*
Había tenido la poesía española, así como la
nación
a quien pertenecía, algo de caballeresco en su
origen:
sus primeros poetas fueron enamorados guerreros que cantaban alternativamente sus bellas y sus empresas, y que conservaban en sus versos el carácter de lealtad, de franqueza ruda algunas veces, de independencia, de tempestuosa libertad, de apasionado amor y cautelosos celos de que sus vidas se componían. Dos cosas agradaban
extremadamente
en sus cantos: el mundo poético, al cual nos transporta el espíritu de caballería, y la verdad, relación íntima del corazón con las palabras que no deja sospechar
ninguna
imitación de sentimientos prestados, ni pretensión alguna de producir efecto.
Pero la nación española experimentó un cambio
fatal
al someterse a la casa de Austria, y debió también la poesía cambiar del mismo modo, o resentirse más bien en la generación siguiente de los efectos de esta mudanza. Destruyó Carlos V la libertad de los españoles, aniquiló sus derechos y sus privilegios, y arrancándolos de su país para conducirlos al combate, no en bien de su patria y sí en pro de los intereses políticos y de la vanidad de su rey,
empañó
y oscureció en ellos la verdadera grandeza, dejando solamente en su lugar el orgullo y la pompa. Felipe, su hijo, que se creyó español y que fue considerado como tal, no tomó sin embargo el carácter de la nación, pero sí el de los
frailes,
tal como la severidad de la regla y la impetuosidad de la sangre del mediodía debían desenvolverlo en los conventos. Esta culpable violencia hecha a la naturaleza le ha dado un carácter imperioso y servil, y al mismo tiempo falso, obstinado, cruel y voluptuoso. No deben los españoles ninguno de estos vicios a la naturaleza, siendo solo el efecto de la disciplina de los monasterios, de la sumisión del pensamiento, de la esclavitud, de la voluntad y de la concentración de todas las pasiones en una sola, que ha sido divinizada.
[…]
Tales son los efectos que sobre la literatura de estos reinos debemos examinar en esta lección, efectos tan
degradantes
para la humanidad y que serán visibles e incontestables sin que esta
época
sea, no obstante, la más estéril para las letras. Conserva el entendimiento humano largo tiempo el impulso que ha recibido, siéndole necesario también por mucho tiempo antes que deje de agitarse en el estrecho espacio en que lo ha encerrado: falséase antes de apagarse y brilla de cuando en cuando durante un periodo determinado después de haber perdido su verdad y su justo equilibrio. Hemos visto ya dos grandes hombres que vivieron bajo los reinados de Felipe II y Felipe III: aún hallaremos uno que llegó al apogeo de su gloria en tiempo de Felipe IV: Cervantes, Lope de Vega, y Calderón llevan el
carácter
de su siglo, pero tienen en sí sobre todo su
genio
individual y el antiguo movimiento del carácter nacional, que no había sido enteramente domado. Entre los poetas de que vamos a ocuparnos en esta lección, hallaremos todavía muchos hombres de un verdadero mérito, pero de un gusto
corrompido
por sus contemporáneos y por su gobierno, no habiéndose adormecido enteramente la nación española hasta mediados del siglo XVII, cuyo sueño letárgico duró también hasta mediados del XVIII.
Habían
heredado
los españoles de los musulmanes el amor de las sutilezas, de la
pompa
vana y de la hinchazón, entregándose con ardor desde los primeros pasos que dieron en la literatura al ingenio
oriental,
y pareciendo confundir su
carácter,
respecto a este punto, con el de los árabes; porque aun antes de la conquista de estos, habían participado todos los escritores latinos de España de la pretensión e hinchazón, como sucediera a Séneca y otros compatriotas suyos. El mismo Lope de Vega estaba
plagado
de estos defectos: en su prodigiosa fertilidad le era más fácil ornar su poesía de falsos conceptos, de imágenes aventuradas y extravagantes, que pensar en lo que iba a decir, moderando su imaginación por medio de la
razón
y el
gusto.
Extendió su ejemplo entre los españoles (C) aquel modo de escribir, que estaba más en relación con su carácter, cuya manera
adoptaba
Marino al mismo tiempo en Italia. Nacido en Nápoles, aunque oriundo de España y educado entre españoles, había este escritor comunicado a los italianos las sutilezas y los falsos conceptos que se encontraban ya en las poesías de Juan de Mena. Obró después sobre España la escuela de los
Seicentisti
que él había formado una violenta reacción, haciendo llegar a un grado mucho más alto que en Italia estas mismas sutilezas, hinchazón y pedantería que tan
completamente
pervirtieron el gusto. Mas la causa de esta mudanza en uno y otro país deberá ser tomada de más arriba: en uno y otro era la misma. Habían conservado los poetas el ingenio, perdiendo la libertad de pensar; habían conservado la imaginación, sin poder nunca acercarse a la verdad; y sus facultades, que no se apoyaban respectivamente una sobre otra, que no observaban armonía alguna entre sí, debían agotarse en la estéril carrera, que aún les quedaba abierta.
El
jefe
de esta
escuela
fantástica y
oscura,
el que dio el tono queriendo formar una nueva época en el arte por medio de una alta cultura, como él la llamaba, fue don Luis de Góngora y Argote, hombre lleno de talento y de ingenio, pero que por sutileza y por una falsa crítica destruyó metódicamente su propio mérito. Tuvo que luchar contra las desgracias y la pobreza. Nació, pues, en Córdoba el año de 1561 y el modo brillante con que hizo sus estudios no fue parte a alcanzarle un empleo, hasta que después de haber seguido once años la corte, pudo obtener, en fin, con mucho trabajo un corto beneficio eclesiástico. Su descontento desenvolvió en él un
carácter
cáustico, que fue largo tiempo el principal mérito de sus versos: sus sonetos satíricos están llenos de una excesiva amargura, como puede juzgarse por el siguiente, en que pinta la vida de Madrid:
Una vida bestial de
encantamento,
harpías contra bolsas conjuradas,
mil vanas pretensiones engañadas
por hablar un oidor mover el viento,
carrozas y lacayos, pajes ciento, [5]
hábitos mil con vírgenes espadas,
damas parleras, cambios, embajadas,
caras posadas, trato fraudulento,
mentiras arbitreras, abogados,
clérigos sobre mulas, como mulos, [10]
embustes, calles sucias, lodo eterno,
hombres de guerra medio estropeados,
títulos y lisonjas, disimulos:
esto es Madrid, mejor dijera infierno.
Acertó aún mejor con las sátiras burlescas en forma de romances o de canciones. Tenían entonces su lenguaje y su versificación
precisión
y pureza, y no hacía esperar en modo alguno la
naturalidad
picante de su estilo que crease después una escuela la más
oscura
y afectada, siendo fruto de una fría reflexión y no del delirio de una imaginación aún joven el estilo más elevado que inventó para la poesía grave, al cual valió el nombre de culto. Formó para sí bajo este principio con la más trabajosa sutileza un lenguaje
oscuro,
artificioso,
ridículamente figurado y extraño en un todo a la manera habitual de hablar y de escribir, esforzándose en introducir las transposiciones más aventuradas del
griego
y del latín en el castellano, en donde jamás se han permitido, e inventando una prosodia particular para que ayudase a adivinar el sentido de los versos. Buscó también las palabras que estaban en desuso, o alteró la significación de las más conocidas para dar nueva dignidad a su estilo, juntando al mismo tiempo con grande esfuerzo todos sus conocimientos mitológicos para adornar su nuevo lenguaje. Después de semejante trabajo, escribió, pues, sus
Soledades,
su
Polifemo
y otros poemas que son siempre ficciones sin encanto, llenas de imágenes mitológicas, y envueltas en una pompa fantástica de frases oscuras. No mejoró Góngora su suerte por la celebridad que le alcanzó su nuevo estilo, viviendo aun algún tiempo en la pobreza y siendo a su muerte, acaecida en el año de 1627, únicamente capellán titular de la real capilla.
Difícil es en extremo hacer comprender a los extranjeros la
manera
de Góngora, puesto que lo que en ella se encuentra más notable es el ser
ininteligible,
además es imposible trasladar a una traducción toda aquella oscuridad nebulosa porque la lengua
francesa,
sobre todas, no permite estos laberintos de frases, en las cuales se tiene la felicidad de escapar completamente al sentido, acusándose siempre al traductor y no a Góngora de lo que no pudiera comprenderse. He aquí el principio de la primera de sus
Soledades,
por cuya palabra, tan poco usada en español, parece haber comprendido los bosques solitarios. Hay dos y cada una se compone de cerca de mil versos.
Era del año la estación
florida,
en que el mentido robador de Europa,
(media luna las astas de su frente,
y el sol todos los rayos de su pelo),
luciente honor del cielo, [5]
en campos de záfiro pace estrellas,
cuando el que ministrar podía la copa
a Júpiter mejor que el garzón de Ida,
naufragó, y desdeñado sobre ausente,
lagrimosas de amor dulces querellas [10]
da al mar; que condolido
fue a las ondas, que al viento
el mísero gemido,
segundo de Arion, dulce instrumento.
1
El
Polifemo
es una de las más célebres producciones de Góngora, y la que ha sido
imitada
con más frecuencia, habiéndose llegado a
persuadir
los poetas castellanos de que ni el interés, el genio, el sentimiento ni el pensamiento eran nada en la poesía, y de que el objeto del arte era solamente la reunión de la
armonía
con las más brillantes imágenes y todas las riquezas de la antigua mitología, buscaron por asunto para sus producciones los objetos que podían suministrarles cuadros gigantescos, grandes contrastes en las imágenes y todos los auxilios de la fábula. Los amores de Polifemo les parecieron felicísimos para ser tratados, puesto que podían reunir en ellos el espanto y la ternura, el horror y la delicadeza. El poema de Góngora está compuesto solamente de sesenta y tres octavas, pero el comentario de Sabredo (sic) lo ha aumentado de tal modo que puede formar un tomo pequeño en 4.º. Entre la literatura española y la portuguesa se hallarán al menos doce o quince poemas sobre Polifemo. He aquí algunas estrofas del que ha servido de modelo a todos los demás:
Un monte era de miembros
eminente
este que, de Neptuno hijo fiero, [50]
de un ojo ilustra el orbe de su frente,
émulo casi del mayor lucero;
cíclope, a quien el pino más valiente,
bastón, le obedecía, tan ligero,
y al grave peso junco tan delgado, [55]
que un día era bastón y otro cayado.
Negro el cabello, imitador undoso
de las obscuras aguas del Leteo,
al viento que lo peina proceloso,
vuela sin orden, pende sin aseo; [60]
un torrente es su barba impetüoso,
que (adusto hijo de este Pirineo)
su pecho inunda, o tarde, o mal, o en vano
surcada aun de los dedos de su mano.
No la Trinacria en sus montañas, fiera [65]
armó de crüeldad, calzó de viento,
que redima feroz, salve ligera,
su piel manchada de colores ciento;
pellico es ya la que en los bosques era
mortal horror al que con paso lento [70]
los bueyes a su albergue reducía,
pisando la dudosa luz del día
……………………………………………
……………………………………………
Cera y cáñamo unió (que no debiera)
cien cañas, cuyo bárbaro rüído, [90]
de más ecos que unió cáñamo y cera
al bosque es duramente repetido.
La selva se confunde, el mar se altera,
rompe Tritón su caracol torcido,
sordo huye el bajel a vela y remo; [95]
¡tal la música es de Polifemo!
Esta obra fue, sin embargo,
admirada
como la poesía más sublime y la más alta producción del genio. Después de haber cantado sus amores y solicitado en vano Polifemo a Galatea, lanza tantas piedras contra la gruta a donde se había retirado con Acis, su amante, que una de ellas la aplasta bajo su peso, concluyendo de este modo el poema.
Fue un notable fenómeno en literatura el efecto que produjeron las poesías de
Góngora
sobre una multitud de poetas ávidos de
novedades,
impacientes por abrazar una nueva carrera y que se hallaban por todas partes encerrados en los estrechos límites de la
autoridad,
de las leyes y de la
Iglesia.
Rechazados do quiera hacia tan estrechas barreras, determináronse en fin a romper las que les imponía el gusto, y se abandonaron a la más
extravagante
fantasía, precisamente porque estaban encadenadas las demás facultades de su alma. El
partido
formado por Góngora, orgulloso de un género adquirido a tanta costa, vio en todos los que no admiraban o no imitaban el estilo de su maestro, limitados ingenios que no eran capaces de comprenderlo. Ninguno de sus imitadores tenía no obstante el talento de Góngora, por cuya razón llegaron a ser sus conceptos tanto más
falsos
y exagerados. Dividiéronse bien pronto en dos escuelas, conservando unos solamente la pedantería, y aspirando otros al ingenio de su maestro. Los primeros no supieron hallar más propia ocupación para formar su gusto que la de comentar a Góngora: escribieron luengas
glosas
y laboriosas ilustraciones sobre las obras de aquel poeta, y desplegaron en este empeño cuanta
erudición
poseían, siendo llamados por burla
culteranos,
a causa del
estilo culto
que observaban. Los segundos fueron designados con el título de
conceptistas,
por los
conceptos
en que imitaban a
Marini
y Góngora, rebuscando los más extraordinarios pensamientos y las antítesis de sentido y de imagen, y revistiéndolos después con el extraño lenguaje que había inventado su maestro.
[…]
NOTAS DEL TRADUCTOR
(C) Lope de Vega fue uno de los que al principio combatieron con más fuego la introducción del
gongorismo,
como puede verse en algunos pasajes de sus obras. Hablando en una de ellas de Góngora dice: «Quiso enriquecer el arte y aun la lengua con tales exornaciones y figuras, cuales nunca fueron imaginadas, ni hasta su tiempo oídas […] Bien consiguió lo que intentó, a mi juicio, si aquello era lo que intentaba, la dificultad está en recibirlo […] A muchos ha llevado la novedad hacia este nuevo género de poesía; pues en el estilo antiguo en su vida llegaron a ser
poetas
y en el moderno lo son en el mismo día: porque con aquellas
trasposiciones,
cuatro preceptos y seis voces latinas o frases enfáticas se hallan levantados donde ni ellos mismos se conocen, ni sé si se entienden». Todo el mundo ha leído el célebre soneto de Lope de Vega escrito en estilo rimbombante y oscuro, que acaba con este diálogo:
“¿Entiendes, Fabio, lo que voy diciendo?”
“¿Y cómo si lo entiendo?” “Mientes, Fabio:
que soy quien lo digo, y no lo entiendo.”
El mismo autor en su «Discurso sobre la nueva poesía» dice: «Todo el
fundamento
de este edificio es el trasponer, y lo que lo hace más duro es el apartar tanto los sustantivos de los adjetivos donde es imposible el paréntesis, que lo que en todos causa
dificultad
la sentencia, aquí la lengua.» En otra parte, hablando del uso excesivo de los tropos, se expresa así: «Hacer toda una composición figuras es tan
vicioso
e indigno como si una mujer que se afeita, habiéndose de poner el color en las mejillas, lugar tan propio, se lo pusiese en la nariz, en la frente y en las orejas; pues esto es una composición llena de estos tropos y figuras, un rostro colorado a la manera de los ángeles de la trompeta del juicio o de los vientos de los mapas». En el citado escrito reprueba así el demasiado follaje en las obras literarias: «si el esmalte cubriese todo el oro, no sería gracia de la joya, sino fealdad notable».
Pero Lope, que con tanto acierto había censurado el
culteranismo,
manifestando que no solo era poeta, sino que estaba también dotado de las prendas de juicioso humanista, se dejó llevar al fin de aquella perniciosa manía,
deslustrando
el brillo de sus composiciones. En su poema titulado: «La Circe» se leen estos versos:
Entre los pechos de
nevado hielo
descubre apenas el dorado pomo
de la daga de Piro Polixena,
en rojas aras víctima azucena
…………………………………
Troya abrasada en fin, Troya desierta,
Fénix que en plumas reservó la vida,
por los engaños de Simón vengada
la fama infame del famoso Atrida
…………………………………
Un Marte que pirámide elevado
el rostro de la luna determina
verde gigante al sol bañado en plata
,
de sus eclipses el dragón reclina
…………………………………
No escupe celestial
artillería
mas balas de granizo………
…………………………………
Pacer estrellas al celeste soto
El
gongorismo
de Lope fue
posterior
indudablemente a la época de su esplendor; lo que indica que siguió, a pesar de su sano juicio, su tan sabida sentencia:
El vulgo es necio y pues lo paga es justo
hablarle en necio para darle gusto.
¡Tanto puede el torrente de la
moda
que arrastra en su curso aun a los hombres de más talento! Sean ejemplo de esta verdad Lope, Rojas y aun el mismo Quevedo, los cuales, después de haberse burlado del
gongorismo,
al fin rindieron culto a sus desatinados y extravagantes preceptos.
1. Edición de Bruselas en 4.º (1657) pág. 497. (*) Esta es la edición que consultó Sismondi: nosotros tenemos a la vista la de Zaragoza, hecha por Pedro Verges y costeada por Pedro Escuer en 1643, en 8.º prolongado, la cual según el prólogo está tomada de los M. S. que conservó D. Antonio Chacón, regalados al duque de Sanlúcar, en vistosas y ricas vitelas. Contiene este tomo, además de las poesías sueltas, dos comedias tituladas:
Las finezas
(sic)
de Isabela
y
El doctor Carlino.