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Título del texto editado:
“Segundo discurso sobre el teatro español, pronunciado por el excelentísimo señor don Javier de Burgos en el liceo de Granada, en la noche del 2 de abril”
Autor del texto editado:
Burgos, Javier de (1778-1849)
Título de la obra:
El Panorama. Revista de literatura y artes, tercera época, año cuarto, nº 124, 25 de abril de 1841
Autor de la obra:
Azcona, Agustín (dir.)
Edición:
Madrid: Imprenta de El Panorama, 1841


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SEGUNDO DISCURSO SOBRE EL TEATRO ESPAÑOL, PRONUNCIADO POR EL EXCELENTÍSIMO SEÑOR DON JAVIER DE BURGOS EN EL LICEO DE GRANADA, EN LA NOCHE DEL 2 DE ABRIL


El entusiasmo que excitaron las composiciones de Lope, Moreto, Tirso, Rojas y Calderón, las utilidades pecuniarias y las recompensas honoríficas que las mismas composiciones proporcionaron a todos ellos, y particularmente al primero y al último, y la circunstancia de haber subido al trono en 1621 Felipe IV, de quien la moda y la educación hicieron un buen poeta, ya que no pudieron hacer un buen príncipe, lanzaron a todos los hombres de ingenio en la carrera del teatro. Por una coincidencia muy singular y notable en aquella época, caballeros de alta alcurnia, sacerdotes piadosos y hasta frailes austeros bajaron a cruzar sus armas en la liza dramática con hombres de extracción oscura o de costumbres corrompidas, y no se vio sin sorpresa que la mancomunidad de los intereses de autor derribase a menudo la valla que entre muchos de ellos levantaba su respectiva situación social. Don Jerónimo de Cáncer, por ejemplo, era un hombre de vida relajada y que hacía gala de ello hasta decir en una de sus epístolas:

Mi oficio es el garito y no otra cosa,
y a las once me llama este cuidado
como la diligencia más forzosa.


Pobre, además, le habían hecho sus vicios, y tanto, que, escribiendo en una ocasión al conde de Niebla, le decía:

Sabed
que estoy como diez Adanes,
y os lo daré, gran señor,
firmado de cuatro sastres.


Aun con el rey empleaba Cáncer el mismo tono cuando le decía:

Mi familia los más días
se suele pasar con versos,
y mi mujer dice a todos
que come platos compuestos.


Pues bien, a este hombre de costumbres disipadas y reducido por ellas casi a la mendiguez le dispensaban su amistad los más morigerados y más ricos de sus colegas dramáticos, y entre ellos don Juan de Zabaleta, don Pedro Rosete y el mismo don Pedro Calderón, que además le colmó de elogios en la censura que en 1651 hizo de sus obras. ¿Era extraño que, teniendo tales incentivos la profesión de autor dramático, se dedicasen a ella cuantos se sentían con fuerzas para luchar con los que con tanta gloria la ejercían?

Uno de los que entre ellos fijaron durante algún tiempo la atención fue el doctor Juan Pérez de Montalbán. Dotado de temperamento ardiente, de concepción vigorosa y de otras cualidades propias para brillar en un tiempo en que parecía deber agobiar a todo poeta la preponderante concurrencia de Calderón, Montalbán, nacido dos años después que este grande hombre, se hizo conocer desde temprano por producciones que se distinguían tanto de las de este y sus otros contemporáneos como las de todos ellos se distinguían entre sí, pues por una singularidad que quizá no se ha apercibido, o de que por lo menos no se ha hablado, todas aquellas obras, vaciadas al parecer en un mismo molde, llevaban el sello del autor, hasta el punto de designarle casi por su nombre a los inteligentes que las leían o asistían a su representación.

En la biografía de Montalbán que hice insertar en La Alhambra procuré yo fijar el carácter de las de este autor, pero olvidé señalar algunas de sus particularidades, y entre ellas la destreza con que en uno u otro pasaje intercalaba fuertes y picantes alusiones políticas, indirectas ora, ora directas, pero siempre poco disfrazadas. Lope de Vega, que también gustaba de alusiones epigramáticas, las había por lo común limitado a la ilustración literaria o al gusto en literatura, y todos mis oyentes recuerdan sin duda los dos celebres versos de la Gatomaquia:

En una de fregar cayó caldera,
(trasposición se llama esta figura),


versos con que pretendió ridiculizar Lope las extravagantes trasposiciones que se empezaron a introducir en su tiempo, y que don Luis de Góngora, nacido medio siglo después [sic], logró más tarde generalizar. Pero acaso no recordarán todos mis oyentes cómo usaba Lope de los mismos paréntesis satíricos en sus obras dramáticas, y por eso citaré aquí dos que se me vienen a la memoria. A una dama, quejosa de un galán que no se daba mucha prisa para corresponder a las indicaciones amorosas que ella le dirigía, hace Lope exhalar su despecho en estos versos:

Lisardo muy preciado de discreto,
(que se puede ser tonto y secretario)…


En la comedia Al pasar el arroyo cuenta uno de los interlocutores cierta cabalgata de damas, y, describiendo los arreos de los burros, dice:

Alfombrillas de color,
jáquimas rojas a listas,
con borlas como legistas
(si hay algún asno doctor).


Compárense con estas alusiones literarias de Lope las alusiones políticas de Montalbán. En la comedia El divino nazareno, pretendiendo Sansón excusar las hostilidades que ha hecho contra el territorio vecino, dice al jefe que en él mandaba:

Más viendo que rigoroso,
quizá por nuestros delitos,
nos tratabas como esclavos,
y sobre los admitidos
tributos otros echabas
con mil pretextos indignos,
que la opresión llama robos,
y la política arbitrios…


En tiempo de Sansón no había tributos admitidos, no se imponían estos con determinadas formalidades, no se conocían arbitrios ni arbitristas ni se calificaban de robos los impuestos no votados en regla. Las reconvenciones dirigidas, al parecer, al capitán de una tribu de filisteos salvajes iban, pues, dirigidas en realidad al jefe de la monarquía española, que no vivía sino de arbitrios, y cuyo bisabuelo había cerrado en 1538 en Toledo las cortes de España que debían admitir los tributos. Con igual intención, y teniendo presente sin duda la conducta de don Juan el II con el famoso condestable, o la de los Reyes Católicos con Cristóbal Colón y Gonzalo de Córdoba, o la de Carlos I con Hernán Cortés, o la de Felipe II con Antonio Pérez, o la de Felipe III con el duque de Lerma, hace Montalbán a otro de sus personajes echar en cara a su soberano los servicios que le ha hecho y lo mal que han sido pagados, y añadir luego:

Permíteme
que les pregunte a las leyes
por qué, siendo tan odioso
el delito del ingrato,
no se prende por él como
por homicida o ladrón.
Mas yo por ellas respondo
que hay delitos tan indignos,
tan viles y vergonzosos,
que no les halla el derecho
pena que iguala a su oprobio,
y por eso no la pone;
o porque es caso notorio
que son tantos los ingratos,
que no hubiera calabozos,
si se hubieran de prender,
en el mundo para todos;
y así es mejor que anden libres,
que no es, no, castigo poco,
que ellos sepan que lo son,
y lo sepamos nosotros.


Entresacando pasajes de estas y otras clases de las obras de nuestros poetas dramáticos, se vería que de ellos escudriñaban unos los vicios del sistema político, otros los defectos del corazón humano; y que en sus composiciones revelaban todos ellos los secretos morales o políticos que habían descubierto, meditando sobre la conformación del hombre o la de la sociedad. Comparando después los pasajes de cada autor con los parecidos o análogos o idénticos de otros autores sus contemporáneos, se vería asimismo la inagotable variedad de medios que cada cual de ellos empleaba para interesar, y se reconocería en esta variedad una de las causas del entusiasmo que por tan largo tiempo inspiraron.

Pero no se habría este entusiasmo mantenido durante dos siglos si se fundase solo en una variedad de formas, que al cabo tiene límites, y que no basta, por tanto, hacer permanente un sentimiento que por su naturaleza es pasajero. Otra causa debió haber para que él se mantuviese y prolongase; otra para que las comedias de don Álvaro Cubillo de Aragón, don Juan Bautista Diamante, don Juan de Matos Fragoso, don Juan de Zabaleta, don Fernando de Zárate, Luis Vélez de Guevara, Luis de Belmonte, don Antonio Hurtado de Mendoza y otros ciento que no reunían las brillantes cualidades de Moreto, Tirso, Calderón, Montalbán, Solís y Candamo, fuesen oídas con tanto placer como las de estos grandes ingenios. Esta causa, señores, fue el carácter exclusivamente nacional que los dramáticos del siglo XVII dieron a todas sus composiciones; y digo exclusivamente nacional no porque ellos sacasen de nuestra historia todos los argumentos de sus fábulas, sino porque caracteres, costumbres, estilo, todo era español en el teatro de aquel siglo; porque en él se acataban profundamente las creencias, dichosamente unánimes en aquella época; porque se lisonjeaba el nacionalismo, recordando ora una u otra de las diez mil victorias obtenidas en siete siglos de la más gloriosa actitud militar y religiosa de que hacen mención los fastos de la especie humana, y ora los triunfos más recientes de las armas españolas en Nápoles, Holanda, Flandes, Picardía, en América, y aun en África. El célebre Rodrigo de Vivar decía al rey don Alonso en una comedia compuesta por un autor obscuro:

Cuando en poder de cuarenta
agarenos africanos
os llevaban preso, y yo,
dando espuelas al caballo,
de los cuarenta jinetes
diez solos vivos quedaron.
Y no quedaron, que huyeron
del noble Cid castellano.


¿Habría español, cuando había españoles, que no sintiese bullir su sangre al oír que uno de los héroes de su nación había atacado solo a cuarenta enemigos de su religión y de su patria, y dejado tendidos a treinta de ellos en el campo, y obligado a huir los restantes?

Ni se contentaban los autores con sacar al teatro estos hechos, ni con hacer profunda su impresión a fuerza de exagerar su colorido; procuraban además hacer permanente la impresión, no solo del hecho mismo, sino del motivo que le impelía, o sea, de la creencia en que se fundaba, traduciendo tal vez el fervor religioso y patriótico en antitéticos casi sublimes epigramas. El mismo héroe, contestando a cargos de su soberano, dice:

Culpaisme porque atrevido
con católico denuedo
hice guerra al de Toledo.
El bárbaro la ha tenido.
¿Qué consejo soberano
puede aprobar en la tierra
que rompa el moro la guerra
y no la rompa el cristiano?


Señores, la fe de mil y doscientos años se había convertido en España en un instinto nacional. En instinto nacional se había convertido igualmente el odio a los moros, mamado con la leche por veinte o más generaciones. Mientras este doble instinto fue el doble resorte de la máquina social, la contraposición de moro y cristiano formaba una antítesis sublime, y electrizaba en sus asientos a todos los espectadores sin excepción. Todos aplaudían a la vez, y con sus aplausos estimulaban a los poetas a proseguir lisonjeando un nacionalismo tan unánime. Los poetas, por su parte, sometiéndose a esta patriótica exigencia, o más bien obedeciendo a este impulso irresistible, no solo presentaban en la escena los sucesos gloriosos o invocaban los recuerdos que tenían el mismo carácter, sino que cuando le mostraban igual las consejas populares, o las tradiciones erróneas o controvertibles del vulgo, las adoptan sin reparo y sin examen, y así lo hicieron, entre otros, el autor de El valiente toledano, de El pastelero de Madrigal y otros de cien composiciones de la misma clase; todos ellos arreglaban los argumentos, combinaban la acción y dibujaban los caracteres de manera que del conjunto como de los detalles resultase el encomio de los hombres y las cosas de la nación, y que el elogio saliese a veces de la boca de sus enemigos. En El príncipe constante anuncia un gran personaje moro a su rey un desembarco que van a hacer los portugueses en las playas de Tánger, y, hablando de los auxiliares españoles, dice:

Mil son los fuertes caballos,
que la soberbia española
los vistió para ser tigres,
los calzó para ser onzas.


Adulando el orgullo nacional con los recuerdos de su gloria, fortificando las creencias políticas y religiosas con las diferentes aureolas de heroísmo y de santidad de que se ceñía a los que las profesaban, se cuidaba además de lisonjear al mismo tiempo el gusto nacional con la pompa habitual del colorido, o, lo que es lo mismo, con la exageración meridional, o más bien oriental, de la expresión. En una bien conocida comedia de Montalbán, refiriendo el famoso Garcés de Marcilla sus proezas al emperador Carlos V, le dice:

Puesto cerco a la Goleta,
por un portillo de sogas
subí trepando hasta arriba,
sin que bastasen pistolas,
lanzas, picas, chuzos, flechas,
mosquetes, tiros ni bombas,
a echarme de la muralla,
adonde maté en un hora
tanto número de turcos
y de moros tanta copia,
que cuando quiso acudir
al socorro Barbarroja
no hubo menester escalas
para sus murallas propias.


En otra de sus comedias introduce el mismo poeta otro personaje que, refiriendo su soberano que en un campamento había un francés habla[n]do mal de él, y que por ello le había cortado la cabeza de un tajo, añade:

La cercené tan del todo,
que la postrera palabra
la empezó presuntuoso
en el monte, y la acabó
bien distante de nosotros.


Pero ¿qué más? Los viejos hemos visto aplaudir hasta el delirio al actor que, representando a un general que daba cuenta de una batalla, pintaba los efectos de la artillería en los términos siguientes:

Siendo tanto el fuego vivo
que abortó el sulfúreo parto
de los ardientes Vesubios
y los Montgibelos vagos,
que el sol en su quinto cielo,
del calor abochornado,
iba a padecer confuso
tan pavoroso desmayo,
que fue menester que al verlo
de tanto ardor sofocado,
las plumas de las cimeras
abanicasen sus rayos.


Esto es prodigiosamente extravagante hoy, pero la nación que celebró por tanto tiempo estas extravagancias había estado ocupada muchos siglos por extranjeros, que dependieron durante gran parte de aquel periodo de Bagdad y de Damasco; y en Bagdad y en Damasco saben mis oyentes que hoy mismo no pasarían los citados hipérboles por monstruosamente exagerados. Con ellos se lisonjeaba, pues, el gusto nacional, como el orgullo nacional con el espectáculo perpetuo de las glorias y el igualmente perpetuo encomio de los usos y tradiciones nacionales.

Natural y necesario era que un nacionalismo tan ardiente, tan exclusivo y tan constantemente halagado por todos los escritores, y en especial por los dramáticos, tuviese un emblema especial, un símbolo enérgico, y lo tenía en efecto en las mágicas palabras Dios y el Rey. Ábrase por donde quiera el teatro antiguo, y en casi todas sus páginas se encontrará la fórmula social de la época, Dios y el Rey. Yo recuerdo ahora mismo un pasaje de El sitio de Breda, en que, con motivo de haber llegado al campamento un Gonzalo de Córdoba, nieto del que en el reinado de los Reyes Católicos había hecho eterna la gloria de su apellido, se lee:

Porque yo he oído,
y a voces el ejército lo dice,
que todos los soldados han vencido
por Dios y por el Rey (suerte felice),
y los suyos (¿qué gloria a aquesto igualo?)
por Dios, y por el Rey y por Gonzalo.


De todas las citas que podría yo hacinar aquí, y que bastarían a formar volúmenes, resultaría, señores, como de la que acabo de hacer, que en el siglo XVII subsistía alzada la bandera nacional con el lema de Dios y el Rey; bandera que, tremolada en las breñas de Cantabria en el siglo VIII, asentó el Cid en el siglo XI en la mora alcazaba de Valencia; en el XIII, Fernando III en la de Sevilla; en el XV, Fernando V en la de Granada; en el XVI, el Gran Capitán sobre las torres de Gaeta, Hernán Cortés sobre el alcázar de Moctezuma, Pizarro sobre el de los incas y el duque de Alba sobre el de Lisboa. A la sombra de esta misma bandera dictó igualmente el Sabio hijo de un Santo el código inmortal de las Partidas; a su sombra escribió sus Trescientas Juan de Mena, y a su sombra se desarrolló el prodigioso movimiento intelectual que con pocas intermitencias ha continuado desde el reinado de don Juan II hasta nuestros días. Dios y el Rey era, señores, el símbolo de la fe religiosa y política de los españoles, el lazo poderoso de nacionalidad que, anudado en Covadonga, no bastaron a romper, novecientos años después, las señaladas desgracias de la última mitad del reinado de Felipe IV. Las costumbres y las leyes, fundadas sobre las creencias políticas y religiosas, eran tan iguales, tan uniformes, como las creencias mismas. Los poetas dramáticos, retratando los usos comunes de una sociedad tan homogénea y tan compacta, invocando sus recuerdos, resucitando sus tradiciones, colocaron en el teatro el archivo de sus glorias, el cuadro de sus costumbres, la expresión de sus sentimientos; hicieron, en fin, un teatro nacional: y he aquí la verdadera explicación de ese entusiasmo secular que a muchos espíritus superficiales pareció un fenómeno, y he aquí la clave para resolver la cuestión de que reservé el examen para la conferencia de hoy.



(Concluirá.)





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera