Título de la obra:
Gaceta de Bayona. Periódico político, literario e industrial,
nº 123, 04-12-1829
VARIEDADES
¿El romance es la poesía lírica de los españoles?
(Artículo remitido.)
Señores editores, el examen que vms. acaban de publicar del tomo 1º de la
Historia de la literatura española
por Bouterwek
[sic]
traducido al castellano, donde tanto se
elogian
nuestros
romances,
tratándose de una
época
en que ciertamente no lo merecian, me ha escitado a dirigirles algunas observaciones sobre el carácter que se ha dado tal vez a esta composición. El señor Quintana, en el prólogo que antepuso al romancero publicado en los tomos 16 y 17 de la colección de Fernández, y después en la escelente introducción a las
Poesías selectas castellanas,
donde repitió parte de dicho prólogo, dijo de los romances: “ellos eran propiamente
nuestra poesía lírica;
en ellos empleaba la música sus acentos; ellos eran los que se oían por la noche en los estrados y en las calles al son del arpa la vihuela”. El señor Martínez de la Rosa en las anotaciones a su Poética ha dicho recientemente que “la cadencia (de esa composición) ha logrado que el pueblo la prefiera para sus cantares. Así es que
el romance es propiamente la poesía lírica de los españoles”.
Unas y otras palabras, con los lugares de ambos autores que las contienen, se copian en una de las notas añadidas por los traductores al tomo publicado de Bouterwek.
Que los romances son o han sido nuestra poesía lírica y que les conviene esta denominación propiamente son proposiciones que tienen cierto sentido verdadero, y pudieron hallar cabida en una descripción de esta clase de composiciones, con tanto menos riesgo cuanto uno y otro escritor trataban allí mismo de la poesía lírica verdadera y le señalaban caracteres muy distintos que a los romances. Mas esas proposiciones, sacadas de su lugar con los párrafos en que se hallan, pueden ocasionar error a los no instruidos, tanto más fácilmente cuanto se insertan en un libro donde nada más se trata de poesía lírica, porque aún no se conocía entre nosotros en el
tiempo
a que se circunscribe, como ni los romances mismos que anticipadamente se elogian habían alcanzado entonces aquella perfección que tuvieron un siglo después.
Líricos
se llamaron entre los griegos ciertos versos que se cantaban a la lira; y líricos pueden llamarse por semejanza, y con alusión al significado primitivo de este epíteto, los que se cantan entre los modernos al son de la vihuela o de otro instrumento con que se acompaña el cantor. El adjetivo
lírico
se toma en tal caso por
cantado con acompañamiento instrumental,
y conviene a todos los versos que se canten de esa manera. Las antiguas cantigas, los cantares de que se conservan muestras en los cancioneros deben en esa acepción llamarse líricos. ¿Y por qué se negaría ese honor a las modernas tiranas, manchegas, jotas, polos, seguidillas y mil otros canticios vulgares, cuando todos se acompañan con instrumentos; cuando en ellos ha empleado más variedad de acentos y combinaciones la música, cuando han llegado a desterrar casi generalmente la canturía de los romances? De estos pudo especialmente decirse que fueron en cierta época nuestra poesía lírica
popular,
porque eran el canto más frecuente en los estrados, en los jardines y en las calles, pero su imperio músico pasó ya, y las seguidillas con variedad de tonos y denominaciones se le arrebataron, y se ocupan hace tanto tiempo en las zambras populares, que llevan traza de durar mucho más que duraron ellos y alzarse por una prescripción más larga con el título de poesía lírica de los españoles. En este sentido la proposición del señor Quintana es más exacta que la del señor Martínez de la Rosa. Aquel dijo que los romances
eran
nuestra poesía lírica cuando se cantaban; este dice que el romance lo es todavía cuando ya deja de cantarse. Los de Meléndez no se han cantado como se cantaron otros menos bellos.
Pero desde luego se toca el inconveniente de tan vaga y mudable denominación, no tomada de la naturaleza de la composición poética, sino de una circunstancia estraña y-accidental. Los sonetos, los tercetos encadenados, todos los versos se han cantado probablemente; y no todos los versos se dicen líricos en poesía. Todavía se cantan las octavas del Tasso, como vms. advierten, y no es lírico su poema. Aun la prosa misma, las preces eclesiásticas se cantan, y se han puesto en música por los más célebres profesores, y ni son líricas ni son versos. El epíteto
lírico
tiene ya un valor
artístico
y determinado, cuyos límites, sí bien puede traspasar un escritor un alguna amplificación, empleándole en sentido más lato, es necesario conservar cuidadosamente, para no confundir distintos géneros de composiciones. En las artes ha de mantenerse la nomenclatura como ya la ha fijado el uso, sin estraviarla por el valor primitivo de las palabras. No hay un nombre que más determine la cosa significada que el de tragedia, y ninguno está más lejos de esa significación por su etimología.
Sin embargo, el origen de la aplicación especial que se ha dado al adjetivo
lírico
se halla en el uso mismo que hicieron los griegos de esta palabra. Porque no llamaron líricos a los versos que de cualquier modo y en cualquier circunstancias se cantasen. Todos se cantaban por los griegos; pero se cantaban frecuentemente, como entre nosotros, por afición o recreo particular, y repitiendo letras conocidas. Mas el poeta lírico era un ministro público, un cantor original que entonaba los versos inspirados por su entusiasmo, que, rodeado del pueblo en las grandes solemnidades, en sus triunfos y en sus peligros, recordaba sus
glorias
a los acentos de la música o ensalzaba sus nuevos laureles, o alentaba su desmayo y reanimaba sus esperanzas; que prorrumpía ante las aras con himnos a los
dioses
o consagraba la memoria de los
héroes
a vista de su tumba y de sus trofeos; coronaba de sus alabanzas al vencedor en los juegos públicos o
escitaba
al combate y presagiaba la victoria en medio de los ejércitos. Sus versos, no solo se cantaban, sino se componían a los sones de la lira que pulsaba él mismo, combinando la medida de las palabras con los acentos y con el período musical, y creando al mismo tiempo el metro y el canto. Y bien que de antemano los meditase con previsión de las circunstancias, aparecían nacidos en el acto, inspirados por el empeño o la gloria de la patria, animados y sostenidos por la armonía. La grandeza de los motivos y de la escena inflamaba el espíritu del cantor: y le hacía proferir, no como un poeta que se divierte copiando los bellos cuadros de la naturaleza, sino como un hombre absorto y poseído de un numen superior, en quien se agolpan de tropel las ideas; que pinta los objetos con rasgos fuertes, que anuncia sus pensamientos en sentencias al parecer desligadas; que da a su lenguaje el tono de
elevación
y desorden que dicta la agitación presente de su interior, Tal fue la oda, que es el poema rigurosamente lírico entre los griegos. Las que por la naturaleza de su asunto espresan sentimientos más templados no por eso dejan de nacer del entusiasmo y seguir la
enajenación
de un alma, arrebatada por la impresión que lo domina; los versos de Safo y de Anacreonte, aunque no inspirados por tan altos estímulos ni sostenidos por tan magnífico espectáculo, son el fruto de la plena ilusión y de la embriaguez del sentimiento.
La ocasión y la escena del poema lírico faltó ya en tiempo de los romanos, y no se ha renovado en las naciones modernas. La oda en ellas es una obra de
imitación
sobre el tipo que nos dejaron los griegos. El poeta dice que canta, habla de su lita, impone silencio a los circunstantes, se figura arrebatado a otras regiones, y ni canta, ni pulsa la tira, ni le escucha nadie, sale de su gabinete cuando dicta sus versos, y no es pequeña la dificultad de mostrar y sostener en su situación un entusiasmo fundado, ni el riesgo de caer en la
hinchazón
y frialdad. El buen o mal éxito pende de la mayor o menor felicidad en la imitación. ¿A quién imita, pues, el poeta lírico? Al hombre que canta naturalmente, impelido por una conmoción intensa y dominante del ánimo. Si acierta a ponerse en ese estado, si sabe representarle con verdad, su entusiasmo será verisímil, su vuelo motivado, su delirio justificable; entonces habrá compuesto una oda o un poema lírico, según la inteligencia que se da a esta palabra en todas las naciones cultas.
¿Es esta la estructura y giro de los romances? Ciertamente que no. Desde que principió a cultivarse la oda conocieron nuestros poetas que una serie seguida de coplas con un mismo asonante no su acomodaba bien a la marcha desigual, a la variedad de armonía, de pausas y de períodos que requiere la lírica; y, adjudicando a esta la multitud de combinaciones de que son susceptibles los versos de siete y once sílabas, dejaron al romance los asuntos
mediocres,
que podían recibir una armonía más uniforme. En la oda
solo se siente;
en los romances
se discurre.
Se espresan también en ellos sentimientos, pero más remisos, de modo que no impidan la reflexión. Se pintan los objetos, pero más bien en descripciones circunstanciadas que en grandes imágenes. Jamás los romances más bellos de nuestros poetas espresan el sumo grado de impresión y enajenamiento; jamás llegan a la vehemencia y desorden lírico. Su estilo más
suave
y flexible, mezclado de sentimiento y raciocinio, se acerca más al tono medio y versátil de la elegía. De ellos no puede decirse, como de la oda,
Chez elle un beau désordre est un effet de l’art.
No son, pues, los romances ni, hablando en rigor artístico, fueron en ningún tiempo la poesía lírica de los españoles. Por muestras de ella en
nuestro
buen
siglo
no presentaremos los romances, aunque sean composiciones indígenas, sino las odas de
León
a la Ascensión y sobre la profecía del Tajo, las de Herrera a don Juan de Austria y a la pérdida del rey don Sebastián, la de
Rioja
a las ruinas de Itálica y otras de los primeros y de algunos más de nuestros célebres poetas. Los franceses no presentaron sus
vaudevilles
a título de ser un canto nacional, por ejemplos de su poesía lírica, sino las buenas odas de Malherbe y Rousseau. La circunstancia de ser nativa en un país no constituye su naturaleza ni determina el género a que pertenecen.