Información sobre el texto
Título del texto editado:
Discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna
Autor del texto editado:
Estala, Pedro (1757-1815)
Título de la obra:
Edipo tirano. Tragedia de Sófocles, traducida del griego en verso castellano, con un discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna. Por don Pedro Estala, presbítero
Autor de la obra:
Estala, Pedro (1757-1815)
Edición:
Madrid:
Imprenta de Sancha,
1793
Transcripción realizada sobre el ejemplar de la Biblioteca Nacional de Austria 65.M.46. Digitalización disponible en
(texto completo)Encoding: Carmen Calzada Borrallo
Transcriptor: Nerea del Rocío Tovar Romero
Revisor: Mercedes Comellas Aguirrezábal
Revisor: Ignacio Muñoz Peñuela
Sevilla, 19 junio 2022
*
Apenas empezó a florecer el buen
gusto
de las letras en Europa, los
italianos
fueron los primeros que intentaron renovar el teatro antiguo; esta es una verdad de hecho, que no se les puede disputar sin injusticia. Siguiéronles muy inmediatamente los españoles, principalmente en la tragedia; pero, con paz sea dicho de los apologistas de una y otra nación, aquellos primeros
ensayos
están muy lejos de llegar a la
perfección
de la tragedia
antigua,
que pretendían
imitar,
ni a los primores de la
moderna,
que después se ha cultivado. Fueron muy útiles sin duda, porque hicieron ver que se podía y debía representar otra cosa más
útil
y divertida que los
misterios,
que habían sido por muchos años la única ocupación de todos los teatros de Europa. Pero si no se hubiera abandonado aquel sistema, todavía estaríamos sufriendo la insulsa
frialdad
de las pretendidas imitaciones de griegos y latinos. No niego que en las comedias del
Maquiavelo,
del Bibiena, del Ariosto hay muchas escenas de excelente
cómico;
pero aquí solamente tratamos de la tragedia, dejando el examen de estas comedias para otro discurso. Por más que los italianos quieran ponderarnos la
Sofonisba
del Rucellai y del Trissino, el Torrismondo del Tasso y otras tragedias de aquella época, al presente las hallamos muy distantes del
mérito
y carácter que tienen las modernas. Lo mismo se debe decir de las de nuestros españoles: las de
Bermúdez,
de Virués, de Argensola solo deben servir para hacer ver, que en aquel siglo teníamos hombres, que podían competir con los italianos en esta
parte.
La
nimiedad
con que unos y otros querían
imitar
a los antiguos, sin conocer el espíritu de la tragedia griega, hacía que sus dramas saliesen fríos e intolerables. No diré yo, como
Voltaire,
que todas las tragedias italianas eran unas meras declamaciones; diré, sí, que aunque tienen algunas escenas estimables, el todo de ellas está muy lejos de merecer el aprecio del público.
Vinieron después otros españoles, como Lope de
Vega,
Calderón y otros contemporáneos suyos, que no eran tan doctos como los
anteriores,
pero de un
ingenio
muy superior. Estos, no llevando otro objeto en sus composiciones que el agradar y divertir al
público,
dieron un realce al teatro que fue el origen de todo lo bueno que hoy vemos. Toda la Europa, por confesión de
Voltaire,
adoptó la comedia española; y extraña que la Italia admitiese estas comedias,
teniendo
el Aminta y el Pastor Fido,
pero es más de extrañar la ligereza de este autor, pues el tener dos, ni doscientas fábulas pastorales, como las citadas, nada tiene que ver con el teatro, para el cual son muy poco a propósito semejantes fábulas. La Italia así como la Francia admitió las
traducciones
e
imitaciones
de las comedias
españolas
porque en ellas hallaba un placer que no encontraba en las pastorales del
Tasso
y del Guarini, ni en las doctas imitaciones de griegos y latinos. A pesar, pues, de los grandes defectos de las comedias españolas, de la confusa
mezcla
del trágico más sublime con el más bajo cómico, y de otras muchas impropiedades, la
novedad
y gracia de la invención, la nobleza de los caracteres, y un no sé qué, como dice
Napoli
Signorelli,
que anima todas las piezas
españolas,
hacía que fuesen preferidas en toda la Europa.
En este estado se hallaba el teatro en Europa, cuando el gran
Corneille
empezó a manifestar su talento
teatral.
