Góngora renueva, junto a otros, el viejo molde del romance. En este tipo de estrofa su variedad y riqueza es proverbial: no sólo parodia los viejos tópicos de la literatura idealista pastoril, caballeresca o morisca, sino que corona su obra con la que será su composición preferida, la Fábula de Píramo y Tisbe, un largo romance de 1618 que ejemplifica a la perfección uno de sus más importantes principios estéticos: la variabilidad de tono y de género. Este y otros muchos romances de Góngora nos demuestran que una fábula mitológica puede escribirse en octavas, como el Polifemo, pero también en romance; y cómo en una misma composición podemos encontrar todos los tipos posibles de variedad, en una síntesis prodigiosa de lo burlesco, lo satírico, lo paródico, lo amoroso; pero también en un despliegue inusitado del estilo elevado, ingenioso, conceptista y preciosista que se confunde con el que se sustenta en la tradición folklórica o en el léxico más chocarrero. La Tisbe es el ejemplo sublime de lo que Antonio Carreira llama la cuádruple raíz de su poesía: lo popular y lo culto, lo festivo y lo serio.
Es sorprendente también que Góngora sea de los primeros en utilizar máscaras poéticas en sus composiciones líricas, como harán los poetas del siglo XX. Así lo vemos en su famoso romancillo “Hermana Marica”, donde el yo lírico es un niño que se ilusiona pensando todo lo que hará en un día de fiesta, y donde la construcción de esa voz resulta tan coherente y verosímil que el poema está lleno de conjunciones, repeticiones o expresiones propias del lenguaje pueril, como por ejemplo aquellas en que el sujeto antepone el pronombre personal de primera persona a otros, en imitación de construcciones sintácticas infantiles. Este detalle tan temprano nos advierte de lo que considero una de las cuestiones críticas pendientes sobre la poesía de Góngora, la cual, como la pintura de Velázquez, y pese a reiteradas simplificaciones de artificiosidad y modelización excesivas, entronca con la tradición del realismo como constante estética.