Información sobre el texto
Título del texto editado:
Lecciones de Filosofía moral y elocuencia. Discurso preliminar (VI)
Autor del texto editado:
Marchena, José (1768-1821)
Título de la obra:
Lecciones de filosofía moral y elocuencia; o colección de los trozos más selectos de poesía, elocuencia, historia, religión y filosofía moral y política, de los mejores autores castellanos, puestas en orden por don Josef Marchena,
Tomo I
Autor de la obra:
Marchena, José (1768-1821)
Edición:
Burdeos:
Imprenta de don Pedro Baume,
1820
Relación de todos los textos preliminares que se encuentran en esta obra:
* "Discurso preliminar", José Marchena, Burdeos, 4 de Mayo de 1819
Transcripción realizada sobre el ejemplar de la Biblioteca Británica. Digitalización disponible en
(texto completo)Encoding: Ioannis Mylonás Ojeda
Transcriptor: Nerea del Rocío Tovar Romero
Revisor: Ignacio Muñoz Peñuela
Editor: Mercedes Comellas Aguirrezábal
Sevilla, 27 julio 2022
*
El
impulso
que al humano entendimiento habían dado los filósofos del siglo
XVII
y principios del
siguiente
se empezó a resentir en España a fines del reinado del primer Borbón, puesto que en nada contribuyó el
inepto
y automático monarca. El
Teatro crítico
de
Feyjóo,
el cual se propuso desterrar algunas paparruchas que en los países extranjeros solamente los hombres sin la más leve tintura de letras podían admitir, pero que en
España
fomentaba y amparaba la siempre infame inquisición, fue el primer destello de una
luz,
que no habiendo podido prender por falta de pábulo, siempre ha permanecido falleciente y mortecina, y que los postreros sucesos totalmente, y acaso para siempre, han apagado. Varios académicos imaginaron el proyecto de resucitar los buenos estudios de la sana
literatura;
escribió el
apreciable
Luzán
su
poética
en que corroboró los inconcusos
preceptos
de la antigüedad con ejemplos sacados de poetas españoles, y los partidarios del
equívoco
que al culteranismo del siglo anterior habían sustituido Gerardo Lobo, la Monja de Méjico, y un Maestro León que en nada se parece al Maestro León coetáneo de Felipe segundo, se callaron o enmendados o corridos, siendo la publicación de las poesías del cura de
Fruime
el postrer aliento de esta moribunda secta. Los restauradores del
gusto
fino dieron con los preceptos el ejemplo;
Montiano
compuso dos
tragedias,
don Nicolás Moratín tres con la comedia de
La Petimetra;
tradujo
Huerta la
Zaira
de
Voltaire,
y escribió la
Raquel
original suya.
La Petimetra
apareció
y desapareció muy en breve del teatro, y hemos de confesar que apenas tiene otra
dote
que la de una
insulsa
regularidad que ningún realce puede dar a lances que ni llaman la atención, ni mueven a risa, a un estilo sin color, a un enredo sin acción, a un desenlace sin interés. La petimetrería no es carácter cómico; la manía de vestirse y prenderse, si es excesiva en una mujer, podrá ocasionar tal vez la risa en una concurrencia particular, mas nunca parecerá cómica en un teatro; que ha de tener el poeta presente que, puesto que todo lo cómico es risible, no todo lo risible es cómico.
Los Menestrales
de don Cándido
Trigueros,
aunque premiados como la mejor composición
dramática
que para solemnizar el nacimiento de los infantes gemelos, hijos de Carlos IV, se presentó al concurso, es aún más
defectuosa
que
La Petimetra.
Toda ella está sembrada de máximas en sí muy buenas, mas
inaguantables
en el teatro, donde no se van a oír sermones, mas sí a ver una acción que cautive toda la curiosidad del auditorio, le
entretenga
y le divierta, de tal suerte que la lección de buena
moral
la saquen los oyentes no de lo que se les ha dicho, sino de lo que han visto.
El Señorito mimado,
y la
Señorita mal-criada
de
Iriarte
son muy
superiores
a las dos comedias de que hemos hablado; aquí los caracteres son más teatrales, se trasluce más conocimiento de las costumbres del siglo y la nación, porque los interlocutores de Trigueros así se semejan a españoles como a lapones o moscovitas. La versificación de Iriarte, siempre limada, tersa y castigada, es no pocas veces animada; y si se nota en ella sobrado
estudio,
siempre es inmune de
afectación,
nunca peca en
conceptuosa
ni hinchada. Las exhortaciones nacen de los propios lances, y cuando se enoja Cremes, es porque le da justo motivo su hijo o su criado, y se ve que no dirige al auditorio, sino al interlocutor sus reprensiones y sus máximas. Con todas estas prendas todavía está el espectador atento sí, mas no fuertemente conmovido, gustosamente
entretenido,
mas nunca deleitado, y sin poder más a risa excitado. En casi todas las composiciones de don Tomás de Iriarte se encuentra todo cuanto puede alcanzar el estudio de los buenos
modelos,
un ímprobo trabajo, un juicio sano, junto con un mediano ingenio, y una
imaginación
estéril.
La elocución de los interlocutores de las dos comedias de este autor siempre es
pura
y natural, raras veces cómica; nunca disparatan, mas tampoco les ocurre idea ninguna que digna de notar sea; jamás salen en sus acciones de su
carácter,
mas con ninguna acreditan que sea en ellos irresistible su impulso. Iriarte siempre tenía
presente
el
precepto
de
Horacio;
bien se ve que sus obras las limaba, atildaba y pulía sin
cesar;
sabia a fondo el arte, tenía
gusto
fino, exquisito juicio, mas faltole
la rica vena,
sin la cual poco pueden los más laboriosos
esfuerzos.
Escritor castigado sin calor, exacto sin imágenes, elegante sin elocuencia, versificador exento de aspereza, sin acertar con la fluidez, la buena contextura de los planes de sus dramas esconde mal la falta de lances cómicos, y si nunca corta en vez de desatar, tampoco son sus ñudos muy apretados, y por entre lo arreglado del enlace y desenlace, y la armonía de las partes, se descubre la malhadada falta de fuerza cómica. Este poeta estimable será
siempre
leído sin hastío, y ocupará un honroso puesto entre los de
segundo
orden de nuestra nación. Con más ingenio, más aptitud para observar a los hombres, más vigor de imaginación, elocución más
poética,
y más fuerza cómica, ocupó don Leandro
Moratín
la escena española; y los aplausos que su primera obra
el Viejo y la Niña
le
mereció,
manifestaron que aguardaba de él el público la
creación
de un teatro cómico
nacional.
Las impertinencias de don Roque, el mal humor de su criado Muñoz enseñaron a los espectadores a distinguir el chiste gracioso de la chocarrería picaresca, y de las truhanescas pilladas a que los habían acostumbrado los sainetes de don Ramón de la
Cruz.
Ya en esta primera obra deja ver Moratín su sagacidad para observar con las costumbres, hijas del carácter del sujeto, las formas y modificaciones distintas de que se reviste, según las opiniones, estilos y leyes del pueblo donde vive.
Las Viejas del Barón,
y el
Sí de las niñas
se diferencian en cuanto a su carácter; la primera es casquivana, crédula, y ambiciosa; su manía es lucir en la corte, y subir a gran Señora por vengarse de los desprecios de las hidalgas de su lugar; la segunda supersticiosa, interesada, y zalamera no lleva más fin que disfrutar la mucha riqueza del viejo con quien quiere casar a su hija; mas tanto una como otra son vivo trasunto de las viejas de nuestro
país,
especialmente las de fuera de la corte. ¿Puede darse retrato más parecido de los señoritos de nuestros pueblos cortos, que el del amante de
la Mojigata;
¿qué más se semeje al de un viejo agente rico, perpetuo asistente a los ejercicios devotos de San Felipe Néri, que el del padre de Clara?
El estrecho recinto a que en este discurso nos vemos ceñidos, y lo inmenso de la materia que en él tratamos, nos precisan a no detenernos en circunstanciar las dotes de este poeta, acaso el
mejor
ingenio cómico de cuantos hoy en Europa viven, y que sin los insuperables estorbos que presentan para toda mejora el gobierno y la inquisición, habría formado una escena arreglada y nacional en
España.
La historia del teatro que nos proponemos publicar en breve, nos abrirá campo para apreciar su
mérito
y corroborar la aserción que hemos
asentado.
También debemos a Moratín la
versión
de dos comedias de
Moliere;
El Médico a palos,
y
La Escuela de los maridos,
recibidas con aceptación del público. Al mismo tiempo que la segunda de estas composiciones, publicaba y hacía representar en Madrid el autor de este discurso una
traducción
del
Hipócrita,
y la
Escuela de las mujeres,
escuchadas y leídas, especialmente la primera, con grande aplauso. Si la aprobación del público fuera seña infalible del mérito del escritor, poca duda me quedaría de haber
acertado
en mi versión; solo diré que ha sido estímulo suficiente para concluir después la traducción de este autor, dechado de la verdadera comedia, y que esta versión saldrá muy presto a luz pública.
