Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Segundo discurso sobre el teatro español, pronunciado por el excelentísimo señor don Javier de Burgos en el liceo de Granada, en la noche del 2 de abril (Concusión)”
Autor del texto editado:
Burgos, Javier de (1778-1849)
Título de la obra:
El Panorama. Revista de literatura y artes, tercera época, año cuarto, nº 125, 1 de mayo de 1841
Autor de la obra:
Azcona, Agustín (dir.)
Edición:
Madrid: Imprenta de El Panorama, 1841


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SEGUNDO DISCURSO SOBRE EL TEATRO ESPAÑOL, PRONUNCIADO POR EL EXCELENTÍSIMO SEÑOR DON JAVIER DE BURGOS EN EL LICEO DE GRANADA, EN LA NOCHE DEL 2 DE ABRIL

(CONCUSIÓN)


En la anterior observé lo extraño que debía parecer que, mientras continúan representándose en Inglaterra las obras de Shaskespeare, y en Francia las de Corneille, Racine y Molière, y aun las de Regnard y Destouches, no se vean en nuestro teatro sino una u otra de las de nuestros más célebres dramáticos, y apenas una siquiera de Calderón, cuando muchas de las de ellos y casi todas las de este se ostentan realizadas de tantas y tan diversas especies de mérito. No menos extraño debe parecer que con las producciones de aquellos grandes ingenios hayan desaparecido las de otros que acabaron de dar al teatro español ese carácter, esa fisonomía nacional que, causa y origen de entusiasmo durante cerca de dos siglos, parecía deber prolongarlo sin término, o no permitir que se extinguiese de repente y sin transición. ¿Cambiaron de repente acaso las condiciones de existencia de la sociedad española? ¿Dejaron de ser las composiciones teatrales la expresión verdadera de las creencias, de las tradiciones y de las costumbres nacionales? ¿Cómo se obró esa transformación prodigiosa, que apenas los viejos de hoy habríamos creído cuando éramos jóvenes, y que ciertamente no sospecharon nuestros padres cuando ya eran viejos? Tratemos de investigarlo.

Contra el símbolo permanente de la fe religiosa y política de una nación, contra su vieja divisa de nacionalidad se estrellaron con mucha frecuencia hasta los esfuerzos hechos para mejorar la condición de la nación misma. ¿Por qué, en efecto, no triunfaron sino parcial e insuficientemente los que el bastardo de Felipe IV hizo en la menor edad de su hermano Carlos II, para que no oprimiesen y deshonrasen a la España el fanatismo de una mujer extranjera y el de un fraile advenedizo? Porque el alemán Nithard se apoyaba sobre la fe religiosa de los españoles, como la alemana Ana de Austria sobre su fe política; porque Nithard era inquisidor general, y Ana de Austria reina, y uno y otro contaban con el respeto de la nación a su divisa de Dios y el Rey. Más tarde fue a la verdad lanzado el fraile, y reducida a la nulidad la mujer extranjera, pero eso no impidió que, demasiado apegados los españoles a su bandera antigua, dejasen a otros frailes y a otras mujeres apoderarse de la dirección de los negocios públicos y poner el reino a dos dedos de su ruina. El demasiado apego a la divisa nacional y el excesivo respeto al emblema de la nacionalidad comprometieron a la postre el nacionalismo, debilitaron el prestigio del nombre español, abatieron șu orgullo, y casi habría sido una irrisión lisonjearle en el teatro, cuando en Flandes y en el Franco Condado le humillaba diariamente Luis XIV, y desgracias de mil clases obligaban al gabinete de Madrid a reconocer la emancipación del Portugal. Aún vivía Calderón durante la primera mitad de aquel triste reinado, y durante el mismo nacieron poetas dramáticos que aún debían recordar las glorias patrias en Carlos V sobre Túnez, Las cuentas del Gran Capitán y otras piezas de argumento nacional; pero el recuerdo de glorias antiguas, neutralizado con la impresión de reveses recientes, no excitaba ya tanto entusiasmo. Con las costumbres semimonacales de una corte fanática desaparecían rápidamente los hábitos caballerescos, y a los aires jactanciosos de la galantería morisca sustituían las maneras reservadas y circunspectas, los modales hipócritas con que desde los tiempos de Tiberio procuraron siempre los oprimidos adormecer la suspicacia de los opresores. Los treinta y cinco años del reinado del imbécil Carlos bastaron para hacer degenerar el carácter nacional que las desgracias de la última mitad del reinado de su padre habían empezado a alterar o corromper.

Tal era la situación cuando acontecimientos que por hoy no me incumbe calificar elevaron al trono español un príncipe a quien su abuela transmitiera derechos en vano renunciados en una isleta del Bidasoa. Al quinto Felipe acompañó una servidumbre francesa, como dos siglos antes había acompañado al primer Carlos una servidumbre flamenca. La de Felipe ejerció sin duda menos influjo en los consejos españoles que la que capitaneara un día el deán de Lovaina, destinado a ocupar más tarde la silla de san Pedro. Pero si Vandoma, Louville, Marsin, los dos d' Estrées, Daubeaton, la famosa princesa de los Ursinos y los demás generales diplomáticos o intrigantes franceses de que hormigueaba entonces Madrid no tuvieron la dirección absoluta de los negocios públicos, todavía las influencias secretas de la corte contrariaron a menudo en materia de gobierno las tendencias nacionales de los Arias, Portocarreros, Oropesas y Medinacelis, y los subyugaron completamente en materia de usos y costumbres, hasta el punto de hacer a ellos, como a todos, reemplazar los usos españoles con los importados del reino vecino. Ningún establecimiento debía resentirse más de esta influencia que el teatro, privado desde 1680 del ilustre Calderón, y que en lugar de él, y de los Vegas, Moretos, Téllez, Rojas y Montalbanes, muertos muchos años antes, no contaba ya sino los Cañizares, Zamoras y pocos más, que con El Dómine Lucas, El hechizado por fuerza y otras piezas que aún se representan hoy pretendieron contener la caída del teatro que se desplomaba. Pero, ¿cómo tan pocos y tan endebles paladines bastarían para volverle la condición fundamental de su existencia? ¿Cómo podrían reanimar un nacionalismo que, amortiguado por las calamidades de los dos últimos reinados, parecía deber extinguirse por la entronización de una nueva dinastía, venida de un país donde la sociedad tenía costumbres tan diferentes, y el teatro usos tan distintos? Aun tomando Corneille y Molière de piezas españolas los argumentos de El Cid, El embustero, La princesa de Élide y El convidado de piedra, les habían dado ellos formas apropiadas a las costumbres de su sociedad, y poco antes del advenimiento de Felipe V había dicho Boileau, hablando de nuestro teatro,

Là, souvent, le héros d'un spectacle grossier:
enfant au premier acte, est barbon au dernier.


En el palacio del Retiro no debían, pues, representarse desde entonces las piezas de autores nacionales, y no se representaron. La etiqueta de la corte no le permitía concurrir a los teatros públicos, y estos debían experimentar desde luego la influencia de las variaciones introducidas en las costumbres y usos sociales, como la administración experimentó después la influencia de las innovaciones introducidas en la hacienda por el francés Orry, y la política la del diferente impulso dado enseguida a su dirección por el parmesano Alberoni. Todo, más tarde o más temprano, debía ser extranjero cuando era extranjero el rey; y en breve en efecto los trinos de Farinelli resonaron en las bóvedas del coliseo del Retiro, donde aún bajo el reinado de Carlos II resonaban los versos de Calderón.

Cambiadas así las costumbres y usos nacionales, y generalizada y uniformada la alteración hecha en ellos, fácil fue probar que debía esta extenderse al teatro, y conformarse el nuestro a las tradiciones del teatro francés, pues que de Francia había venido la nueva dinastía. Un diplomático aragonés, llamado don Ignacio de Luzán, que había bebido fuera del reino las doctrinas de Aristóteles y de Boileau, dio, de vuelta a su patria, la señal de la reacción; y en su poética, impresa en Zaragoza al subir al trono el sucesor de Felipe, condenó sin miramientos nuestro sistema teatral, aunque rindiendo todavía a Calderón el homenaje de una admiración sincera. Más lejos que Luzán fue don Agustín Montiano y Luyando en los discursos con que acompañó sus dos tragedias de Virginia y Ataulfo, que, aunque sujetas a las reglas del teatro griego y francés que acababa de proclamar Luzán, nunca se representaron, y nadie tendría hoy el valor de leer. Más lejos aún fue don Nicolás Fernández de Moratín, padre del célebre don Leandro, en sus Desengaños al teatro español; más lejos, en fin, que todos ellos fue don José Clavijo y Fajardo, que en su Pensador matritense dio el último golpe al antiguo teatro nacional. En vano don Ignacio de Loyola y Oyanguren en 1750 y don Tomás Sebastián y Latre en 1773 pensaron conciliar las doctrinas de los preceptistas con el desembarazo habitual de nuestros compositores dramáticos. Clavijo fue inflexible; el código de Luzán se hizo de moda, y de moda se hizo desacreditar nuestro teatro antiguo, hasta el punto de llamar poco menos que bárbaros a Lope y a Calderón.

Así se hundió, después de un siglo completo de gloria y de dos siglos cabales de existencia, un teatro tan nacional como el de la antigua Grecia en tiempo de los Eurípides, los Sófocles y los Aristófanes, y más variado y más rico que el de todas las naciones antiguas y modernas reunidas. Parecía natural que, condenado el sistema que durante tan largo periodo había merecido la aprobación y los aplausos de muchas generaciones, substituyese al método proscrito otro que, conformándose a los usos de la sociedad nueva, no defraudase a los concurrentes al teatro del placer a que los habían acostumbrado los poetas antiguos. ¿Sucedió así? Esto es lo que examinaremos en una tercera conferencia.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera