
políticas
y
cristianas.
El ilustrísimo señor arzobispo don fray Cristóbal de Torres, de la esclarecida religión de Santo Domingo, aun dice mayores encarecimientos. Los padres Pedro de Urteaga y Gabriel de Castilla, de la Compañía de Jesús, le
alaban
sin medida en sus escritos; y, lo que es más, los poetas en aquel ardor armonioso de sus consonancias o en aquel numen (que ellos llaman furor sagrado), sin conocer ventajas esta facultad nada humilde al más ventajoso; del mismo modo le engrandecen así españoles como italianos, como franceses, haciendo discreta vanidad todas las naciones de entenderle para parecer entendidas; y en nuestro idioma enseña la experiencia que no solo los
pocos
años, pero la edad
madura,
ilustrada de puestos y ventajosa
erudición,
suele con cuidadoso descuido arrojar algún picante o hermosa expresión de este ingenio para acreditarse él propio; baste el
elogio
del
Laurel de Apolo
de nuestro español Lope de Vega Carpio en la Silva I, que, comparándole en
prosa
a Justo Lipsio y en las armonías
poéticas
a Juvenal, a Píndaro, a Petronio, y al mismo Apolo si faltara, concluye en el lugar citado:
"Amar su ingenio y no alabarle supe,"
"Y nazcan mundos que su fama ocupe."
Algunos han querido, o poco noticiosos o muy apasionados del
autor,
decir que la Introducción a la vida devota, que se halla en el segundo
tomo
de sus
Obras
serias es obra suya, y, aunque don Francisco de Quevedo la
tradujo
fielmente, hallándose en Sicilia en
compañía
de aquel gran duque de Osuna, don Pedro Girón, virrey entonces de aquel reino (y de allí comenzó a estenderse con grande aplauso en España), es obra del gran río de
doctrina
y elocuencia
cristiana
y el segundo Crisóstomo de nuestros siglos, el bienaventurado san Francisco de Sales,
obispo
y señor de Génova; y así al César se le dé lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. El santo fue su autor, y don Francisco de Quevedo, su traductor; y no es pequeña gloria suya haber trasladado en la copia aquel original todo incendio de amor divino, diciendo alguna semejanza los estilos. Equivocose la madre de Darío teniendo a Epheltion por Alejandro, pero le respondió este príncipe magnánimo:
Non errasti nam hic Alexander est;
basta cualquiera semejanza para hacerle grande, aunque no sea Alejandro. El mismo don Francisco en su Doctrina estoica protesta que no es suya, con que no hay que disputar con las evidencias. Siguió a la doctrina del santo doctor no solo para traducirla al papel, pero para trasladarla a su pecho con tanto brío, que en sus grandes trabajos, prisiones, testimonios, enemigos y enfermedades que tuvo toda su vida (que apenas se hallarán mayores), iba creciendo su invencible paciencia cristiana al compás de su sufrido silencio, sin quejarse jamás, ni aun con sus parientes y
amigos
de su confianza, de los que le
herían
en sus conveniencias y reputación, sin saberse en qué fue mayor, en el padecer o en el obrar, en el aplauso o en la contradicción, en la quietud de una retirada y
estudiosa
vida o en los recios golpes de una envidiosa fortuna. Lo que se sabe ciertamente es que fue más pronto en perdonar a los que le ofendían que en agradecer a los que le alababan. Es doctrina de Epicteto, elogiada del mismo don Francisco en su Doctrina estoica, en que, habiendo alabado al santo cardenal san Carlos Borromeo y al gran san Francisco de Sales como discípulos de esta escuela de las máximas que dicen con lo cristiano, concluye su discurso con estas palabras:
"Yo no tengo suficiencia de estoico, más tengo afición a los estoicos: hame asistido su doctrina por guía en las dudas, por consuelo en los trabajos, por defensa en las persecuciones, que tanta parte han poseído de mi vida; yo he tenido su doctrina por estudio continuo; no sé si ella ha tenido en mí un buen estudiante."
Crecieron en don Francisco con los trabajos los desengaños, y, hallándose en su villa de la Torre de Juan Abad por el año 1645, último de su vida, libre ya de la última prisión de León, y deseosa de verse su alma libre de las prisiones del cuerpo, aunque cada día más cargado de terribles dolores y peligrosas enfermedades, cantando los últimos desengaños en aquella
canción
celebrada (que fue la última obra en verso de su vida) y que se pone la primera en la “Musa Euterpe”, pintó la
vanidad
y locura mundana con este mismo epígrafe y, como cisne que mira su vecina muerte, comenzó la canción así:
"¡Oh tú, que con dudosos pasos mides"
Y, porque esta que es canción pudiera parecer epitafio a quien supo morir en vida, concluye así:
"Cánsate ya, mortal, de fatigarte"
"en adquirir riquezas y tesoro,"
"que últimamente el tiempo ha de heredarte,"
"y al fin te han de dejar la plata y oro;"
"vive para ti solo, si pudieres,"
"pues solo para ti, si mueres, mueres."
