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Título del texto editado:
“CRÍTICA LITERARIA. Historia de la literatura española, escrita en inglés por Mr. George Ticknor, y traducida por don Pascual Gayangos y don Enrique Vedia. Tomo I”
Autor del texto editado:
Amador de los Ríos, José (1816-1878)
Título de la obra:
Eco literario de Europa. Primera sección. Revista Universal, t. II
Autor de la obra:
Rodríguez de Rivera, Ramón (dir.)
Edición:
Madrid: Imprenta de don Ramón Rodríguez de Rivera, editor, 1851


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REVISTA UNIVERSAL

CRÍTICA LITERARIA


El vituperable descuido con que los críticos españoles han mirado la historia de nuestra rica literatura da lugar a que se ocupen de ella escritores extranjeros, siguiéndose de aquí no solamente una acusación contra nuestra apatía, sino también la interpretación y apreciación inexactas de nuestros monumentos.

Estas ideas en que abundamos hace mucho tiempo han sido renovadas por la lectura de los artículos que en junio último insertó en el periódico La España el señor don José Amador de los Ríos, cuyo afán por restaurar nuestras glorias literarias es de todos conocido. Creemos hacer un gran servicio a nuestra literatura, al público en general, y en particular a nuestros suscritores, reproduciendo en el Eco Literario estos eruditos e interesantes artículos, que han traducido los principales periódicos ingleses y franceses, y han contribuido poderosamente a variar la opinión que se había formado en Europa de nuestra literatura, por la obra de Ticknor.

Historia de la literatura española, escrita en inglés por Mr. George Ticknor, y traducida por don Pascual Gayangos y don Enrique Vedia. Tomo I.

I


Acaba de ver la luz pública en esta corte el primer tomo de la obra cuyo título va al frente de estas líneas, obra que es una verdadera novedad literaria, no solamente porque manifiesta al punto que han llegado entre los extranjeros los estudios relativos a nuestras cosas, sino también porque aparece a nuestra vista como una acusación harto severa del reprensible abandono con que se ha mirado y mira todavía entre nosotros cuanto a nuestras glorias literarias se refiere. Verdad es que antes de Ticknor han salido a plaza otros escritores estraños para echarnos en cara esa vergonzosa apatía, y que tal vez se han debido a la dureza y parcialidad de sus juicios y censuras algunos de los pocos ensayos que se han hecho en la península respecto de la historia de nuestras letras. Pero, lejos de vindicarnos plenamente de las fundadas acusaciones que se nos han dirigido, solo prueban los trabajos a que nos referimos que nada o muy poco hemos adelantado sobre materia tan importante, siendo nuestra holganza tanto más punible cuanto mayores y más estimables son los tesoros literarios de que vienen a darnos cuenta los escritores extranjeros.

Y no se crea que solo recae sobre nosotros la nota de reacios o abandonados, cuando fiamos la investigación y estudio de nuestras letras a los ingenios de otras naciones: hay en esta vituperable conducta un peligro que es tiempo ya de que sea reconocido y evitado, puesto que, espuesta a interpretaciones arbitrarias y violentas, si ya no es que se desnaturaliza y adultera nuestra civilización, se intenta al menos someterla a leyes que rechaza el buen sentido y repugna el sentimiento patriótico. Ni puede tampoco suceder de otra manera a quien, lejos del suelo español, sin el examen de nuestros monumentos artísticos, sin el estudio de nuestras costumbres, sin el conocimiento de nuestras tradiciones, sin la apreciación y fe de nuestras creencias, sólo cuenta para realizar sus proyectos con el auxilio de los libros, que no siempre logra valorar dignamente y que juzga a menudo conforme a las máximas de su educación o a las preocupaciones de la comunión religiosa a que pertenece. Fácil sería, por cierto, el demostrar con abundantísimos ejemplos la verdad de estas observaciones; mas la imparcialidad y rectitud de la crítica nos obliga también a declarar, en honor de los que se consagran fuera de España a esta clase de trabajos, que no todas veces van descaminados los historiadores extranjeros al tratar de nuestras cosas, bien que no alcancen a penetrar de lleno el espíritu de los monumentos que examinan, ni les sea tampoco hacedero el fijar su significación e importancia en el progresivo desarrollo de nuestra cultura.

Es, a no dudarlo, Mr. George Ticknor uno de los escritores que más grandes esfuerzos han hecho para descubrir los olvidados tesoros de la literatura española, mereciendo bajo este punto de vista toda consideración y alabanza. Consagrado por mucho tiempo a la averiguación de los libros más raros que en los pasados siglos produjeron nuestros celebrados ingenios; auxiliado en estas difíciles tareas por diligentes bibliófilos, así propios como estraños, no solamente ha excedido en semejantes investigaciones a cuantos habían intentado antes de ahora trazar la historia de nuestra literatura, sino que ha logrado acopiar muchas y muy peregrinas noticias, aun para los que llevan el nombre de eruditos. Pero, si respecto de la riqueza y abundancia de los datos bibliográficos es la obra de Ticknor digna de verdadero elogio; si ha obtenido en esta parte útiles y plausibles resultados, no puede en justicia decirse lo mismo respecto del método y plan de sus tareas, donde ni descubrimos un pensamiento fecundo que le sirva de norte, ni menos encontramos las huellas majestuosas de aquella civilización que se engendra al grito de patria y religión en las montañas de Asturias, Aragón y Navarra, se desarrolla y crece alimentada por el santo fuego de la libertad y de la fe, y, sometiendo a su imperio cuantos elementos se le acercan, llega triunfante a los muros de Granada y se derrama después por el África, el Asia y la América, llenando de pavor a la asombrada Europa.

Mr. George Ticknor nada ha adelantado sobre este punto respecto de los escritores que le han precedido: desentendiéndose de la averiguación filosófica de los orígenes de la literatura española, no ha reparado en que iba su historia a carecer de verdaderos cimientos, apareciendo a la vista de los hombres entendidos como una obra lastimosamente acéfala. Desprovisto del poderoso auxilio que habría encontrado sin duda en semejantes especulaciones, ni le es dado explicar de una manera sencilla y satisfactoria el nacimiento de la poesía española, ni acierta a fijar sus primeros pasos, ni sospecha siquiera sus primitivas trasformaciones, dejando en las tinieblas y oscuridad en que yacían aquellos preciosos monumentos de nuestra cultura. Mas, si a tales inconvenientes se ha espuesto por seguir el común sendero quien por la vez primera escribía al frente de sus trabajos el título que sirve de epígrafe a estos renglones, no mayor luz ofrecen sus tareas acerca de la historia de la literatura propiamente dicha, quedando por reconocer y apreciar los diversos elementos que van entrando sucesivamente a componer la civilización española.

“Dos son (escribe Mr. Ticknor) las divisiones que admite a nuestro entender la historia de la literatura española: abraza la primera la poesía y prosa nacional desde su origen hasta los tiempos de Carlos V, y la segunda contiene la parte en que, siguiendo las huellas de los escritores italianos y provenzales, fue, según el gusto dominante, separándose, ya más, ya menos, del carácter y genio nacional”. Estas divisiones, que pudieran aplicarse sin grave dificultad a cualquiera de las literaturas modernas, sobre no presentar una idea clara de lo que fue realmente la española durante largos siglos, ni se apoyan en la historia de la política, ni se fundan en la de las ciencias, ni corresponden, finalmente, al natural desenvolvimiento de nuestras artes. Contrayéndonos a la primera parte de las divisiones indicadas, a que se limita el tomo ya publicado por los traductores, hallaremos sobradamente comprobados estos asertos. Ticknor dedica los primeros capítulos de su obra a examinar las que, en su juicio, señalan la aparición de la poesía castellana, terminando el bosquejo de aquella primera época con el Rimado de Palacio, producción del siglo XIV debida al gran canciller Pero López de Ayala, que pasa de esta vida en 1407. ¿Nada ha sucedido en el espacio de 250 años que le obligue a fijar su atención para establecer la palpable diferencia que a primera vista se advierte entre los monumentos de los siglos XII, XIII y XIV...? ¿Resalta en el Poema del Cid el mismo espíritu que en las obras de Berceo, y en los poemas de Apolonio y de Alejandro?... ¿Imperan en estas obras las mismas formas que en las poesías del rey sabio?... ¿Brillan los poemas de Fernán González y de Joseph con iguales matices que las producciones de don Juan Manuel, el Archipreste de Hita, Rabí don Santo y el mismo Pero López de Ayala?... Si no es humanamente posible confundir todos estos escritores, todos estos monumentos de nuestra historia; si aun el mismo Ticknor presiente a veces la colosal diferencia que entre ellos existe, ¿por qué filiarlos bajo una misma bandera, cuando representan distintas ideas e intereses, señalando en sus creaciones los costosos triunfos de la civilización castellana?... Los que entre el Poema del Cid y el Rimado de Palacio no encuentren diversidad de aspiraciones y de medios poéticos; los que simplemente adviertan que ha dado algunos pasos la lengua hablada por nuestros abuelos, esos podrán acaso admitir la división y aun los juicios de Ticknor relativos a las obras arriba mencionadas. Pero nosotros, que entre el Poema del Cid y el Libro de Palacio encontramos la trasformación del arte popular en arte erudito, que descubrimos después, de una manera enequivoca la influencia arábigo-oriental, y que, mediado ya el siglo XIV, reconocemos sin género alguno de dudas las huellas de la literatura caballeresca, no podemos en conciencia dejar de rechazar el método seguido por el historiador anglo-americano; porque ninguna luz arroja en el estudio de nuestras letras, contribuyendo, en contrario, con sus erradas doctrinas y copiosas inexactitudes a enmarañar más y más la historia de los primeros siglos de la poesía española.

Pero, si reparable nos parece el sistema empleado, al dar razón de aquellos monumentos poéticos sin curarse antes de reconocer lo que valen y lo que representan, no hallamos más digna de elogio la clasificación que hace Ticknor más adelante, asegurando que la literatura popular estriba durante el último tercio del siglo XIV, todo el XV y parte del XVI en los romances, tanto históricos como liricos, en las crónicas, en los libros de caballerías y en el teatro. Semejante clasificación, donde aparecen como revueltas y mezcladas cosas tan distintas y de tan apartados orígenes, es la prueba más palmaria de las observaciones que espusimos al comenzar el presente artículo. El erudito escritor del Nuevo Mundo, fijándose principalmente en el examen de los libros que han llegado a sus manos, olvidó sin duda la constitución especial de las naciones europeas durante los tiempos medios y perdió al par de vista la situación escepcional de nuestra España en aquel largo y trabajoso período. De otra manera no es fácil comprender cómo asocia y confunde las espontaneas y vigorosas producciones de la poesía popular con las obras ya imitadas de los eruditos nacionales, ya de los eruditos extranjeros. Destinados los romances desde sus primeros albores a solemnizar los triunfos de las armas españolas, exaltando al mismo tiempo el entusiasmo religioso de nuestros padres, se cantaron por la muchedumbre en el momento de la victoria y representaron viva y constantemente la actualidad poética de España. Nacidas las crónicas de la necesidad de consignar los hechos memorables de tal manera que pudiesen llegar sin alteración a los futuros siglos, representaron, por el contrario, los intereses de las clases privilegiadas; y, formuladas primero toscamente en los cartularios y santorales; ampliadas después algún tanto en los anales, diarios y cronicones, solo llegaron a tomar la forma con que aparecen en la época señalada por Ticknor cuando había hecho ya la literatura española largas, difíciles y gloriosas jornadas. Los romances castellanos, en cuya clasificación no guarda tampoco el autor de la Historia de la literatura española toda la exactitud que exigen su mérito e importancia, son, pues, la única base de nuestra poesía popular, mientras, escritas y estimadas las crónicas por los discretos, se muestran a la contemplación del filósofo como la natural y legitima herencia de los eruditos, que, abandonando al cabo la lengua latina, no por eso dejaron de acudir a tomar enseñanza en los escritores de las pasadas edades. Lo mismo puede decirse de los libros de caballerías: si, a pesar de la oposición de los doctos, logran en el siglo XVI inesperado aplauso, merced a la extraordinaria situación del pueblo castellano, no por eso podrá jamás asentarse con fundamento que son fruto espontaneo de nuestra literatura. Venidos al suelo español en un momento dado, encuentran únicamente acogida entre los eruditos, y, como halagan con sus maravillosas aventuras la imaginación de los hidalgos y magnates, hallan en aquellos siglos de credulidad entrada fácil a la imitación, llegando hasta el punto de bastardear las crónicas con sus sobrenaturales ficciones. La misma aversión con que los eruditos del siglo XVI los rechazan y, sobre todo, el éxito extraordinario que obtiene la inmortal rapsodia de Cervantes prueban hasta la evidencia que ni aun acariciando los instintos de aquella muchedumbre, ávida de grandes proezas y prodiga siempre de su sangre, logran echar profundas raíces en la literatura cultivada por los discretos, lo cual demuestra claramente que no era posible el que llegasen a tomar verdadera carta de naturaleza en España. No así respecto del teatro, que, apoyado primero en la liturgia y fundado por último sobre la firme base de la poesía popular, si bien acoge todos los elementos elaborados por la erudita, está destinado a representar viva y poderosamente la nacionalidad poética de la Península. Por esta razón, ni la crítica de Cervantes, ni el tardío e importuno arrepentimiento de Lope de Vega, ni el pedantesco desdén de la academia de Madrid son bastantes a detener la marcha triunfante del teatro español, que como en fiel espejo presenta en sus variadas creaciones ya el recuerdo consolador y enérgico de lo pasado, ya la combatida grandeza de lo presente, ya la esperanza lisonjera de lo porvenir, reflejando de lleno un pueblo, una religión y una historia. Si, pues, ni las crónicas, por ser producto de la erudición, ni los libros de caballerías, por no haber nacido en el suelo de España, pueden confundirse con los romances ni menos con el teatro, ¿por qué empeñarse en someterles a unos mismos cánones, clasificándolos como cosas de una misma especie, cuando el examen [im]parcial de las obras así consideradas debía contradecir naturalmente los principios a que se intentaba sujetarlas? Pero Mr. George Ticknor, cuyo buen talento echaba de menos, aunque tarde, la preparación conveniente para trazar la historia de la edad media, creyó llenar este gran vacío con la clasificación mencionada, sin reparar en que al abrir en la comenzada narración tan desproporcionado paréntesis, explicando de pasada los orígenes de los romances, dando incompleta y ligera idea de las crónicas, mencionando las numerosas ediciones de los libros de caballerías que han llegado su noticia, y dando algunas pinceladas para bosquejar los orígenes del teatro, lejos de allanar el camino que pretendía recorrer, lo llenaba de escombros y malezas, haciéndolo de todo punto intransitable.

Ni ¿qué otra cosa podía suceder cuando, después de haberse adelantado hasta la mitad del siglo XVI en todas estas escursiones, se vuelve de pronto al centro de los siglos medios, para averiguar la influencia que pudo ejercer la literatura provenzal y aun la italiana en la literatura española, como si no se reconocieran una y otra influencia en las producciones del siglo XV? Esa vaguedad con que en toda la historia se procede, esa falta de unidad que se advierte, luego que se compara la obra de Ticknor con las creaciones de las artes o se intenta relacionar con los grandes hechos de la política o de la guerra, hijas son, pues, de no haberse adoptado el único método racional y filosófico que debe emplearse en este género de tareas, perdiendo al propio tiempo de vista las leyes más comunes de la ciencia histórica, olvidada de todo punto la cronología. A tal estremo llega la incertidumbre, perdida una vez la brújula, que, procurando reponerse de las frecuentes e inoportunas recaladas hechas en el siglo XVI, sin detenerse a considerar la dirección que en el anterior iban tomando los estudios, se da cuenta de algunos de los poetas que florecen en los reinados de Juan I y Enrique III, después de haber pretendido bosquejar la época de don Juan II.

De semejante sistema, por demás arbitrario y anti-histórico, no era posible en manera alguna deducir ni lo que fue la literatura española durante la edad media, ni lo que debía ser llegado el renacimiento de las artes y de las letras, ya la consideremos bajo el aspecto de la poesía popular, ya de la erudita. Dígasenos, si no, después de leída la obra de Ticknor, cuál es la idea capital que domina en las creaciones del ingenio español en el largo período recorrido en el tomo que examinamos. Determínense los caracteres principales de nuestra literatura; señálese lo que conserva y trasmite a nuestros días de su prístina esencia entre las contradicciones que va sufriendo, desde el momento en que se opera el divorcio de la poesía popular y la erudita; indíquese siquiera lo que ha tomado, ora con relación a la idea, ora con relación a la forma, de los diferentes pueblos con quienes la nación española estuvo en contacto. Si todas estas cuestiones, cuya importancia no es posible desconocer, quedan o intactas o no resueltas en la obra de que tratamos, razón será concluir lógicamente que no justifica como debiera el título con que ha sido designada por su autor, por más que haya este apurado al escribirla toda su erudición y agotado todas sus noticias y las de sus amigos.

No olvidaremos, sin embargo, que Mr. George Ticknor ha dado una prueba altamente plausible de la predilección con que se ha consagrado por muchos años al estudio de nuestras cosas, siguiendo las huellas de sus distinguidos compatriotas Irvings y Prescott. Pero, si merece la estimación de los españoles quien tales esfuerzos ha hecho para ilustrar nuestra historia literaria; si bajo el aspecto de la erudición bibliográfica se muestra digno del mayor elogio, no se crea por esto que la obra de Ticknor satisface las exigencias de la crítica, ni por su plan, ni por la mayor parte de los juicios que formula respecto de nuestros más señalados ingenios; tarea en que no ha logrado vencer plenamente a los extranjeros Bouterwek, Sismondi y Puibusque, mostrándose inferior sin duda a muchos de los críticos nacionales. La Historia de la literatura española, traducida por los señores don Pascual Gayangos y don Enrique Vedia, si bien puede considerarse como el trabajo bibliográfico más completo hecho hasta ahora respecto [a] nuestra literatura, no llena, pues, el gran vacío que lastimosamente se advierte en la república de las letras, y, lejos de infundir desaliento a los que se dediquen a este linaje de estudios, debe servir para señalar la enorme distancia a que todavía nos encontramos de la deseada meta.

Considerada la obra de Mr. George Ticknor con relación al método por él empleado, réstanos examinarla bajo el aspecto de la erudición y de la crítica.

II


Dejamos observado que, a pesar de mostrarse Mr. George Ticknor tan entendido en la parte bibliográfica de la literatura española, abundan en su obra los errores, siendo verdaderamente sensible el que no correspondan tampoco sus juicios críticos a la importancia de la empresa que ha echado sobre sus hombros. Parcos seremos en la exhibición de las pruebas de uno y otro aserto, porque, a detenernos algún tanto en esta enojosa tarea, sería necesario escribir un libro, aun tratándose únicamente del tomo dado a luz por los traductores. Pero, antes de que a este examen procedamos, será bien advertir que, a efecto del plan seguido por el erudito anglo-americano, carece su historia, generalmente hablando, de profundas miras filosóficas respecto de las épocas que abraza, no pareciendo sino que de propósito ha olvidado el señalar los diferentes caracteres de cada siglo, desentendiéndose de sus respectivas necesidades, sentimientos y creencias, poderosamente reflejados así en los monumentos de las letras como en los monumentos de las artes.

Siguiendo, pues, el orden adoptado por Tickner, comenzaremos manifestando que, no delineados siquiera los orígenes de la poesía española, ni reconocidos tampoco los de la lengua, dedica algunas páginas al Poema del Cid, declarando que están en él “referidos los hechos frecuentemente con toda la pesadez y formalidad de una crónica monástica”, cuando a las pocas líneas asienta que se descubre en tan peregrino monumento “el espectáculo contemporáneo y animado de los tiempos caballerescos de España, retratado con una sencillez homérica que encanta”. A la verdad que o nosotros entendemos poco de achaques de crítica, o el juicio de Ticknor ni es acertado, ni aun consecuente. Porque, si en el Poema del Cid, cuya grande importancia no se ha reconocido todavía, hay esa pesadez monástica, ¿cómo es posible que se bosquejen las costumbres, que se revelen las creencias con la animación y sencillez de Homero?.... Esta espontanea producción de los primeros siglos de nuestra poesía nada tiene, por cierto, de monástica: fundada en el asentimiento universal y en el entusiasmo que escitaba en la muchedumbre la narración no escrita de las grandes proezas del Cid, lejos de tener punto alguno de contacto, ya en su creencia o ya en su forma, con la vida intelectual de los monasterios del siglo XII, es la expresión más adecuada y completa de aquel pueblo, cuya aspiración constante era la libertad de su patria y en cuya bandera llevaba escrito el nombre del Dios a quien profundamente adoraba. A existir esa semejanza que solo Ticknor ha encontrado entre las narraciones del Poema del Cid y las de las crónicas monásticas del siglo XII, ni representaría aquel precioso monumento los intereses del pueblo español, ni reflejaría las costumbres de tan apartados tiempos con esa homérica sencillez, que no se ha determinado a negar el escritor anglo-americano. Pero, a pesar de seguir en esta parte las huellas de Quintana, Sismondi, Viardot y Puibusque, no ha podido Mr. George Ticknor desasirse de las preocupaciones comunes al fijar su vista en las cosas de España, yendo tan adelante en este injustificable empeño, que no ha escrupulizado el echar sobre el monumento más original de todas las literaturas modernas ese borrón de monaquismo.

