Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Un encuentro”
Autor del texto editado:
A.S.G.
Título de la obra:
El espósito: revista semanal de literatura, ciencias, artes, modas y teatros, nº 8, 25 de octubre de 1846
Autor de la obra:
Díez Fernández de Córdoba, Manuel (dir.)
Edición:
Cádiz: Imprenta de la Casa de Misericordia, 1846


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Un encuentro

Ni estoy bien ni mal conmigo,
mas dice un entendimiento
que un hombre que todo es alma
está cautivo en su cuerpo.

Lope de Vega



Todo lo cual me dio a entender
que el desdichado era poeta.

Cervantes




Pocos años había que el sucesor de Carlos I estableciera su corte en Madrid, y empezara la imperial y coronada villa a tener renombre entre las mansiones de los soberanos de Europa. La nobleza española, harto celebre entonces por los lauros que ciñó su frente, con la nueva residencia de su príncipe, se encaminó a la capital de Castilla y sentó allí sus reales. Palacios, monasterios, iglesias, todo lo grande y magnífico que puede hacer la mano del hombre le alzaron orgullosos, ostentando que el poder, valor y gusto de sus reyes y señores no iba en zaga con su piedad y liberalidad. Salían los vencedores en aquel bienhadado siglo de las batallas respirando aún venganza, y ante cualquier sagrada imagen o dentro del más humilde templo, inclinaban las sanguinarias espadas, inspirados por el santo recogimiento que reina siempre en la casa del Altísimo. Así es que el fruto de tantos botines ganados a costa de millares de víctimas parecía que una mano oculta les guiaba a fundar conventos, ya de religiosos, ya de religiosas, para que no pudiesen gozar de sus rapiñas.

Una porción de hombres con los instrumentos del oficio de albañilería trabajaban el frontis del monasterio de franciscas de Santa Clara, las Descalzas Reales, que antes de morir había legado la suma necesaria y visto levantar el edificio la princesa doña Juana de Austria, hija del emperador don Carlos. Con el mes anterior había desaparecido lo crudísimo del invierno, si bien la estación de marzo se lisonjeaba de tener algunos resabios. La curiosidad, inseparable compañera de los que están mano sobre mano, y aun de los entretenidos, había hecho poblar la plazuela con algunos grupos, cuyas miradas se dirigían al gigante monasterio que se presentaba ante sus vistas. Nada hay que nos llame más la atención que el lugar de reunión de nuestros semejantes, donde puede decirse que se hacinan los odios, las venganzas, los grandes pensamientos, donde se distinguen los que pobres quieren figurarse ricos, y los ricos que muchas veces son más miserables que los que con el sudor en el rostro y duricia en las manos ganan honradamente y con trabajo su subsistencia. Multitud de fisonomías sombrías algunas, como sus corazones y las intenciones que ellos traidoramente abrigan, también se ven por un lado y otro esperando tal vez ocasión de poner en práctica sus prematuros cuan incomprensibles proyectos.

Ninguno de los curiosos estaba tan contemplativo como un joven y apuesto soldado que tenía clavados los ojos en la obra. Ni el ruido de los picapedreros, ni el murmullo de los charlatanes, ni las voces ni movimientos de los que se tenían por entendidos en arquitectura era bastante para sacarle de su abstracción. Pasábase de cuando en cuando la mano por la frente, y ora sonreía, ora insensiblemente cerraba los labios y cruzaba los brazos inclinando la cabeza con amarga pesadumbre. Leíase en su ancha frente un no sé qué de misterioso y divino que en vano quería ocultar. Solo, apartado un tanto de los demás, parecía que los hombres le habían dejado para conversar con sus pensamientos. Gustaba no verse interrumpido ni asediado por cortesana turba, pues él no era ningún marqués de Santa Cruz ni duque de Alba, ni de Medina Sidonia; sí un soldado que tenía más motivo para bendecir la paz que para aplaudir la guerra. ¿Qué le importaba el boato y lujo de Antonio Pérez, ni del marqués de Almenara, ministro del rey, si su obligación fuese cumplida? Valiente en el combate, generoso con los vencidos, caballero en su proceder, afable en el trato, franco con todos, despreciaba el incienso que los viles aduladores rinden a los grandes capitanes, porque su ambición y su deseo eran de los más gloriosos que pueden apetecer los hombres. Miserable era su vestido, porque el de soldado más demuestra compasión y sufrimiento que risa; pero, sin embargo, bajo aquella desordenada cabellera se aposentaba una ardiente fantasía, y en aquel pecho latía un corazón de poeta.

—¡Hola, señor soldado¡ —le dijo un embozado que detrás un rato había que hacía caso de sus observaciones—; cuando menos, el cielo no os ha concedido los dotes necesarios para ser un hombre de armas tomar, o estáis en este momento dándoos de cabezadas con las leyes de la milicia.

—En parte no va errado vuestra merced —contestó el soldado reparando en el sujeto que le dirigía la pregunta—; mas, si mi vista no me engaña, sabéis lo que cuesta el montar a caballo o habérselas con alguno de Jarama o, por desdicha vuestra, probado el filo de alguna espada.

En efecto, había caído el embozo al desconocido y dejado ver medio brazo izquierdo.

—Sí, Lepanto sabe qué se hizo lo que veis de menos en mí —respondió con indiferencia el hidalgo—.

—¡Cáspita! ¡Lepanto! —exclamó admirado el soldado, dando algunos pasos atrás—. ¡Con qué frialdad lo decís! ¡Ah! —continuó suspirando—. Habéis servido al rey, deseabais un nombre que ennobleciese más vuestra cuna y su majestad os ha recompensado con lo que Marte ha tenido a bien regalaros.

—¿Qué cuna le hacéis a otro soldado como vos? Cubierto de harapos, tengo que ir constantemente entre esta capa vieja a la de Dios es Cristo. Sé el arrojo de Doria, Colonna, Verdugo, Viniero, porque he empuñado las armas junto a ellos y compartido las balas enemigas, más la fortuna conmigo nunca ha sonreído.

Al llegar aquí un movimiento convulsivo se apoderó de su persona, ahogó un sollozo, cubriose el rostro con la única mano con que podía hacerlo; un recuerdo asaltó a su mente, y ambos se quedaron en silencio.

Las varoniles facciones del veterano demostraban los tristes resultados de los que, en la mocedad y pocos años por servir a su patria, osan ir a lejanas tierras en busca de extraordinarias aventuras, venciendo la oposición de los embravecidos mares y despreciando las rojizas balas que a la ventura despiden los mosquetes. Cara larga, nariz aguileña, boca expresiva, ojos grandes y vivos, frente [en] que más veíase retratada sublimidad que torpeza, color atezado sin duda por el sol de oriente, componía el todo de tan noble rostro, en el cual se apacentaba aparente la calma que ansiara disfrutar. Su paso y accionar indicaban cierta caballerosidad que en nada armonizaba con las variadas telas de sus remendados follados (que quizás ocultaran sendas y bien sentidas heridas dignas de loa, por ir representadas en ellas el heroísmo español) ni con su agujereada capa. Dura y procelosa es la vida para el mortal, pero más fastidiosa y despreciable es para el que tiene que luchar con su mente y con el mundo. Este quiere esplendor, oropel, riqueza, aunque sean el lucro de un crimen; y aquellas ideas, numen y originalidad, aunque sean parte del hombre que para acallar el hambre necesita de la pluma. El primero no puede existir sin escarnecer al segundo, porque deslumbran sus rayos, y el general aplauso vanamente ciega, y este se sonríe con sarcasmo de aquel, porque mira pigmeos a los que se figuran ver la pequeña. Compárese una con otra, óiganse sus quejas, contémplese la húmeda pupila, y pronuncie el labio la sentencia; el poeta tiene sus pesares: con ellos nace, y ellos le prestan sus votos para su canción y su silencio, y al asentista los remordimientos son sus placeres. Oro, el insaciable oro, repite el avaro en sus delirios; y gloria, solo gloria, retumba en la mansión del intérprete de Apolo; el uno dejará sus tesoros, que se disiparán como los granos de arena arrojados por el viento, y el otro legará a su patria un nombre, y ese nombre volará por el mundo que vivo le desdeñó, y en ese mundo le acogerán los hombres con benignidad, y la envidia renacerá en sus corazones. Ese hombre incomprensible era un genio, porque los genios son incomprensibles.



(Continuará.)





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera