Gabriel Laguna Mariscal

Marginalia et adversaria. Enero 2003

 

 

Ciclo natural, ciclo humano: 

un tópico literario

 

© Gabriel Laguna Mariscal

 

 

Gustave Caillebotte: Vista de los tejados (efecto nevado). 1878. Musée d'Orsay

Estos días navideños me recuerdan a cuando yo tenía seis o siete años. Pasaba por entonces las vacaciones invernales en casa de mis abuelos paternos, en Arjona, un pueblecito blanco de la provincia de Jaén que, rodeado de cárdenos olivares, trepa por un cerro. Me acuerdo de que mi nonagenaria bisabuela, "mamá Loles", nos canturreaba a los bisnietos un villancico [0]:

La Nochebuena se viene,

la Nochebuena se va,

y nosotros nos iremos

y no volveremos más.

En la letra del villancico es en realidad secundaria la referencia navideña. Lo de menos, en efecto, es que el ciclo eterno de la Naturaleza se concretice en el regreso periódico del día de Nochebuena. Lo significativo es que la canción nos habla de la sucesión de las estaciones (en los versos 1-2) y, en contraste, de la finitud de la vida humana (versos 3-4). Es decir, lo que nos recuerda el cantar es que el ciclo natural se puede concebir geométricamente como un círculo, de eterna renovación. La vida del hombre individual es, por el contrario, un segmento, que parte de un punto inicial y alcanza un fin. Entre ambas figuras se establece un nítido contraste, reforzado por la conjunción "y" del verso 3, de claro valor adversativo.

Casi a manera de confirmación del aserto enunciado en el villancico, mi bisabuela se marchó, no mucho después, "por aquel camino tenebroso, de donde dicen que nadie regresa" (Catulo III, 11-12). La acompañaron mis abuelos también, unos lustros más tarde. Ciertamente todos haremos ese viaje definitivo antes o después. Pero entretanto, y ya que vivir no es otra cosa que practicar juegos para aplazar la muerte, se me ha ocurrido un juego: rastrear el desarrollo de ese motivo literario en la historia de la literatura occidental. Quede claro que no aspiro a la exhaustividad: me conformo con señalar con pintura, como guía para senderistas, los mojones más significativos de una larga vereda.

El motivo ya está en la Biblia. No es de extrañar, si consideramos que la Biblia, conjuntamente con la cultura clásica, constituye un pilar básico del mundo occidental moderno (muchas veces pienso cuán pocos motivos o formas de pensamiento del mundo occidental no tienen precedentes en la Biblia o en Homero). En el Libro de Job, para ponderar dramáticamente la brevedad de la vida humana, se contrasta ésta con el ciclo vegetal, capaz de una eterna renovación. (La imagen del árbol que aun talado y marchito es capaz de criar retoños anticipa claramente el celebérrimo poema "A un olmo seco" de Antonio Machado [1]). Estamos en el capítulo 14, versículos 7-10:

Una esperanza hay para el árbol:

si es cortado, aún puede germinar,

y sus renuevos no dejan de crecer.

Aunque haya envejecido de raíz en la tierra

y en el suelo haya muerto su tronco,

en cuanto siente el agua reverdece

y echa ramas como una planta joven.

Pero si el humano muere, todo acaba;

al expirar el hombre, ¿qué es de él?

 

Piet Mondrian: El árbol gris

En las letras clásicas el motivo no se documenta hasta la época helenística. Un autor cuyo nombre hoy ignoramos compuso hacia finales del siglo II a. C. un epicedio (o lamento en verso) por la muerte del poeta bucólico Bión de Esmirna (la poesía es conocida hoy como Epitafio o Endecha de Bión). Al hilo del lamento por la muerte de Bión, el autor introduce en los versos 99-104 un comentario general que desarrolla claramente las líneas fundamentales del tópico:

¡Ay!: las malvas, tras morir en el jardín,

y los verdes apios y el florido y rizado eneldo,                            100

vuelven a revivir y brotan cada año;

pero nosotros, los altos y fornidos, los sabios hombres,

una vez hemos muerto, sordos, allá en un hueco bajo tierra,

dormimos un larguísimo sueño, sin término, para nunca más despertar.

Ya en la literatura romana, Catulo retomó el motivo. Muchos comentaristas coinciden en que adaptó la idea del Epitafio de Bión. Ello es muy posible, así parecen sugerirlo la coincidencia de imágenes concretas, pero Catulo inserta el motivo en un contexto semántico diferente, no funerario. Al contrario, la motivación de Catulo es instar a su amada Lesbia al disfrute erótico y vital (celebérrimo tópico conocido por la horaciana etiqueta de carpe diem): "Vivamos, Lesbia mi niña, y amémonos..." (poema V, verso 1). Como argumento de dicha invitación, Catulo recuerda a su amada y a nosotros que la vida de los seres humanos es breve y está abocada a un final, en contraste con la renovación cíclica de la Naturaleza. En este caso, el ciclo natural se concretiza en los soles que eternamente se ponen y alborean (versos 4-6):

Los soles se ponen y regresan (porque pueden);

nosotros, tan pronto como declinó nuestra breve luz,

hemos de dormir una noche eterna.

Dos o tres décadas después de Catulo escribió Horacio sus Odas. Su Oda 7 del libro IV fue considerada con razón por el filólogo inglés A. E. Housman "el poema más hermoso de la literatura antigua". En ese poema (al fin y al cabo, una canción también, como la que me cantaba mi bisabuela) Horacio nos habla del regreso de la primavera y, en relación con ello, de la eterna renovación del ciclo natural (versos 1-12). Con ese ciclo contrasta la falta de renovación de la existencia individual del hombre, abocada a la muerte (versos 17-28). Una estrofa central de transición hace explícito ese contraste (versos 14-16):

Y sin embargo las mermas celestiales las reparan las raudas sucesiones de lunas:

   cuando nosotros sucumbimos

para descender donde moran el pío Eneas, donde el rico Tulo y Anco,

   sólo somos polvo y sombra.

Horacio toma el motivo de Catulo, pero intensifica el tono nostálgico y desesperanzado (existencialista, diríamos hoy, "avant la lettre"), en la línea del texto bíblico de Job: así, sustituye los soles por las lunas, y ya no pinta la muerte como un sueño, sino como total aniquilación: "polvo y sombra". ¿Alguien da menos?

En las letras europeas, desde el Renacimiento hasta nuestros días, los pasajes de Catulo y Horacio han sido repetidas veces traducidos, imitados y emulados [2]. Léase la útil (pero, ¡ay!, farragosa) compilación de don Marcelino Menéndez Pelayo y se hallarán ejemplos de sobra [3]. Aquí yo aduciré sólo algunos especialmente emotivos. El noble poeta don Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575) compuso un Cancionero de talante petrarquista dedicado a la dama doña Marina de Aragón, a la que que se refiere en su poesía bajo el pseudónimo poético de "Marfira". Cuando doña Marina murió en 1549 a los 26 años de edad, don Diego le dedicó un sentido epicedio, de hondo pesimismo. Como argumento de queja, el poeta desarrolla el motivo en nítida imitación de Catulo [4]. Es la "Elegía a la muerte de doña Marina de Aragón", versos 58-66:

 

El sol que vemos ir alto y seguro,

muere, y a las estrellas da su lumbre

por no dejar el mundo en torno obscuro.            60

Mas después, al caer, como es costumbre,

abreva sus caballos en Poniente

y vémosle otra vez subir la cumbre.

Pero la sorda muerte no consiente

que quien gusta una vez la agua profunda          65

otra vez torne a verse entre la gente.

Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575)

Don Diego desarrolla el mismo motivo que Catulo, operando sobre su modelo mediante la amplificación y la paráfrasis. Pero adviértase una diferencia: Hurtado de Mendoza restituye al tópico su sentido funerario, el que tenía en el Epitafio de Bión, frente al contexto de carpe diem de Catulo.

Si quisiéramos recordar alguna imitación moderna del pasaje de Horacio, yo señalaría dos: una castellana y la otra inglesa. En las letras castellanas, Francisco de Medrano (1570-1607) compuso numerosas imitaciones de las Odas de Horacio. Su versión de la Oda IV 7, aunque no literal, resulta muy elegante y acertada. Se trata de la Ode (sic) XIV de Medrano, versos 17-24, según la magnífica edición de Dámaso Alonso [5]:

Mas los daños deel tiempo, presurosas,

   las lunas los reparan;

   y restituye el Zéfiro las rosas

   que los Çierços robaran.                                20

Nos, de peor condiçión, si tal vez una

   a aquesta luz cedemos,

   ¿en qué abril, a qué viento, con qué luna

   renovarnos podremos?

La versión inglesa de Horacio que me gustaría aducir aquí es obra de Alfred Edward Housman (1859-1936), antes aducido, el que pensaba precisamente que la Oda IV 7 de Horacio era la mejor poesía de las letras clásicas, gran filólogo clásico, catedrático en la Universidad de Cambridge, criptogay (lo de salir del armario no se había inventado todavía), dotado de una gran sensibilidad poética (fue un eximio poeta él mismo) y, a la vez, rigurosísimo crítico textual. Conocemos una anécdota sobre Housman, narrada por una alumna suya, que revela claramente la honda emoción que despertaba en su hipersensible espíritu esta oda horaciana:

"una mañana, en mayo de 1914, cuando los árboles de Cambridge están en flor, llegó... a la séptima oda del libro cuarto de Horacio... Analizó esta oda con su habitual despliegue de brillo, ingenio y sarcasmo. Después, por primera vez en dos años, levantó hacia nosotros la mirada, y en voz completamente distinta dijo: "Me gustaría emplear los pocos minutos que nos quedan en considerar esta oda simplemente como poesía." La experiencia que hasta entonces teníamos del profesor Housman nos había enseñado que él consideraba semejante procedimiento como algo peor que despreciable. Leyó la oda en voz alta con honda emoción, primero en latín y luego en una traducción inglesa hecha por él mismo (ahora la quinta poesía de su libro Más poemas). "Éste -dijo apresuradamente, casi como un hombre que traicionara un secreto- es para mí el poema más hermoso de la literatura antigua", y salió rápidamente del aula... Temí que el pobre viejo se echara a llorar." [6]

La traducción de Housman dice así en el pasaje en cuestión:

But oh, whate’er the sky-led seasons mar,

   moon upon moon rebuilds it with her beams:

Come we where Tullus and where Ancus are

   and good Aeneas, we are dust and dreams.

No polvo y sombra, como en Horacio: polvo y sueños. Se trata, en efecto, de una hermosa traducción, quizá hiperromántica. Y la imaginería de "polvo y sueños" no procede sólo de Horacio, sino que ha sido "contaminada" por una evocación de La Tempestad de Shakespeare, drama en el que Próspero dice (Acto IV, Escena 1): "We are such stuff / as dreams are made on; and our litle life / is rounded with a sleep" ("Somos de la misma materia de la que están hechos los ensueños; y nuestra breve vida está cercada por un sueño").

El motivo literario rebrota en la poesía contemporánea al igual que el árbol marchito que describieran Job y Antonio Machado. El último retoño del mismo que quiero aducir pertenece a Juan Ramón Jiménez (1881-1958). Este nostálgico y exquisito poeta trató el motivo al menos en dos ocasiones:

viñeta

en el poema I de la serie "Nocturnos" del libro Arias tristes (1903) ["Yo me moriré, y la noche..."];

viñeta

y en la poesía "El viaje definitivo", de la Segunda antolojía poética (1922). Leamos, completo, este segundo texto:

 

Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí de novios. Nueva York, 2-marzo-1916.

EL VIAJE DEFINITIVO

 

...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

 

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;               5

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

 

Se morirán aquellos que me amaron;

y el pueblo se hará nuevo cada año;

y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,     10

mi espíritu errará, nostáljico...

 

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco,

sin cielo azul y plácido...

Y se quedarán los pájaros cantando.                          15

 

Firma de Juan Ramón Jiménez

Creo que no se había apuntado hasta ahora que este poema de Juan Ramón es, en realidad, una reelaboración personal de la Oda IV 7 de Horacio (¡hay tantas manifestaciones de tradición clásica aún por descubrir y desbrozar!). Al igual que en la oda horaciana, Juan Ramón contrasta aquí el ciclo natural, de eterna renovación, con la aniquilación que sobrevendrá al hombre tras la muerte. La eterna renovación de la naturaleza incumbe a:

viñeta

la vegetación: "y se quedará mi huerto, con su verde árbol," (v. 3), como en Job, el Epitafio de Bión y Horacio; 

viñeta

los animales: "Y se quedarán los pájaros / cantando;" (vv. 1-2 y 15); y

viñeta

los fenómenos celestes y astronómicos: "Todas las tardes, el cielo será azul y plácido" (5), como en Catulo y Horacio.