Los ilustrados y buenos patricios que a mediados de la pasada
centuria
quisieron restablecer las letras humanas, tributaron más cultos a Melpómene que a Talía. Mas el
Ataulfo
de
Montiano,
y la
Lucrecia
de don Nicolás Moratín merecen apenas citarse por otras prendas que las de su conformidad con las
reglas
del arte teatral. La acción de
Guzmán el bueno
es muy más trágica, y está más bien
desempeñada;
Moratín,
excelente versificante, y profundo en la inteligencia de nuestro idioma poético, no menos que versado en manejarle con
maestría,
acertó en este
drama
con el
estilo
verdaderamente trágico, que cuanto sobre el epistolar y didáctico se encumbra, otro tanto más bajo que el de la epopeya se queda. El impávido pecho de Guzmán que con generoso denuedo sacrifica la vida de su hijo a la conservación de la plaza que le ha sido encomendada, y en quien ninguna mella pueden hacer los lamentos de su madre, serían una acción a la cual ningún requisito para ser trágica faltara, si fuera bastante a llenar el espacio de cinco
actos,
mas solamente a un corto número de escenas puede dar campo; y cuando la acción está ceñida a tan estrecho recinto, no es dable excitar con energía los afectos, la piedad, la admiración, el terror que exigen cierta latitud para mover con fuerza el ánimo.
El plan de
La Hormesinda
es
sin duda más vasto, y puesto que no sea la oposición de Pelayo al enlace de su hermana con el Moro vencedor tan juiciosa y tan noble como el doloroso sacrificio de Guzmán, todavía presenta escenas que ocupan fuertemente el ánimo de los
espectadores.
En esta
tragedia
se dejó su autor no pocas veces arrastrar de su mucho
ingenio;
los
bellísimos
versos de ella lo son tanto que de trágicos se pasan a
épicos,
sin que sea dable sobrepujar en nuestra lengua las admirables
imitaciones
del segundo libro de la
Eneida
que en boca de Pelayo pone Moratín, cuando describe la batalla del Guadalete, donde pereció el poderío de los godos. No porque sea mi dictamen que hayan de ser desterradas las comparaciones y otras figuras igualmente atrevidas del poema trágico, como afirman los franceses; en esto, como en todo, mi
norma
son los griegos, antes que parcos, pródigos de estos adornos, mas no por eso se han de confundir los géneros, a poder de enaltecer y hornar aquel en que se escribe. La prueba irrefragable de que el estilo de muchos trozos de
la Hormesinda
es
puramente épico, es que serían hermosísimos en una epopeya, por consiguiente en la tragedia están fuera de su
quicio.
Defecto de que solo los grandes ingenios adolecen, más defecto palpable que condena, acatando al delincuente, la crítica
severa.
Cuando compuso Huerta su
Raquel,
aún no había estragado su buen ingenio con las indecibles locuras en que le despeñó luego su amor propio.
Pureza
de elocución, estilo poético,
unidad
de acción, enlace y desenlace natural son innegables prendas de este drama; mas la acción que podrá parecer patética no es ciertamente
trágica,
ni es posible que se duelan los espectadores de la muerte de una judía prostituta que ha avasallado el ánimo del monarca, ni que se prenden del heroísmo de los más poderosos ricos-hombres de la nación que villanamente conspiran para asesinar a una flaca mujer. Tan poco teatral como el de la
Raquel
es el sujeto de la
Numancia;
la
suerte de un pueblo tan constante y esforzado como el numantino podrá causar admiración y pasmo en la posteridad más remota, mas la destrucción de una ciudad no es asunto dramático, ni
épico.
Homero
no cantó el cerco y la quema de Troya, sino la saña de Aquiles; y si compuso
Estacio
la
Tebaida,
el aborto de su
pobre
ingenio
no convida por cierto a que nadie siga sus huellas. Extraña cosa es que un poeta de tanto juicio, y tan empapado en el
estudio
de la antigüedad clásica, como lo estaba don Ignacio
Ayala,
incurriera en tamaño yerro.
En estos últimos
tiempos
Cienfuegos y
Quintana
han compuesto, el primero las tres
tragedias
de
Idomeneo,
Zoraida,
y la
Condesa de Castilla,
y el segundo
el Duque de Viseo,
y
Pelayo.
El
Idomeneo
es una
desatinada
mescolanza de máximas filosóficas, de escenas de pantomima, de disparates del protagonista, que por remate sacrifica a los Dioses a su hijo, y se va por los mares, sin decir adonde; acaso a la Tebaida, a hacer penitencia por haber dado pie a tanto hato de desvaríos del poeta moderno. La Condesa de Castilla es una viuda del conde, prendada de un moro que ha dado la muerte a su marido; verdad es que su tierna edad en parte la disculpa, porque su hijo el conde es un mozo de veinte y cinco años, y su amante con título de embajador viene a Burgos por gozar los suaves coloquios de su casta, hermosa y joven dama. La versificación y el
estilo
compiten con el plan; el
castellano
más se
semeja
a la
lengua franca
de los arráeces de Argel, que al idioma de los Argensolas, y Riojas.
Tanto Cienfuegos como Quintana se han dejado llevar de la fatal manía de querer afrancesar nuestra
lengua;
de todos los modernos idiomas el que menos con el
francés
se
aviene.
Un estadista no menos instruido en nuestra sana literatura que en materias políticas, el
marqués
de
Almenara,
me decía un día que habiéndose probado a
traducir
al pie de la letra, en castellano, y sin mudar ni la colocación de las voces, algunos trozos italianos o ingleses, había sacado un castellano puro y conforme a las reglas de nuestra gramática, mas que nunca pudo salirse con lo mismo con ninguna versión del francés. Dejo aparte que es risible empeño el de enriquecer tan abundante idioma como el nuestro con otro que lo es mucho menos, como el francés, y me ciño a apuntar el precepto tan sabido, desde
Horacio
acá, que los idiomas para remediar sus necesidades han de acudir a su primitiva fuente; y siendo la del nuestro el
latín,
mezclado con el
árabe,
de la lengua latina, de la
griega,
madre de esta, y de la arábiga hemos de derivar los idiotismos y locuciones que necesitaremos, adaptándolos a la índole del castellano. No obstante nunca
Quintana
ha dado en los
excesos
que
Cienfuegos,
y su
Pelayo
saca
tantas ventajas a todos los dramas de este, así en la invención como en la disposición y elocución, que fuera suma injusticia cotejar siquiera cosas que tanto entre sí distan.
La
tragedia
de
Polixena
es más moderna que cuantas acabamos de citar. Su autor nunca quiso consentir en que se representara, no atreviéndose a fiar la obra de actores que, exceptuando Maiquez, ni la más leve tintura tienen de declamación trágica. Del mérito de esta tragedia no soy yo juez competente; mis elogios parecerían hijos de mi afecto, y si quisiera tratarla con rigor, me sucedería lo que a Dédalo:
bis
patrice cecidere manus.
Poco diremos de las
versiones.
Una hay antigua del
Cid
de
Corneille,
que en muchas partes no desmerece de tan alto
modelo.
Las que hizo
Olavide
todas son insulsas y disparatadas; mala su
versificación,
peor su castellano, y ni huellas de las perfecciones y dotes de sus originales en ellas se rastrean.
Llaguno
fue más feliz en su versión de
Atalía,
trasladando con acierto los más de los primores de la más
perfecta
obra del
príncipe
de los poetas franceses a nuestro castellano. Aunque no con la propia superioridad Huerta no deslució
enteramente
la
Zaira
de Voltaire, y últimamente algunos de los dramas trágicos de
Alfieri
han dado con intérpretes que en sus copias no han desfigurado la pintura original.
La composición teatral de especie mixta que los franceses han llamado privativamente
drama,
presenta en
El Delincuente honrado
de
Jovellanos
una de las
mejores
producciones de este género. Empero confieso que me parece en sí tan
defectuoso
y mezquino, puesto que he leído y meditado atentamente los ingeniosos paralogismos de Diderot, y las disparatadas aserciones de
Mercier
en su abono, que no me quiero detener a tratar del mérito de esta obra.
Los sainetes de don Ramón de la
Cruz
no son en realidad otra cosa que nuestros antiguos entremeses con nombre distinto . Los chisperos de Madrid los aplauden sin tasa, y en un país donde no tienen muchos de los grandes ideas más sanas, no ya del
decoro
teatral, mas ni de la decencia en el trato, no es milagro que hayan dado tanto gusto en la escena como leyéndolos. Y cierto si para merecer el dictado de ingenio cómico bastara representar con viveza y naturalidad las escenas más indecentes y torpes de miserables abandonados a los más repugnantes desórdenes, la prostitución sin disfraz, como sin freno, la ojeriza con todos cuantos dan muestras de mejor crianza, o pertenecen a menos baja jerarquía, la holgazanería sustentándose con la estafa, y ejercitándose para el robo, presidarios y rameras remedando el estilo de la tragedia, y matándose a puñaladas por las espaldas, don Ramón de la
Cruz
serla acreedor sin duda a este título: los que han leído a Terencio, Moliere,
Moratín,
etc. dirán si le merece.
GRUPO PASO (HUM-241)
FFI2014-54367-C2-1-R
FFI2014-54367-C2-2-R
2018M Luisa Díez, Paloma Centenera