Aconsejáronle que aprendiese el español, y a este consejo debió toda su
celebridad,
y el teatro su reforma. Su primer
ensayo
en el género
trágico
fue la Medea, pero aunque en algunas escenas manifestó aquel talento, que en adelante brilló con tanta gloria, el todo salió muy
despreciable.
Aunque varió toda la constitución del original que
imitaba,
como el vicio estaba en el fondo de la acción, que no es adaptable a nuestro
teatro,
no pudo salir de una
vulgar
medianía, que le confundía con otros que anteriormente habían compuesto tragedias. Compone en fin el Cid, imitando y casi
copiando
las
Mocedades del Cid
de Guillén de
Castro;
y a su representación se siguieron los mayores aplausos del público y las críticas más sangrientas de los que se decían eruditos.
El
cardenal
de
Richelieu
que, no contento con la gloria de
político,
aspiraba también a la de
poeta,
se declaró por envidia contra el Cid.
Scuderi
y la academia francesa se encargaron de probar que era una pieza monstruosa. Examináronla bajo las
reglas
de la tragedia griega y la hallaron defectos enormes, comprobados todos con la autoridad de
Aristóteles.
Lo más singular es que el mismo Corneille no comprendía la gran
novedad
que había hecho en el teatro, y que las reglas de Aristóteles no eran aplicables al Cid. Veía que había
agradado
en extremo, y esto era para él una demostración de que su tragedia tenía un mérito muy singular; pero, admitiendo los principios de sus críticos, ¿cómo era posible, que respondiese sólidamente a las consecuencias directas que estos sacaban contra el Cid? Fácilmente hubiera podido cortar la disputa haciendo ver que las reglas de la tragedia antigua no se pueden aplicar a la moderna, y que son dos especies muy distintas; que la tragedia griega, excelente para el gobierno, religión y costumbres de los antiguos, era inadmisible en nuestro
teatro.
Esta es una verdad demostrada para mí; y aunque se puede inferir de lo que llevo dicho, voy a hacer un breve cotejo, para que se vea con más claridad.
Ya hemos visto, que el
objeto
político
de la tragedia
antigua
era inspirar odio contra los reyes, y el
moral,
inculcar el dogma del fatalismo. Ninguno de estos objetos puede ni debe hallarse en la moderna. Nuestra verdadera
religión,
y el gobierno monárquico, bajo el cual se ha establecido la tragedia
moderna,
prohíben uno y otro, aun cuando la razón no nos hiciese ver que la fatalidad es un absurdo y que el gobierno monárquico es preferible al de
Atenas.
No pudiendo, pues, proponerse la tragedia moderna ninguno de estos dos objetos, ¿cuál será el que se propone? No es otro, como observan los mejores críticos, que hacer la virtud amable e interesante, proponer grandes modelos de fortaleza en las desgracias y excitar nuestra sensibilidad. Examínense bajo este aspecto todas las tragedias de asuntos modernos y se verá que este es su único objeto y el efecto que producen, a pesar de la decantada purgación de los afectos del terror y de la compasión, que refutaremos más adelante. La tragedia del
Cid,
que a pesar de sus defectos se debe considerar como el modelo de la tragedia moderna, ¿qué otro efecto produce, ni qué otro objeto se advierte en ella, sino el excitar nuestra sensibilidad con aquel combate entre el amor y el honor? ¿Qué compasión, ni qué error puede infundir una acción, en que no hay fatalidad, ni atrocidades, y que termina tan felizmente? Así que es muy distinto el objeto de la nueva tragedia, sin que por eso sea menos interesante; antes bien afirmo que, según nuestra religión, gobierno y costumbres, esta es la única tragedia propia de nuestro teatro, y que las antiguas no pueden causar entre nosotros ningún afecto útil, si no se acomodan a nuestras actuales circunstancias.