Frente a esta renovación cíclica, diaria como en Catulo (5 "Todas las tardes") y anual como en Horacio (9 "y el pueblo se hará nuevo cada año"), el sujeto lírico que muere deviene en nada (versos 12-14). La gran diferencia con respecto a la tradición poética es el componente de interiorización y subjetivismo que Juan Ramón ha incorporado al tópico: aquí no se habla ya de la vida del ser humano en general o de un "nosotros" genérico (como en los poetas anteriores), sino que el poeta vislumbra su propia muerte; y lo que contrasta es la finitud propia, personal e intransferible, con la renovación cíclica y eterna de todo el entorno natural. Juan Ramón ha hecho suyo el tópico literario, y nunca mejor dicho. Se trata de un excelente ejemplo de cómo los poetas contemporáneos asimilan material de la tradición clásica como cauce para comunicar sentimientos propios.

Dale Kennington: Desnudo

Valiéndome como excusa de este recorrido por un tópico literario en la literatura occidental quería, en realidad, hacer una invitación. No es una invitación cristiano-ascética (a reflexionar sobre la muerte y sobre la finitud de la vida humana), ni tampoco epicúreo-hedonista (a aprovechar con fruición el momento presente), aunque de todo ello nos han hablado los textos leídos. Es una invitación meramente literaria: a leer poesía clásica. Pero no leer poesía desde una posición erudita y necrófila, como el forense que disecciona a un cadáver, sino por disfrute estético y personal, como un amante le hace el amor a su bella mujer: contemplando, acariciando, saboreando [7]. Muy flaco favor haremos los filólogos clásicos a nuestros estudios si nos limitamos a analizar la poesía como objeto científico. Debemos degustarla nosotros mismos y presentarla al público como lo que es: un medio artístico, eternamente vigente, para comunicar emociones, sentimientos, vivencias. La mera erudición, en cambio, no es más que polvo y sombra.

Feliz año 2003 a todos.

 

 

© Gabriel Laguna Mariscal

Todos los derechos reservados.

Se permite la reproducción parcial, citando la fuente.

 

Se sugiere citar el presente artículo así (según normas del MLA):

 

Laguna Mariscal, Gabriel. "Ciclo natural, ciclo humano: un tópico literario" Tradición Clásica. Enero 2003. Acceso 20 May. 2003. [cámbiese según proceda]

<http://www.uco.es/~ca1lamag/Enero2003.htm>

 

 

 

Notas

[0] Este villancico popular ya había sido aducido (independientemente), como correlato del motivo, por V. Cristóbal López, Horacio. Epodos y Odas, Madrid: Alianza Editorial (LB 1121), 1985, 27. Volver al texto principal.

[1] Sobre las fuentes del poema "A un olmo seco" de Machado puede verse el completo artículo (que, sin embargo, no cita el Libro de Job) de M. Brioso Sánchez - M. Bernal Rodríguez, "Tolstoi y A. Machado: «A un olmo seco»", Philologia Hispalensis 6 (1991), 285-293. Volver al texto principal.

[2] Por ejemplo, el texto de Catulo es imitado por Torcuato Tasso, en el drama Aminta (1581), versos 721-723 (Coro que sigue al Acto I). Tasso, a su vez, es imitado en el Renacimiento inglés por Samuel Daniel, "A pastoral" (1601) (para ver este texto de S. Daniel, en comparación con Catulo, pulsa aquí). Volver al texto principal.

[3] M. Menéndez Pelayo, Bibliografía hispano-latina clásica, Madrid: CSIC, 1950-53, vols. IV a VI. Volver al texto principal.

[4] Vicente Cristóbal ha identificado con su habitual minerva y acribía las fuentes de esta elegía de Mendoza: "Catulo, Horacio y Virgilio en un poema de Hurtado de Mendoza", Cuadernos de Filología Clásica. Estudios latinos 6 (1994), 61-70. Volver al texto principal.

[5] Francisco de Medrano, Poesía, Edición de Dámaso Alonso, Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas 281), 1988, 244-245. Volver al texto principal.

[6] De una carta de Mrs. T. W. Pym, pero tomo la cita de segundas, de G. Highet, La Tradición Clásica, México-Madrid: F.C.E., 1954, vol. II, pp. 299-300. Volver al texto principal.

[7] La identificación (en forma de comparación, metáfora o alegoría) entre la poesía y una hermosa mujer se documenta en la tradición literaria. Está ya, por ejemplo, en Ovidio, Amores III 1, donde aparecen dos alegorías de la poesía en forma de mujer: la Tragedia, imperiosa y hosca; y la Elegía, pícara y sexy. Similar alegorización encontramos en el poema de Juan Ramón Jiménez que empieza "Vino, primero, pura...", del libro Eternidades (1918), así como en "La poesía", de Luis Cernuda, del libro Con las horas contadas (1950-1956). Volver al texto principal.

 

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