Origen, progresos y estado actual de toda la literatura.
Tomo III
Autor de la obra:
Juan Andrés
Edición:
Madrid:
Antonio de Sancha,
1785
Más información
Relación de los textos preliminares que se encuentran en esta obra:
* pp. 13-19. Prefación del autor [Juan Andrés].
Fuentes
Origen, progresos y estado actual de toda la literatura (vol. II, tomos III y IV),
eds. Jesús García Gabaldón, Santiago Navarro Pastor y Carmen Valcárcel Rivera; dir. Pedro Aullón de Haro. Madrid: Editorial Verbum, 2000.
Información técnica
Encoding: Noelia Santiago López Transcriptor: Carlos M. Collantes Sánchez
La primer lengua europea que después de la
italiana
ha sabido hacer ver las verdaderas bellezas de la Poesía ha sido, sin disputa, la castellana. Ya hemos visto en otro lugar que los españoles cultivaron la Poesía desde el X o XI
siglo,
y que algunos versos de Gonzalo de
Hermíguez
y el
Poema del Cid
son las primeras composiciones de la
Poesía
española que nosotros conocemos.
Berceo
en el
siglo
XIII dio mayor
exactitud
y regularidad a la versificación, en lo que le
imitó
Juan
Lorenzo
Segura, o quien sea el autor del
Poema de Alexandro.
En el
siguiente,
el Rey
Alfonso
X enriqueció la Poesía con nobles
imágenes
y con altos pensamientos,y singularmente en el fragmento que tenemos del libro de
Las Querellas
se encuentra una tal
sublimidad
que no tiene que
envidiar
las grandiosas expresiones del célebre
Dante,
que escribió posteriormente. En
tiempo
de éste y del
Petrarca,
a principios del siglo XIV, escribía en España Juan Ruiz,
Arcipreste
de Hita, bajo cuyo nombre es más conocido, y, mientras
Dante
tronaba con su
Divina Comedia
y el
Petrarca
encantaba con sus
amores,
él divertía en España con amenas y graciosas
burlas,
e introducía en la Poesía las agradables
invenciones
y los donosos juegos, que no eran aún conocidos en ella. Es gracioso su
poema
que contiene una especie de contienda del Carnaval con la Cuaresma, donde, con una fábula bien seguida y con episodios ingeniosos, dio el primer ejemplo de poesías
jocosas
que se conoce en lengua vulgar. Es de ver con cuánto
ingenio
sigue los caracteres de los personajes alegóricos de D. Ayuno, D. Amor, Doña Carne y otros semejantes. En la
Paleografía española
se encuentra un fragmento del recibimiento hecho a D. Amor, el cual respira tal amenidad de imaginación y tal copia de ideas y de expresiones que para colocarlo en la clase de composición
magistral
y clásica, sólo le
falta
mayor cultura en la lengua y más armonía en los versos. Don Tomás
Sánchez,
en el primer tomo de su
Colección,
da
noticia
de este
poeta,
y posteriormente un viajero
inglés
en la
Cartas
que ha escrito
sobre el origen y sobre los progresos de la Poesía en España.
El siglo
XIV
y mucho más el
siguiente
fueron fecundos de poetas españoles, y para conocer cuán copiosa fue la avenida de ellos, que en aquel siglo inundó toda la España, basta ver solamente cuantos se refieren en la
colección
de Baena, de la cual nos da noticia Castro en el primer tomo de su
Biblioteca española.
Pero entre ellos son dignos de particular mención Juan de Mena y el Marqués de Santillana. En las composiciones de
Mena
se encuentra ya
sublimidad
y brío poético, y singularmente la intitulada
El laberinto
está llena de imágenes nobles y
grandiosas
y de expresiones
sublimes
y enérgicas. Otro poema suyo intitulado
La Coronación,
que toma porasunto la
corona
puesta a
Santillana
en el
Parnaso
por las Musas y las Virtudes, tiene además el mérito de una feliz invención, que no era muy común en los poetas de aquella edad. Y si
Mena
hubiese usado un
lenguaje
más noble y una versificación más dulce y armoniosa, podría no sólo ser tenido por el mejor
poeta
del
siglo
XV, sino ponerse al lado de los más célebres de todos los otros. Del Marqués de
Santillana
dice
Fernando de Herrera que se engolfó venturosamente en un mar no conocido y volvió a su nación con los despojos de las riquezas peregrinas, y que compuso
sonetos
dignos de veneración por la grandeza del que los hizo y por la luz que tuvieron en la
sombra
y confusión de aquel tiempo; y el
soneto
endecasílabo que él trae, por ejemplo, ciertamente es muy
digno,
así por los pensamientos como por la expresión, de que se hubiese compuesto en tiempos más felices. Y no debe considerarse menos singular para aquella edad su canción intitulada
Querella de amor,
referida
por Sánchez como llena de dulzura y de
ingenio.
Pero todos estos no eran más que ligeros bosquejos del
magnífico
cuadro que la Poesía preparaba a la España para el
siglo
XVI.
Boscán
puede llamarse el
primer
poeta
del nuevo
gusto,
porque, como
dice
Herrera,
imitó
la llaneza de
estilo
y las mismas sentencias de Ausias
March,
y se atrevió a
traer
las joyas del
Petrarca
en su no bien compuesto vestido. Además de este mérito, tuvo
Boscán
el de allanar el
camino
a Garcilaso de la
Vega
para penetrar en los más secretos retretes de las
Musas.
Garcilaso
hizo
remontar
el vuelo a la Poesía española, y en los sonetos, en las
canciones,
en las églogas, en las epístolas y en las elegías le dio una gracia y armonía no
conocida
hasta entonces, haciendo ver, como
dice
el Maestro Francisco de Medina, que no es imposible a la lengua española arribar cerca de la
cumbre
donde ya se vieron la griega y la latina.
Imitando
los más célebres autores latinos e italianos, se esfuerza con tan feliz deseo de igualarles que algunas veces aun les
supera.
En suma,
Garcilaso
es tenido por el
príncipe
de la Poesía española, y tal vez lo hubiera sido de toda la Poesía si una muerte
prematura
no le hubiese arrebatado en lo más florido de su edad. Muchos y muy esclarecidos ingenios de esta noble nación
siguieron
sus pisadas: el docto y agudo D. Diego de
Mendoza
mostró espíritu,
erudición
y copia de sentencias, aunque se cuidó poco de la corrección y suavidad necesaria en el
verso;
el culto y delicado Gutiérrez de
Cetina
cantó amores con suavidad
propia
del Petrarca; Fr. Luis de
León
puso
acorde
la
lira
española con la de Horacio; y
Herrera,
Ercilla, Virués e infinitos otros llevaron en
triunfo
la Poesía española, haciéndola caminar por todas las clases
coronada
de gloria y de esplendor; de modoque los españoles cultivaron con laudable felicidad la dramática, la épica, la pastoril, la lírica, los madrigales, los sonetos, las canciones pindáricas y anacreónticas, las epístolas, las sátiras y todo
género
de Poesía. Para enriquecer más y más el
Parnaso
español
transfirieron
a él sus poetas los tesoros del griego y del latino,
traduciendo
en su lengua los poetas de aquellas naciones. El primero que yo sepa haber dado algún ensayo del
Teatro de los Griegos
ha sido el Maestro Hernán
Pérez
de Oliva, pasando al
español
dos tragedias griegas de Sófocles y de Eurípides. Desde la mitad del
siglo
XVI tenemos una
traducción
de la
Odisea,
hecha en
versos
sueltos por Gonzalo Pérez, quien, como se lee en una carta de Juan Páez de Castro, pensaba
traducir
también la
Iliada.
Píndaro, Anacreonte,
Plauto,
Terencio, Horacio, Virgilio y los otros poetas griegos y latinos encontraron entre los españoles muchos apasionados que quisieron hacerles cantar en su propio
idioma.
Pero, sin embargo, yo descubro aún en los poetas españoles de aquel tiempo alguna
dureza
y alguna reliquia de la pasada
incultura,
y no puedo alabar plenamente la armonía y suavidad de sus versos ni
satisfacerme
del todo de la exactitud y regularidad de su Poesía, puesto que en los más de ellos, como
dice
Medina, poco ha citado, «se echa de ver que derraman palabras vertidas con ímpetu
natural,
antes que asentadas con el artificio que piden las leyes de su
profesión».
Y
cotejando
la Poesía española con la italiana, que era la única que en aquellos tiempos podía excitar la emulación, diré brevemente que los italianos, habiendo sido precedidos por más de dos siglos de Dante y el
Petrarca
y estimulados por tantos príncipes que les protegían, cultivaron con más atento
estudio
la Poesía y, por consiguiente, le dieron mayor exactitud y pulidez y mayor cultura y
ornato,
pero no superaron a los españoles en los
pensamientos
sublimes ni en las nobles sentencias; de modo que me parece descubrir en los españoles
más
naturalidad
y en los italianos más arte. Los españoles, en medio del
estrépito
militar dentro y fuera de sus estados, no habían podido dedicarse mucho a la Poesía ni a las Letras: empleados en ganarse el favor de Marte se habían cuidado poco de merecer el de Apolo, y el esplendor a que entonces
llegó
su Poesía se debió más bien a la felicidad de su
ingenio
que al
estudio
y cultura del arte, por lo cual, aunque tenían grandiosas ideas y sublimes pensamientos, eran aún algo áridas sus expresiones y duros sus versos. Otra
ventaja
llevan, en mi concepto, los italianos a los españoles: éstos muestran más ingenio en sus composiciones, aquéllos hacen hablar más al corazón, y el lenguaje de éste hace más profunda y grata impresión en el ánimo que las llamaradas del ingenio. Pero, sin embargo, si Garcilaso,
León,
Herrera y algunos otros de esta clase hubiesen encontrado la versificación tan perfecta, tan rica la lengua y la Poesía tan honrada y promovida como lo estaba
entonces
en Italia, ¿cuán superiores no hubieran sido a Bembo, a
Casa,
a Constancio y a los mejores italianos, si aun sin tales auxilios les igualan y aun les
superan
en muchas partes? Ilustrada de este modo, la Poesía española fue adquiriendo en todo aquel
siglo
más gracia y belleza, y a fines de él y a principios del
siguiente
brilló mucho más y
compareció
en su mayor
decoro.
Villegas, los dos
Argensolas
y otros poetas que florecieron en aquellos tiempos escribieron
versos
más armoniosos, manejaron la lengua con más destreza y expresaron sus pensamientos con más
artificio
y maestría. Entonces el
famoso
Lope de
Vega
manifestó las riquezas de su poesía e hizo resplandecer aquel soberano ingenio de que tan liberalmente le había dotado la
naturaleza.
No alabaré su excesiva facilidad en componer
poemas
dramáticos y
épicos;
no le
perdonaré
los
conceptos
sutiles y los
juegos
de vocablos de que algunas veces se vale, aunque no con tanta frecuencia como
creen
algunos; pero al mismo tiempo diré que aquella fluidez, dulzura y armonía de versos, aquella variedad y belleza de imágenes, aquella abundancia de sentencias, aquella copia y aquella propiedad de expresiones recompensan muy bien sus defectos y pudieron adquirirle con justo motivo los
aplausos
no sólo de España, sino de toda la culta
Europa.
La
desgracia
de la Poesía
española
provino de que los poetas mismos que más la podían ilustrar fueron cabalmente los que la
ocasionaron
mayor
daño.
¿Dónde se encontrarán ingenios más vivaces y fecundos para el
Teatro
que Lope de
Vega
y Calderón? ¿Dónde imaginación más amena y brillante que la de
Quevedo?
¿Dónde un ingenio más elevado y
sublime
que el de
Góngora?
Pero éstos, introduciendo en la Poesía dramática
extrañezas
ingeniosas, accidentes complicados y
monstruosidades
inverisímiles; acumulando en las composiciones jocosas y serias equívocos, conceptos sutiles,
expresiones
hinchadas, voces desusadas y pensamientos falsos, autorizaron con su
ejemplo
semejantes
defectos
e hicieron que tuviesen más lugar entre los poetas españoles viendo que los más nobles ingenios los abrazaban. De este modo se
corrompió
la Poesía española a principios del siglo
pasado
e,
igualmente
que la italiana, pudo contar el siglo XVII por el tiempo de su
desolación.
Tampoco faltaron entre los poetas españoles
como
entre los italianos algunos felices ingenios, que supiesen
preservarse
de aquel contagio: Borja, Príncipe de Esquilache,
Rebolledo,
Solís y algunos otros pueden llamarse los Redis y los Filicaias de los
españoles,
que conservaron el buen
gusto
en medio del Universal
corrompimiento;
pero éstos no bastaron para contener el torrente de la
depravación
que
inundaba
la Poesía
castellana.
En este
siglo
hizo D. Ignacio
Luzán
los mayores esfuerzos para volverla al
verdadero
camino y, además de dar
él
mismo el
ejemplo
en buenas composiciones y en
traducciones
e imitaciones de los griegos y de los latinos, quiso también ayudar con
preceptos
escribiendo una docta, ingeniosa y sabia
Arte Poética,
que puede competir con las
mejores
de los
modernos
más celebrados. D. Blas. Antonio Nasarre, D. Agustín
Montiano
y algunos otros quisieron oponerse al dominante
corrompimiento
y, si no consiguieron restablecer el buen
gusto
en la Poesía, detuvieron a lo menos el curso del
depravado.
Últimamente,
los nobles estímulos de la Real
Academia
Española y el
laudable
ejemplo de
Montengón,
de Iriarte y de algunos otros despiertan el numen poético de los
españoles
y hacen esperar que su Poesía, abandonada enteramente por algún tiempo, recobre su antiguo esplendor.