Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Felipe II”
Autor del texto editado:
M. G. y C.
Título de la obra:
El espósito: revista semanal de literatura, ciencias, artes, modas y teatros, n.º 21, 28 de febrero de 1847
Autor de la obra:
Díez Fernández de Córdoba, Manuel (dir.)
Edición:
Cádiz: Imprenta de la Casa de Misericordia, 1847


Más información



Fuentes
Información técnica





FELIPE II


Una de las épocas más venturosas para nuestra patria, y que no puede menos que recordarse con orgulloso entusiasmo, es sin duda alguna la del reinado del gran monarca Felipe II: extranjeros émulos de nuestras glorias, y algunos crédulos españoles que los han seguido de buena fe, han pintado este admirable periodo con los coloridos más tristes, presentando al esclarecido Felipe como a un terrible tirano, o más bien como a un sanguinario monstruo, enemigo de los súbditos a quienes debía regir. Pudo el magnánimo Felipe tener como hombre sus defectos, porque no es posible haya criatura humana nacida con el don de la perfección; pero estos defectos que tuviera se oscurecen por sus portentos y gigantescos hechos, todos de gloria y esplendor para la España. Entonces las armas castellanas, victoriosas por do quiera, humillaron a los fogosos moriscos de Granada, que se habían rebelado con el fin de restablecer su ya perdido imperio; es tomado el Peñón de Vélez de La Gomera, y rechazados los moros que intentaron apoderarse de Orán y Marziarquivir; síguese luego la gloriosa cuanto trascendental batalla de Lepanto, que tanto abatió al orgulloso musulmán, conteniendo a los hijos del islam en sus ambiciosas miras de engrandecimiento; toma de la plaza de Túnez y la Goleta, extendiéndose la dominación española al Portugal, en donde tremoló el siempre victorioso pendón de Castilla, formándose en aquel reino una de sus provincias. Todavía alcanza más el poderío de Felipe: fija la vista en las islas Filipinas, y determina conquistarlas y poblarlas, lo que consigue venciendo las graves dificultades y contradicciones que encuentra, siendo en el día estas ricas colonias un lisonjero recuerdo de nuestra pasada grandeza. Proyecta conquistar la Inglaterra, contra la que envía su poderosa armada, conocida por la Invencible; esta quedo deshecha por los temporales, por lo que se vio malogrado tan grandioso y arriesgado provecto, y es seguro que, si Felipe II hubiera conseguido sus intentos, esa maquiavélica política inglesa no habría ejercido después en el mundo su tenebrosa y fatal influencia, que tanta sangre ha hecho derramar y tantos trastornos ha causado. En nuestros días Napoleón siguió este pensamiento de Felipe, y también fue desgraciado. Si feliz Felipe fuera del reino, no lo fue menos en lo interior: arregla nuestra monstruosa legislación; establece el famoso archivo de Simancas, en donde atesoró documentos los más preciosos e interesantes, y que si fueran en el día registrados suministrarían abundantes datos para nuestra historia; los destinos son dados a sujetos de conocido mérito y experimentada virtud; las sillas de España se veían ocupadas por dignos y respetables prelados; la magistratura era el modelo de la integridad y pureza; y los cuerpos del ejército eran mandados por valerosos y esclarecidos capitanes. Para todo, en fin, lo único a que atendía era al mérito y no a la clase, máxima seguida instantáneamente por quien algunos califican de fiero déspota, y máxima que en el día, como idea nueva, se ha recibido con loco entusiasmo, consignándola en nuestro código fundamental. Trabaja incesantemente en los negocios públicos, y esta asiduidad en sus trabajos le produce tan admirables resultados. En su reinado las bellas artes ostentan el estado de perfección, y cual otro Trajano embellece a su país con magníficos y suntuosos monumentos que harán eterna y grata su memoria; se edifica el Escorial, obra que admira a naturales y extranjeros, y lo enriquece con preciosidades de todas clases. Nosotros, en Sevilla, contamos no solo un monumento que nos recuerde el poderío y grandeza de Felipe: el consulado, el ayuntamiento, la puerta de Triana y otros muchos son obra de su tiempo.

La amena literatura y las ciencias todas se cultivaron con esmero, señalándose en ella hombres eminentes, tales como Cervantes, Lope de Vega y otros mil que sería difícil y prolijo enumerar. Y en vista de tanta grandeza y de tanto esplendor, ¿habrá español que no venere la santa memoria del grande Felipe? No ha mucho que un ilustre extranjero, luego que pisó nuestro suelo, fueron sus primeros deseos visitar la tumba que guarda los restos mortales de Felipe, y, olvidando los recuerdos que sintiera de haber este monarca empañado las glorias de su nación en San Quintín, con religioso respeto contemplaba las yertas cenizas del que había sido el primero y más poderoso rey de su siglo. ¿Y seremos nosotros los españoles los que insultemos su venerando nombre...? Se han valido sus detractores para ello el imputarle los asesinatos de su único hijo, el príncipe don Carlos, y el de su hermano, el esclarecido don Juan de Austria; pero hechos son estos que desconoce la historia. La tranquilidad domestica de Felipe se vio amargamente turbada por la conducta turbulenta de su hijo, quien se constituyó en un imprudente censor de los actos de su padre, efecto de extraviados consejos y de sus fogosas pasiones. Las medidas que tomara para contener al príncipe nadie las hubiera reprobado en un particular; empero era necesario hacer execrable el nombre de Felipe, en todas partes temido y respetado, y era necesario presentarlo a la faz del mundo con las manos tintas en sangre de su propio hijo. Lo mismo sucede con don Juan de Austria: fue otra calumnia de sus émulos. Esa exagerada intolerancia religiosa que se atribuyó a Felipe II y esa más exagerada crueldad que se dice ejercida por el inmortal duque de Alba en los Países Bajos son otras de las terribles armas de que se valen para calificar de fiero y sangriento tirano al gran Felipe; más esa supuesta intolerancia religiosa, ¡de cuántos y cuántos males no preservó a la sociedad española! No necesitaba entonces esta que el jefe del Estado fuera intolerante, porque el ardiente celo que cada español abrigaba en su pecho por la santa creencia de sus padres superaba a todo. Pudo cometer crueldades el invencible duque de Alba en los Países Bajos, pero, si otra nación hubiera tenido que combatir iguales enemigos, no sabemos qué hubiera hecho. En el siglo XIX, en el siglo llamado de la ilustración, ¿no ha llevado la Inglaterra, esa nación que se dice marcha al frente de la civilización europea, no ha llevado la guerra con todos sus horrores a China, por no consentir su emperador el reprobado tráfico de opio? A no dudarlo los generales británicos habrán sacrificado en esta lucha más víctimas inocentes que el gran duque de Alba escarmentara entonces rebeldes a su rey. Pero no, gran Felipe, la posteridad admira tu glorioso reinado, y todo verdadero español siente conmovido su corazón al comparar tu época con la presente. Entonces, sin proclamar independencia nacional, la enseña de Castilla era acatada y su territorio respetado; entonces la intolerancia religiosa no trajo la desmoralización general ni el indiferentismo religioso que nada teme; entonces, en fin, en medio de la opresión y tiranía no se veían más que distinguidos artistas y esclarecidos literatos, cuyas obras son profundamente estudiadas si alguno quiere obtener este renombre distinguido. Este ligero bosquejo muestra la verdad de la proposición sentada al principio de haber sido el reinado de Felipe II todo de gloria y de ventura para nuestra patria.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera