VARIEDADES
De los afeites
“Si las mujeres fueran por naturaleza lo que llegan a ser por medio del artificio (dice el insigne observador La Bruyere); si perdiesen de improviso toda la frescura de su tez, y quedase su rostro tan barnizado y charolado como se lo ponen con el carmín y otros ingredientes, no habría consuelo para ellas”.
Pero lo cierto es que, a pesar de la exactitud de esta reflexión, en todos los tiempos y en todos los países ha dominado más o menos en las mujeres la manía de pintarse el rostro, adquiriendo a vueltas de un falso brillo momentáneo las arrugas, la palidez y otros alifafes de una vejez anticipada.
Para probarlo mejor, sería lástima no poder principiar por griegos y romanos, pues esto fuera contravenir al uso constante de cuantos autores han escrito, escriben y escribirán de puntos literarios y de costumbres. Mas, por fortuna, no nos encontramos en tal caso y, antes bien, podemos citar con el testimonio de graves historiadores a las atenienses, que se pintaban de negro las cejas y los párpados, se frotaban las mejillas y los labios con el jugo de ciertas plantas y se embadurnaban el pecho con una capa bien espesa de albayalde. Otro tanto o cosa semejante hacían las espartanas, supuesto que Licurgo tuvo que prohibirles el uso de los aceites aromáticos y colorantes. Y por lo que hace a las romanas, Ovidio cuenta que se teñían las canas con yerbas de Germania, y Horacio, que usaban de cierta greda desleída en vinagre para blanquear el cutis y del escremento de cocodrilo para darle tersura.
Pasando ahora a las mujeres españolas, que nos tocan más de cerca, dos refranes antiguos atestiguan su afición a los coloretes. El uno es “Acudir al cuero con albayalde, que los años no se van en balde”; y el otro, “Colorada, mas no de suyo, que de la costanilla lo trujo”; siendo de advertir que se llamaba “costanilla” un lugar alto que había en Sevilla, y también en Valladolid, donde tenían su tienda los especieros que vendían estos colores, según refiere Juan de
Mal
Lara en su
Filosofía
vulgar.
En
La Celestina, o Tragicomedia de Calisto y Melibea
describe de este modo Calisto los artificios que empleaban las mujeres de su tiempo para parecer hermosas o, lo que en su concepto venía a ser lo mismo, para semejarse a su amada Melibea. Dice así: “Pues cuantas hoy son nacidas que de ella tengan noticia se maldicen y querellan a Dios porque no se acordó de ellas cuando a esta mi señora hizo. Consumen sus vidas, comen sus carnes con envidia, danse siempre crueles martirios, pensando con artificio igualar con la perfección que sin trabajo dotó a ella la naturaleza. De ellas pelan sus cejan con tenacillas y pegones y cordelejos; de ellas buscan las doradas yerbas, raíces, ramas y flores para hacer lejías con que sus cabellos semejasen a los de ella, la cara martillando e vistiéndolas en diversos matices con ungüento y untura y aguas fuertes, posturas blancas y coloradas, que por evitar prolijidad no las cuento”. Además de esto, una de las habilidades de la heroína de este
drama
o
romance
dialogado era confeccionar untura y aguas para barnizar y dar color al rostro de las mujeres, de donde se sacan dos consecuencias. 1ª. Que en el tiempo en que se escribió la obra, es decir, hace más de 400 [sic] años, era común en las españolas pintarse el rostro; y 2ª, que la preparación de los mejunjes destinados a este uso estaba a cargo de las zurcidoras de voluntades y mujeres perdidas, a quienes también se suponía inteligencia en el arte de los hechizos.
En la
comedia
antigua
titulada
No hay peor sordo que el que no quiere oír
dice don García a su hija Catalina:
La cara a aliñar comienza,
mas no [la feries] color
que en desposorios mejor
es la que da la vergüenza.
El burlón
Quevedo
se quejaba de que
Hemos venido a llegar
a tiempo que en damas claras
son de solimán las caras,
las almas de rejalgar.
El mismo Mal Lara de quien hemos hablado espresaba el propio sentimiento a principios del siglo 17 [sic] con estas palabras: “Agora más tiempo gasta la madre en pintar sus hijas, y más alambiques hay en las casas de afeites que en las más populosas boticas”
Y, por último, en manos de todos anda un soneto de Lupercio Leonardo de Argensola en que defiende donosamente y con argumento incontestable el blanco y carmín de doña Elvira, sin embargo de que, tratándose de hermosura, dice:
no tiene de ella más, si bien se mira,
que el haberle costado su dinero.