Título de la obra:
Lo que saliere: discurso político, moral y entretenido, [obra incluida a su vez en] Católica exhortación que en un discurso paradójico hizo desde la cárcel a sus dos hijos en ocasión de haber cegado de viruelas el uno, y adolecer el otro de una fiebre aguda, D. Francisco de Godoy, vecino de la nobilísima ciudad de Sevilla y natural de Málaga.
Prólogo
al lector, y
respuesta
a un
anónimo.
Lector amigo, muy poca
merced
te debo, o es mucha la que me haces. Fúndolo en que, si leyeras con atención mis obras, no las aplaudieras, como lo experimento; y con favorecerlas me persuades no haberlas atendido. Quien creo las deletrea (según las desmenuza) es
cierto
anónimo,
cuyos
papeles
has visto estos días. Él
generalmente
dice
mal
de todos, y fuera agraviar mis escritos si los exceptuara, pero no podrá negarse ser gran servidumbre la que padece el entendimiento, que ha de atarearse a
responder
a solo aquello que un
insuficiente
quiere
censurar.
Confieso no ser a veces poca cordura afectar desentender, por las conveniencias que en tales ocasiones acarrea el ignorar, pero como no desvanecen menos los partos del
entendimiento
que los de la naturaleza y los
escritos
propios se atienden cual amados hijos, es forzoso escudarlos y oponernos a quien los lastima, aunque nos expongamos a conocidos riesgos, porque de la misma naturaleza somos impelidos a amar lo que engendramos, y no puede ser perfecto amor el que, cuando ve que lo necesita, no se expone arrestado por la cosa amada, por ser en su
defensa,
testigo sin excepción abonado, la derramada sangre; y la ejecutoria más noble de la fineza, la cual no estriba en solicitarse resguardos, sino en exponerse a martirios. No es pequeño el que me ocasiona precisarme a dar
respuesta
a quien, provocándome con repetidas
ignorancias,
la solicita. Y es más que vertida sangre atender a una
necedad
para
responderla,
que franquear la que en las venas se contiene a los agudos filos de una espada, que al fin hiere con agudeza y solo el cuerpo la una, al paso que, embotada y torpe, se atreve esa otra a desazonar el alma. ¡Con cuánta discreción lo
premeditó
el que dijo haber muchos que, sin ser discípulos de ninguna, de todas las cosas querían ser maestros! Hombres que, al parecer, habían bajado del cielo para no haber de volver allá, por ser su
común
ejercicio decir
mal
de todo; enemigos implacables del último gobierno, cortando y punzando en todas las cosas,
amolados
en
Maquiavelo
y
aguzados
en Cornelio
Tácito.
Pero ¿cuándo la
ignorancia
de la dificultad no hizo osados a los ignorantes, y a los
insuficientes,
atrevidos?
Decir dolores propios vulgarmente se tiene por alivio, pero esmerarse en inquirir
faltas
ajenas ¿quién no lo ha juzgado siempre
indecente
venganza? Ocultar propios yerros honesta suele ser, si sagaz, maña; mas ansiar ajenos defectos para
divulgarlos
es pernicioso efecto de ánimo a quien alimenta la perversidad. Cometer un error sin repetirlo, aunque lastime, puede tolerarse; que ya en la ocasión o en el acaso se le puede buscar la disculpa, aunque no se halle, pero recrearse en la continuación y multiplicidad de ellos es manifestar que nacen de la
mala
naturaleza, y no de la necesidad de las ocasiones, lo cual es insufrible. Porque si sufrir un desaire pudo ser ilustre triunfo de la paciencia,
sufrir más de uno
y a los ojos (hablando a lo del mundo) o es impundonorosa tibieza o vil especie de
cobardía,
y no en todos casos está uno obligado a tolerar desatenciones, ni se puede, porque cuanto al oído es suave esto de vencerse a sí mismo es áspero y dificultoso para ejecutarlo, máxime cuando de mi sufrimiento resulta nota en el pundonor por el acto consentido y audacia en el
insolente
por ver su desatino tolerado.
Dos
son ya (en ocho días) los
papelones
que un
anónimo
ha vomitado
contra mis escritos.
El primero
salió con el nombre de don Blas de
Zurriaga,
y una anagrama del mío, a que
respondí
en
chanza
haciendo donaire del papelón, pero viendo que en
el segundo
(a quien
intitula
Consecuencias apologéticas de la verdad, contra las inconsecuencias de don Francisco de Godoy, por un anónimo desapasionado, lastimado y mal sufrido),
con
desusado ardimiento y brío loco, pide le
responda,
y que dedica su
cartapacio
«al juicio prudente», me pareció
satisfacer
en este
prólogo
al lector, para que con este
discurso
(a quien intitulo
Lo que saliere,
por no haber tenido determinado asunto al comenzar a escribirle) salgan a luz las que el anónimo llama inconsecuencias mías y se conozcan las
verdades
y fundamentos de las consecuencias suyas, tocando antes de pasar a estos, algunos notables, más para echarse en olvido que para hacer memoria de ellos.
En el folio
primero
se pone él a sí
mismo
la aprobación del Parnaso, firmada de las nueve hermanas, las cuales dicen: «Damos fe que el anónimo ha bebido de la Helicona los dulces raudales, por la cual esta obra tendrá lucimiento si se mira a la luz del desengaño». De un
presumido
no hay yerro que no pueda creerse, ni necedad que no pueda esperarse. En el hecho propio, toda
alabanza
envilece y, atropellando por toda su presunción, gusta de verse
alabado
en su boca, aunque le tenga la costa de quedar envilecido. Mil veces he estado resuelto a no pasar de aquí, castigándolo con el
desprecio,
por bastar esto solo para que el sujeto quedase conocido y porque, como discretamente dijo un político: «No siempre es discreta la contienda, aunque se asegure la victoria, porque cuando conocidamente se atiende envilecido el competidor, es darle vanidad con el vencimiento». Mas pídeme
respuesta
y que diga mi parecer, y es forzoso dársele, aunque solo para tacharle me le pida.
Pasa el mismo folio a la
licencia
que «Minerva, diosa soberana de todo el saber», dice le concede, y después de haber expresado «no contener su obra cosa
contra
sus regalías y pragmáticas», prosigue: «Antes ser obra
útil
para reprimir los desórdenes que ocasiona la manía de algunos escritores, que, echando por medios semejantes, pretenden hacer su nombre
famoso,
sin nota de agudeza, aunque con mucha nota».
Muchos hay que gustan se corrijan las culpas ajenas y se desabren si les acuerdan las
propias.
El anónimo
culpa
la manía que finge en
otros escritores,
recreándose en la repetición de las que se idea serlo, y salta si le afirman no haber manía que iguale al duro genio de hacer entretenimiento el agravio (si es que agravia el que ofende con manía). Que el anónimo la tenga, díganlo
sus escritos,
pues ya que por odio,
enemistad
o antipatía no pudiese
tolerar
que a otros se diese la gloria que deseaba para
sí,
y resolviese
censurar
sus obras (porque no es fácil celebrar lo que enoja, ni aplaudir lo que desagrada). Debiera no
elogiarse
a sí mismo, haciendo su obra medicina que todo lo cura (uso de aquella disyuntiva, porque la usa él, y porque si la pregunta y la respuesta requieren un caso mismo, quiero que vea cuán al caso le respondo). Prosigue su merced, y en
el prólogo,
después de haber
disparatado
a medida de su juicio (que no siempre ha de ser a medida del paladar), dice así hablando de mis obras: «Si es de
versos,
con malísimos
pies
y muletas hurtadas, y después de mil consonantes, hacer solo disonancia al más pigmeo conocimiento; si en
prosa,
tal o cual
concepto
que trae la soga arrastrando por su negra desdicha, o porque es parto de ingenios hechos a malparir». Si el
concepto
del anónimo trae muletas, él lo dice; y no pudiera menos porque sobre lo viejo viene claudicando; y si lo de malparir es concepto de entre comadres, considérelo el más apasionado suyo y verá los pujos con que lo aborta, echando montones de desatinos a pares.
Llega a
la dedicatoria,
que hace «al juicio prudente» (lo cierto es que no dedica la obra a su
juicio)
y dice: «Tomé la pluma por mía de pequeño polluelo, aunque no pío, y quise remontarla hasta dar con ella en la sin segunda y asaz pública doctrina del sujeto que impugno, que no es malo un cañón para hacer guerra, aunque por este lado es muy buena pieza mi contrario». ¿Quién habrá que en leyendo esta cláusula o período no diga que el anónimo dispara? Y mucho más advirtiendo que,
culpándome
de
inconsecuente,
diga en el título de su behetría (que
llama
Discurso apologético)
que lo escribe «un sujeto desapasionado, lastimado y mal sufrido». Y lo remata diciendo: «No ser gana de morder, que es apología, no sátira; oposición sí del entendimiento, no de voluntad, porque la suya empleará siempre en servirme, etc.». ¡Estas sí que no
son inconsecuencias!
Si sujeto «lastimado» y «mal sufrido», ¿cómo «desapasionado»? Y si «contrario», ¿cómo no es oposición «de voluntad»? Respóndale quien entendiere consecuencias a su modo, que yo no le hallo modo ni manera.
Gracias a Dios que ya salimos de la puente los asnos y que, dejando a un lado a
"quis vel qui,"
podremos pasar a los verbos, donde nos entenderemos a palabras o a razones, aunque en esto de razón no sepa el anónimo por dónde va palabra.
Da principio
a su
Discurso,
y lo superescribe con estas voces: «Diálogo en que introducen la Materia, el Cuidado y el Sueño». Aquel «introducen» no sé de quién haga
relación,
si no es ya que
el tal
Discurso
se hiciese de comunidad, y que, como el mosquito que se le puso a buey entre las llaves, diga el anónimo: «Todos aramos». La Materia ya se verá lo que es, en reventando la apostema
de su
Discurso.
El Cuidado, tengo para mí, es igual al que puso la Tierra en sus estrepitosos afanes para parir un ratón. Y el Sueño no hay que preguntarlo, porque
el mismo
Discurso
manifiesta que se escribió
dormido.
Todo el tal «Diálogo» en que «introducen» tantas personas se hizo solo para pintar la mía, diciendo: «Has de saber que este caballero es
pequeño de cuerpo,
aunque a la verdad es hombre grande, no porque le he tomado la medida, que, aunque le corto de vestir, puede ser que le venga muy ancho. Es
persona de tomo y lomo gruesecico,
tal que, a no ser D. Quijote, pudiera servir de Sancho, aunque no le sucederían las aventuras del otro, que no es fácil que él caiga de su burra».
Asno,
mira que el de Sancho era borrico, no tan asnalmente te emborriques, mudando el sexo a las cabalgaduras, si no es que quieres te digan que no sabes del
género
que escribes. En fin, después de haberme hecho Sancho, porque lo que se le había de ir al entendimiento se le fue a la panza, prosigue: «Pero en vano es referir sus partes
personales,
cuando es por sus
escritos
conocidísimo,
y ellos son su más cierto informe».
¿Habrá quien crea que un sujeto de prendas tan relevantes (díganlo Minerva y las nueve hermanas que le
aprueban
la obra)
gaste un diálogo
en esto?, ¿y que introduzca la Materia, el Sueño y el Cuidado para cosa tan
trivial?
¿Qué pretende este
autor conocido
e
ignorado,
sino que se ponga «cuidado» en decirle en debida forma, sin salir de la «materia», lo del «sueño» y la soltura?
Comienza
mis obras
por
La vida de San Albano,
que escribí en
octavas.
Pasa al
discurso
en que describo las causas naturales de la incorruptibilidad, motivado del cadáver que en San Miguel de esta ciudad se halló incorrupto, al cabo de veinticinco años; las
Fiestas con que esta nobilísima ciudad celebró el cumplimiento de los 14 años de nuestro católico monarca D. Carlos Segundo,
que Dios guarde;y la
Devoción con se ostentó siempre grande en el Jubileo del Año Santo,
que escribí,
y su origen,
con que remata el tal «Diálogo». Vea el lector, con todo el que pueda, si el «cuidado» no estará con modorra, el «sueño» no habrá entrado en cuidado, y la «materia» no se habrá corrompido, considerando el para qué los
trajo
a conversación el dialoguista, no habiendo de dialogizar. A lo cual se añade lo que el anónimo
miente
(perdone el término, que no sé otro para decir que no dice
verdad).
O tiene noticia de mis obras, o carece de ellas. Si la tiene, dígalas todas; y si no, no reduzca a determinado número las que no alcanza, y con eso no empezara desde
La vida de San Albano,
siendo notorio que en Madrid y en Burgos tengo (además de las que anota) impresas las quese siguen:
El ajuste de las paces de España y Francia;
la
comedia
que intitulé
Celos de amor y de honor y entrada del rey en Burgos,
la cual el
arzobispo
mi señor D. Antonio Paíno remitió original desde Burgos a Irún para que se representase
a sus
majestades,
de que es fidelísimo testigo el muy ilustre señor don Pedro González de Salcedo (dignísimo hermano del muy docto, espiritual y prudente señor el señor don Juan González de Salcedo, a quien hoy por nuestra dicha gozamos dignísimo
Presidente
del Santo Tribunal de la Inquisición de esta ciudad), que entonces pasó, siendo Alcalde de Casa y Corte, a servir solos a sus majestades en lo que muchos de los primeros ministros no bastaran. Todos los cortejos que a los excelentísimos señores
embajadores
de las dos más cristianas monarquías, los señores don Luis Méndez de Haro y Duque de Agramonte, se hicieron en Burgos. Los
sainetes,
loas
y diversidad de
regocijos
con que aquella antiquísima ciudad, cabeza de Castilla, sirvió a las
majestades
del
rey
nuestro señor don Felipe Cuarto, que santa gloria haya, y
cristianísima
reina,
que hoy es de Francia.
Las
Fiestas a la expedición del primer breve de N. SS. P. Alejandro Séptimo, a favor de la Concepción Inmaculada,
los
Tres efectos de amor
, que con tanto acierto escribió don Pedro
Calderón
de la Barca, a quien
seguí
en la sentencia, buscando otras razones (fuera de las que él dio) para sentenciar a favor del mismo, que con tan justas causas la obtuvo de Tribunal tan superior como el de don Pedro. Las
Fábulas
del robo de Europa, y la de Apolo, y Admeto, sin otras obras sueltas, cuya noticia le perdono por no haberse impreso en Sevilla. ¡Pero que, habiéndose en ella dado a la estampa (y después repetídose la impresión en Madrid, en la imprenta de Lucas Antonio de
Bedmar
) la
Reducción de doce herejes,
que en la cárcel de la Real Audiencia (estando ellos y yo presos en ella) reduje a nuestra santa fe católica, cuya obra di impresa en mano propia del señor anónimo, la calle es lo que me admira! Y este es
"error cum pertinacia,"
y deseo de morder, por más que afecte no ser hambre canina la que llega a aquejar.
Hallámonos ya en el segundo «Diálogo», en que el anónimo, proponiendo mis inconsecuencias, me introduce satisfaciéndole a ella, que aun no quiso dejarme el acto libre para la satisfacción, sino decir con Juan Palomo: «yo me lo guiso, y yo me lo como».
Dice lo primero en este «Diálogo segundo» haber «inconsecuencias de sujeto a doctrina, y de doctrina a doctrina», de todas las cuales afirma hallarse
en mis escritos
, pues siendo «un hombre lego», me pongo a
«predicar
un sermoncico, voceando a los mortales en algunos de ellos, y esto sobre ser de Málaga, de donde ninguno ha de hacerla limpia».
Aunque no hay hombres más de temer que los que picados de la emulación afectan cortesanías, le perdonara lo émulo a trueco de atender lo cortesano. Descúbrese lo gallardo del natural, aun entre las acciones viciosas, porque el noble, ni aun divertido, da lugar a pensamientos que desdigan de lo que naciendo prometió.
Tengo de la muy noble, muy ilustre, muy opulenta y muy leal ciudad de Málaga solo el haber nacido en ella, de que siempre
blasonaré,
tanto como de ser
originario
de Baeza. No ignoro que aquel «no ha de hacerla limpia» no apela sobre las calidades de los muy nobles vecinos de aquella ciudad, que pueden dar lustre a las primeras del orbe, mas no obstante, es de calidad la proposición que manifiesta lo poco asegurada que tiene la suya, quien con menos
decoro
del que debe, habla
equivocadamente
de la ajena. Y cuando no fuera
deslucirse
a sí propio, debiera desmentir el odio con el agasajo, y la enemistad con la cortesanía, pero esto es pedir peras al olmo, vamos a las inconsecuencias.
En lo que mira a la de sujeto a doctrina, dice que,
siendo lego, predico
en mi
Tratado del Año Santo,
y otros. De aquí infiero no haberle tomado un dedo a la Escritura (una mano fuera mucho pedirle, dársela fuera muy ajustado). Dígame, por vida del anónimo, cómo entiende estas palabras que Cristo dijo a sus Apóstoles, después de haberles lavado los pies: «Yo os he dado ejemplo para que lo que me habéis visto ejecutar, lo obréis vosotros». ¿Habló su Majestad del lavatorio solamente?
Lea, y hallará que no
, sino de cuanto en el discurso de su vida le habían visto obrar. ¿Habló solo con sus Apóstoles? Menos, porque según la doctrina de los Padres, habló con toda su Iglesia, representada en ellos. ¿Qué es la Iglesia Católica, señor anónimo? Visto es que responderá que la congregación de los fieles, etc. Pues si a todos los fieles en sus Apóstoles les dice Cristo que obren según el ejemplo que les ha dado, y que le imiten en todo, y una de las circunstancias que con mayor afecto obró antes de su muerte fue la predicación, ¿qué mucho que, siendo yo fiel (aunque de Málaga, de que me
precio
muy mucho), cumpla con aquella exhortación o precepto y exclame con deseo de que todos se
aprovechen,
predicando en algunos de mis escritos, ya que no en todos (de que me pesa en el alma)? No ha de quedarse aquí, que pues me toca a las niñas de los ojos,
tocándome en mi patria,
y sabe la obligación que nos incumbe de dar la vida por la Ley, por el Rey y por ella, quiero que la mía (no me deba) me perdone si el haber tomado la pluma con deseo de
satisfacer
por ella en materia que la agravia quien la juzga necesitada de
otra defensa
que el abono que se tiene por sí misma. Si lo mira por la antigüedad, rara será la ciudad que la compita, pues su fundación se halla desde el tiempo de Hércules; si por los santos, fuera necesario hacerle un dilatado catálogo de ellos: bástele saber que es antiquísima tradición que los tres centuriones de que hace mención el Evangelio eran padre, hijo y nieto, y todos tres naturales de Málaga; y si por lo noble, en los tres mismos hallará la respuesta, porque aquellos puestos no se daban sino a los muy calificados. Baste esto para lo que mira a mi patria, por no ocasionarla más sentimientos, explayándome en su
defensa.
Pero no baste para lo que corresponde a que
siendo lego me pongo a predicar.
Asentado ya que a todos los fieles se intimó aquel precepto o exhortación en los Apóstoles, resta preguntar al anónimo si extrañaría ver predicar a un santo. Dirame que no (advierto que respondo por él, no como él responde por mí en su «Diálogo» para
satirizar
más a su salvo, como lo hace, y más sin pies y cabeza), pues ahora, que hay santos en la Iglesia, es de fe católica; que eso creemos en el Artículo de la Comunión de los Santos. Que estos no sean solos los ya canonizados no lo ignora, porque en este Artículo solo se habla de los viadores, no de los que ya están en la Triunfante Jerusalén, que eso es asentado. Para ser santo en la militante Iglesia, no se necesita de hacer milagros, ni estriba en ayunos, disciplinas, mortificaciones, etc., que, aunque son medio para llegar al fin que se desea, no son el mismo fin, el cual solo consiste en estar en gracia de Dios. Pues si el que está en gracia de Dios es santo, y a un santo no extrañaría verlo predicar, ¿por qué, siendo tan espiritual como afecta, no lo echó a la mejor parte, y viendo que predicaba, que la ocasión del jubileo lo pedía, y que sería muy posible que disponiéndome para ganarlo me hubiese puesto en gracia de Dios (porque su Majestad no niega nada de su parte al que hace de la suya lo que debe), no dijo: «este predica, lo que me dice es bueno y santo, sin duda me lo dice de parte de Dios y puede ser me lo diga estando en gracia suya, que sería lo mismo que si me lo dijera un santo, y como tal
debo admitirlo y censurarlo»?
¿Parécele que sería esto lo mejor? Ya se ve lo que
responderá
(advierta que también esta es predicación). Luego, según esto, no solo estribará el común ejercicio del predicar en el oficio que se concede a los cuerpos, sino en la obligación que todos tenemos al
común bien
de las almas.
No quiero que
mañana me arguya
diciendo que
me ostenté santo,
juzgándome en gracia, y que esta fue la disculpa que busqué para el yerro que afirma cometí exhortando a los mortales con mi predicación. Paso a más, por ser esto lo que más he sentido. ¿No ha leído en la Divinas Letras haber habido condenado que pedía licencia para volver a este mundo a predicar a sus deudos (ya fuese por las penas accidentales que se le recrecían o ya por lo que acerca de esto discurren los Doctores y Santos Padres)? ¿No ha visto en las crónicas de mi padre san Francisco que un demonio, con permisión divina, vistió aquel santo sayal siguiendo la comunidad mucho tiempo, yendo a casa de un enfermo a exhortarlo a su mayor bien para que no se llamase después a engaño, ni alegase haber echado menos la amonestación? Pues si a un condenado, y al mismo demonio, para justificar Dios su causa, se les permite que el uno desee y pida venir a predicar, y que el otro con efecto predique, ¿por qué
extraña
que en los escritos de un católico se oigan exhortaciones, que puede ser las permita aquel Soberano Señor para justificación de su causa y confusión del anónimo y mía? Pues no obrando él lo que amonesto, podrá ser (no lo permita así aquella inmensa piedad) que no haciendo Dios (como no hace) nada acaso, se nos tome estrechísima cuenta, a él, de lo que oye y censura, y a mí, de lo que amonesto y no ejecuto. Y, por último, para que sepa que todos los católicos no solo podemos, sino que
debemos predicar,
ya con las palabras, ya con las obras, o ya con el ejemplo, atienda a estas palabras del Evangelio: «Si tu hermano pecare en tu presencia, corrígelo entre ti y él a solas; y si segunda vez pecare, hazle la corrección en presencia de testigos, etc.». Dirame que esto se entiende de la corrección fraterna; está bien, yo lo confieso. Pero dígame, ¿qué otra cosa es fraterna corrección que un exhortar que los vicios se eviten y que las virtudes se admitan y se abracen? ¿Esto no es predicar? ¿Quién podrá dudarlo? Pues si a la corrección fraterna estamos obligados todos (prudencialmente) y esta corrección no es otra cosa que predicar, ¿qué admira que en escritos espirituales, sin hablar con determinado sujeto, exhortase como predicación lo mismo a que todos estamos obligados? ¿Esta llama el anónimo «inconsecuencia»?
Aprenda la doctrina
cristiana y
saldrá de ignorar
crasamente; y para ello
póngase a la
escuela.
En la segunda inconsecuencia entra preguntándome si
soy
poeta
o teólogo;
si aquello, ¿cómo compongo cosas sagradas, de indulgencias y otras cosas ajenas de mi profesión?; y si esto, ¿cómo hago coplas? Y aquí añade que todos mis yerros solo los puede dorar mi buena intención porque esta está muy conocida. No hay más dañosa
mentira
que una aparente verdad, ni hay fiarse de lo que la lengua dice, que es muy otro de lo que el corazón trata. Confieso que hasta aquí, nunca dudé de mi
buena
intención, pero viéndola celebrada del anónimo, protesto cautelarme aun de mi propia intención. ¡Qué coloridos sabe dar la
envidia
a lo que quiere para asegurar el tiro en lo que gusta! La soledad (dice Séneca) busca quien quiere vivir con los inocentes; ¡desdicha grande no poderse salir a los desiertos a vivir con la inocencia, y haber de asistir donde reina la malicia! Pero mucho mayor, haber de vivir donde esta se premia y aquella se castiga. Sin embargo, es gran locura la de los que piensan haber de durar
su engaño
para siempre, porque por más que quieran afectarlo, no hay noche tan larga que no le amanezca; engaño a quien no le nazca su aurora; ni es bastante el más cauteloso recato, a mostrar buena una naturaleza mala.
Con lo de mi buena intención pretendió el anónimo dorar la amarga píldora, que la suya me preparaba, pero como en boca de émulos siempre fueron las alabanzas sospechosas, la misma lisonja con que me prepara me hace más advertido para que me prevenga.
Bien creo que con
lo respondido
a la antecedente inconsecuencia (según él la llama) quedaba satisfecho a la en que nos hallamos. Pero la misma alabanza de mi
buena intención
me estimula a que pues es otra la pregunta, no sea una misma
la respuesta,
bien que sobre la brevedad que incluía, juzgo será concluyente.
El Viernes Santo se encarga el Sermón de Pasión a quien después de la dilatada doctrina saca un crucifijo en el púlpito y, provocando a inundaciones de lágrimas, nos motiva fervorosos actos de contrición. A este orador mismo se le encarga el Sermón de Gracias el Domingo de Pascua de Resurrección; ¿será defecto en este portarse aquí según la ocasión lo pide, diciendo las gracias que en tales días se acostumbran, aunque en medio del uno y otro sermón solo se haya interpuesto el Sábado Santo? Visto es que no. Si aquí sacase el Cristo y allí dijese las chanzas, ¿sería
impropiedad
? Claro es que sí. Luego
lícito
me será (y aquí conocerá la buena intención mía en no decirle las
necedades suyas
) celebrar regocijos que se componen de máscaras, cañas y toros, en metro jocoso; y la
Devoción célebre del Jubileo del Año Santo, su origen
y
Vida de San Albano,
en estilo serio, aunque el sujeto del Viernes Santo y Domingo de Pascua sea uno propio, puesto que lo distinto de las ocasiones
requiere
modos distintos. Fuera de que contra el argumento del mismo no quiere
otro argumento que el suyo propio,
dice que en mí es «inconsecuencia escribir unas veces como
poeta
y
otras como teólogo, porque si aquello, ¿cómo esto?; y si esto, ¿cómo eso otro? Después pasa a elogiar al nunca alabado como merece, el Apolo de nuestra patria, el Hércules de las ciencias de nuestros siglos, D. Francisco de
Quevedo
y Villegas. Y aquí es donde
le arguyo
con su misma proposición. Dice el anónimo que el que escribe como lo uno es inconsecuente si escribe como lo otro. La universal comprehende toda particular que le pertenece y corresponde. Don Francisco de
Quevedo
escribió
La culta latiniparla, Sabed, vecinas, que mujeres y gallinas
etc.,
La junta de los gatos
y demás obras que se sabe escribió en verso y prosa. Él mismo escribió la
Vida devota, Virtud militante, La cuna y la sepultura, Doctrina para morir,
y otros. Por el anónimo, es inconsecuente quien, escribiendo lo uno, escribe lo otro. Don Francisco de
Quevedo
lo escribió, él alaba con justísima razón a don Francisco de Quevedo, luego, o no es inconsecuencia o
miente
en la alabanza. Distinga los tiempos, con que concordará las que juzga inconsecuencias y no dará lugar a que
le concluyan.
Para disparar formando la tercera inconsecuencia, se pasa desde el segundo (donde digo que todas las Repúblicas bien gobernadas tienen Montes de Piedad o Erarios públicos, etc.)
al quindécimo folio,
donde (con más que injusta razón) llamo inimitable al señor don Carlos de Herrera Enríquez Remírez de Arellano, nuestro (vuelvo a decir)
inimitable Asistente.
Y me arguye así: «per te, todas las Repúblicas bien gobernadas tienen Montes de Piedad o Erarios públicos. Sevilla no tiene tal obra pía, luego ¿no es bien gobernada?, luego ¿no es inimitable el señor Asistente? Y si lo es, ¿no es la primera proposición verdadera?».
Es Sevilla indefectible norma de cuantas ciudades contiene la redondez de la Tierra, y no sé si me atreva a decir que tiene más Montes de Piedad que casas, porque en algunas que viven duplicadas familias hay multiplicados los Erarios públicos, ¡tanta es la piedad, liberalidad y grandeza sevillana! Pero, como esta generalidad no basta a satisfacer a lo propuesto de contrario, es menester descender a
responder
en particular.
El mismo anónimo llama «obra pía» al Erario o Monte de Piedad. La Casa de la Misericordia de Sevilla distribuye cada año más de 50 [mil] ducados en casar huérfanas, vestir sacerdotes, pagar deudas por los encarcelados y otras obras pías. Luego ¡bien gobernada!; luego
¿falsa proposición?
En el palacio arzobispal se distribuye casi lo mismo en diferentes limosnas situadas, luego
¿falso argumento?
La Caridad, más de 70 [mil], luego etc. Más de 100 [mil] ducados de situación hay en diferentes comunidades de esta ciudad, que cada año se parten entre vergonzantes, huérfanos y demás necesitados, luego ¡Monte de Piedad y bien gobernada! El Monte
"Fidei comisso,"
fundado sobre el Estado de Olivares, tiene su tesorero en el Alcázar, que hoy lo es
don Felipe de Atienza y don Francisco de Mendoza el contador,
luego
¿falso argumento?
Vaya el anónimo por esas calles, abra los ojos y, si sabe, lea muchos azulejos que dicen: «Esta casa es del Monte de Piedad», luego ¡Erario público!; luego ¡bien gobernado!; luego
¿falso argumento?
Luego ¡el ir a buscar lo inimitable del señor Asistente (a cuya sombra vive esta ciudad, creciendo a la luz de su infatigable cuidado) al
quindécimo folio
no fue otra cosa que querer el anónimo
delirar,
como si estuviera en
el catorceno,
afligido con la fiebre que juzgo le ocasionará esta solución, si sabe sentir tanto quien
tan poco llega a entender!
La cuarta inconsecuencia la funda en que habiendo dicho yo en
La vida de San Albano
que: «hay muchos que se consuelan de perder la causa con tal que conquiste aplausos su elocuencia, de cuya ociosa
afectación de palabras
nacen los escritos vanamente corrientes, tan llenos de hojas inútiles que, antes de hallar el sentido del libro, pierde el suyo el que lo lee, escribiendo los que lo afectan solo para hacer ver el lustroso exterior de sus palabras, echando mano de cualesquiera conceptos solo para que sirvan de armazón a sus voces, etc.» «Usó en el
Tratado del Jubileo
de algunas voces y
frases remontadas y [a su parecer] algo crespas».
Bien pudiera el anónimo haber reparado (a no tenerlo tan ciego su pasión) que en la misma
Vida de San Albano
digo lo siguiente: «Que debe ponerse más cuidado en engrandecer lo que se persuade que aquello con que es persuadido». Y habiendo hablado de los que en
sus escritos
manifiestan lo contrario, digo que «estos tales han reducido la controversia del escribir a sola la calidad de las
voces,
haciendo que en lo que escriben sean estas lo principal, y la materia lo accesorio». Decir que se engrandezca más esto que aquello no es decir que aquello no sea grande, sino que no lo sea lo
accesorio
más
que lo principal. Antes tengo para mí que son dos ingenios en uno: hallar el pensamiento grande y disponer el explicarle
con
grandeza;
y para mí, dignos de gran aplauso entrambos. Pero que el concepto sea de ordinaria calidad y la intrincada colocación de las voces lo quiera persuadir más hidalgo es lo que culpo, porque es hurtarle al que lee, o al que oye para las palabras, la atención que traía prevenida para los discursos. Y porque esta
materia
la daré muy en breve a la
estampa
con más extensión, digo solo por ahora al señor anónimo que no es inconsecuencia decir esto en
La vida de San Albano,
y usar de aquellas frases en
El Jubileo del Año Santo,
antes bien
es elegancia
saber airosamente cuándo conviene declinar la cumbre y caminar la falda, a paso llano; y por el contrario. Porque el
estilo
no ha de ser casual ni siempre uno, sino tomado por elección y
diferenciándole
conforme las materias que se tratan, y el que así no lo ejecuta no sabe distinguir lo hinchado de lo grave, lo intrincado de lo elocuente, ni lo oscuro de lo misterioso. ¡Mire qué buen modo de ser inconsecuencia la que por tal anota!
Señor anónimo inconsecuente, V. m. no sabe qué es «inconsecuenciar»; allá se lo haya con
su envidia, con su malicia o con su necedad torpe
, que cualquiera de las tres es muy linda alhaja para escribir «desapasionado» como afecta; y si está sentido (como dice) sálese, que hablando ingenuamente lo que le falta es la
sal.
Estas (oh, lector mío) fueron las
inconsecuencias
que me opuso mi contrario (título que
él mismo se da
), y creo que su emulación nace de
envidia o de soberbia,
y esta es de calidad, que, como reparó un docto, cuando todos los vicios no hacen de un hombre más que un hombre malo, la soberbia sola lo hace demonio. Él está hecho
un Satanás,
y como tal escribe, mas mientras no sacare la cara, no espere de mí otra respuesta, aunque escriba más que el
Tostado,
pues con lo que hasta aquí ha escrito basta para conocer su talento. Yo ruego a Dios le abra los ojos de la capacidad, y a ti te suplico no te canses en
favorecer mis escritos,
y que leas con piadosa atención este discurso, que
con mi buena intención te ofrezco.
Vale.