Quizá se me objetará que entre las tragedias modernas hay algunas de argumentos antiguos, las cuales no por eso dejan de agradar. La respuesta a esta objeción será una nueva prueba de mi aserción. No niego que la Fedra de
Racine
es una de sus mejores tragedias, y muy digna de los mayores
elogios;
pero comparemos su constitución con el Hipólito de
Eurípides,
o de Séneca , y se verá que la gran diferencia que hay entre ellas en esta parte las constituye por de distinta especie. El
amor
de Fedra en Eurípides y Séneca es un castigo de los dioses, una pasión fatal, a que no ha podido resistir. En Racine es una pasión humana, que Fedra ha concebido por causas bien naturales. La conducta, los sentimientos y expresiones son consiguientes a este principio; y nótese que Hipólito es el protagonista en Eurípides y en Séneca, y Fedra lo es en Racine, lo que hace variar todo el plan. Hipólito en la tragedia griega aborrece a todas las mujeres por carácter y principios; en la francesa es amoroso y amante, y si resiste a la pasión de Fedra es por causa del incesto y por los amores de Aricia. ¡Qué diferencia no debe resultar entre las dos tragedias de esta circunstancia! Los criticastros no han cesado de reprender en Racine los amores episódicos de Aricia, sin embargo de que proporcionan tan bellas escenas y aumentan tanto el interés. El mismo Racine parece que convenía en que era sólida esta objeción, pues no dio más respuesta que aquella frivolidad bien sabida: «si así no lo hiciera, ¿qué hubieran dicho los petimetres?». La verdadera respuesta debía haber sido que así lo exigía la naturaleza de la nueva tragedia y que sin este episodio perdería mucho de su interés y belleza.
Debo advertir de paso que, aunque Racine protesta que
imitó
únicamente a Eurípides, la verdad es que imitó mucho más a Séneca, a quien con una ingratitud muy pueril no hace el honor de
nombrarle.
Sus anotadores lo han observado, y cualquiera que coteje el Hipólito de Séneca con la Fedra, hallará ser cierto que de Eurípides tomó muy poco y de Séneca mucho y lo mejor de su tragedia. Era una especie de gloria en aquella época el decir que se imitaba a los griegos y una ignominia el citar a
Séneca,
cuyo gran mérito en la tragedia y en la filosofía han procurado denigrar varios escritores italianos y franceses, que se dicen críticos imparciales, sin tener más delito que haber sido
español.
El gran
Corneille
es más ingenuo, como lo son todos los hombres de genio
superior;
lejos de ocultar las fuentes de donde había bebido, hace vanidad de manifestar lo mucho que
debía
a los españoles modernos y a los antiguos Séneca y Lucano.
Otra de las mejores tragedias de
Racine,
y también de argumento griego, es la Ifigenia; pero cotéjese el plan de la
francesa
con el de la
griega,
y se verá que su total diferencia ha sido la causa de que agrade en nuestro teatro, y que si se representase una traducción fiel de la griega sería intolerable.
Donde más claramente se ve que la tragedia
griega
es inadmisible en el teatro
moderno,
si no se varía toda su constitución y circunstancias, es en los dos
Edipos
de
Corneille
y de Voltaire. Estos dos grandes trágicos quisieron adaptar a nuestro teatro esta obra maestra de la escena griega: variaron de circunstancias, introdujeron diversos episodios, e hicieron otras muchas alteraciones. A pesar de todos sus esfuerzos, las imitaciones de una obra tan excelente salieron
pésimas,
como se puede ver en la crítica que hace de ellas el P.
Brumoi.
¿Y esto por qué? Porque el fondo de esta tragedia no es una pasión humana, ni los efectos de ella, sino una ciega fatalidad, que nada significa para nosotros; y como esta y el odio a la monarquía constituyen su naturaleza inalterable, por más episodios que se añadan, por más ingenio que se emplee en combinar su plan de todos los modos posibles, jamás podrá interesar vivamente a nuestro público. En una palabra, los asuntos griegos cuyo fatalismo pueda convertirse en una pasión humana son adaptables a nuestro teatro, como los de Fedra, Ifigenia, y otros semejantes; pero los Edipos, las Medeas, y los Atreos jamás harán mucha fortuna en nuestro teatro, por más que los desfiguren.
Prosiguiendo la enumeración de las diferencias entre la tragedia antigua y moderna, vemos que esta no admite el canto, que no es un objeto de religión, que tiene distinto estilo y lenguaje, que es y debe ser más complicada de lances, que debe tener más variedad en todas sus partes y que no tiene ni puede tener el coro de la antigua. Se ha escrito mucho sobre las ventajas que este podía traer a la tragedia moderna, pero yo hallo que son mayores los inconvenientes, como ya insinué más arriba. Con un confidente se suple con gran ventaja y sin ningún inconveniente el coro perpetuo que alternaba en el
diverbio.