Mandó que de la Torre de Juan Abad le llevasen a Villanueva de los Infantes para lograr mayor asistencia a la partida de la eternidad, por hallarse en aquella villa su antiguo y grande
amigo
el reverendo padre Diego Jacinto de Tébar, de la compañía de Jesús. Fio a su prudente y sabia dirección (mayor entonces que sus años) el negocio más importante de su vida, que fue lograr una cristiana y fervorosa muerte. Esta elección de don Francisco acreditó tanto a este sujeto religioso, que, siendo digno de los primeros empleos de su religión y provincial de esta provincia en tiempos posteriores [sic]. Fueron imitando los héroes españoles a don Francisco de Quevedo en sus desengaños, pues don José Pellicer, secretario de su majestad, caballero del Orden de Santiago, historiador aplaudido de España, no solo fio su conciencia en el mismo lance de la muerte, sino que en los años últimos de su vida mandó que le reformase sus obras. Don Antonio de
Solís,
que entre los poetas españoles de nuestros tiempos es príncipe de los discretos, torció la pluma a la
Historia de México,
para lograr la prosa los desperdicios infructuosos del numen que gastaron sus primeros años. Don Nicolás Antonio, del Consejo de su majestad, su fiscal del de Cruzada, caballero del Orden de Santiago, le tuvo por director en su muerte, como le tuvo en la
Biblioteca Hispana;
se sujetó siempre a su censura, imprimiendo cierto carácter en los hombres grandes la elección de don Francisco de Quevedo.
Encargole el dicho, con el cariño de amigo y con los humildes rendimientos que tan severo lance excita en un corazón penitente,
quemase
cuantos papeles manuscriptos tenía
jocosos
y de donaire y cuantos pudieran dar el más leve sentimiento a su próximo; parece que con puntual exacción se ejecutó el encargo, pues de las diez partes de las poesías de don Francisco de Quevedo no se halla una (que es queja común de sus muy apasionados), y algunos papeles que corren en su nombre o no son suyos, o no son dignos de la
estampa.
Con la misma seria reflexión pidió
delatasen
en su nombre todas sus obras al Santo Tribunal de la Inquisición, y. estando muchas impresas no solo en idioma español, pero
traducidas
casi en todos los idiomas del mundo, no pudieron acompañar en el fuego a las manuscrpitas, pero logró que, por lo menos, se acrisolasen en las llamas sus deseos, para que, consumidos sus trabajos al aire de sus incendios, fuesen faroles lucientes para el cielo las que quería sepultar cenizas en la tierra, prueba evidente de la gratitud con que ahora estimaría (si viviera) la prudente censura del Santo Tribunal, habiendo quitado de este árbol frondoso las flores infructuosas para que sean más sazonados los frutos que quedan.
La lozanía de la tierra muy fecunda, al paso que da opimos y sazonados frutos, suele producir más robustos los cardos y malezas; córtense aquellos muy en buen hora y quede solo lo que aprovecha a la
prudente
enseñanza y a la utilidad modestamente cristiana. Lloró san Agustín en sus confesiones las licencias de sus pocos años y a la armonía de su llanto venera la gravedad de la doctrina que al principio detestaba en boca del grande Ambrosio. Llore tiernamente Agustino, mientras a Jerónimo le hace llorar el ángel severo la deliciosa tarea a la dulzura de las obras de Cicerón, que, si en aquel tiempo le parecían desabridas las Sagradas Letras, vendrá tiempo en que sea amado recreo de su estudio el destino con que ha de emplear su pluma en la más provechosa interpretación de los sagrados libros.
Reduciendo, pues, como a margen el dilatado golfo de las
aclamaciones
que el orbe
literario
le da a este sujeto, no falta quien diga que contra el parecer de los médicos, que le daban tres días de vida, presagió en sus últimos alientos que no llegaría su vida tres horas (como sucedió), en que pidiendo el último sacramento de la Santa Unción, logrando lágrimas arrepentidas, tiernos coloquios con Cristo Nuestro Señor y con María Santísima, repitió muchos actos fervorosos, pareciendo entonces más vivas sus amorosas expresiones, porque eran más vecinos los desalientos de la muerte. Afirman manuscriptos que he visto que, trayéndole un paje unas cartas para firmar tres días antes de su muerte, dijo en presencia de muchos:
"Estas son las últimas cartas de mi vida,"
y así fue. Añaden que, descubriendo su cuerpo diez años después de su muerte, se halló perfectamente entero; ni califico ni desestimo estas y otras noticias que conserva la tradición de personas de excepción y entendimiento. Lo que jurídicamente consta por carta de 20 de mayo de 1617, escrita a su majestad por el virrey entonces de Nápoles, duque de Osuna, que, habiéndole ofrecido cincuenta mil ducados por que disimulase o diese largas en la averiguación de las fraudes de la hacienda real, en que tenía especial comisión del Rey, no solo no condescendió con tan injusta proposición, sino que su gran fidelidad y entereza política y cristiana le granjeó desde entonces las mayores
persecuciones
contra su crédito y contra su vida. También es cierto que, ofreciéndole el señor Felipe Cuarto y mandándole fuese su
secretario
de Estado, aceptó con cortesano rendimiento y bizarro desinterés el puesto para la honra, pero desestimó los gajes y ejercicio, dominando su genio a la autoridad y conveniencias que otros solicitan arrastrados. Pudiera decir casos muy singulares que le hacen más digno de estimación que sus escritos, pero, no siendo de mi instituto más que dar una ligera y breve noticia de haber leído sus obras, hallo que V. A. puede dar la licencia que se pide para
reimprimir
de nuevo lo antiguo en la pureza que se requiere y salgan las Obras póstumas que tanto desean (y con razón) los eruditos. Así lo siento, s
alvo meliori.
En este Colegio Imperial de la Compañía de Jesús de Madrid, y agosto 13 de 1713.
Juan Manuel de Arguedas.