Marginalia et adversaria. Enero 2004
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Cuando el amor nos hace dioses
© Gabriel Laguna Mariscal
El enamoramiento provoca en el ser humano un cuadro psicosomático que incluye síntomas tan variopintos como la euforia, el bienestar, la taquicardia, el nerviosismo y la agitación, la sudoración, la pérdida de apetito, el insomnio o la fiebre. El síndrome se ha descrito tradicionalmente de muchas maneras: como enfermedad, locura, herida, desgracia, sensación dulciamarga o posesión divina. También ha sido caracterizado (y es de lo que vamos a ocuparnos aquí) como una sensación de inmortalidad y de divinidad. Cuando estamos enamorados nos sentimos, literalmente, dioses. Expresiones coloquiales como “estar en el séptimo cielo”, “estar en la gloria” o “andar por las nubes” confirman esta idea. Literariamente, esta manera metafórica de describir el sentimiento del amor tiene una tradición muy rica. |
Empecemos por un ejemplo claro, perteneciente a la literatura española del Renacimiento. Al inicio de La Celestina de Fernando de Rojas, el enamorado Calisto tiene un primer encuentro con su amada Melibea; apenas se conocen todavía, pero el enamoramiento de Calisto nada tiene que ver con el trato personal; sino que la cercanía física de la amada y su contemplación (“acatamiento”) le hace compararse con los santos que disfrutan de la gloria en el Cielo:
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Es importante que no interpretemos esta imagen como un mero ornato literario. Por el contrario, calificar el sentimiento amoroso de “divinización” es un recurso plástico para intentar describir la compleja respuesta neurofisiológica que el amor provoca en el cuerpo humano. El deseo amoroso (normalmente, estimulado por la presencia o visión de la persona amada) determina la liberación en el cerebro de drogas naturales como la feniletilamina o la dopamina [1]. La feniletilamina es una anfetamina natural, generada por el propio organismo, que estimula el cuerpo: es la responsable de síntomas de amor tales como la taquicardia y los sudores, el insomnio y la inapetencia, así como la supresión de la sensación de fatiga. La dopamina, por su parte, que es similar en sus efectos a los opiáceos, produce una sensación intensa de bienestar y felicidad. Ambos compuestos químicos son los causantes de que, por un lado, el enamorado se sienta feliz y eufórico; y, por otro, inmune a la fatiga y a los riesgos. En suma, en su estado de beatitud, en su percepción de estar por encima de las contingencias de la vida mortal, el amante se siente eterno, un dios: ¿qué otra manera podría hallarse, más breve y exacta, para calificar ese complejo universo de sensaciones psicosomáticas?
Es curioso cómo la bioquímica y la neurología tienen mucho que enseñar a los historiadores de la literatura sobre las metáforas literarias (y viceversa: los críticos literarios podemos aportar muchos testimonios y datos a los neurólogos).
Ahora sí podemos remontarnos a la literatura clásica grecolatina, para rastrear el origen y desarrollo de esta imagen. En la poesía lírica griega de época arcaica, la poetisa Safo compuso una famosa poesía (hoy conocida como fragmento 31) en que despide a una pupila, de la que estaba enamorada; presumiblemente la chica va a contraer matrimonio con un hombre; y Safo compara la felicidad de este hombre con la de los dioses, mientras ella, Safo, experimenta los síntomas del enamoramiento:
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El fragmento 31 de Safo fue imitado en Roma por Catulo, con su poesía 51. Pero será el poeta Propercio, perteneciente al grupo de los elegíacos latinos, quien desarrollará la imagen más claramente. Propercio, cuando logra consumar su amor por Cintia, describe la ocasión en su poesía II 15 [1bis], y equipara su sentimiento de euforia con el estado de beatitud de los dioses (vv. 37-40):
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Un epigramatista de época imperial llamado Rufino (griego con nombre romano) compuso un epigrama en que describe pormenorizadamente a su amada Mélite, asignándole rasgos de diferentes diosas, para acabar caracterizando como a un dios a aquel que logre alcanzar los favores de la chica (Antología Palatina V 94):
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En la poesía lírica medieval en latín el tema aparece en varias ocasiones. Estamos acostumbrados a pensar en la Edad Media como un período oscurantista, ascético y teocéntrico. Pero los poetas goliardos (clérigos o letrados itinerantes que vivieron, amaron y escribieron en la Europa Central de los siglos X a XIII) no representan (ni compartirían) ese estereotipo tan negativo. Al contrario, gustaban mucho de los placeres del vino y de las mujeres, y además reflejaron esos anhelos y experiencias en su poesía. Uno de ellos pudo escribir que la relación sexual con su amada le hacía sentirse superior a los dioses (el poema, por cierto, parece una imitación literaria de Propercio II 15):
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A menudo me recuerdo en libre retozo por su tierno pecho, llegando a alcanzar la divinidad;
¡el dueño del mundo sería, dichoso, si de nuevo tocar yo pudiera su pecho tan tierno -al que tanto extraño- con franco tanteo!
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Y otro poeta goliardo (seguramente Pedro de Blois), autor de la composición 83 de Carmina Burana (estrofa 4), se expresa en términos similares con respecto a su amada Flora [2]:
Hominem transgredior et superum sublimari glorior ad numerum, sinum tractans tenerum cursu vago dum beata manus it et uberum regionem pervagata descendit ad uterum tactu leviore.
[Estribillo] Quam dulcia stipendia et gaudia felicia sunt hec hore nostre Flore.
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Me siento más que mortal y me ufano de llegar al umbral de la divinidad, al acariciar sus suaves senos, cuando mi mano vagar dejo alegremente y, recorriendo su pecho, desciende hasta su vientre de tacto más tenue.
[Estribillo] ¡Qué paga tan grata y qué gozos tan dichosos son las horas con mi Flora! |
Dando un amplio salto en el tiempo, pasamos a la literatura del Siglo XVIII. En España, el poeta que mejor asimiló la poesía clásica de tema amoroso fue el pacense Juan Meléndez Valdés (1754-1817). Este autor fue un político e intelectual afrancesado, así como un adusto magistrado y fiscal del estado, que acabó sus días en el exilio político, en Francia, pero en su juventud cultivó también los placeres del amor, y reflejó sus experiencias en poemas de tono erótico y pícaro, frecuentemente adaptando a poetas clásicos como Anacreonte, Catulo o Propercio. Por ejemplo, su Oda V de Los besos de amor (1776-1781) parece una imitación clara del epigrama de Rufino, antes comentado:
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Entre ese siglo XVIII y el XIX vivió el grandísimo poeta alemán Johann Wolfgang Goethe (1749-1832). En 1786 Goethe viajó a Italia, donde pasó una estancia de dos años, y donde conoció el amor dichoso y correspondido. Y relató la plenitud de su felicidad amorosa en la colección Römische Elegien, "Elegías romanas" (publicada luego en 1795) [3], en la que imita a Catulo, Propercio y Ovidio. La elegía X de esta obra compara la felicidad que le reporta el amor con la gloria de que disfrutan en el más allá (como los santos de La Celestina) grandes personajes históricos (Alejandro Magno, Julio César, Enrique IV y Federico I Barbarroja), y propone una vitalista invitación a disfrutar del amor:
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Gabriel Laguna Mariscal
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Se sugiere citar el presente artículo así (según normas del MLA):
Laguna Mariscal, Gabriel. "Cuando el amor nos hace dioses" Tradición Clásica. Diciembre 2003. Acceso 20 May. 2004. [cámbiese según proceda] <http://www.uco.es/~ca1lamag/Enero2004.htm>
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Notas
[1] Sobre la fisiología del amor, puede consultarse on-line:
[1bis] Sobre la elegía II 15 de Propercio y su tradición, puede verse nuestro trabajo: M. J. Alcalde Pacheco - G. Laguna Mariscal, "La elegía II 15 de Propercio: contenido, forma, recepción", Exemplaria 6 (2002), pp. 123-164. Volver al texto principal.
[2] La excelente traducción que reproduzco es de Enrique Montero Cartelle, Carmina Burana. Los poemas de amor, Madrid: Akal, 2001. [La del texto Arundel es un humilde ejercicio mío]. Volver al texto principal.
[3] Sobre la asimilación creativa de los clásicos por parte de Goethe, recomiendo el estupendo artículo de José Luis Vidal, "Johann Wolfgang Goethe, poeta romano", Iris 9 (Diciembre 2003), pp. 8-9. Volver al texto principal.
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