El evitar que la escena jamás quede vacía y que ningún personaje entre ni salga sin una necesidad patente al espectador son dificultades que el poeta debe vencer con arte, y esta dificultad vencida realza el mérito del drama. Por lo que hace al coro cantante, no hallo dificultad en que se pudiera acomodar a la tragedia moderna con ventaja, y los coros de la
Athalia
y de la Esther demuestran prácticamente que esta introducción sería muy preferible a los sainetes y demás intermedios; pero este coro siempre sería muy distinto del antiguo.
El protagonista de la tragedia
antigua
debía ser de un carácter medio entre la extremada virtud y el vicio. En la
moderna
puede ser un modelo de virtud como en el Polieutes de
Corneille,
o extremamente vicioso como el Mahoma de Voltaire, sin que por eso dejen de ser
excelentes
una y otra. Y dejando aparte otras menudas diferencias, vamos a examinar una de las más esenciales.
Todos saben que el
fin
de la tragedia
antigua
era purgar los ánimos del terror y de la compasión, como ya hemos dicho. La
moderna
no se propone ni debe proponerse un fin semejante. Probemos esta verdad.
Si fuese cierto que la tragedia purgase los ánimos del terror y de la compasión, debería ser desterrada de todo gobierno en que se quisiese conservar la humanidad y las costumbres. El terror, lejos de ser un vicio, ¿no es el freno más poderoso para contener al hombre en su deber y para retraerle de los delitos? ¿A qué fin disponen las leyes que los castigos de los reos sean públicos, sino para que el terror de las ejecuciones sirva de freno a los malvados? Pues si hubiese un arte que arrancase este saludable afecto del corazón humano, ¿no debería ser desterrada entre Caribes? Un hombre purgado enteramente del terror debía ser un monstruo en la sociedad; y para que fuese más completo bastaría que estuviese también purgado de la compasión, de aquella virtud generosa que nos hace dulce la sociedad y tolerables nuestras penas, cuando vemos que excitan en nuestros semejantes los mismos sentimientos que nos afligen; virtud la más necesaria al hombre en sociedad, pues ella sola nos indemniza de las infinitas molestias que necesariamente acompañan al trato humano. La compasión, hija del amor a nosotros mismos, engendra, fomenta y pone en movimiento todas las virtudes sociales. La caridad fraterna, reina de todas las virtudes morales, es dirigida por la compasión. Nadie socorre, ni consuela, ni defiende sino a aquellas personas que han excitado su compasión: en una palabra, la sociedad humana, desterrada la compasión, sería más horrible que la de las fieras.
A este estado nos reduciría la tragedia, si nos purgase de los saludables afectos del terror y de la compasión; pero por fortuna, aunque
Aristóteles
les señaló este fin a la tragedia antigua, no puede verificarse en la moderna. Por el contrario, vemos por experiencia que su representación nos hace más sensibles, más humanos y más temerosos de los funestos efectos del vicio y de las pasiones desenfrenadas.
¿Pero, acaso porque no se dirija la tragedia
moderna
a purgar el ánimo de estas pasiones tan útiles, serán sus efectos menos
provechosos
que los que pretendía producir la
antigua?
Muy al contrario, creo que hará tanto mejor efecto la moderna, cuanto es mayor la sensación que nos causan los efectos de las pasiones que los de la fatalidad o los de la providencia. La muerte de una persona herida de un rayo nos estremece, nos causa terror y espanto; pero un hombre vendido por un traidor, o perdido por un amor desordenado o por otra pasión, nos llena de una compasión tierna y muy útil para nosotros mismos, pues nos sirve de escarmiento para nuestra propia conducta, cuando del primer caso no sacamos más que el triste convencimiento de que es preciso abandonarnos a la suerte. En suma, si a los griegos era útil el convencerse de que había un hado griego, a cuyo capricho era forzoso sujetarse, para nosotros sería muy pernicioso el perder nada del terror y compasión; y la gran ventaja que sacamos de la tragedia moderna es ser más compasivos, más templados en las pasiones y más temerosos de sus efectos.
GRUPO PASO (HUM-241)
FFI2014-54367-C2-1-R
FFI2014-54367-C2-2-R
2018M Luisa Díez, Paloma Centenera