Mas, si aun considerando bajo un punto de vista favorable al Poema del Cid ha caído el historiador americano en esta contradicción reprensible, no se ha mostrado más circunspecto al dar cuenta, en una simple nota, de la Crónica rimada, donde se pintan las mocedades de aquel héroe, apuntando que “este descubrimiento es más curioso que importante” y equivocando después los hechos que en dicha Crónica se narran. No es este, por cierto, el momento de rechazar el impropio nombre con que se ha dado a luz el poema indicado, pero sí lo es de advertir que quien tan de prisa lo ha leído no podía en manera alguna apoderarse de su espíritu ni consignar, por tanto, su verdadera importancia en la historia de la literatura española. Ticknor dice en suma: “Todo él (el poema referido) es una versión bastante libre de las antiguas tradiciones del país, hecha al parecer en el siglo XV, a la sazón que empezaban a tener boga los libros de caballerías, con el laudable fin de dar al Cid un lugar entre los héroes de dicha literatura”. Esta opinión no puede ser más arbitraria y aun contradictoria con los mismos hechos que reconoce Ticknor en diversos pasajes de su obra. Prescindiendo ahora de que ya en el siglo XV había caducado de todo punto la versificación en que está escrita la Crónica rimada que con más propiedad pudiera llamarse Leyenda de las mocedades del Cid; desentendiéndonos también de la plausible ocurrencia de dar a este glorioso caudillo un lugar entre los héroes de la literatura caballeresca, parécenos oportuno observar que son tales y tantos los vestigios de venerable antigüedad que se descubren en el mencionado poema, tal y tan grande la inexperiencia artística que revela por todas partes, que no solamente tenemos por desacertado el atribuirlo al siglo XV, sino que, aun comparado con los de épocas anteriores, solo hallamos en el Poema del Cid el candor y frescura de las narraciones, el vigor y sencillez de los sentimientos, la pureza y energía de las creencias que resaltan en la Leyenda de que tratamos. Pero aún hay más: meditando profundamente sobre ambas producciones, y considerando la creación del carácter del Cid en una y otra, apenas queda duda de que debió preceder la Leyenda al Poema. La ingénita ferocidad, la falta de respeto y veneración casi religiosos con que los guerreros españoles contemplaban el trono, la altivez febril y el insaciable deseo de novedades que brillan tan poderosamente en el Rodrigo de la Leyenda se han trocado ya en el Cid del Poema en la generosa piedad y prudencia que le distinguen, en la acrisolada lealtad que engendra en su pecho los más nobles y elevados sentimientos, en la esperimentada e hidalga bravura que pone a sus plantas los más esforzados enemigos. Tan sensible contraste, que basta desde luego a señalar el abismo que media entre el aturdimiento de la primera juventud y la sensata circunspección de la edad madura, o supone un prodigioso talento en el autor de la Leyenda o, lo que es más probable, descubre así como en el Poema el conocimiento, la tradición viva aun del personaje que con tan enérgicas pinceladas se retrata. Porque, a pesar de la notable diferencia que advertimos entre Rodrigo y el Cid, es lo cierto que en el fondo de ambos caracteres existe la más estrecha semejanza. Igual grandeza de alma, igual lealtad e igual esplendidez y desprendimiento encontramos en el Rodrigo de la Leyenda que en el Cid del Poema. Tanta admiración nos inspira el joven paladín que restituye la libertad a los hijos del conde ofensor de su padre, a ruegos de la hermosa y triste Jimena, como el esperto guerrero que, vencido el conde de Barcelona, le pone en libertad, devolviéndole sus riquezas y colmándole de honras. Tanto nos maravilla el intrépido garzón que, por no quebrantar su palabra, se niega a entregar al rey don Fernando el cautivo moro de Ayllón, restituyéndole la libertad y el reino, como el héroe que, por no manchar la lealtad del juramento, arrostra el enojo de don Alonso y la ojeriza de los cortesanos. El Rodrigo de la Leyenda y el Cid del Poema son realmente una misma creación, un mismo personaje: en el primero se contienen todos los fecundos gérmenes que se desarrollan poderosamente en el segundo. Entre la Leyenda y el Poema media un turbulento y desastroso reinado: entre Rodrigo y el Cid existen don Sancho el Fuerte, con su terrible ferocidad y su inestinguible sed de combates, y don Alonso VI, con su implacable ojeriza y su injusta desconfianza: entre el defensor de Diego Laínez y el debelador de Valencia están el regicidio de Zamora y la conquista de Toledo.

Si, pues, siendo en el fondo uno mismo el carácter de uno y otro héroe, ni bajo el aspecto de la forma, ni bajo el aspecto de la idea, es dable atribuir al siglo XV la Crónica rimada o Leyenda de las mocedades del Cid; si es de todo punto imposible imaginarse la creación de Rodrigo, admitido ya y sancionado por el asentimiento de tres siglos el precioso y enérgico retrato que reconocemos en el Poema; si en la Leyenda se esponen las primeras hazañas del nieto de Laín Calvo de diferente manera que en los romances y más conforme, por cierto, con la verdad histórica, ¿cómo se ha de convenir con Mr. Ticknor en que se escribió con el laudable fin de dar al Cid un lugar entre los héroes de la literatura caballeresca? Mas, dado este gratuito propósito y dada también la época que el historiador americano señala, ¿a qué linaje de poetas es debida la producción de que hablamos?... ¿A los eruditos? No, porque, sobre haber estos desechado ya los “versetes del antiguo rimar”, según la bella espresion de Pero López de Ayala, no debe olvidarse respecto de la lengua que es el siglo XV el siglo del marqués de Santillana, Juan de Mena y Jorge Manrique. ¿A los vulgares o “poetas ínfimos”, como los apellida don Íñigo López de Mendoza?.. No, porque no hay dato alguno para asentar que los poetas populares escribían sus obras, en cuyo caso dejaban de ser considerados como tales cantores de la muchedumbre, renegando de su origen y ministerio, lo cual no puede suceder nunca respecto de un poema de mil a dos mil versos. No era, por tanto, humanamente posible que en el siglo XV se escribiera la mal llamada Crónica de que tratamos, cuyo lenguaje, cuya versificación, cuyo espíritu nos llevan como por la mano a una época anterior a la de Berceo, no siendo comparable el orden y simetría de las formas que logra dar este poeta erudito a sus obras con el desorden, la rudeza e inesperiencia que resaltan en la Leyenda de las mocedades del Cid. Tan claras y convincentes son estas razones, que el mismo Ticknor, aun descaminado en el juicio de este monumento, encuentra instintivamente estrecha analogía entre el arte que le produce y el que se revela en el Poema del Cid, comparando la manera de describir de uno y otro.

Mucho nos vamos deteniendo, y no es este nuestro propósito. Mr. George Ticknor habla después del Poema de Apolonio, tomando la bellísima figura de Tarsiana, hija del rey de Tiro, por una de aquellas juglaresas anatematizadas con tanta severidad en la ley de Partida; intenta dar noticia de la Vida de santa María Egipciaca, leyenda que solo recibe de sus labios la calificación de torpe, obscena y monstruosa, cuando presenta a nuestra vista con la mayor sencillez y fuerza de colorido la eficacia de la penitencia, purificación sublime que nos ofrece el cristianismo en la tierra; y, dichas algunas palabras sobre el libro de la Adoracion de los Reyes, se detiene algún tanto a juzgar las obras de Gonzalo de Berceo, cayendo en esta parte en no pocos ni despreciables errores. Prescindiendo de que no halla gran poesía en las mismas producciones donde el clásico Moratín reconoció, a pesar de su escesiva dureza, al cantor de la devoción y de la virtud; desentendiéndonos de que atribuye a este poeta la espresión de “quaderna via”, propia de Juan Lorenzo Segura de Astorga ( Poema de Alejandro, copla 2), será bien advertir que, pretendiendo fundar en este error un sistema igualmente equivocado respecto de la primitiva versificación castellana, no es dable en manera alguna aceptar su teoría. Ticknor escribe: “Trasladado este metro (el pentámetro usado por Berceo) de la Provenza a España, su historia es muy sencilla: preséntase por primera vez en el poema de Apolonio, adquiere en manos de Berceo una fecha conocida que es la de 1230, y sigue en uso hasta fines del siglo XIV”. De todos estos asertos solo puede admitirse el último, contrario, por cierto, al juicio que antes había hecho el historiador anglo-americano de la Crónica rimada de las cosas de España. Los versos pentámetros empleados primero toscamente en el Poema del Cid y perfeccionados por Berceo a principios del siglo XIII no se trasladaron a la española de ninguna literatura moderna: propios de la latina, conservados por la Iglesia y trasmitidos por esta a vulgares y eruditos, son comunes a todas las naciones que surgen de las ruinas del imperio romano, sin que haya necesidad alguna de que, para aplicar esta forma poética, acudiesen a mendigarla, cuando la poseían todas como legitima herencia. Tampoco aparece este metro por vez primera en el Poema de Apolonio, aun ya regularizado, siendo en verdad inesplicable cómo, reconocida la fecha en que florece Berceo, y señalada cuerdamente por don Pedro José Pidal (editor de dicho poema de Apolonio) la mitad del siglo XIII como la época a que pertenece, cosa en que conviene Ticknor en diversos lugares (pág. 121, líneas 7 y 8) ha caído en la contradicción de suponer anterior y posterior a Berceo el ya citado poema de Apolonio, “escrito poco después de 1250”, según sus mismas palabras. Lo que hay en todo esto de verdad es que Gonzalo de Berceo, no siendo tan letrado que pudiese escribir en latín, regularizó este metro, derivado ya a la muchedumbre por medio de la Iglesia, viniendo a ser desde entonces patrimonio esclusivo de los doctos que comenzaron a usar la lengua patria. Pero, si en tales errores y contradicciones cae el historiador americano una vez que se refiere a los orígenes de la metrificación castellana, no es menos peregrina la opinión que asienta de que las “rimas imperfectas” que causalmente usa Berceo, “podrían en rigor ser consideradas como el origen del asonante”. Lo que en rigor se deduce de esta proposición es que el erudito Mr. George Ticknor no ha reparado en que antes de Berceo existían en la literatura española monumentos donde aparece el asonante como ley general y no como rara escepcion, bastando la simple lectura de los versos del Poema del Cid, que cita él mismo, para penetrarse de lo estraviado que anduvo, al presumir fundar semejante teoría sobre tan frágiles cimientos. Dominando, pues, la rima imperfecta en todo el Poema, y resultando iguales caracteres en la Leyenda antes citada, no se comprende cómo hubo necesidad de llegar al momento en que la rima (no el ritmo, según dice algunas veces Ticknor) se perfecciona, para investigar los orígenes del asonante, forma propia y espontanea de la poesía popular, tan libre como sus mismas concepciones.

De Berceo pasa el autor a don Alonso el Sabio; reconociendo las altas dotes que fueron bastantes a conquistarle tan glorioso renombre, no acierta, sin embargo, a presentar una clasificación completa de sus obras, perdiendo de vista el magnífico espectáculo de las academias de Toledo y dejando, en consecuencia, por trazar el maravilloso cuadro que en aquellos días ofrece la civilización española. Tampoco logra separar las obras que injustamente se han atribuido a este monarca de las que en realidad le corresponden: tal sucede con la Conquista de Ultramar y el libro poético intitulado del Tesoro. Respecto de la primera obra han puesto ya los traductores el conveniente correctivo; mas no así respecto de la segunda, que dice Mr. George Ticknor estar escrita “parte en prosa y parte en verso llamado coplas de arte mayor... que son las más antiguas de la poesía castellana”. Pasando de largo sobre lo del verso y la prosa, cosa que fuera del prólogo no sabemos dónde la vio Tickner, y olvidando al par lo de ser las coplas de “arte mayor o doce sílabas las más antiguas de la poesía castellana”, cosa que está desmentida por la misma esposicion que el autor lleva hecha, fijaremos únicamente la vista en la acusación que formula contra el autor de las Partidas, creyéndole entregado a las estériles cábalas de la alquimia, y adelantándose hasta el punto de asegurar que el infante don Juan Manuel “se ríe de su tío don Alonso el Sabio, porque daba crédito a las patrañas de los alquimistas y ponía su confianza en un hombre que tenía la vanidad de convertir los metales en oro”. Si se tratara de un escritor menos erudito, y este escritor hubiera florecido dos siglos ha, acaso perdonaríamos gustosos la falta de erudición y de critica que en este juicio encontramos, pero, tratándose de Mr. Ticknor, que tan entendido se muestra sobre el conocimiento de libros y que escribe de propósito la Historia de la literatura española, se nos ocurre naturalmente sospechar que ha procedido de mala fe, lo cual no parece admisible, o en esta ocasión, como en otras muchas, ha mariposeado únicamente las obras, de que trata. En efecto, cuando leemos esa vulgar acusación en un libro en que se intentan analizar las Partidas y hallamos en ellas tres leyes en que se condena la alquimia del modo más terminante, ¿qué concepto hemos de formar de la conciencia de quien así procede?... La ley 13ª del título V de la II partida, que trata de “cómo el rey non debe cobdiciar a facer cosa que sea contra derecho”, termina de este modo: “Et estonce cobdiciarle el rey la cosa que non podiese seer, quando quisiese facer por maestría lo que segunt natura non se podiere acabar, así como el ALOUIMIA; et desta guisa darse hie por desentendudo et perdierie su tiempo y su aver”. En la ley 4ª del título IV de la partida VI, hablando de los “imposibles de fecho” en los testamentos, dice el rey Sabio: “Si dixere el testador en el testamento: establesco por mío heredero a fulan, se diere a tal eglesia un monte de oro, ca tal establecimiento como este non vale porque es puesto so tal condición que se non puede complir de fecho, maguer que los ALOUIMISTAS CUIDAN QUE PUEDEN FACER ORO quando quisieren, lo que fasta en este tiempo non fue cosa manifiesta a los otros homes, etc.”. La ley 9ª del título VIII de la VII partida, destinada a tratar del que “face moneda falsa o cercena la buena”, acaba con estas palabras: “Esso mesmo debe seer guardado de los que tinxiesen la moneda que tuviese mucho cobre, porque paresciese buena, o que ficiesen ALQUIMIA, engañando los homes, en facerles creer lo que non puede seer, segunt natura”. Ahora bien: si, sobreponiéndose el rey Sabio en esto como en todo a las preocupaciones de su tiempo, no solamente no admite la alquimia como tal ciencia, sino que la rechaza y niega de una manera terminante, declarando como desentendidos a los que la admiten y como engañadores a los que la practican, por qué un escritor del siglo XIX, lejos de tributarle justo elogio, comparando su doctrina con la de Raimundo Lulio y Arnaldo de Villanueva, le tilda de dar crédito a semejantes patrañas?... Era, sin embargo, más fácil el seguir la común corriente que el detenerse a examinar los hechos y las obras; y he aquí dolorosamente consignado un error harto reprensible en una que se anuncia con el título de Historia de nuestra literatura. Sin admitir que don Alonso el Sabio se contradijo torpemente, lo cual sería el colmo del absurdo, no es en modo alguno posible atribuirle el libro poético del Tesoro, cuya autenticidad pusieron cuerdamente en duda el erudito Sánchez y el eminente Moratín. Pero lo más duro de todo es suponer que pudo reírse el infante don Juan Manuel del rey sabio, cuando seguía y aplicaba únicamente su doctrina, y cuando solo salen de su pluma alabanzas para ensalzar su nombre y sus trabajos.

Creemos que bastan las observaciones espuestas para demostrar que ni bajo el aspecto de la erudición, ni bajo el aspecto de la crítica puede señalarse cuál modelo la obra de Mr. George Ticknor [ sic ]: si aún se pretendiesen nuevas pruebas, sería tarea sobradamente fácil la de presentarlas en abundancia. Tales son, por ejemplo, las inexactitudes de negar que exista ya la Historia poética de don Alonso XI, suponiéndola escrita “con posterioridad a los romances del siglo XV”, cuando consta de la misma historia, que se custodia en la biblioteca del Escorial, que se escribió por la era de “mill et trescientos y ochenta é seis años”; la de hacer contemporáneo de la Danza general de la muerte al Poema de Fernán González, compuesto sin duda más de un siglo antes que dicha obra; la de imaginar que el poema de Joseph fue debido “a alguno de los moriscos que a la espulsión de sus compañeros quedaron escondidos en el norte de España”, olvidando los vasallos mudéjares de la corona de Castilla; la de asentar que Alonso de Cartagena floreció desde 1450 a 1500, cuando consta que murió en 1457 a los 71 años de su vida; la de asegurar que la primera crónica “en el orden cronológico” es la General de España, añadiendo que desde aquella época quedaron instituidos los cronistas reales, vulgarísimo error que solo puede sostenerse desconociendo la historia de las crónicas; la de “enlazar los libros de caballerías con los más antiguos romances”, sin advertir el diferente orden de ideas que unos y otros representan y perdiendo de vista el momento en que las ficciones caballerescas penetran en España; la de confundir virtualmente los proverbios escritos por el marqués de Santillana con los refranes recopilados por él mismo; y tantas otras como pueden notar los hombres entendidos a una simple lectura de la Historia de la literatura española.

Notados estos errores e inexactitudes, ¿podrá acaso deducirse con entera razón que la obra de Ticknor merece el desprecio de los doctos?... Todo lo contrario: lo que se desprende de nuestras observaciones, inspiradas única y esclusivamente por el amor que a las glorias de nuestra patria debemos, es que la empresa acometida por tan erudito escritor es ardua y difícil en sumo grado, y que, aun habiendo hecho mucho para darle cima, ha quedado, no obstante, a largo trecho de la meta a donde encaminaba sus pasos. Pero, si somos los primeros en reconocer que Mr. George Ticknor ha prestado un servicio de grande importancia a las letras españolas, y si es en nosotros un deber de conciencia el declararlo así, no creemos que debe la gratitud vendar los ojos a la crítica, dando de esta manera ocasión a que cundan y se arraiguen errores que es ya tiempo de que sean desterrados de la república literaria.

Juzgada ya la obra de Ticknor bajo su aspecto filosófico y literario, réstanos satisfacer dos reparos que el escritor angloamericano y sus traductores han puesto a ciertas opiniones emitidas en nuestros Estudios históricos, políticos y literarios sobre los judíos de España.

III


Como habrán observado los lectores, hemos procurado seguir el orden establecido por Mr. George Ticknor al dar cuenta de algunas de las inexactitudes en que lastimosamente incurre, siendo el examen sumario que de su obra llevamos hecho el más seguro comprobante de cuantas observaciones dejamos arriba apuntadas. Algo más, tanto respecto del plan como de la crítica, debíamos exigir de quien ponía al frente de sus trabajos el título de Historia de la literatura española, sin que nos moviera en esto más interés que el de mostrar que todavía no se ha llegado ni con mucho a la perfección, alejando de los que en España trabajen sobre estas importantes materias todo temor y desaliento. Y tanto más imparciales hemos procurado ser en nuestros juicios cuanto que, halagados algún tanto por la distinción que de nuestros trabajos se ha servido hacer Mr. Tickner, hemos tenido que violentarnos más de una vez para seguir los fueros de la buena crítica, temiendo ser inficionados por el contagio del panegírico. Mas, si al hablar como críticos hemos pugnado por defender la verdad que descubríamos, al recordar como agradecidos no olvidaremos el tributar al historiador anglo-americano las más cumplidas gracias, reconociendo que tal vez da en sus tareas un lugar inmerecido a las nuestras, bien que alguna vez no acepte de lleno las opiniones que en ellas esponemos. Hablamos de nuestros Estudios históricos, políticos y literarios sobre los judíos de España, debiendo manifestar antes de que atendamos a satisfacer el único reparo que a Mr. George Ticknor se ha ofrecido respecto de las obras atribuidas a uno de los rabinos del siglo XIV, que en este punto, como en todos los que llevamos tocados, solo nos alienta el deseo de hallar la verdad, distantes siempre de pretender el omnímodo triunfo de nuestras opiniones. Ticknor, que adquirió los referidos Estudios escrita ya y en prensa su Historia, dice, pues, tratando de Rabí don Santo de Carrión y de la Danza general de la muerte y la Doctrina cristiana al mismo atribuidas: “Aunque don José Amador de los Ríos en sus Estudios históricos, políticos y literarios sobre los judíos de España, libro erudito y agradable, publicado en Madrid en 1848, es de diferente opinión, y sostiene que la doctrina es obra de don Santo de Carrión (paginas 304, 334), hay razones muy poderosas para creer lo contrario; y no solo razones, sino hechos. En primer lugar, el mismo Santos o don Santo se califica y llama judío; los dos códices existentes de los Consejos le dan el nombre de judío; el marqués de Santillana, única autoridad respetable en época tan apartada, da a entender que nunca se convirtió, circunstancia que, si se hubiere realizado, hubiera sido contada y recordada con entusiasmo, sobre todo tratándose de un poeta como él. Siendo, pues, judío inconverso, no es creíble hubiera escrito la Danza general, la Doctrina cristiana, ni la Visión de un ermitaño”. Hasta aquí Ticknor; veamos de examinar sus asertos.

Ante todas cosas convendrá recordar que ni respecto de la Doctrina cristiana ni de la Danza de la muerte hemos manifestado en los referidos Estudios una opinión terminante y decisiva; nos hemos, sí, inclinado a creer que pudieron ser fruto de la pluma de Rabí don Santo de Carrión, y para juzgar así tuvimos presentes la vacilación de don Tomás Antonio Sánchez sobre este punto, el examen paleográfico del códice del Escorial, la identidad o semejanza de estilo entre las composiciones reconocidas como de Rabí don Santo y las que se le atribuían, y, finalmente, otras circunstancias no despreciables para quien procure averiguar la verdad de los hechos. Después de hacer todas estas observaciones, declarábamos: “Sea, sin embargo, como quiera (que para todo hay razones), lo que está fuera de toda duda es que Rabí don Santo fue uno de los más señalados poetas de su tiempo, siendo generalmente reconocida por los literatos como obra suya la Danza general, etc.”. En otra parte añadíamos, respecto de la Doctrina cristiana: “Cualquiera que lea los Consejos y documentos (obra sobre que no puede haber duda de ningún género) y los compare después con la expresada Doctrina, comprenderá sin dificultad alguna que por el estilo, por el lenguaje, por los pensamientos y por las demás dotes poéticas que en una y otra resaltan, bien pueden atribuirse à un mismo autor.... Pero aún hay más: si al frente de los Consejos y documentos espresó Rabí don Santo que era esta composición obra suya y que la dirigía al rey don Pedro, en la Doctrina cristiana manifestó el poeta que dedicaba también esta producción al mismo monarca, circunstancia que no puede menos de tomarse en cuenta cuando se trata de un escritor que, perteneciendo a una raza proscrita, adoptó para sus obras la lengua de sus dominadores y apeló a la protección de un rey cristiano para libertarlas del desprecio. La estrofa a que aludimos, que es la última de todo el poema, dice:

Malos vicios de mi arriedro
e con todo esto non medro
si non este nombre Pedro.


¿Quién era, pues, este poeta que, apartando de si los malos vicios, medraba solamente al invocar el nombre de Pedro, nombre que llevaba a la sazón el monarca de Castilla?.... En nuestro juicio no hay repugnancia alguna en creer que este trovador fue el mismo que dirigía al espresado soberano los Consejos y documentos”. En estas líneas nos limitábamos, en consecuencia, a manifestar que no es violento ni inverosímil suponer que fuera obra de Rabí don Santo la Doctrina cristiana, lo cual apoyábamos también en la conversión de aquel hebreo; cosa espresada antes por don José Rodríguez de Castro en su Biblioteca Rabínica.

Pero, si nosotros atendimos al emitir nuestra opinión tanto a los hechos como a la índole y carácter de las obras que examinábamos, Mr. George Ticknor se atiene únicamente a circunstancias de tan poco bulto para la cuestión, que, lejos de resolverla, como pretende, no la han hecho adelantar un paso. Sus pruebas consisten en llamarse Rabí don Santo judío en los códices de Madrid y del Escorial, y en apellidarle el marqués de Santillana, que florece un siglo adelante, del mismo modo. Pero estas pruebas no son ni eficaces ni concluyentes, porque, si el poeta de Carrión se da el nombre de judío hablando al rey don Pedro, protector de aquella desventurada raza, otros muchos hacen antes y después lo propio, sin que pueda dudarse de la sinceridad con que profesan el cristianismo. Para prueba de esta verdad histórica nos bastará citar otro judío, célebre ya en nuestros fastos literarios y cuyos trabajos toma en consideración el mismo Ticknor. Juan Alfonso de Baena, colector del precioso Cancionero que lleva su nombre, no solo espresa en el título de dicho libro que lo “ordenó e compusso e acopiló el JUDINO Johan Alfon de Baena”, sino que en la advertencia que precede al prólogo escrito por él dice: “El qual dicho libro, con la gracia e ayuda e bendición e esfuerzo del muy soberano bien que es Dios, nostro señor, fiso e ordenó e compusso e acopiló el JUDINO Johan Alfon de Baena, escribano e servidor del muy alto & muy noble rey de Castilla, don Johan, nostro señor, con muy grandes afanes e trabajos, etc.”. Y no se crea que Juan Alfonso, por llamarse repetidas veces judino, dejase de ser realmente cristiano: entre las reqüestas y desires propios que inserta en su Cancionero hallaríamos la prueba más palmaria de esta verdad, si tal pudiera dudarse. El doncel Ferrán Manuel de Lando, respondiendo a una de las reqüestas de Baena, espresa semejante circunstancia de una manera inequívoca, con estas palabras:

Al noble esmerado, ardit é constante,
bañado de agua de santo bautismo, etc.


Ahora bien: si los hechos que Ticknor presenta (que son únicamente los citados), lejos de probar que Rabí don Santo dejó de convertirse al cristianismo, se hallan contradichos por el ejemplo de otro converso célebre, que, aun recibidas las aguas de salvación, continúa llamándose judío, ¿cómo se han de tener por razones muy poderosas las que se fundan en tales datos?... Pero Mr. George Ticknor añade que “el marqués de Santillana da a entender que nunca se convirtió” Rabí don Santo, y esta deducción que, a ser exacta, cambiaría el aspecto de las cosas, tampoco puede admitirse como infalible. Lo que se deduce de las palabras del marqués, quien, como llevamos dicho, florece un siglo después que el poeta de Carrión, no es que este se convirtiera o dejara de convertirse, que, a ser esto consecuencia precisa, no la hubiera omitido don Tomas Antonio, quien trató este asunto de propósito en su Colección de poesías; se deduce, por el contrario, que, escribiendo don Iñigo López de Mendoza en una época en que no solo se perseguían los judíos, sino que también se veían con desprecio los conversos, fue necesaria toda su ilustración para poner en cuenta de tan nobles gentes a Rabí don Santo, quien pertenecía a aquella raza proscrita. Nuestra opinión se halla, por tanto, basada en irrecusables razones y datos no considerados, sin duda, por el autor de la Historia de la literatura española, habiendo procurado en este caso no solo atender al ejemplo de otros conversos, sino examinar también la semejanza de las producciones que se han atribuido a don Santo y de las que son positivamente suyas.

Satisfecho este reparo de Mr. George Ticknor, réstanos tomar en consideración lo que dicen los traductores respecto del juicio formado por nosotros sobre las poesías que se han atribuido a don Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, y uno de los más ilustres conversos del siglo XV. Considerando nosotros el estado de la poesía erudita en la corte de don Juan II, observamos en el capítulo 9 del ensayo II de los citados Estudios que en las obras poéticas de don Alonso de Cartagena existía la prueba más palmaria de la contradicción en que aparecían aquellos trovadores con los acontecimientos de la guerra y de la política, entregados a las justas y solaces poéticos, en que era el amor único ídolo. Pareciendo, sin duda, a los traductores que era este juicio ofensivo a la dignidad de don Alonso, asientan que “no hay razón alguna para suponer fuese poeta y menos aún que compusiese las poesías insertas en el Cancionero general”, que en su concepto le atribuimos. De este principio, en que no se ajustan, por cierto, a la integridad de nuestros asertos, deducen que las obras poéticas del Cancionero, siendo escritas después de la muerte de don Alonso, ni aun pueden tenerse por de su hermano Pedro de Cartagena, “no admitiendo género de duda que no son ni pueden ser del obispo, como equivocadamente supusimos y dice Mr. Ticknor”.

Varias son las proposiciones aquí espresadas que necesitan esclarecimiento. Parece, en primer lugar, que los traductores intentan hacernos responsables de esta opinión del historiador americano, cosa que arguye, cuando menos, reprensible olvido de que Ticknor dejaba manifestado al tratar de Rabí don Santo que había recibido nuestros Estudios “cuando su libro estaba ya imprimiéndose” (pag. 94). Y, como quiera que aquella opinión está espresada en el cuerpo de la obra, o hay que sacar la consecuencia de que el autor merece poca fe a los traductores, o debe creerse, en contrario, que se olvidaron estos de semejante circunstancia, no reparando en condenar al compatriota para hacer buena la crítica del estraño. Debemos, en segundo lugar, advertir que ni somos nosotros los que al obispo don Alonso hemos dado el título y gloria de poeta, ni menos resuelto “que las poesías que con el nombre de Cartagena se encuentran en el Cancionero general” sean todas suyas. Respecto de la absoluta negativa de los traductores, nos será permitido declarar que se hallan PLENAMENTE EQUIVOCADOS. De esta verdad deponen los siguientes versos tomados de la composición que hizo a la muerte del obispo su amigo y discípulo Hernán Pérez de Guzmán, uno de los más claros varones del siglo XV:

Aquel Seneca espiró
a quien yo era Lucilo;
su facundia y alto estilo
de España con el murió;
así que non solo yo, [5]
mas España en triste son
debe plañir su Platón
que en ella resplandeció.

La moral sabiduría,
las leyes e los decretos, [10]
los naturales secretos
de la alta filosofía,
la sacra teología,
la dulce arte oratoria,
toda verísima historia, [15]
TODA SOTIL POESÍA,

hoy perdieron un notable
e valiente caballero,
un relator claro e vero,
un ministro comendable, etc. [20]


Este irrecusable testimonio, a que pueden añadirse otros coetáneos, deja fuera de toda duda que el obispo don Alfonso de Cartagena fue poeta; y no poeta de humilde estofa, sino docto en toda sotil poesía, según afirma Hernán Pérez de Guzmán en tan esplícitos términos. Que no somos nosotros los que hemos atribuido a don Alfonso los versos del Cancionero lo demostraremos fácilmente, trasladando aquí lo que el erudito y respetable don Luis José Velázquez dice en sus Orígenes de la poesía española con este propósito, opinión seguida después por los eruditos Bouterwek y Sismondi: “También se hallan en estos Cancioneros las poesías del arzobispo de Burgos, don Alfonso de Santa María, llamado también Alonso de Cartagena, y famoso por otros muchos escritos”. Para desvanecer, por último, el cargo que los traductores nos dirigen asegurando que asignamos al obispo las poesías que dicho Cancionero encierra, nos bastará remitir los lectores a los capítulos IX y XII de nuestros Estudios, tantas veces citados, donde no encontrarán mencionadas ni las coplas en que se reprende a fray Íñigo de Mendoza, que floreció en el reinado de los Reyes Católicos, ni las dirigidas al vizconde de Altamira, título creado en 1471, ni atribuidas a don Alonso las escritas en honra de la Reina Isabel, punto en que insisten con más empeño los traductores. Si, pues, queda probado que el hijo de Pablo de Santa María fue sotil poeta, y, si al mencionarle entre los ilustres conversos del siglo XV no hemos señalado como suya ninguna poesía que no pudiera escribirse en su tiempo, ni prohijarse por él en una corte como la de don Juan II, ¿por qué afanarse en aducir estériles argumentos, que, por negarlo todo, debían acabar por conceder lo mismo que se rechazaba? Porque no hay arbitrio: averiguado que fue poeta don Alonso de Cartagena, se ha de conceder que hizo poesías, restando únicamente el determinar si estas se conservan y cuáles pueden ser, cuestión a que no sospechábamos ser nunca provocados cuando escribíamos los referidos Estudios.

Procuraremos ser breves, porque tenemos ya cansados a los lectores. La corte de don Juan II es celebrada en la historia de las letras por el crecido número de poetas que en ella florecen: el rey, los magnates, los caballeros, los hidalgos, los religiosos, los prelados, toman parte en aquel extraordinario movimiento, señalándose a porfía en el cultivo de la gaya ciencia y aspirando a conquistar justo renombre en otros más graves estudios. A imitación de las cortes de amor y los juegos florales de Barcelona y Tolosa, se celebran no solo en el palacio del monarca, sino también en los alcázares de los señores justas poéticas, en las cuales ponen a prueba su discreción cuantos se precian de entendidos; costumbre que, saliendo al mismo tiempo a las plazas públicas, obliga a los caballeros que toman parte en los repetidos torneos de aquella corte a aguzar sus ingenios en la invención de sus empresas. En aquellas frecuentes lides, en que aparecen como mantenedores el rey don Juan, los infantes de Aragón, el marqués de Villena, el conde de Ureña, don Álvaro de Luna y otros magnates, hay siempre un juez que, gozando de la autoridad y conveniente prestigio, adjudica el premio a quien se muestra más ingenioso o bizarro; este juez lleva el nombre de Cartagena, y sentencia en verso del mismo modo que hablan los contendientes. ¿Quién es, pues, este Cartagena? En la corte de don Juan II solo hay dos personajes conocidos con tal apellido: el uno es don Alonso, obispo de Burgos; el otro, Pedro, su hermano, guarda de la persona del rey. Y, si no es dable en modo alguno el suponer que fuese este Pedro de Cartagena el juez señalado por el rey y los grandes para decidir en aquellas lides del ingenio, si el obispo don Alonso era la persona a quien acudían todos los magnates que cultivaban las letras para pedirle consejos y enseñanza, y si tenemos ya demostrado que era poeta, por testimonio de uno de estos mismos magnates, ¿cómo se puede oscurecer que ese juez literario y caballeresco debía ser el mismo don Alonso, autor del Doctrinal, en que se recapitulaban y comentaban cuerdamente las leyes de la caballería?. Pero hay más: en la corte de don Juan II prepondera sobre todos los géneros de poesía el amatorio; el rey, los magnates, los caballeros, los religiosos, los prelados, todos tributan exagerado culto al amor, todos cantan y lloran sus estragos, ya fingiendo poéticas visiones, ya dirigiéndose inmediatamente a sus damas; entre esos cantos, casi siempre imitados y ficticios, hallamos algunos bajo el nombre de Cartagena, y cuando todos los trovadores de la corte hacen alarde de la belleza y noble alcurnia de sus damas, este Cartagena toma para sus poesías el nombre fingido de Oriana, con que fue conocida en el mundo caballeresco la dama de Amadís. ¿Quién era, pues, este Cartagena que así ocultaba el nombre de su querida o, mejor diciendo, que en medio de aquel concierto amoroso se veía obligado a invocar un nombre meramente poético? Pedro, guarda de la persona del rey y dedicado esclusivamente al ejercicio de las armas, no tenía, por cierto, para qué ocultar su nombre; el Cartagena que tal hacía necesitaba, sin duda, guardar a su carácter o jerarquía algún respeto, consideración que basta para explicar la posición en que se hallaba el obispo de Burgos en aquella corte, donde no hubiera tal vez alcanzado la fama y prestigio de que gozaba encastillado en los estudios de la filosofía o de la historia. Y no son estas las únicas razones en que nos fundábamos para formar el juicio que hicimos del obispo de Burgos como poeta: entre las composiciones que llevan el nombre de Cartagena hay algunas en que se ostentan profundos conocimientos de teología y moral cristiana; hay una dirigida a su padre, sembrada de máximas altamente evangélicas, en donde se retrata la situación de Pablo de Santa María, renunciando la mitra de Burgos y conservando la chancillería mayor de Castilla; don Pablo de Santa María pasa de esta vida en 29 de agosto de 1435, según vemos en su epitafio. ¿Quién es este Cartagena que tan sanos y graves consejos da a su padre? ¿Quién es este padre del cual dice Cartagena que

....la gloria del saber
al fin de gloria se canta?...


Para nosotros no hay duda alguna: este Cartagena es el obispo de Burgos, quien nada pierde de su fama porque, viviendo en el siglo XV, participase de las costumbres y aun de las preocupaciones de sus contemporáneos. Lo que resta por averiguar es si la crítica poco escrupulosa o la indiferencia de Hernando del Castillo, colector del indicado Cancionero, debe ser bastante para que hoy se renuncie a deslindar lo que realmente corresponde al obispo de Burgos de lo que puede atribuirse a su hermano Pedro o a un sobrino suyo del mismo nombre. Sobre este punto solo nos cumple decir que nosotros tendremos como propias de don Alonso de Santa María las composiciones que con tan sólidos fundamentos le atribuimos, hasta que se nos presente monumento coetáneo en que conste ser debidas a otro Cartagena que florezca en la corte de don Juan II y ejerza en ella la autoridad que alcanzaba el obispo.

Resumiendo, pues, observaremos que ni en Mr. George Ticknor ni en sus traductores hemos encontrado las pruebas que se requerían para convencernos de la fragilidad de nuestras opiniones en los dos puntos en que han discordado de nosotros. Al primero, relativo a Rabí don Santo, hemos respondido con la historia; al segundo, relativo a don Alonso de Santa María, con la crítica. Podremos todavía estar en el error; pero obligación será, en todo caso, de Ticknor y de sus traductores el probarlo de una manera concluyente, para que no pueda quedarnos duda alguna. Al poner término a estas líneas, nos cumple dar gracias a Mr. Ticknor, porque con sus eruditas memorias bibliográficas de la literatura española nos ha dado ocasión para esplanar algún tanto un punto dudoso de nuestra historia literaria, a los señores Gayangos y Vedia, porque con sus muy curiosas notas nos han movido a esponer algunos de los fundamentos que teníamos para señalar como propias del obispo de Burgos las obras poéticas de que tratamos en nuestros Estudios históricos, políticos y literarios sobre los judíos de España, puesto que nos constaba que había aquel sido poeta.



José Amador de los Ríos






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera