Información sobre el texto

Título del texto editado:
“SECCIÓN LITERARIA. Clásicos españoles. Obra original del señor don Pablo Piferrer, adoptada por la Facultad de Filosofía de la Universidad Literaria de Barcelona”
Autor del texto editado:
A.S.G.
Título de la obra:
El espósito: revista semanal de literatura, ciencias, artes, modas y teatros, nº 14
Autor de la obra:
Díez Fernández de Córdoba, Manuel (dir.)
Edición:
Cádiz: Imprenta de la Casa de Misericordia, 1846


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SECCIÓN LITERARIA

Clásicos españoles.

Obra original del señor don Pablo Piferrer, adoptada por la Facultad de Filosofía de la Universidad Literaria de Barcelona


Se ha dicho y repetido con frecuencia que la literatura contemporánea no tiene vida ni carácter conocido; que, participando de la agitación del siglo, se adapta a todas las ideas, sigue todos los sistemas; y que su objeto se limita a hacer una fusión de todas las opiniones durante la época transitoria que atravesamos. Sin tratar de censurar este raciocinio, más o menos exacto, más o menos lógico, no dejamos de conocer que el estudio de las humanidades se halla en un estado bastante precario, y que su importancia va disminuyendo a medida que se acrecienta la lucha de las ideas, lucha terrible y ante cuya ara todo se desprecia.

Pasaron aquellos siglos en que la gala en el decir, la fluidez en el estilo y el prurito, a veces ridículo, de dar ciertos recortes a la frase ocupaban la atención de los escritores, que, deseosos de dar a luz sus obras bajo ciertos preceptos, escribían con tal prolijidad, que descuidaban a menudo la gravedad del asunto. En la actualidad, se acuerdan pocos de estas exigencias que deben acompañar a todo buen discurso, porque, al extender el autor sus borrones, lejos de detenerse en conservar aquella perfecta unidad, se dirige a escape a conmover las pasiones, sin reparar en la solidez del edificio que construye. Ilusiones basadas sobre el egoísmo y una materialidad injusta que cortan en flor del corazón del hombre la joya más preciosa que posee, que es la esperanza; alimentan el fuego que consume a las almas en lugar de esclarecerlas. Así es que el escritor, víctima de estas excitaciones, trabaja sin saberlo no para instruir a sus lectores ni manifestarles los consuelos que requiere la humanidad, sino para obligarles a entrar en una comunión política, porque la[s] tesis que ofrecen las producciones modernas ¿qué otra cosa son que un lema político? Afírmase que los adelantos que llaman del siglo (¡el vapor!) han llegado a un grado superior y, según una ocurrencia feliz del célebre novelista 1 , “la civilización de los pueblos está en progresión directa con los placeres de sus mesas”; pero nadie negará que la literatura tiende a un estado de anarquía.

Si descendemos de estas consideraciones generales y, aunque sin ánimo de ofender a nadie, echamos una rápida ojeada sobre lo que se apellida movimiento literario en España, serán más amargas nuestras reflexiones. ¡En España! ¡En un país donde no tenemos nada nuestro, donde todo es ajeno! ¿Qué extraño es que nos afecten nuestras miserias y que compadezcamos nuestras desgracias? Algunos años atrás aparecieron una porción de jóvenes de talento que trataron de sacar a nuestra literatura de la inercia en que yacía sumida desde que renunció [a] las letras Moratín el hijo. La empresa era noble, justa y aun necesaria; pero o desmayaron presto o la posición en que luego los colocó la balanza política les [hizo] olvidar su primer pensamiento. También les cupo terrible calamidad: a los unos los tragó la tumba, los otros trocaron los aplausos de la luneta por los bravos de la tribuna, y los que pudieron sobrevivir a este naufragio durmiéronse a la sombra de sus laureles. Es verdad que cuando una nación está en decadencia no basta la audacia de un nombre solo para salvarla: su grito se ahoga entre la muchedumbre, que, indiferente, solo aspira a sensaciones violentas.

La poesía mereció todo su cariño. A insulsas charadas, necios logogrifos, comedias de figurón y dramas italianos y franceses de mal gusto, sucedieron bellas poesías y dramas llenos de inspiración que presagiaban volveríamos pronto a los mejores tiempos de nuestro esplendor literario. Reinaban en estas obras cierta novedad, cierto desahogo que desdecía mucho de su anterior carácter. Parecía que habíamos salido para siempre de ese mal de postración que equivale a la muerte. Sin embargo, nuestra literatura se queja hoy día de la misma dolencia: aquel chispazo apareció como una aurora boreal que nos pur[g]ó por un momento de las tinieblas. Es bien sencilla la causa de este desastre. La juventud, que al ardor de la edad compuso obras estimables atraída por el imán de nuestros vecinos, no creó, sino tomó al romanticismo francés por modelo. La revolución era demasiado prematura para que, amaestrados con otras lecciones, pudiésemos recibir de golpe la estensión de su doctrina. Estribaban sus esfuerzos en su genio y no en el curso natural de nuestras vicisitudes literarias; así que, desacreditada esta escuela como los que la seguían, no tuvieron convicciones propias, quedaron arrollados y viéndose precisados a abandonar tan peligrosa senda.

El teatro, que fue el primero que abrazó la innovación, fue también el primero que cerró sus puertas a cuanto pertenecía a esta secta, porque el gusto del público se había estragado con los partos monstruosos que diariamente le presentaban la escoria de sus afiliados. Esta censura dada por el público no ha sido bastante para calmar la agitación que devora a los autores, porque, no satisfechos con saltar las leyes del buen gusto, han pretendido atropellar a la historia en un puesto más culminante. El carácter de los siglos que pasaron aparece a los ojos de los dramáticos modernos como la expresión genuina del siglo XIX; aún menos que eso, como la cuestión del día. Los rasgos más bellos de la edad media se convierten en unas pobres ambiciones. Sus miras se cifran en derribar al alzado y levantar al caído: aquellos reyes que no necesitaban arrebatar el poder a los pueblos, porque en sus manos estaba la suerte de sus vasallos, son el blanco de sus iras, y, por el contrario, ponen en boca de sus súbditos principios que nunca pudieron tener. Esto es lo mismo que si en la época en que vivimos fuera indispensable vencer en un torneo o ir en cuadrilla a apoderarse del gobierno para ser dueños de un país. Muy débiles se muestran tales recursos para conseguir la aceptación general, y manifiestan en quien los usa bastante pobreza de ingenio. La fortuna [es] que estos dramas mueren luego que han pasado las circunstancias que los han puesto en boga.



(Concluirá.)



A.S.G.






1. Alejandro Dumas

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera