RECEPCIÓN DE DON AURELIANO FERNÁNDEZ GUERRA Y ORBE
[en la Real Academia Española]
Discurso de don Aureliano Fernández Guerra y Orbe
Señores, preséntome hoy confuso ante la
Real
Academia Española, habiendo aspirado ayer audaz a los grandes honores. Pero bien podría decir yo con el antiguo poeta que
El mismo espíritu ardiente
que me impulsó a la batalla
me redujo a no acaballa;
cobarde fui, de valiente.
Acobárdame reconocer en esta solemne hora la escasez de propios merecimientos y el exceso de vuestra benignidad. Y me llena de tristeza el alma venir a ocupar entre vosotros un puesto vacío por la muerte, para el cual sin duda me disteis vuestros sufragios imaginando en mí, con error generoso, las dotes y prendas que atesoró mi malogrado padre, de quien fuisteis algunos maestro, y no pocos apreciadores de su dominio en la lengua castellana. Perdonad a la gratitud de un hijo este recuerdo y que pierda por él la ocasión de prorrumpir, siguiendo en loables prácticas, en elogio de mi antecesor, el digno académico don Jerónimo de la Escosura,
amigo
y
compañero
de los Meléndez, Gallegos y Listas, militar y empleado celoso, docto en idiomas, recomendable escritor y fino amante de nuestra inmortal española Talía. Pero, si dejo a fortunados críticos la dulce tarea de apreciar con tino los frutos de la edad presente y ceñir a nuestros ingenios coronas merecidas, no extrañéis verme volver hacia otra
edad,
pagando una deuda que contraje al pretender el favor de la Academia sin más títulos que mi constancia en restituir a su pureza primitiva las obras de don Francisco de
Quevedo.
Él jamás quiso apropiarse ajenas galas; él se mostró censor insensible de los escritores mendigos que, hipócritas de estudios, piden a la envidia y al trabajo de otros espíritus vigorosos lo que la
naturaleza
y el
arte
negaron al suyo. ¿Cómo, a vivir hoy, dejaría de alzar su potente voz contra la que, de cien años a esta parte, proclama hijos de su prodigiosa inventiva y de su entendimiento clarísimo los poemas de un ignorado vate del siglo
XVI,
despojando a su dueño de gloriosos laureles para darlos a quien no los necesita? Séame lícito, señores, interpretar los deseos del moralista español; logré acercarme yo a este santuario del bien decir no desamparado y solo, sino en compañía de uno de los más
excelentes
dechados
y maestros, y, como no pueda traer conmigo cosa más digna, permitidme que os presente a aquel por quien
Humíllense las cumbres del Parnaso
al
divino
Francisco de la Torre,
celebrado del mismo Garcilaso,
a cuyo lado dignamente corre.
Francisco de la Torre va a ser, pues, objeto de mi discurso. Y, como todavía confundan su estilo con el del señor de la Torre de Juan Abad célebres literatos, y como aún sostengan que este y aquel poetas no fueron sujetos distintos, sino una misma persona, y todavía no quieran reconocer en la dicción de entrambos diversa índole y caracteres que pregonan dos
siglos
muy diferentes, corte, señores, vuestro inapelable fallo la
contienda,
y, en mi pequeñez, quépame la gloria de estimularos a ello. No se trata de una mera investigación crítico-histórica solamente, ajena al parecer de este sitio; enlázase a exquisitas cuestiones de
lenguaje,
el cual tiene también su historia, y es de vosotros fijarla. Pero ¿a qué me canso a justificar el tema que he elegido? ¿A qué auditorio dejaron de interesar pormenores secretos y curiosos de la vida íntima de un escritor insigne y cuanto nos hace conocer al hombre, burlado siempre y quejoso de la fortuna?
Algunos entendimientos ligeros y aficionados a lo paradójico y peregrino afirman no haberse compuesto las obras que se llaman de Francisco de la Torre casual y sucesivamente, según los erráticos movimientos del
corazón
del poeta, sino con un deliberado
propósito
literario, a fe mía harto pueril y extravagante. Es, según ellos, este ramillete de lozanas
flores
una travesura más del ingenioso autor de
El alguacil alguacilado.
Herida de muerte la hermosa habla castellana por la salvaje presunción de los
sectarios
de Góngora, Quevedo quiso atajar el mal, dándoles en el rostro con poesías nunca publicadas, antiguas y modernas, que fuesen modelos de
claridad,
elegancia y
cultura.
Encuentra, de los
modernos,
las de fray Luis de León, mas, desgraciadamente, ningunas del siglo
XV
capaces de competir con las de Garcilaso, y por ello se ve en el duro trance de fingirlas, bien que tomando muy sutiles precauciones, para que en ningún tiempo se descubriese tamaña superchería. Pero ¿cómo, al fin, señores, se hizo manifiesta? ¿Cómo en una hora fue evidente lo que en más de 120 años ni siquiera había sospechado nadie? No hallando en tales rasgos líricos, ni en escritores coetáneos, datos de la vida del autor, de su patria, de su profesión, amigos y tiempo en que pudo florecer.
He aquí, junto con la absurda suposición de ser unos mismos el gusto, inventiva y carácter de La Torre y Quevedo, la única prueba que ofrecen los mantenedores de tan inverosímil conjetura. Yo, sin embargo, descubro en estos versos todas esas importantísimas noticias biográficas y su confirmación en algún escritor antiguo y papeles de aquella era.
Ni un instante se detuvo Francisco de la Torre en declararnos su patria; la dice en la primera página del libro, en la primera composición, en la primera estrofa:
Vos, a quien la fortuna dulce espira,
Títiro mío, la gloriosa llama
cantando, vuestro Tajo y mi Jarama
paréis al son de vuestra hermosa lira.
Nació, pues, en un lugar de la ribera del Jarama, y esto y el sobrenombre del
inspirado
cantor desde luego eran indicios para suponerle de Torrelaguna, donde vino a la luz del día el gran cardenal Jiménez de Cisneros y donde yace el poeta Juan de Mena. De allí, según costumbre de aquella edad, pudieron él o sus mayores tomar apellido, como del pueblo de su naturaleza le tomaron el Ennio español Antonio de Lebrija, el autor de la
Propaladia,
tantas familias y no menos afanados escritores.
Y ¿por qué tiempo hubo de florecer para las musas nuestro ignorado vate? Por aquellos de guerreras hazañas que domaron en África, en el Rosellón, Flandes e Italia el fiero cuello de turcos, alemanes y franceses; en aquellas cuatro décadas que tienen principio al ser en Bolonia coronado emperador Carlos V por mano del pontífice, ostentan después las gloriosas palmas de San Quintín, Gravelinas y el Peñón de la Gomera, y terminan con los inmarcesibles laureles de Lepanto. Llenaba entonces el nombre
español
toda la tierra, y entre el furioso estrépito de las
armas
nuestros capitanes la cubrían de alcázares y templos, admiración de las futuras generaciones; las artes y las letras
rivalizaban
con el
siglo
de
Octaviano;
y, al aparecer al otro lado del mar un nuevo mundo, el antiguo renacía con los bríos y alientos de su mayor grandeza. Pero ¡cosa extraña! Las musas niegan entonces su favor a los bélicos triunfos, y con la lira de Tibulo y Virgilio cantan el inocente sosiego de la vida campestre, recordando la envidiable felicidad de la Arcadia. Pastores, que no guerreros, se complace en fantasear Garcilaso, y Francisco de la Torre, soldado también y poeta, imagina con envidiable pincel los
siglos
de
oro,
quejoso de vivir en los de hierro, bien que no tuvieron aquellos dicha comparable a la de poseer la gentil criatura por quien el vate
suspira:
Salve, sagrada edad; salve, dichoso
tiempo, no conocido
desde [de este] nuestro, alabado por glorioso,
pero no apetecido.
Si la beldad idolatrada que amo [5]
como yo conocieras,
la Arabia sacra en flor, en humo y ramo
ardiendo le ofrecieras.
Salve, sacra beldad, cuya divina
deidad hace dichosa [10]
nuestra infamada era, en quien destina
cielo luz tan hermosa.
Ved aquí patente la gloriosa época de Carlos V y Felipe II, de los españoles
admirada, pero no apetecida,
y ved cómo aun en este rasgo se descubre el apasionado pecho de La Torre: amar fue su destino, su ocupación única, su solo pensamiento.
Extremo de pasión y ternura, desde la primera niñez viose cautivo en las redes de amor, poniendo los ojos y toda el alma en un soberano imposible de sin par nobleza y gallardía. La ilustre doncella era natural del mismo u de no muy lejano pueblo del de La Torre, según parece de las endechas que comienzan
Filis, rigurosa
sobre cuantas cría
la ribera fría
del Jarama hermosa.
(Se continuará)