Título de la obra:
El pabellón nacional. Periódico político y literario,
año IV, nº 903, 13/02/1868
VARIEDADES
La Arcadia moderna,
por don Ventura Ruiz Aguilera
Cuando sentados en los duros bancos del colegio leíamos llenos de fastidio las
enojosas
páginas de la retórica, solo un deleite suavizaba la ruda tarea de clasificar y reducir a clara nomenclatura el inmenso fárrago de figuras, tropos, reglas, corolarios y advertencias que constituyen aquel indigesto catecismo de la ortodoxia literaria. Todos los que más o menos tiempo hayan estado sujetos al potro de la retórica habrán tenido por único consuelo de su afán aquella parte del libro en que, espuestas ya las reglas, y cansado también el autor de los trasudores y congojas que causa la legislación poética, se permite descender a la práctica y espone los sistemas de versificación, las categorías, clases y familias del metro, nos presenta ejemplos de los géneros literarios, de las estrofas, de las medidas, de los errores y bellezas, de la virtud y el pecado. Este sistema de
moralización
literaria por el ejemplo produce saludables efectos.
Entonces recorremos con curiosidad entusiasta el pequeño
Parnaso,
que, más bien que un apéndice del libro, es para nosotros un necesario complemento. Nos
deleitamos
en la lectura de los sencillos modelos académicos que se ofrecen a nuestra inocente contemplación, y con la fe propia de la edad rendimos ferviente culto a aquellos ídolos que la autoridad nos impone y ante los cuales deponemos humildes nuestra flaca razón.
¡Qué infantil entusiasmo! ¡Qué adhesión sistemática e irreflexiva! Penetrados de profundo misticismo literario, fanáticos con inocencia, prosélitos con fervor, nos identificamos con aquella poesía, volamos con las tórtolas de Francisco de la
Torre,
aspiramos los deliciosos tomillos de
Meléndez,
bebemos en las claras fuentes de
Villegas,
enarbolamos el bien cincelado tirso de Boscán, bebemos en la copa de
Anacreonte,
triscamos con la ternerilla y la mansa cordera de Jáuregui, y a cada son de la terrible campana reglamentaria del colegio nos parece oír el clásico cencerro de las cabras de Melampo o de las ovejuelas de Batílo.
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Después pasa el tiempo, llega el fin de curso, los exámenes; nuevos estudios nos ocupan, le ponen a uno en la mano un abultado tomo de física, un grueso volumen de lógica y un manual de química. ¡Adiós
idilios
candorosos, églogas honestas e inocentes! ¡Adiós regodeo pastoril y bandurria y cencerro sonoro!
¡Oh dulces prendas!...
Desapareció el otero, el césped florido, el honesto triscar, el sabroso departir, el discreto juego, el cadencioso sonar de rabeles y panderetas. Encenagose con los precipitados químicos el manso arroyuelo que esmalta la pradera; las esmeraldas y rubís del césped florido se desvanecen ante la aridez del silogismo; tras del recental juguetón viene el análisis fisiológico, truécase el cayado en palanca cuajada de proporciones y números, se disuelve la cándida estrofa del arte bucólico en un mar de fórmulas, y, en vez de cantos, endechas y conceptuosos madrigales, la ingrata y áspera musa del arte lógico pone tan solo en nuestra boca, deleitada aun con los antiguos dulzores, la amarga estrofa del ejercicio dialéctico:
Barbara, Celarent, Darii, Ferio, Baralipton.
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¡Cuántas ilusiones desvanecidas! Después adquirimos reflexión y cordura, Tal vez nuestras inclinaciones nos llevan otra vez al campo literario; pero al entrar en él con la arrogancia de bachiller, encontramos otra decoración, otro suelo, árboles más robustos, aguas más turbias, horizontes más estendidos, paisajes más animados y pintorescos. Entonces el arte bucólico, de que antes fuimos sinceros apasionados, se nos presenta con toda su
falsedad
y estraños oropeles. Adquirimos exacta noción de lo bello y desterramos lo convencional; se despierta en nosotros el puro sentimiento de la naturaleza, ajeno ya a toda sistemática falsificación. El
arte
bucólico del siglo
XVI,
arte propiamente infantil, desarrollado en un periodo de verdadera juventud para las letras, patrocinado per el platonismo italiano de una parte y por la retórica también italiana, inspirado en el
estudio
de lo
antiguo,
obra colosal del siglo рrесеdente, constituye un sistema poético falso a todas luces y puramente convencional. No responde como otros géneros a ninguna razón histórica ni social. Aislada, sin vida propia, iluminando por reflejo como la luna, la poesía pastoral aparece en
España
con Boscán y Garcilaso. Tiene numerosos
prosélitos,
sí, pero ni adquiere robustez, ni tiene trascendencia de ninguna clase. Hace importantes servicios a las letras, porque, cultivada por autores de ingenio, establece un método de versificación,
depura
la lengua, autoriza y da fijeza a una porción de locuciones poéticas, pero nada más. Como el sentimiento de la naturaleza en que se funda es estraviado y falso, resulta que este género no tiene los caracteres de invariabilidad y fijeza que tiene el
drama
español calderoniano, por ejemplo, fundado en un verdadero y exactísimo sentimiento de la humanidad.
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Hoy las tentativas de los pocos poetas que beben las amargas aguas de la Castalia moderna son infructuosas para darle vida. E1
tosco
espectáculo, la rústica y grosera catadura de los Anfrisos del día quitan al más aficionado a elucubraciones pastoriles los deseos de soplar la envejecida gaita del amable Garcilaso,
No, ya los poetas no
pierden
el tiempo (que también es oro entre poetas) en rumiar la insípida yerba de aquellos céspedes aljofarados. Nuevos y más bellos espectáculos se presentan a su contemplación, elementos más fecundos reclaman el lento trabajo de su fantasía, y les preocupan y afectan fenómenos morales de más trascendencia y aplicación a la vida que las cuitas de una pastora y las impertinencias platónicas de un cabrero. Y, si alguna vez los poetas modernos se resuelven a dejar la ciudad bulliciosa y el mundo compacto y múltiple de las capitales, buscan la
naturaleza
en su más sencilla y primitiva espresión, desnuda de artificios, limpia de retórica.
En ella verán como pegadas escrecencias, como líquenes inmediatamente adheridos, los hijos inseparables y pegados siempre a la fecunda madre, sencillos como ella, rústicos, primitivos, esencialmente naturales, unidos a ella por la tierra, por el barro y el musgo, que parece ser la sustancia elemental de la madre y del hijo; verá al labriego y al pastor, rústicos, brutales, incultos de cuerpo y de espíritu. Su lenguaje es bárbaro, su razonar torpe, sus apetitos ciegos y sin freno, su sentimiento sencillo, pero nunca espresado en claros ni graciosos términos. Si el poeta quiere retratar lo que ve, no recelará, como algunos espíritus tímidos y estraviados a la vez, envilecer su musa ni degradar su procedimiento poético. Siendo real, no dejará de ser poeta. Descendiendo de la serena región del idealismo, no se verá obligado a ser grosero. Su inspiración, lejos de padecer estravío, adquirirá robustez, porque, alimentándose con las puras emanaciones de la verdad, se completará con ella, con esa verdad que los poetas temen, pero que es indispensable mitad de la poesía.
(Se concluirá)